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Lutero o el individuo y su Dios

Hubieron de confluir muchas cosas para que en Alemania, a semejanza del Renacimiento italiano, y a la vez en forma completamente distinta, se llegara a aquella ruptura reformadora que transformó a Europa entera. Junto a las numerosas circunstancias que la prepararon, fue un presupuesto decisivo la aparición de un hombre singular, aquel monje de Wittenberg llamado Martín Lutero, que hizo época por la relación personal que mantuvo con Dios, mejor dicho, con su Dios.

Confluyeron los siguientes hechos: el conflicto entre los fortalecidos Estados territoriales y los poderes universales de la tradición, el Papa y el emperador; la secularización de la Iglesia, la dilapidadora actitud cortesana de los príncipes de la Iglesia; la exteriorización de la fe mediante el comercio de reliquias e indulgencias; la exterior amenaza turca contra el imperio. En todo eso la población veía signos apocalípticos. Se añadían otros desafíos procedentes de lo desconocido: el descubrimiento del Nuevo Mundo y las noticias sobre usos, costumbres y religiones que de allí venían y hasta entonces se desconocían en Europa. Con ello se hicieron problemáticos los vínculos morales y los órdenes canalizadores del sentido. Enormes cantidades de oro del Nuevo Mundo inundaron la vieja Europa, y los navegantes trajeron gérmenes de nuevas enfermedades. Se extendieron las epidemias y el miedo a los demonios. Perecieron brujas en la hoguera, mientras despertaba a la vez una nueva curiosidad científica; la experiencia adquirió un valor enorme frente a la mera erudición escolástica. Con la aparición de la imprenta surgió un público lector. La creciente circulación del dinero y la relajación de los tradicionales vínculos estamentales condujeron a un florecimiento cultural en las ciudades, que competían entre sí e intentaban afirmarse en cada caso frente a los poderes superiores. Se difundió el espíritu individual. Entonces surgió también en Alemania una atmósfera social y cultural en la que, al igual que en Italia, pudo despertar el sentimiento de la singularidad del individuo. Y eso sucedió en Martín Lutero con consecuencias imprevisibles.

Menciono algunos estadios de la historia de cómo un individuo se descubre a sí mismo. La historia comienza con el abandono de la sombra paterna por parte de Martín. En 1505 fue promovido en Erfurt al rango de maestro en artes. Su padre, un labriego sin herencia que llegó a dirigir una mina, esperaba continuar el ascenso social gracias a su hijo, que debía culminar los estudios de Derecho, con la esperanza de iniciar una carrera en la política o en la administración. Lutero se sometió a este deseo no sin resistencias internas. Su padre, satisfecho, le regaló para estimularlo una preciosa edición del Corpus Juris Civilis, y a partir de ese momento se dirigió a él con el distinguido «vos» en lugar de «tú». También le había buscado una esposa, dotada con un buen ajuar. Por tanto, desde el punto de vista de su padre, Martín se hallaba en el buen camino. Pero a este le repelía el mundo de las leyes. En una ocasión, a un compañero le dijo en una cervecería que un abogado es un pícaro o un asno. Se inició una pelea entre ambos, de la que Martín salió con una herida sangrante. Los compañeros de taberna tuvieron que esconderlo para evitar que fuera expulsado.

Lutero no soportó más que algunas semanas entre abogados. Quería estudiar teología, no porque fuera especialmente piadoso, sino porque lo impulsaba una curiosidad filosófica; en esa época no leía tanto la Biblia cuanto la edificante obra de Boecio La consolación de la filosofía.

En junio de 1505 pidió permiso al rector para trasladarse desde Erfurt a Mansfeld, a fin de convencer a su padre para cambiar de estudios. Fueron días de tormento, pues su padre, que pasó de nuevo al «tú», rechazó la petición y le echó en cara que malgastara el dinero que había invertido en él. En el mundo religioso de su padre no había espacio para el amor íntimo a Dios ni para otros sentimentalismos religiosos. Era un firme realista. Estaba bien adaptado al mundo exterior, era disciplinado y altivo; con su familia, en cambio, actuaba como hombre colérico y poderoso, con ataques de proteccionismo e ira contenida. Martín Lutero habló más tarde de los terribles golpes que recibió de su padre. Ahora, en el verano de 1505, no fue golpeado, pero sintió el rechazo paterno y se dio cuenta de que faltaba mucho todavía para poder salirse de su sombra.

Pasados algunos días partió sin haber obtenido el permiso de su progenitor para estudiar teología. En el camino de regreso se produce poco antes de Erfurt aquel suceso que, transformado en leyenda, se sitúa al principio de muchos relatos sobre la Reforma. Una fuerte tormenta sorprende a Martín en pleno campo abierto. La tempestad va acompañada de un aguacero colosal; los rayos caen muy cerca. Por puro miedo Martín está a punto de perder el conocimiento, se arroja al suelo y exclama: «Ayúdame, santa Ana, y me haré monje».

Sus amigos y compañeros, e incluso algunos de sus profesores, intentan convencerlo de que ese voto bajo presión no era vinculante. A pesar de todo, Martín solicita su admisión en el Schwarzes Kloster de los agustinos eremitas en Erfurt, a pocos pasos de la universidad, e ingresa allí como novicio. Había escogido una orden de rigurosa observancia, como si quisiera demostrarle a su padre, que tenía a los monjes por «panzas perezosas», hasta qué punto se tomaba en serio el asunto y de qué forma evitaba un camino fácil.

Formalmente, no necesitaba el consentimiento de su padre y en el convento Martín no dependía del apoyo paterno. Por tanto, se había independizado también económicamente. Su padre le retiró todo su beneplácito con una especie de anatema. En una carta furiosa denuesta a su hijo y le dice que no vaya a imaginarse que el diablo lo ha embrujado.

¿Qué hablaba a favor de esta entrada en el convento? ¿Era la mayor distancia posible que podía tomar respecto del mundo y, por tanto, también de la familia? En realidad no, pues los conventos de aquella época estaban bien integrados en el mundo católico, los monjes estaban mejor considerados socialmente que los curas seculares y no vivían aislados, sino que, tal como era el caso de los agustinos eremitas en Erfurt, vivían en medio de la ciudad y cultivaban un intercambio intenso con ella. Los conventos eran todavía instituciones asistenciales para burgueses y nobles, en ellos se podían hacer compras, y el que quería podía llevar allí una vida muy cómoda. Y quien renunciaba a sus votos no quedaba estigmatizado. La vida conventual no significaba alejarse del mundo. Pero Martín apuntaba precisamente hacia esto. Eligió una vida radicalmente distinta de la que su padre había previsto para él. Se rebela contra la vida ordinaria, se singulariza, no frente al colectivo en el que ahora entra, sino frente al colectivo que abandona. Está dispuesto a renunciar al dinero, a la carrera y a la familia. ¿Qué quiere ganar a cambio?

En primer lugar, autoestima. No le atraía el convento como lugar de seguridad, sino como lugar de ejercitación en la disciplina. Quería demostrarse a sí mismo y a su familia que no buscaba la comodidad, sino la autosuperación, que no había huido, como persona débil e hijo mimado, del trabajo duro y de los esfuerzos por el ascenso social. De ahí que se sometiera a los más rigurosos ejercicios de penitencia; y tanto era su rigor, que los superiores de la orden tuvieron que intervenir contra aquellas laceraciones continuas.

Se atrevió a ingresar en el convento contra la voluntad paterna, para encontrar allí una mismidad distinta de la que habían previsto para él. Pero no parece lograrlo. Desconfiado y atormentado, observa su antigua mismidad, que lo acompaña como una sombra, quizá su padre tiene razón al sospechar que está fingiendo. ¿Quizá todo eso es fruto de una posesión diabólica? Se cuenta que Martín, en el coro del convento de Erfurt, se arrojó de pronto al suelo y rugió: «No soy yo, no soy yo...».1 Aquello sucedió durante la lectura de un pasaje de Marcos 9, 17, en el que se describe cómo Cristo sana a un poseído por espíritus impuros. Martín, desesperado, se revolvió contra la sospecha de que también él podía ser un poseído semejante.

Y allí estaban también los movimientos impuros, tal como él los llama, los deseos sexuales, que se consideraban pecaminosos. Cuanto más recelosamente espiaba el pecado, con tanta mayor urgencia se hacía notar este. Más tarde verá con claridad ese mecanismo: «Cuanto más nos lavamos, más impuros nos volvemos».2

Pero ¿de dónde procedía esta fijación casi histérica en el pecado? La explicación por la coyuntura colectiva de la conciencia de pecado en aquella época es demasiado genérica para ayudar a comprender los tormentos y los excesos penitenciales de Martín. Este se sentía tan culpable y se castigaba en tal medida porque percibía el pecado no como algo general, de lo que podemos desprendernos con facilidad, sino como algo personal, que le afectaba a él como individuo singular y lo provocaba. El joven Lutero se tomaba muy en serio y de manera personal los movimientos pecaminosos, que suelen confesarse de manera rutinaria. Por eso ya muy pronto encontró repulsiva la exterioridad del tráfico eclesiástico de las indulgencias. Estas eran para él ofertas de exoneración que no entraban en la profundidad de sus interiorizados e individualizados sentimientos de culpa. Por tanto, también en la conciencia de su condición pecadora estaba enérgicamente referido a sí mismo, y nadie, fuera de Dios en persona, podía exonerarlo. Pero había de ser un Dios que no se esconde detrás de instituciones, sino que puede ser experimentado de manera personal. Este Dios no quería mostrársele todavía. De momento se le mostraba un Dios que lo rechazaba, devolviéndolo a él mismo, a su condición pecadora, sin exoneración. Era la majestad puramente judicial y punitiva.

Se sentía rechazado de manera tan dolorosa y desesperada, que a veces tenía dudas de si lo que experimentaba era realmente Dios o bien un diablo, que lo sometía a un juego atormentador. Esta duda persistirá más adelante, por ejemplo, en las conversaciones de sobremesa; pensará en este juego de reflejos entre Dios y el diablo, en el que uno puede convertirse en máscara del otro en los momentos de la «tentación». Entonces todo el mundo de la fe amenaza con disolverse. Lo que queda es un insípido sentimiento de vacío y nulidad. Lo demoniaco a veces puede actuar como una excitación demoniaca, si bien suele ser algo insípido, descolorido, que no dice nada, al estilo de la vida ordinaria. Esto es para él la verdadera tentatio tristitiae (tentación de la tristeza).

Por tanto, cuando se azotaba, cuando temblaba de frío tendido en el suelo durante horas o murmuraba sus oraciones hasta el desmayo, este maestro del propio tormento aspiraba por lo menos a advertir la acción de un Dios riguroso, pero lejano, en su cuerpo. En cualquier caso, ese Dios es más vivo y cercano que el de las habladurías y de los usos, un Dios en todo caso que convierte a cada uno en un individuo singular, pues como singular tiene que soportarlo. Y además era un poder con el que se podía vencer el poder del padre.

Así se vio en la primavera de 1507 en la fiesta de la ordenación, en la primera misa del monje recién ordenado presbítero. Su padre, que ahora se había enriquecido más aún, acudió a la ceremonia con un gran séquito. Martín se mostraba más que inquieto ante aquella ocasión. Tenía que resistir durante la primera misa, ante Dios y ante su padre. Más adelante contó que había estado a punto de derrumbarse. Pero supera la ceremonia, su padre rinde las armas y Martín queda ahora a solas con el otro padre riguroso, con la majestad celestial.

Así comenzó la carrera de Lutero en el mundo conventual. El vicario general Stauplitz, que años antes había sido su director espiritual y quiso atenuar sus ejercicios penitenciales, lo envió a Roma en 1510 junto con un hermano de la orden, para entablar allí negociaciones relativas a esta.

El grado de mundanidad del clero romano lo dejó consternado. Se entregó a sus deberes, cumplió con las devociones, subió de rodillas la Scala Santa, oró ante todas las reliquias y se ganó así una indulgencia ordinaria, que deseaba transferir a sus padres. Todavía creía en la eficacia de tales prácticas. No se informó acerca de Miguel Ángel, que pintaba entonces la Capilla Sixtina, ni de Rafael, ni de otras obras y otros maestros del Renacimiento, cuyo apogeo en Roma habría podido experimentar si hubiese tenido sensibilidad para ello.

A su regreso a Alemania, Lutero fue nombrado subprior del convento de los agustinos en Wittenberg, con la obligación de predicar regularmente en la iglesia parroquial. Desde aquí alzará más tarde su voz imponente y lanzará sus rayos. Ocupó la cátedra de Stauplitz, y, con su nombramiento como vicario general de la provincia de la orden, casi llegó a la cúspide en ella, pero seguía inquieto y atormentado.

Luego, entre 1513 y 1517, se produce la «vivencia de la torre»; oscilan los datos de Lutero a este respecto. Él mismo concedió mucha importancia a esa vivencia, que se ha convertido en un componente del mito de Lutero y que se considera como la auténtica «hora del nacimiento de la Reforma». Tal como resaltará más tarde, con su inclinación hacia lo drástico, tuvo lugar en el excusado de su habitación de la torre. Mientras preparaba una lección sobre los Salmos, su mirada recayó en el pasaje de la Carta a los Romanos (1, 16-17), que tan bien conocía, dado que su tan estimado Agustín se refería con frecuencia a él: «Pues no me avergüenzo del evangelio de Cristo, que es poder de Dios para la salud de todo el que cree, [...] porque en él se revela la justicia de Dios, pasando de una fe a otra fe, según está escrito: “El justo vive de la fe”...».

Lutero explica que solo entonces comprendió la importancia de estas frases. Lo que nos hace justos ante Dios no son los esfuerzos y los ejercicios penitenciales o las buenas obras; no es lo que podemos realizar por nosotros mismos, ni lo que la Iglesia puede conceder a cada uno cuando se comporta de manera piadosa. Es la fe. La fe ¿en qué? En Cristo, que nos reconcilia a cada uno de nosotros con el Dios iracundo, lejano, punitivo, judicial, con el Dios que manda.

Solo la fe, solo la gracia. Podríamos pensar que estos principios pertenecen con toda evidencia a la tradición cristiana, también en tiempos de Lutero. De hecho son un núcleo de la teología de Pablo y más tarde de Agustín. ¿Cómo puede experimentarlos Lutero como algo absolutamente nuevo, que sobrecoge a todo el hombre interior? No puede tratarse de un descubrimiento conceptual, pues hace tiempo que conoce estas manifestaciones. Tiene que ser otra cosa lo que le afecta o, más bien, lo que sucede en él. Un saber se le ha tenido que convertir en experiencia personal y, por cierto, en una experiencia de tipo especial. Esta no se halla unida con un hacer, sino con un dejar hacer. Se trata de un instante sin esfuerzo, sin tensión. No es un aspirar, un trabajar interior, un pensar y cavilar. Más bien, Martín tiene el sentimiento de que Dios actúa en él. Y así escribe: es la «obra de Dios que él hace en nosotros». Se trata de una paradoja abismal: la fuerza de la fe procede de lo creído. Por tanto, la fe no se debe a un impulso de la voluntad. No es ninguna acción, ninguna «obra», como Lutero dice, sino un acontecer que transforma al hombre interior. De ahí el sentimiento de desasimiento, el «corazón lleno de alegría» con que se nota la acción interna de la fe. El cavilar tiene un final, Dios toma posesión del creyente. Lutero, atormentado antes por la oscura posesión del demonio, experimenta aquí una posesión luminosa. Más tarde lo traducirá a una forma de expresión popular, y dirá que cabalga en nosotros o bien Dios o bien el diablo. Se trata, por tanto, de dejar que sea Dios quien «cabalgue».

Si la fe y la gracia son las que lo producen todo, y nada se debe a la propia voluntad, es inútil apoyarse en la voluntad de creer. No podemos dejarnos persuadir para la fe, es necesario que ella nos subyugue. No se trata de actuar y obrar con toda intención desde nosotros, sino de que cada uno deje que acontezca algo en él. Y ese acontecimiento puede suceder ahora. La redención no comienza después de la muerte en un más allá. El más allá está ya aquí, en el más aquí.

Cada uno individualmente tiene que experimentar este acontecer interior de la gracia, que, de otro modo, no pasa de ser una mera idea teológica. Pero si lo vivimos y experimentamos, también podemos deducir algo en el plano teológico. Y más tarde Lutero no se quedó corto en este campo; pero esa dogmática más bien aleja del instante inspirado, que presupone una inaudita interiorización y singularización.

No basta creer junto con los otros, a manera de imitación, ni participar en los rituales; no bastan las formas socializadas de la fe. Mientras estas marcan la tónica, lo que se impone es siempre la mera religión tribal, en la que no está en juego el individuo, sino el colectivo. Se trata más bien de sucesos internos por completo, que excluyen exterioridades cosificantes como el dinero de las indulgencias, o las acciones mágicas, los sacramentos. La ordenación sacerdotal es un sacramento. No se necesita ningún sacerdote, ningún dinero de las indulgencias, propiamente no hay necesidad de ninguna Iglesia poderosa; cada uno en su interior tiene por igual una relación inmediata con Dios.

La búsqueda de un Dios benévolo en Lutero conduce por el camino de la interiorización y la singularización. Cada uno ha de tener claro que está solo ante Dios, lo mismo que muere su propia muerte. Lutero se apoya en lo que más tarde se llamará existencia. En el primer sermón, después del asilo de Wartburg, el 9 de marzo de 1522 en la iglesia parroquial de Wittenberg, llena a rebosar, afirma: «Todos nosotros estamos ante el reto de la muerte, y ninguno morirá por el otro, sino que cada uno en su propia persona luchará por sí mismo con la muerte [...]. Ni yo estaré a tu lado, ni tú estarás a mi lado...».3 Lo mismo que en el caso de la muerte, también la fe es algo que cada uno debe realizar en su «propia persona», como un ser único.

Esta radical individualización e interiorización existencial del acto de la fe es lo que en Lutero marca una nueva época. Aquí comienza una nueva «libertad del hombre cristiano», pues el individuo es desligado de los poderes institucionales de la Iglesia en su administración de la fe; el ingenio religioso es ahora una posesión privada, sobre la cual cada uno dispone él mismo. Sin embargo, hay aquí dos problemas.

En primer lugar: los momentos de desasimiento interior y de redención en la euforia de la gracia son realmente meros instantes. La certeza de tales momentos no es duradera. Llegan las tribulaciones. Incluso un virtuoso de la fe como Lutero se plantea una y otra vez la pregunta: pero ¿es cierto todo esto? Aunque Lutero atribuya la duda al diablo, persiste un campo de batalla interior, y por eso sigue en pie la pregunta angustiosa: ¿puede alguna vez la euforia de la fe instalarse con carácter duradero? Esta exigencia de duración impulsa de nuevo a lo orgánico de la Iglesia, pues las iglesias también son instituciones capaces de dar duración a las momentáneas experiencias religiosas y conservarlas.

Lutero, una singularidad religiosa, buscando esa perduración de la experiencia religiosa, querrá cobijarse de nuevo en una Iglesia, y para ello fundará una. No pasará mucho tiempo antes de que Lutero se convierta en el Papa protestante, con su Iglesia como una fortaleza firme.

El segundo problema es que no solo se tambalea la fe y la euforia de la gracia en el individuo, sino que esta experiencia no llega a alcanzar a la mayoría de los hombres. Ellos son puramente «carnales», dice Lutero apoyándose en Pablo. En ellos ni siquiera se da la lucha interna entre los hombres «espirituales» y los «carnales».4 Ciertamente, también a estos se les ofrece la gracia, pero ellos no hacen ningún uso de lo que se les ha ofrecido, y por eso han de mantenerse bajo el castigo de la ley, pues ni siquiera les atormenta la mala conciencia. Hay, pues, quienes han «gustado» el reino de la gracia, y otros para los que este permanece ajeno; y entre ambos grupos están los indecisos, los que se arrastran de aquí para allá. Al final para Lutero tiene que haber un Iglesia interna y otra externa, una para el «gran montón», al que es necesario predicar la obediencia a la ley, y otra para los pocos que participan en el reino de la gracia: esos son los interiores, que experimentan la libertad de un hombre cristiano.

Para Lutero, la inspiración de una fe tan sumamente interior se convierte en un vigoroso ataque exterior en la dimensión social. Su experiencia existencial de la fe empuja hacia fuera, se convierte en confesión de fe y luego en misión, en acción transformadora de la sociedad.

Lucha con violencia contra la degenerada práctica de las indulgencias, busca la propaganda pública, va hacia lo abierto. Formula en 1517 sus noventa y cinco tesis, las envía y las cuelga en el portal de la iglesia de Wittenberg. Las frases básicas dicen: «36. Cada cristiano imbuido de verdadera contrición tiene el perdón completo del castigo y de la culpa, que le corresponde también sin bula de indulgencias».5 Contra la argumentación eclesiástica, según la cual la indulgencia concedida se alimenta del tesoro de gracia de la Iglesia, acumulado por las buenas obras de los mártires y de los santos, y que sirve como una especie de cobertura para el donativo encaminado a la condonación del castigo, Lutero declara: «62. Pero el verdadero tesoro de la Iglesia es el santísimo Evangelio de la magnificencia de la gracia de Dios».6 El Papa todavía es tratado con precaución, pero con las tesis se pone la base para la gran limpieza algunos años después, cuando queda eliminado todo lo que se interpone entre cada creyente y su Dios. Es destruido todo el sistema de las obras, de los sacramentos, de los sacerdotes y de los restantes «intermediarios» sagrados. La tradición eclesiástica es desautorizada en gran medida; hay que restablecer la supuesta inmediatez originaria del acto de la fe. Los sacerdotes ya no se necesitan. Cada individuo, con tal de que crea, es su propio sacerdote.

En un determinado momento histórico pareció como si se disolvieran por completo las corroboradas relaciones sagradas de la sociedad. En la Guerra de los Campesinos recorrió el país una revolución anticlerical y contraria a las imágenes, repleta de signos apocalípticos, mesiánicos y comunistas. A la postre todo fue aplastado por los poderes tradicionales, y Lutero mismo, como un guerrero furibundo, ahuyentaba de nuevo hacia la interioridad los espíritus que querían buscarse su libertad también en lo exterior. Al mismo tiempo, los señores territoriales aprovecharon la oportunidad para liberarse del dominio del catolicismo romano y apoderarse de los bienes secularizados de la Iglesia. Comenzó el ascenso de los Estados territoriales; la nueva fe, que había incitado a lo individual, se afianzó de nuevo en órdenes eclesiásticos, que se sometían a las autoridades políticas. Por lo general los Estados eclesiásticos del protestantismo ejercieron la autoridad en mayor grado que la Iglesia católica en sus momentos más álgidos.

Así transcurrió la evolución posterior. Sin embargo, en los momentos fundacionales del protestantismo, Lutero se incitaba a sí mismo como individuo singular. Aun cuando recibió protección de los príncipes, a él le parecía como si dependiera por completo de sí mismo en solitario, solo con su Dios contra el mundo entero.

Y así, en 1521 se presenta ante el emperador en la Dieta de Worms, vestido con su sencillo hábito de monje. Allí estaban además los príncipes electores, los señores de menor rango, los prelados, los juristas, los representantes de los estamentos y muchos curiosos en las ventanas y delante del edificio. Los libros de Lutero se amontonan en la mesa. Se le pregunta si los ha redactado él y si revoca las doctrinas erróneas allí contenidas. Al principio, su ánimo se hunde y pide un tiempo de reflexión. Al día siguiente, ha recuperado las fuerzas. Con inaudita audacia declara, dirigiéndose directamente al emperador: «Si se dijera de mí que he revocado tales escritos por la autoridad del emperador y de todo el Imperio romano, yo sería un tapadero vergonzoso de la maldad y la tiranía».7 El joven emperador queda desconcertado ante semejante rebeldía de un individuo. Al día siguiente invita a los príncipes electores en sus aposentos particulares, donde declara: «Un solo hermano de convento, que lucha contra toda la cristiandad de mil años, no puede tener razón».8

Prescindiendo de si tenía «razón o no» Lutero, lo cierto es que su éxito fue enorme. Derrumba un mundo entero gracias a la fuerza de su fe, tal como él cree. Y eso también significa desde su punto de vista que en su persona actúa algo más fuerte que él mismo. «Por tanto, en definitiva, todo se derribará y acabará por sí mismo.»9

Una generación más tarde, Montaigne, de manera semejante a Lutero, se apoyará sin duda en él mismo. Ahora bien, a diferencia de este, centrará una nueva relación personal no en la fe, sino en la razón. Y esto le ayudará a no dejarse contagiar por la locura social de las guerras civiles de religión, que fueron una consecuencia de la renovación luterana de la fe.

Por tanto, dos veces se produce una entrada en sí mismo, pero con consecuencias muy opuestas.