JOSÉ-R. PÉREZ-ACCINO
Universidad Complutense de Madrid
LA antigua cultura egipcia ha proporcionado a nuestro mundo moderno un número alto de estereotipos que permanecen ya para siempre en nuestras retinas, asociados a esa milenaria civilización. Se hace difícil abordar algún tema referente a las gentes del valle del Nilo sin que a la vez afloren a la superficie las referencias a las pirámides, las momias, las maldiciones, los enigmas y los tesoros. Cuando un especialista se atreve a referirse a la cultura egipcia sin tocar en su intervención ninguno de los temas anteriormente mencionados, suele verse recompensado en su acción por alguna que otra expresión de decepción o incredulidad.
Uno de estos aspectos de la cultura egipcia que parecen ineludiblemente ligados a la esencia de la personalidad cultural del país del Nilo es la creencia siguiente: para que un ser humano pueda superar el inevitable hecho de la muerte tiene que pasar previamente por un proceso en el que los actos realizados durante su vida han de ser juzgados y considerados justos y acordes con unas normas de conducta preestablecidas. El Juicio de los muertos, como ha venido a llamarse de un modo genérico este proceso, se ha convertido así en una característica fundamental de la cultura egipcia, tan consustancial a ella como las pirámides, las momias y las maldiciones contra arqueólogos irrespetuosos.
Desgraciadamente para quienes gustan de la simplificación, la realidad histórica es algo más compleja, y todas las manifestaciones culturales mencionadas, maldiciones incluidas, no son en absoluto características de todos los momentos de una cultura que se extiende en el tiempo casi cuatro mil años, sino que aparecen en algún instante de la historia de la civilización egipcia debido a circunstancias concretas y específicas de ese momento. Tal sería el caso de las pirámides, que tras su génesis, evolución y explosión en el Reino Antiguo, van perdiendo progresivamente su importancia hasta quedar como meros recordatorios de una forma de expresión arcaica de las creencias funerarias. Mejor no extenderse en el caso de las maldiciones contra arqueólogos.
El Juicio de los muertos ha padecido también por este prejuicio sobre los componentes de la cultura egipcia, pero la verdad es que su presencia en el elenco de creencias egipcias no puede encontrarse hasta bien avanzada la experiencia histórica, en el Reino Medio (2000-1800 a. de C.), cuando el estado egipcio llevaba ya en funcionamiento más de mil años. Lo esencial de esta creencia debe, pues, ser matizado y completado con una noción más adaptada al decurso de los procesos históricos por medio de los cuales la sociedad egipcia antigua fue transformándose a lo largo de su existencia.
Los más antiguos testimonios de una creencia en la vida de ultratumba por parte de los antiguos egipcios nos llevan a la prehistoria remota y no deben, por tanto, ser separadas de los testimonios más antiguos de convivencia organizada. A finales de la prehistoria, en torno al 4000 a. de C., se pueden observar en las tumbas egipcias vasos de cerámica decorados, situados allí como ofrendas, que en realidad constituyen un nuevo tipo de cerámica. Lejos de proceder de una nueva población que hubiera hecho su presencia en el valle del Nilo —como se quiso suponer por los primeros investigadores que percibieron su presencia— este tipo de cerámica parece haber sido un desarrollo propiamente egipcio que respondía a la necesidad de expresión de realidades cada vez más presentes y articuladas en el seno de la incipiente sociedad egipcia. En ausencia de la escritura, todavía no inventada, este nuevo tipo de cerámica es lo más parecido que tenemos para observar el creciente peso de las ideas que rodeaban al hecho funerario en las primeras comunidades egipcias.
El nuevo tipo de cerámica fue bautizada en inglés como «D-ware» (decorated ware o «cerámica decorada») por Flinders Petrie (1852-1953), el egiptólogo británico que la identificó por primera vez. La denominación, que aún se mantiene, hace alusión a la ingente cantidad de figuras humanas, animales, plantas y objetos que de repente pueblan estos vasos de cerámica depositados junto con el difunto en las tumbas. Esta súbita multitud contrasta en varios aspectos con la apariencia de la cerámica usada para idénticos fines con anterioridad. En primer lugar, la decoración anterior era mucho más escasa, y aunque los motivos y elementos que pueden verse en la nueva cerámica decorada estaban ya presentes en las fases anteriores, la cantidad, estructuración y carácter de las nuevas escenas hablan de una expresión completamente renovada. Las figuras se dibujan ahora en colores oscuros, preferiblemente rojos, sobre un fondo claro, mientras que en las fases anteriores era exactamente lo contrario. Por otra parte, los vasos adoptan ahora unas formas globulares en las cuales la decoración puebla el exterior del vaso en marcado contraste con las formas anteriores en las cuales la decoración solía encontrarse en las partes interiores del vaso. Por esta misma razón, las formas cerradas de los vasos de la nueva «D-ware» maximizan el campo decorativo y permiten disponer de más superficie para ser llenada por las escenas de la decoración.
En principio deberíamos pensar que cualquiera que fuere el mensaje que esta cerámica nos ofrece debe referirse al contexto en el que aparece, es decir, la muerte y lo funerario, y que el contenido de tal mensaje explicita probablemente el medio intelectual que permite comprender lo que significaba el óbito para los egipcios más antiguos, así como arrojar luz sobre las esperanzas de superación de la misma y sobre el destino del difunto una vez que es depositado en la tumba. En efecto, las escenas que se desarrollan en la cerámica decorada son, en este sentido, muy uniformes. En la mayoría de los casos vemos aparecer grupos de personas en actitud ritual. Las formas triangulares, que pueden interpretarse como montañas, son frecuentes, así como las líneas zigzagueantes que, posteriormente, cuando la escritura haya sido inventada, podremos identificar como agua. Quizá lo más sorprendente sea la proliferación de embarcaciones. Las vemos aparecer con remeros en los costados, cabinas engalanadas con estandartes y penachos sobre los cuales se encuentran también figuras humanas. Estos barcos parecen ser el motivo fundamental de la decoración de esta nueva cerámica. Uno podría aventurarse incluso a afirmar que la nueva cerámica se creó como un lienzo apropiado en el cual se podían trazar las estilizadas formas de las naves.
Estas embarcaciones recuerdan mucho las escenas que aparecerán en épocas posteriores, que muestran al difunto durante su traslado al lugar de reposo, y debían de estar relacionadas también con la noción egipcia del movimiento a larga distancia. En un país como Egipto, estrecho y surcado por un río navegable en su práctica totalidad, la noción del desplazamiento a larga distancia pasa necesariamente por la idea de la navegación. En épocas posteriores veremos cómo la divinidad solar se desplazará por el cielo en su barca y cómo las procesiones mediante las cuales los dioses se mueven por el mundo de los mortales también se llevarán a cabo en barcos, aunque tengan lugar en tierra firme.
Así pues, los primeros testimonios de este tipo de creencias hacen su presencia ante nuestros ojos en la cerámica decorada de finales de la prehistoria. El mensaje de esta cerámica nos habla de un viaje, en el cual el protagonista es, sin duda, el propietario de la tumba. Por lo que conocemos de los cenotafios egipcios de época histórica, el centro de atención en la tumba y el protagonista de todo lo que ocurre es el difunto; todo lo que se narra y todo lo que se representa se refiere a él. Por lo tanto, si en la cerámica decorada hay representado un viaje, la lógica nos indica que se trata del viaje que el difunto ha iniciado con el hecho de su muerte. Esto concuerda de modo fundamental con lo que conocemos de la geografía religiosa y funeraria de los antiguos egipcios. A grandes rasgos, los muertos dejaban la tierra a ambos lados del río (la tierra negra), para iniciar un largo viaje hacia el lugar en el que se pone o muere el sol, es decir, el occidente, a través del desierto (la tierra roja). Allí disfrutarán de una continuidad de la existencia en otro plano diferente del concluido con su estancia en la tierra.
Se asume que este desplazamiento se ha de realizar en barca, o al menos el desplazamiento del difunto se ha de hacer en una embarcación hasta el punto donde la tumba ha sido construida. Prueba de la trascendencia religiosa de estas ideas es el hecho de que también aparezcan en una tumba considerada la del primer rey del Egipto unificado, aunque desconocemos su nombre. En Hieracómpolis, una de las ciudades candidatas a ser la cuna de la monarquía egipcia, el egiptólogo británico F. W. Green descubrió en 1899 un tumba simple de forma cuadrangular cuyas paredes ostentaban las mismas escenas de barcos, ríos y montañas, además de otros elementos que nos hablan de una complicación progresiva del mensaje.
La muerte, pues, para los egipcios de la época más remota es un viaje, y lo es especialmente para los miembros de las clases altas que pueden permitirse un lugar de enterramiento. Incluso deberíamos decir que especialmente para aquellos que constituyen la élite de la sociedad arcaica egipcia y de entre los cuales comienzan ya a surgir los faraones. Este viaje se considera especialmente proceloso, porque los peligros inherentes a la travesía del desierto, o sabana, poblado de animales salvajes, se configuran como una barrera entre el mundo de los vivos y el de los muertos. No podía haber un paso fácil entre ambos mundos, dado que no existía una corriente de visitantes que permita imaginarnos que el camino entre el lugar habitado por los muertos y el que frecuentan los vivos se recorra alegre y confiadamente. Tanto en el plano metafórico como en el de la realidad, el tránsito de la vida a la muerte está lleno de peligros y asechanzas, y no tiene retorno.
Lo anteriormente expuesto no es sino el entramado básico que se complicará paulatinamente. Así, durante el llamado Reino Antiguo (2686-2134 a. de C.), época de las grandes pirámides, el monarca egipcio se fue convirtiendo en una divinidad viviente que garantizaba la salvación de sus súbditos en el más allá, aunque como tal divinidad viviente y solo parcialmente mortal a diferencia de los demás humanos, el destino del monarca tras la muerte debía ser radicalmente distinto al de sus súbditos. De este modo, la función religiosa del faraón se entretejía con la posición central y única que mostraba en la ya estructurada sociedad egipcia del Reino Antiguo. Aparte del hecho ya mencionado —a saber, que el monarca es el único que puede propiciar la superación de la muerte al ciudadano egipcio—, la diferencia esencial entre ambas figuras a la hora del final de sus respectivos días sobre la tierra se patentiza definidamente cuando comparamos los diferentes destinos definitivos hacia los que, de acuerdo con los testimonios que nos han quedado, parecen encaminarse.
Debemos tener en cuenta que la posesión de una tumba no es un hecho general en la cultura egipcia antigua. Cuando hablamos hoy de los egipcios, nos parece sin duda que todos ellos debieron disfrutar de una tumba y de un sarcófago, pero eso nunca fue así: la inmensa mayoría de la población egipcia no nos ha dejado rastro alguno después de su fallecimiento. Los historiadores no poseen datos definitivos para conocer las creencias asociadas a la muerte de las personas que trabajaban en los campos de labor o en otras ocupaciones artesanales; parece ser que era únicamente la capa superior de la sociedad la que obtenía, como regalo y recompensa del monarca, los elementos necesarios para construir una tumba más o menos monumental y dotarla de los elementos necesarios para esa superación de la muerte, que era la aspiración última del individuo. Es claro que la cercanía al poder proporciona ventajas, pero en el caso que nos ocupa la proximidad al monarca divino trae consigo la salvación. La parafernalia asociada a los rituales funerarios egipcios es proporcionada al miembro de la élite egipcia gracias a su fidelidad y servicio al faraón. La moralidad de las acciones terrenas se confunde con su adecuación a las normas legales y civiles que habían de regir la sociedad y al éxito y ascenso de cada miembro de la nobleza en ella.
Que el monarca sea el origen de toda posibilidad de salvación en la muerte tiene una serie de consecuencias que vale la pena explicitar. En primer lugar, como fuente de salvación el faraón mismo tiene que ser alguien para quien la muerte no sea un final, algo obvio si tenemos en cuenta la consideración divina de su persona. Por lo tanto, al menos una parte de su existencia debe ser necesariamente inmortal. Pero el caso era que el monarca divino moría y su cadáver debía ser tratado de un modo acorde a su posición; de hecho, la fuerte jerarquización social que parece percibirse en la sociedad egipcia antigua se refiere no solo al modo de vida sobre la tierra, sino también a la aspiración de un destino definitivo tras la muerte.
Incluso los destinos y expectativas de los miembros de la aristocracia egipcia y del monarca debían ser diferentes. Por otra parte —como podrá verse más adelante—, existe un deseo constante en la aristocracia egipcia de participar de alguna manera en los usos y privilegios que en lo funerario disfrutaba el monarca. Así, el rey hará partícipe gradual y cuidadosamente a algunos miembros de la nobleza de alguno de sus privilegios, como una manera de cohesionar y premiar al grupo social sobre cuyas espaldas recae la administración y el gobierno de la nación egipcia. Sin embargo, una dinámica así no podía mantenerse indefinidamente si al mismo tiempo el faraón no desarrollaba nuevos privilegios con los que mantener la diferencia esencial que le separaba de los miembros de la nobleza. En caso contrario, terminaría por darse una situación igualitaria, que no era precisamente la que convenía a la dignidad, prestancia y poder de un monarca de naturaleza divina.
Es este un escenario que podemos ver claramente ya en el Reino Antiguo, la primera gran época histórica de la civilización egipcia. Durante este periodo, las concepciones funerarias se han desarrollado a partir de las primeras manifestaciones prehistóricas que hemos ya considerado. La muerte parece seguir siendo un viaje, pero las características del mismo y, sobre todo, su destino final parecen haberse diversificado en la sociedad egipcia. A la idea original de viaje y desplazamiento se añade ahora indudablemente la del mantenimiento del nivel social de la aristocracia más allá de los umbrales de la muerte. Esto parece una consecuencia lógica de una sociedad fuertemente jerarquizada, en la que una pequeña minoría controlaba los resortes del estado. En lo que conocemos por los restos materiales de las tumbas egipcias de este periodo, las aspiraciones de un miembro de esta pequeña minoría de aristócratas se centraban básicamente en un doble objetivo que significaba, por un lado, el mantenimiento en el más allá del estatus alcanzado durante su vida terrena y, por otro —en su vertiente social—, la ostentación de una tumba materialmente impresionante cuyos elementos, el sarcófago, las estelas, las inscripciones y, muy especialmente, las ofrendas funerarias, eran en realidad un regalo con el que la casa real premiaba una vida de éxito y de servicio al estado y a los dioses en la persona del monarca.
Este aspecto social y público de la tumba proyectaba necesariamente un mensaje de cercanía al poder y a los dioses. La tumba coronaba una vida exitosa y ejercía una función de arco triunfal en el cual se había de celebrar el paso victorioso de alguien que no solo había triunfado en la vida, sino que también había conquistado la muerte. La diferencia fundamental estriba en que los arcos triunfales marcan la entrada en las ciudades de los ejércitos y sus generales victoriosos, mientras que la tumba celebra la marcha triunfal de la persona hacia una existencia diferente. La tumba celebra la partida del viaje que ya vimos aparecer en el estilizado mensaje de la cerámica decorada de la prehistoria tardía. Este viaje se encamina hacia el occidente, el lugar de la puesta del sol, siguiendo el camino de la divinidad solar Ra, que es donde los difuntos habitan.
Como hemos afirmado, los difuntos intentarán mantener en este lugar del remoto occidente su privilegiada posición, diferenciada de la del resto de los mortales con los cuales han compartido su existencia terrenal. Y como el factor determinante de esta diferenciación de rango había sido su cercanía en vida a la figura del faraón al haber estado a su servicio y al del estado que gobernaba, una apropiada continuación de esta posición privilegiada requería la figura de un monarca que continuara esa función aunque se encontrara, esta vez sí, convenientemente muerto. Este monarca va a ser Osiris, una figura que aúna los necesarios elementos que lo colocarán a la cabeza de estos distinguidos difuntos que le llegan desde la existencia terrenal tras un largo y proceloso viaje a través de los desiertos. Cuando lleguen a su presencia, merced a las ofrendas que el faraón —como rey viviente que continúa su existencia en el mundo— les ha concedido, Osiris los recibirá y los tratará tal como el monarca terrenal acostumbraba a hacer con sus siervos más apreciados.
La idea del viaje a occidente está también presente en otro de los ciclos religiosos que pueden encontrarse en las tumbas del Reino Antiguo. Se trata del ciclo relativo a Anubis, el dios representado por un chacal que en estos momentos de la historia egipcia es incluso más preeminente que el propio Osiris, quien solo asumirá el papel principal en las creencias funerarias egipcias a partir del periodo histórico inmediatamente posterior.
Anubis era una divinidad muy antigua y, probablemente, sus raíces se hundían en la prehistoria como sublimación del chacal. Su condición de carroñero y el hecho de alimentarse de los cuerpos de las criaturas muertas le confieren una característica especial como elemento gracias al cual el difunto puede acceder a la unión con una figura divina, ya que este animal va a ser fundamental en ayudar y propiciar la travesía del desierto. La ingestión simbólica del cuerpo del difunto por Anubis y el hecho de que el chacal habite en el desierto y penetre únicamente en la tierra habitada por los hombres para alimentarse de cuerpos muertos le confiere un carácter único a través del cual el dios va a proporcionar al ser humano acceso a la divinidad y, al mismo tiempo, vendrá a expresar el viaje funerario que ya hemos visto aparecer en la cerámica prehistórica. Ambos elementos y lo que simbolizan, Anubis y Osiris, juntos y por separado, constituyen la realidad funeraria y la aspiración a la superación de la muerte de los antiguos egipcios pertenecientes a la nobleza.
¿Y los monarcas? Como se ha mencionado anteriormente, los faraones no compartían con sus súbditos las mismas aspiraciones ante la muerte. Debía existir un elemento diferenciador esencial que separara a ambos. Las tumbas reales egipcias, pirámides o no, no son especialmente generosas en información relativa al contexto intelectual de la muerte del faraón hasta los momentos finales del Reino Antiguo. La tendencia generalizada es interpretar esta ausencia de información como una muestra del grado de secretismo que debió rodear a los ritos y creencias funerarios relacionados exclusivamente con la figura del rey. Esta exclusividad actuaba como barrera contra un posible acceso a este mundo de aspiraciones de ultratumba que separaba al faraón de los mortales a los que sus divinos parientes le habían asignado gobernar. De la misma manera que existía un monarca para los muertos que era Osiris, el faraón vivo encarnaba a Horus, su hijo y sucesor.
Curiosamente, al contrario que Anubis quien sí parece ser una divinidad muy antigua en el panteón egipcio, Osiris hace su aparición en este mismo momento, en el Reino Antiguo. Y lo hace con la primera gran compilación de textos funerarios que comienzan a poblar las paredes de las pirámides a partir del reinado del faraón Unas (dinastía V, hacia 2345 a. de C.). Estos escritos, conocidos colectivamente como Textos de las pirámides, no forman un corpus coherente de creencias religiosas y funerarias, sino una serie de recitaciones con las que, presumiblemente, se acompañaba el cortejo del monarca difunto hasta la cámara sepulcral en el interior de la pirámide. Tales textos formulan por escrito, en las paredes de los corredores y estancias de las pirámides en las que se encuentran, una serie de afirmaciones sobre el contexto en el que estos ritos deben quizá comprenderse.
Los Textos de las pirámides no son fáciles de entender. Su riqueza en metáforas y en alusiones, cuyo significado y contexto ignoramos por completo, es el principal escollo que impide una buena comprensión de los mismos. Como se trata de la primera gran compilación de textos relativos a la religión egipcia, además de ser la primera de textos de cualquier otro tipo, no disponemos de precedentes en los que basar nuestra comparación. Si tuviésemos que resumir lo que estos oscuros escritos nos ofrecen, encontraríamos que nos hablan fundamentalmente del viaje que el monarca realiza hasta las estrellas después de muerto. Este viaje sitúa al faraón en un lugar más allá del mundo y lo une indisolublemente con el principio de la creación, denominado Atum, y estrechamente relacionado con Ra.
La ascensión que experimenta el monarca tras la muerte es compleja y se presenta en varios planos de la realidad. Para lo que a nosotros nos interesa en este momento, quizá lo más relevante sea que este tránsito hacia las estrellas parece corresponderse con el viaje que observábamos en la cerámica decorada y, desde luego, con la traslación al occidente que los miembros de la nobleza esperaban con fervor tras la muerte. El destino de ambos viajes es diferente, y dado lo habitual en las representaciones egipcias posteriores de la plasmación del traslado por el firmamento como una navegación en barco, debemos inclinarnos a pensar que aquellas embarcaciones pintadas sobre las ventrudas paredes de los vasos decorados prehistóricos son los precedentes de estos vuelos post mortem del monarca muerto. Además, aunque hay viaje en los dos destinos del difunto, sea monarca o ciudadano, el tránsito de este último se realiza, siquiera simbólicamente, en el interior del vientre del chacal Anubis. Lo más interesante para nosotros, como observadores, es la diferencia fundamental que advertimos en los destinos y en los métodos de viaje de los dos componentes esenciales de la sociedad egipcia, la realeza y la aristocracia. Parece claro que en el Reino Antiguo el más allá no era el mismo para cada uno de ellos, aunque elementos presentes en ambos sí pudieran tener un origen similar. Parece también relevante insistir en el hecho de que el destino del monarca es exclusivo y reservado únicamente para él. Se manifiesta también como evidente y ocioso resaltar que un deseo de separación del resto de la población, por privilegiada que esta sea, es una seña de identidad relevante de la monarquía faraónica en el Reino Antiguo.
Para comprender cómo concluyó esta situación y en qué condiciones se dio el paso a la siguiente fase de desarrollo de las creencias egipcias en el llamado Juicio de los muertos debemos recurrir a los procesos históricos que pusieron punto final al Reino Antiguo. Las causas históricas de este final son todavía objeto de debate entre los especialistas y no es este el momento apropiado para ponerlas de manifiesto. En cualquier caso, lo históricamente relevante es que después de casi un milenio de historia continuada, la casa real establecida en Menfis (hoy, El Cairo) desde el comienzo de las dinastías faraónicas egipcias hacia el año 2.800 a. de C. perdió el control del estado hacia 2100 a. de C. La tendencia tradicional de la interpretación del periodo señala que el poder se disgregó en una serie de principados provinciales, algunos de los cuales llegaron a acumular una cierta cantidad de poder y de control del valle del Nilo. Tras un lapso de tiempo que oscila entre uno y dos siglos (las dinastías IX a XI), el control del valle se encontró de nuevo en manos de un único monarca, procedente de Tebas, en el sur, quien reunifica la nación y da paso al periodo conocido como Reino Medio (2000 a. de C.).
Los años que median entre el final del Reino Antiguo y el comienzo del Reino Medio reciben el nombre de Primer Periodo Intermedio y constituyen una de las denominadas «épocas oscuras», pues a la falta de documentación se une la escasez de referencias posteriores a estos años. La visión general de estos momentos es que se trató de una época convulsa en la que dominaron la escena los enfrentamientos entre comunidades y, finalmente, entre casas reales, que rivalizaban por el control único del país. Para el propósito que nos ocupa, lo más relevante es saber que junto con las estructuras del estado del Reino Antiguo desaparecieron toda una serie de elementos que iban aparejados al mismo, como por ejemplo la exclusividad del destino en las estrellas del monarca después de muerto tal y como estaba expresado en los Textos de las pirámides. Desconocemos cómo fueron enterrados los monarcas que continuaron las tradiciones de Menfis y del Reino Antiguo en este Primer Periodo Intermedio, pero los pocos testimonios que nos han llegado apuntan a que los Textos de las pirámides dejaron de ser secretos.
El colapso del estado debió de suponer también el final de las estructuras funerarias, y los textos que fueron diseñados para ser aplicados en exclusiva a los faraones debieron de ser conocidos por otras instancias. Lo que sabemos con certeza es que, con la recuperación del estado a comienzos del Reino Medio, aparece un nuevo tipo de textos funerarios que, tanto en apariencia como en emplazamiento y significado, van a suponer un nuevo paso en el desarrollo de las creencias funerarias egipcias. Los nuevos textos no se encuentran en las tumbas reales, sino en las de los miembros de la élite, y se sitúan en la parte interior de los sarcófagos cuadrangulares de madera usados para el enterramiento, lo que les ha dado su nombre genérico de Textos de los sarcófagos.
Como era de esperar, estos escritos reflejan en su estructura aspectos que ya estaban presentes en los Textos de las pirámides, aunque añaden elementos distintos de tradiciones desconocidas documentalmente para los investigadores o, lo que es muy probable, tradiciones emanadas precisamente de ese periodo oscuro en el cual la documentación funeraria es tan escasa. Desde nuestro punto de vista moderno, y en ausencia de nuevos vestigios informativos, quizá sea interesante tratar de formarnos una idea de la evolución intelectual de los egipcios en estos difíciles momentos.
Volvamos por un momento atrás e intentemos ponernos en la piel de un miembro de la alta sociedad egipcia de finales del Reino Antiguo. Una persona de tal clase era poderosa y rica. Como sabemos, ambas características le venían dadas por su situación cercana al monarca y a su poder, que le había conferido una fuente de riqueza en forma de tierras que administrar. Quizá no le fueron dadas a él sino a un ancestro, mas el servicio eficiente a la hora de producir cosechas y tributos para las arcas del rey había llevado a que varias generaciones de su familia se hubieran hecho cargo de la misma hacienda sin que ningún castigo o penalización les hubiera privado de ella. Posiblemente este personaje disfrutaba de algún tipo de título honorífico que lo separaba del resto de sus vecinos, o incluso habitaba en el palacio donde desempeñaba una función administrativa para el monarca. La principal diferencia entre los de su clase y el resto de la sociedad egipcia era su preeminencia social y el hecho distintivo de saber leer y escribir. Estaba muy cerca de la dinastía de monarcas divinos que, al menos teóricamente, había regido Egipto y, por tanto, el mundo creado por los dioses desde el principio de los tiempos.
Desde que hubo un primer faraón sobre la tierra de Egipto, la teoría de la interpretación histórica indica que todos sus sucesores forman parte de la misma familia. Y probablemente no es esto tan teórico, porque incluso en el caso de cambios bruscos familiares en la cúspide de la pirámide social egipcia, se trataba sin duda de ramas colaterales de la misma familia real. Cuando nuestro amigo egipcio, rico, poderoso y culto, mirase hacia el pasado de su clase tendría sin duda una sensación de seguridad. Casi mil años habían transcurrido desde el establecimiento de un sistema integral de creencias políticas, religiosas y funerarias que habían proporcionado bienestar y felicidad a una cierta parte de la población egipcia y solventado sus necesidades, especialmente para él, que pertenecía a los niveles más privilegiados y minoritarios de la población. Su seguridad se la confería el estar respaldado en su existencia por un poder omnímodo, el del rey, y por la sanción divina que el monarca imprimía a todos sus actos. Cuanto más cerca del rey se hallase, más cerca estaría de la divinidad. Este sistema no solo le garantizaba riqueza y poder en la tierra, sino que le prometía la continuación de este estatus más allá de la muerte. El sistema de creencias se veía, sin duda, respaldado por la experiencia acumulada de milenios (si consideramos la prehistoria) y por la escasísima influencia de ideas foráneas merced al aislamiento geográfico del valle del Nilo. En definitiva, un horizonte de seguridad intelectual era probablemente el panorama que un egipcio de la élite percibía a su alrededor hacia finales del Reino Antiguo.
Pero después del final de la monarquía unificada y los momentos quizá caóticos del Primer Periodo Intermedio, esta concepción tuvo que cambiar radicalmente. El monarca y su íntima relación con la divinidad no fue suficiente para impedir la desaparición de centros y modos de poder establecidos mil años antes. Toda la parafernalia intelectual, incluida la funeraria, tuvo que verse puesta en tela de juicio; quizá la mejor prueba de esto lo constituye el hecho de que cuando vemos surgir de nuevo la monarquía egipcia unificada en el Reino Medio, el escenario ha cambiado. No tiene relación dinástica con la antigua casa real menfita (se trata de las dinastías XI y XII), y no comparte las mismas manifestaciones religiosas, pues se han añadido divinidades que, sin ser nuevas, eran marginales hasta ese mismo momento, como es el caso del dios Amón. Sobre todo, y para lo que a nosotros nos interesa, no se vuelven a usar para los monarcas los Textos de las pirámides.
Tras la crisis del Reino Antiguo y, especialmente, tras la recuperación del Reino Medio, el ascenso a las estrellas antes mencionado no es ya apropiado. Algo de la naturaleza cíclica de la experiencia histórica egipcia basada en la repetición de las estaciones, el calendario, la sucesión de los ritos y las milenarias tradiciones debió filtrarse en la ideología de los egipcios, porque los elementos naturales de constante retorno, inmediatamente perceptibles a los individuos, trufan no solo la religión egipcia del momento, sino también el arte e incluso la propaganda política. La muerte y la superación de la misma es algo inherente a la naturaleza, y una vez constatado el fracaso de la metáfora lineal del Reino Antiguo es la metáfora cíclica del Reino Medio la que parece imponerse.
La recuperación del estado en el Reino Medio impregnó la cultura egipcia de una tonalidad que anteriormente no estaba tan presente: la idea del merecimiento y del éxito. Durante el Reino Antiguo, la posición del monarca como cúspide de la creación y punto de contacto con el mundo de los dioses no era necesario que fuera discutida. El mundo había sido creado de la manera que se presentaba a los ojos del espectador, por lo que no podemos encontrar ninguna fuente documental en la que se aventure siquiera hipotéticamente la posibilidad de que un monarca no esté a la altura de las circunstancias y no cumpla con sus funciones del modo que se espera de él. La crisis del Primer Periodo Intermedio cambió todo eso y puso delante de los ojos de la sociedad egipcia la clara posibilidad del fracaso del monarca y, por lo tanto, del sistema. El mundo del aristócrata, del miembro de la élite, se vino abajo. La construcción de templos, la redistribución de rentas, el control de excedentes de producción y otros aspectos en los que la interacción del aristócrata y el monarca se basaban descendieron a niveles mínimos durante el Primer Periodo Intermedio. La idea de catástrofe social fue probablemente lo que el aristócrata egipcio vio nacer en este momento histórico. Con todo, la recuperación fue un hecho. De las sombras del periodo oscuro emergió de nuevo un poder centralizado que puso las cosas en su sitio, de un modo muy similar a como habían estado antes de la catástrofe. El final, por tanto, no había sido definitivo, sino que el mundo del egipcio había resurgido de una manera similar a como la divinidad solar, de quien el monarca es una materialización, muere aparentemente cada día para resurgir a la mañana siguiente refulgiendo en todo su esplendor.
Pero la noche había sido real, no un sueño. Había existido un tiempo de ausencia de poder unificado y había sido superado. Si movemos este aserto a la calificación de los monarcas encontraremos que el regreso de los faraones tiene el mismo sentido. Hubo reyes malos que dejaron morir su estado, pero los actuales son magníficos y aquello no va a volver a ocurrir. Por otra parte, dado que los actuales monarcas procedían del sur y no tenían ninguna relación dinástica con los miembros de la casa real menfita, del norte, había que justificar su advenimiento al trono. La idea del merecimiento adquiere fuerza en este momento como un elemento justificador y legitimador de la nueva situación. Para conseguir la recuperación de algo que se ha perdido (el poder unificado), hay que merecerlo demostrándolo por el hecho de ser capaz de realizarlo, y no tanto por ser el descendiente (si lo hubiere) de los últimos monarcas que ejercieron ese poder. Para salir de la noche hay que mostrar que uno está capacitado para conseguirlo.
Llevado este aserto al mundo de lo funerario nos encontramos con que los cambios que se detectan en varios campos a partir del Reino Medio parecen ir en este mismo sentido. En el terreno del arte y de la cultura material se puede observar un retorno a los materiales que tienen una estrecha relación con los ciclos naturales. Por ejemplo, el adobe, que se convierte de nuevo en el material constructivo de primer orden sustituyendo a la piedra que se usó ampliamente durante el Reino Antiguo. El adobe es la materia prima de los ladrillos secos al sol compuestos por barro del río y fragmentos de paja. El barro se deposita anualmente por la inundación que hace posible la cosecha de cereales de donde proviene la paja usada. El barro fertiliza los campos anualmente y posibilita la renovación de la cosecha y de la vida. Esta germinación, entendida como resurrección de un modo simbólico, es central a la concepción religiosa que va continuar encarnando Osiris en esta nueva fase. Además de sus funciones como rey de los difuntos, se puede observar cómo progresivamente va adquiriendo rasgos que apuntan marcadamente hacia una resurrección ligada a los ciclos vegetales. Otros aspectos de la cultura egipcia de este periodo nos hablan de una línea general en este sentido. El surgimiento de la literatura, el individualismo que ella manifiesta e incluso el naturalismo en las manifestaciones plásticas que parece detectarse en algunas obras pueden entrar en este apartado.
Pero volvamos a los Textos de los sarcófagos: están escritos en el interior de los sarcófagos de madera, cuadrangulares, de este periodo y, por esto, recibieron su nombre. Tales textos se organizan en capítulos, a menudo aparentemente inconexos, de modo parecido a la estructura de los Textos de las pirámides. Se conocen más de mil capítulos diferentes, que en lugar de centrarse en los aspectos celestiales del monarca —como ocurría en los Textos de las pirámides— tienen ahora como foco central de atención los elementos nocturnos de Osiris, que es el protagonista en exclusiva del mundo funerario en este momento. Osiris comienza entonces a ubicarse no tanto en el occidente, sino en un mundo subterráneo llamado Duat.
Este mundo subterráneo o inferior se encuentra conceptualmente mucho más cercano a la idea de recuperación de la naturaleza, primavera, después de un periodo de muerte, noche, catástrofe o caos y a la esperanza de una resurrección junto con el nuevo día que cíclica y eternamente amanece. El mundo inferior, sin embargo, no es un lugar placentero, sino que se describe como lleno de peligros, trampas y asechanzas que amenazan el viaje del alma a través de esa noche. La crisis que hemos visto desencadenarse en la historia de la nación egipcia parece tener un reflejo en la estructura de las creencias funerarias. Para librarse de estos peligros, el difunto necesita conocer toda una serie de palabras y oraciones que se proporcionan en los textos a fin de llevar a buen fin su difícil singladura. Estas oraciones actúan como contraseñas para conseguir escaprse de estos peligros que acechan en las horas oscuras. Sirva este fragmento como ejemplo:
CT 1031
Navegaré correctamente en mi nave; soy uno que posee la eternidad al cruzar el cielo.
No tengo temor en mi cuerpo porque Hu y Heka derrotan a ese ser maligno.
Veré la tierra del amanecer, yo habitaré en ella…
¡Abridme paso, para que pueda contemplar a Nun y a Amón! Porque soy un espíritu transfigurado que pasa por entre los guardianes…
¡Tengo todo lo necesario y soy capaz de abrir este portal!
¡Cualquier persona que conozca esta fórmula será como Ra en el cielo oriental; será como Osiris en el mundo inferior! ¡Bajará hasta el círculo de fuego sin que las llamas le toquen jamás!
Una de las variantes más significativas de estos textos es el conocido como Libro de los Dos Caminos. Se trata de una descripción casi geográfica del Duat, el mundo inferior, como si fuera un laberinto por el que el alma del difunto debe transitar hasta conseguir salir de él. En determinadas ubicaciones deberá recitar una serie de oraciones que le permitirán traspasar puertas y alejar de sí a los seres peligrosos, genios y demonios que le acechan y que ponen en peligro el buen fin del viaje.
La sensación que hoy podemos extraer de los nuevos elementos de la literatura funeraria en este periodo es que la posibilidad de fracaso, inexistente en el plano documental durante el Reino Antiguo, es ahora parte inherente de la experiencia del más allá. Este fracaso se expresa como una amenaza constante, como una vivencia clara y distinta de que las cosas pueden ir mal para el alma en el más allá del mismo modo que han ido mal para el sistema y para la vida de los hombres en la historia. Los peligros de la noche y del mundo subterráneo pueden ponerse en relación con los momentos históricos en los que no ha existido un monarca claro en el valle del Nilo. La relación tan intensa y cercana del faraón con la divinidad solar Ra hace fácil comprender que la ausencia de un rey es igual a la ausencia del sol y ello, a su vez, provoca en la mente la presencia de la noche, con sus amenazas y sus peligros.
La consecuencia más importante de todo esto es, para nuestro propósito, que el éxito final para el alma del difunto, es decir, el acceso a la divinidad y a la salvación que conlleva estar en su presencia, no se ofrece de un modo automático a todo el que tenga acceso a una tumba. Además de la posesión de la misma hay que superar una serie de pruebas para poder salir airoso de momentos y lugares horribles que pueden dar al traste con las intenciones de éxito del difunto. Se han introducido dos nuevos elementos en el más allá: la posibilidad de fracaso y el merecimiento. Dado que existe el primero, el valor del segundo se realza.
Junto con la idea de merecimiento, claramente expresada a través de las fórmulas y recitaciones que el alma del difunto debe conocer para salvarse, una novedosa y tercera idea parece iniciarse en este nuevo panorama de la literatura funeraria egipcia: la noción de juicio. Los Textos de los sarcófagos no la explicitan claramente (aunque la mención de una balanza y de un tribunal ante Osiris sí se halla en este corpus de textos), pero la noción se encuentra reflejada en pasajes de literatura no funeraria, como en un fragmento de la narración conocida como Diálogo del desesperado con su alma, en el cual un personaje a punto de enfrentarse a la muerte dice a su alma mientras esta se aleja de él:
Que Thot me juzgue;
Que Khonsu, quien escribe la mera verdad, me defienda;
Que Ra, que gobierna la barca, escuche mi discurso;
Que Isdes me ampare en la Cámara Sagrada.
El juicio del alma del difunto introduce un elemento más de merecimiento y una dificultad última que superar. Da la sensación de que el juicio actúa como un reaseguro contra la posibilidad de conocer las fórmulas y oraciones de un modo mecánico y que pretende obstaculizar la salvación de las almas cuyas palabras no se adecuaran a la realidad de sus actos. Pero esto último es adelantar lo que conocemos del juicio de los difuntos por documentos posteriores y, como se ha manifestado más arriba, las nociones relativas a la existencia de un enjuiciamiento que ha de sufrir el alma del difunto en este momento se encuentran aquí únicamente esbozadas.
Quizá sea interesante recordar que el camino egipcio al más allá, que había comenzado como un viaje en barca, no sabemos bien hacia dónde en la prehistoria, y que se había diferenciado en el Reino Antiguo entre los nobles que viajaban al occidente con Osiris por medio de Anubis y el monarca que volaba hacia el firmamento para situarse entre las estrellas, se ha convertido tras la crisis del Primer Periodo Intermedio en un viaje a un mundo subterráneo, oscuro y acuciante, donde hay trampas que pueden superarse por medio de fórmulas que sirven para conseguir el éxito final y la salvación consiguiente. En algún punto de este viaje hay que pasar un juicio que valide las palabras del difunto y las contraste con la realidad. Como ya se ha indicado, los Textos de los sarcófagos no nos hablan claramente del juicio, pero las menciones en otros textos, la inclusión de la referencia a la balanza y el tribunal, y la estructura general de nuestros conocimientos sobre la religión egipcia del momento hacen pensar que la idea del juicio a los muertos se empieza a desarrollar en este periodo.
El final del Reino Medio, hacia 1640 a. de C., es un momento histórico parcialmente similar al acaecido a finales del Reino Antiguo. Tampoco es este el lugar en el que explicar las posibles causas del proceso denominado por los historiadores (con escasa originalidad) como Segundo Periodo Intermedio, pero sí es relevante poner de manifiesto que para lo que nos interesa en estas páginas, el resultado del fin del Reino Medio es muy similar al del periodo anterior. La dinastía XIII egipcia se disuelve en una serie de entidades menores locales que finalmente se centralizan en dos áreas de poder monárquico, una al norte, cuyo núcleo es el delta del Nilo y otras en el sur, de nuevo alrededor de Tebas. Son los monarcas de esta última localidad los que, como sus ancestros de la dinastía XI al final del Primer Periodo Intermedio, pusieron final a esta nueva época oscura e incierta para los historiadores.
Para el hombre culto egipcio que habíamos imaginado a comienzos de estas páginas lo ocurrido no hacía sino corroborar lo que ya se había podido comprobar como cierto. Una nueva recuperación después de un periodo oscuro, de una época caótica, y en la que el orden religioso y el cósmico se habían visto en entredicho. La recuperación era esperable, como esperable era también que procediera del sur, del lugar de donde viene la salvación en Egipto y que está ligada a los comienzos de la monarquía. Cada instante de caos es seguido por un momento de nueva creación, casi de un nuevo origen.
El Reino Nuevo (1570-1070 a. de C.) que nace al final de este nuevo Segundo Periodo Intermedio no es otra cosa que una nueva creación sobre la tierra. Pero el nuevo periodo oscuro fue más largo que el primero y, además, partes considerables de la tierra de Egipto estuvieron expuestas a influencias y corrientes externas debido a la naturaleza y origen de sus efímeros gobernantes, los llamados reyes hicsos, cuyas raíces hay que buscarlas en tierras de Israel y Siria. El mundo religioso y funerario del Reino Nuevo nos es mucho mejor conocido que las épocas anteriores dado el alto número de fuentes de información disponibles.
Este nuevo periodo va a aportar a la mentalidad funeraria egipcia la estructura que hoy, en nuestro mundo moderno y para el gran público, se considera el esquema arquetípico de esta cultura antigua. De una parte observaremos que la diferencia esencial entre las formas funerarias de la aristocracia y la nobleza siguen separadas, como cabría esperar. Los monarcas abandonan la costumbre de hacerse enterrar en pirámides —quizá lento y caro— y construyen sus últimas moradas como hipogeos, es decir, cámaras y corredores excavados en la roca de la montaña. Cabría pensar que la idea de la pirámide no ha desaparecido, sino que la propia montaña se ha constituido en desmesurada pirámide de la que las tumbas individuales excavadas en ella no son sino cámaras individuales de una única e inmensa tumba. En cualquier caso, y desde los primeros reinados de la dinastía XVIII, que abre este nuevo periodo, vuelven a encontrarse en las paredes de las tumbas reales textos e imágenes que nos permiten conocer algo de las aspiraciones de los monarcas del Nilo en relación con el más allá.
Aunque estas composiciones forman un corpus textual mucho más diversificado que los anteriores Textos de las pirámides, se conocen genéricamente entre los especialistas como Libros del mundo inferior y más específicamente por el nombre egipcio del principal de todos ellos, el Am Duat. Esta composición, cuya traducción precisamente significa «lo que está en el mundo inferior» aparece por primera vez en la tumba de Tutmosis III en el Valle de los Reyes. Los textos y las imágenes que los acompañan cubren las paredes de la cámara sepulcral. El Am Duat retoma aspectos generales que probablemente hundían sus raíces en los Textos de los sarcófagos, como por ejemplo el escenario subterráneo y oscuro, y la noción de que el alma se desplaza a través de un lugar lleno de monstruos y amenazas. Pero las diferencias son notables y no es la menor el hecho de que los Textos de los sarcófagos estaban dirigidos a la nobleza, mientras que el Am Duat es un escrito tan exclusivo para los monarcas como lo fueron en su día los Textos de las pirámides, al menos en principio.
Mientras que el protagonista del viaje en la fase anterior era Osiris, que recibía a las personas que le eran encomendadas por mediación del monarca vivo, en el Am Duat el protagonista es la divinidad solar Ra que viaja en una barca. La estructura del «lugar» a través del cual tiene lugar el viaje de la embarcación de Ra no es de índole geográfica, como habíamos visto en el caso de los Textos de los sarcófagos, sino temporal. El viaje tiene lugar a lo largo de las doce horas de la noche. Los egipcios son los inventores de nuestra división del día en veinticuatro horas, de las cuales, de un modo teórico, doce corresponden al tiempo en el cual el sol está ausente del firmamento. La barca solar en los textos funerarios del Reino Nuevo se desplaza a lo largo de doce horas hasta surgir brillantemente con el nuevo día. La aspiración del monarca es unirse con el creador Ra en ese retorno al mundo real. La unión con la divinidad que ya habíamos visto en el caso de los Textos de las pirámides y que tenía lugar en las estrellas ahora ocurre de un modo cíclico. La tierra del amanecer, lugar por el que la barca solar de Ra surge cada día, es el punto de unión y de contacto entre los reyes, las almas y la divinidad creadora.
Básicamente podemos reconocer aquí aspectos encontrados con anterioridad en fases anteriores de las creencias funerarias. El viaje en barca, la estructura cíclica que hace pasar al alma por una fase de oscuridad y amenaza para proclamar al final el triunfo que consiste fundamentalmente en esa unión mística con el principio creador, son todos elementos milenarios en los que se ha hecho hincapié de una u otra manera con anterioridad en la cultura egipcia. A nuestro hombre culto y sabio —aquel individuo que habíamos imaginado hacia fines del Reino Antiguo que concebía el tiempo y el progreso como una línea ascendente, y que ahora vive hacia el año 1400 a. de C.—, la historia le ha proporcionado una visión mucho más articulada y adaptada al mundo real. Una historia en la que a periodos de desaparición de todo lo bueno que en el mundo hay sigue siempre un retorno del bien y del orden. De la misma manera, la salvación última sobre la muerte también llega para los de su clase. Hay que pasar una ordalía, unos momentos malos para merecerla. Otras culturas posteriores hablarán de un purgatorio, pero para los egipcios, la crisis que la muerte supone pasa por una realidad clara de catarsis, purificación, simbolizada en el paso del alma por una noche oscura hasta llegar a la luz que significa la resurrección. Ahora bien, debe insistirse en que el Am Duat y los libros del mundo inferior son de aplicación exclusiva para los monarcas, para los que se presupone la salvación, que nunca se pone en duda. El mundo de los simples mortales —hay que recordar que los monarcas no lo son de un modo completo— mantendrá otras creencias funerarias.
El Reino Nuevo supone también un afianzamiento y concreción de los textos que han de acompañar al difunto miembro de la élite y que nos hablarán de una serie de aspiraciones, diferentes en buena medida a las de los reyes. Se trata de la composición conocida genéricamente como Libro de los muertos, aunque la traducción literal de la designación egipcia es Salida del alma a la luz del día. La compilación de capítulos, recitaciones y oraciones, que es la forma que adquiere el texto, viene con toda probabilidad heredada de la estructura formal que ya habíamos visto en los Textos de los sarcófagos.
Esta nueva compilación disfrutará de un gran éxito. Los primeros ejemplos surgen a comienzos del Reino Nuevo y ya no dejarán de aparecer de una u otra forma hasta el final de la cultura egipcia. Los papiros en los que se escribían tales textos se decoraban generalmente con viñetas que ilustraban lo que las diferentes recitaciones y oraciones expresaban. Hay que tener en cuenta que el papiro era un material costoso, y que a su alto precio había que añadir el coste que suponía pagar honorarios al templo, que con toda probabilidad proporcionaba el trabajo de escritura y decoración del ejemplar que se quería adquirir para el difunto. No todo el mundo podía permitirse un ejemplar sustancialmente completo, por lo que —como es esperable— existen versiones de variada longitud y de calidad diversa, de manera que el desembolso necesario para hacerse con uno de estos documentos pudiera variar de acuerdo con las características del ejemplo concreto de que se tratara y de la capacidad adquisitiva de la persona. Se trataba, pues, de un elemento necesario y costoso para asegurar la superación de la muerte y la llegada del difunto a la presencia divina para toda la eternidad.
Las recitaciones presentes en los papiros encontrados no se ordenan de un modo concreto. Con frecuencia es difícil entender la lógica de las mismas en su contexto. Existía, probablemente, un corpus completo del cual se seleccionaban capítulos en virtud de las preferencias piadosas, gustos personales, precio del ejemplar y otras circunstancias que no ayudan a la comprensión total del fenómeno. Con todo, sí estamos en condiciones de hacernos una idea de lo que el difunto egipcio bien provisto de su papiro podía esperar del más allá. Una vez que el cuerpo había sido embalsamado, se le trasladaba en una procesión con cánticos y oraciones hasta la tumba. Allí se llevaba a cabo la ceremonia denominada «apertura de la boca» que posibilitaba al fallecido para que pudiera pronunciar las recitaciones y fórmulas establecidas en el texto del Libro de los muertos y para que pudiera responder a las preguntas que se le hicieran en el más allá. Una vez terminados los ritos y cerrada la tumba, el difunto iniciaría un viaje en el cual el texto que lo acompañaba sería de gran ayuda. En la misma tradición que mostraron los antiguos Textos de los sarcófagos, ya en desuso, estos nuevos escritos proporcionaban oraciones que guiarían al difunto por una serie de circunstancias y lugares. Las fórmulas servirían para prevenir males y para responder a preguntas, mientras que las oraciones alejarían a los personajes malignos que acechaban, a la vez que demandaban la ayuda de los benignos. En definitiva, hoy día somos capaces de conocer toda una tradición en la que a) las nociones del viaje y el desplazamiento son inherentes a la idea de la muerte, y b) este viaje se realiza en un contexto en el que el peligro que amenaza el buen fin de la singladura debe ser conjurado por medio de fórmulas y contraseñas.
Así pues, el peregrinaje del alma del difunto por el mundo de ultratumba se ve beneficiado por esta ayuda que le prestan las oraciones y las fórmulas escritas en los textos que le acompañan. En un determinado momento el fallecido haría una declaración de inocencia que, por su peculiar formulación, se ha dado en denominar entre los especialistas la «confesión negativa». En esta el difunto debía negar haber realizado toda una serie de actos que se consideraban impedimentos graves para su acceso a la salvación. Un ejemplo de esta formulación puede apreciarse en lo que sigue:
Oh Amplio de Zancada que vino de Heliópolis: no he hecho ningún mal.
Oh Abrazador de Fuego que salió de Kheraha: no he robado.
Oh Grande de Nariz que llegó de Hermópolis: no he sustraído.
Oh Devorador de Sombras que vino de Kernet: no he matado a gente
[alguna.
Oh Terrible de Faz que llegó desde Rosetau: no he destruido las ofrendas.
Oh Doble León que bajó del cielo: no he falseado las medidas.
Oh Cuyos Ojos Están en Llamas: no he robado la propiedad del dios.
Es este un aspecto especialmente interesante, porque tal declaración es ya un componente fundamental del juicio que va a ocurrir en la siguiente fase del periplo del alma en el Libro de los muertos. Es claro que una declaración como la que el alma del difunto se ve obligada a realizar es parte integrante de un proceso judicial, como lo que ocurre en nuestro tiempo cuando se le pregunta al acusado si se declara culpable o inocente antes de iniciar la vista en sí del proceso. La especial formula negativa tiende a resaltar que el alma y, concretamente, el corazón del difunto se encuentran vacíos de todo lo que se supone que es pecaminoso y perjudicial. Tal declaración puede considerarse relacionada con el escenario general de noche, caos y peligro amenazante que parece haber propiciado el desarrollo de los Textos de los sarcófagos. El alma del difunto declara estar vacía de todo aquello que impide la consecución del éxito funerario, que –recordemos— es precisamente lo que el nombre egipcio del Libro de los muertos significa: la Salida del alma a la luz del día.
Una vez producida la confesión negativa, se procede al pesaje del corazón del difunto en presencia de Osiris. En algunas escenas decoradas puede verse cómo el alma del difunto es guiada, a veces de la mano, por Anubis, a quien continuamos viendo así en su papel de guía e instrumento de acceso del difunto a la presencia de la divinidad, como en los momentos más antiguos de la historia egipcia. En presencia de Osiris, pues, se va a proceder a comprobar la veracidad de las palabras del difunto. La apertura de la boca ha capacitado ya al alma del difunto para pronunciar las palabras de la confesión negativa, para negar la existencia en su seno de cualquier condición o acción que la haga incompatible con el disfrute de la eterna unión y contemplación del amanecer, que es cuando el principio creador vuelve a la tierra. Pero esas palabras pueden ser falsas, y el pesaje del corazón va a establecer esta última comprobación.
El pesaje del corazón se lleva a cabo por medio de la balanza, instrumento que ya había hecho una nebulosa e incierta aparición en algún fragmento de los Textos de los sarcófagos. En un platillo de la balanza se coloca el corazón del difunto, y en el otro una pluma que pertenece a la diosa Maat. Maat significa «verdad» en egipcio, de tal manera que la presencia del atributo que se usa en la escritura jeroglífica para escribir ambos nombres —la diosa y el concepto— va a ser el rasero con el cual medir la veracidad de las palabras del difunto. Si la balanza muestra el corazón y la pluma equilibrados, el alma del difunto pasa entonces a disfrutar de la eternidad, pues ha sido vindicada. Para los casos en los que el corazón sea el que desequilibre la balanza —lo indica que hay algo en él que pesa más que la verdad (recordemos que la confesión negativa estaba encaminada a demostrar que no había en él nada prohibido)— las escenas del Libro de los muertos colocan convenientemente cerca del difunto a un ser monstruoso, Ammit, cuyo cuerpo es una mezcla de tres animales especialmente temidos por los egipcios, el cocodrilo, el león y el hipopótamo. El nombre de la divinidad se traduce como «la devoradora», por lo que probablemente no sea necesario entrar en más detalles sobre las consecuencias de su presencia y su acción sobre un alma cuyo pesaje cardíaco no ha sido todo lo positivo que se podía esperar. Toda la escena se produce bajo la presidencia de Osiris.
Un documento único nos habla del proceso intelectual que se halla detrás de esta escena de juicio, la Piedra de Shabaka, conservada en el Museo Británico, cuya inscripción se fecha en el reinado del monarca de quien recibe el nombre, en torno al 705 a. de C. La fecha de la composición en sí del texto es más discutida. Es altamente probable que cuando el rey egipcio hiciera esculpir la inscripción, el texto en sí fuera ya considerablemente antiguo: habría sido conservado en el templo de Menfis hasta que el papiro que lo contenía se hubo descompuesto en gran parte, como reza la introducción al texto. La inscripción ha sufrido daños al haberse usado su soporte como piedra de moler durante muchos años con posterioridad a su desmantelamiento. En lo que queda legible pueden encontrarse dos tipos de texto: uno relativo a la fundación de Egipto y al mito de la querella entre Horus y Seth; y otro, de índole completamente distinta, en el que se detalla con una estructura y un vocabulario completamente diferente el proceso intelectual de creación del mundo, desde el pensamiento hasta la realidad pasando por la palabra. Se trata de lo que los especialistas denominan «cosmogonía menfita» es decir, una narración de la creación del mundo (de las que la religión egipcia ofrece varias, insospechadamente distintas) relacionada con una divinidad conocida como Ptah, cuyo centro de culto era precisamente la zona de Menfis y en cuyo templo debió de estar situada la Piedra de Shabaka. Un resumen del contenido de la inscripción nos haría observar cómo la parte más analítica y menos mitológica de la misma esboza una definición del proceso de creación del mundo real como consecuencia de la creación de la palabra jeroglífica. Los sentidos, que en la tradición egipcia son tres (vista, oído y respiración), informan al corazón que es el equivalente de la mente. Este crea las ideas y las transmite a la lengua que las pronuncia y les da materialidad. El texto es bastante radical en cuanto que establece la prioridad del pensamiento sobre la creación material incluso en el caso de los dioses. El pensamiento sobre ellos sería previo y anterior a su nacimiento.
Pero no es la creación del mundo, o la de los dioses mismos, lo que nos interesa de la doctrina ofrecida por la Piedra de Shabaka, sino su relación con el juicio del difunto. Si recordamos las posibles fases de ese momento en el Libro de los muertos, observaremos cómo todo el proceso experimentado por el alma del difunto es paralelo al narrado en la inscripción del Museo Británico. En el primero, el alma del difunto queda posibilitada para hablar por medio de la apertura de la boca; las nociones e ideas habitan en el corazón, y se pronuncia la confesión negativa ante Osiris y los jueces para, posteriormente, comprobar la veracidad de esas nociones en el propio corazón, sede del conocimiento. Dado que en la «cosmogonía menfita» la palabra (jeroglífica) es la que configura la materialidad del mundo creado —en una anticipación evidente del concepto posterior griego de logos— el proceso descrito en la Piedra de Shabaka parece ilustrar el sentido del pesaje del corazón como una manera de asegurar que en el plano espiritual y, por lo tanto, diferente de la realidad en el que se halla el alma del difunto, nada real indigno o prohibido permanece en el corazón del fallecido para así posibilitar su paso a ese estado diferente, que no tiene ninguna relación con el mundo material y que podemos denominar salvación.
El corazón del difunto deviene así el determinante de su paso de un estado espiritual a otro diferene. De hecho, si hablásemos de conciencia en lugar de corazón nos encontraríamos sin duda en un terreno más familiar a nuestra cultura. El hecho de que la conciencia del difunto sea lo que en definitiva es juzgado en el Libro de los muertos resalta el hecho de que el juicio final egipcio es un acto individual que permite a cada difunto traspasar las barreras que lo separan de otra realidad diferente, espacial, temporal e individual de la del mundo creado para, finalmente, reunirse con el principio creador de una manera eternamente cíclica, como el sol que surge cada día.
Los testimonios en la cultura egipcia de la noción de juicio, como hemos puesto de manifiesto, surgen probablemente en la crisis de un sistema para entonces casi milenario, durante el Primer Periodo Intermedio. Son todavía objeto de estudio las diferentes maneras por medio de las cuales las aspiraciones de la realeza y del resto de la población egipcia respecto al mundo de ultratumba se entretejen y se influyen mutuamente. El deseo de la población de emular el destino último de los monarcas tras la muerte hizo que la realeza cediera algunos privilegios a la vez que adquiría otros nuevos para así mantener la distancia. Los faraones no sufren el juicio, como es de esperar; sin embargo, los destinos últimos de los dos componentes de la cúspide de la sociedad egipcia no difieren demasiado.
Hasta qué punto eran conscientes los antiguos egipcios de que el camino que lleva hasta el juicio ante Osiris no era solo algo real, sino también una metáfora de la consumación de la existencia terrestre en otro tipo de existencia —como parece desprenderse de nuestras modernas interpretaciones—, es algo que difícilmente llegaremos a conocer con certeza. Lo cierto es que el camino que hemos explorado desde la prehistoria hasta el final de la historia cultural egipcia supone una senda de más de cinco mil años de experiencia recorrida con la intención de explicar el anhelo del ser humano de tener una vida más allá de la muerte. Durante este largo tiempo el sistema egipcio de creencias produjo consuelo y seguridad a un número relativamente alto de generaciones humanas a orillas del Nilo. Solo por ello deberíamos mirar su cultura con el respeto debido a un logro intelectual del ser humano comparable a los avances técnicos que pueden admirarse en las construcciones monumentales del Egipto antiguo que tanto atraen al turismo y los medios de comunicación.
Cuando intentemos alcanzar con la vista lo que pueda divisarse por encima y más allá de tantos textos, enigmas, momias y tesoros escondidos como los que con frecuencia escuchamos al oír hablar de la cultura egipcia deberíamos prepararnos para una sorpresa. Puede que lo que veamos sea mucho más cercano y conocido de lo que esperamos. Tanto que, al mirar fijamente, descubramos que la imagen que vemos no es sino un espejo en el que nos estamos contemplando con nuestros anhelos, esperanzas y temores respecto a la inevitabilidad del final de la vida tal y como la conocemos.