CAPÍTULO 4

Tras estar atrapadas en la habitación de Dindrane hasta que finalmente el inminente toque de queda les dio una excusa para irse, Ginebra quería estar en cualquier parte menos en el castillo. No, no era cierto. Solo había un sitio en el que querría estar. Al lado de Arturo, luchando contra la Reina Oscura. Caminaba nerviosamente por los pasillos exteriores, pero el bosque estaba demasiado lejos como para poder verlo. Habían llegado algunos informes, nada alarmante. Aun así, no se sentiría tranquila hasta que Arturo regresara. Debería haber insistido en quedarse. Al menos, si no podía ayudar, podría ser testigo. Y podría estar cerca si sucedía algo horrible.

Enfadada y ansiosa a medida que se ponía el sol y la noche no traía respuestas, Ginebra intentó distraerse con sus propios problemitas. Tenía sueños que atender. Brangien se mostró sombría y distante mientras Ginebra la ayudaba a prepararse para ir a la cama. Peinó el cabello liso, espeso y casi negro de Brangien, con cuidado de evitar la sección que tenía anudados los mechones castaños de Isolda. Se los quitarían por la mañana.

—¿Cómo conociste a Isolda? —preguntó Ginebra intentando pensar en algo nuevo. Luego añadió rápidamente—: No hace falta que me lo cuentes si no quieres.

—No, será… será agradable poder hablar de ella abiertamente. La mantuve en secreto durante tanto tiempo que ya lo hago por instinto.

Brangien dejó escapar un suspiro y desapareció gran parte de la tensión que tenía acumulada en los hombros. Ginebra siguió peinando a un ritmo suave que las tranquilizaba a ambas. Normalmente era Brangien la que preparaba a Ginebra para acostarse, pero Ginebra quería ofrecerle su amabilidad y se sintió agradecida de que Brangien hubiera aceptado.

—Cuando nos conocimos, la odiaba. Mi padre trabajó muy duro para conseguirme una buena casa en la que trabajar como doncella, pero mi madre me había consentido mucho y estaba resentida porque a partir de ese momento tendría que realizar todas esas tareas para alguien de mi edad. E Isolda… —Brangien rio—. Es divertido pensar en ello ahora. Todas esas manías suyas que con el tiempo llegaría a querer tanto. Isolda era soñadora. Olvidadiza. Dejaba tareas a medio terminar. Tenía que recoger constantemente sus artículos de costura por todo el castillo, abandonados en los lugares más extraños. Me encontraba a Isolda acurrucada en una ventana, dormida como si fuera un gato al sol. Pensaba que era la chica más vaga que había conocido. ¿Por qué necesitaba dormir tanto? Después de un mes de toparme con ella durmiendo la siesta en los lugares más insospechados, como si se estuviera escondiendo de mí, decidí quedarme despierta toda la noche en secreto para vigilarla. Tal vez no podía dormir bien. Tengo remedios para eso, ya lo sabes. Y también preparaba pociones. Eso aquí no lo hago, no se puede ocultar como lo de la costura.

»Esa noche fingí dormir en mi catre en la esquina, como siempre. Al cabo de una hora, Isolda salió de la habitación. Si iba a visitar a alguien (a un guardia, tal vez) y se quedaba embarazada, me culparían a mí. La seguí. Cuando entró a la cocina, asumí que había ido a comer. Observé a través de una rendija de la puerta mientras Isolda pasaba de puntillas rodeando a su anciana nodriza. La habían trasladado a las cocinas cuando yo había entrado como doncella de Isolda y estaba profundamente dormida en un rincón. Isolda hizo la masa y la puso a leudar. Atendió los fuegos y luego limpió, fregó y dejó todo preparado para que, cuando su nodriza despertara por la mañana, sus tareas estuvieran hechas. A Isolda le llevó casi cuatro horas completar semejante faena. Cuando vi que casi había terminado, volví a nuestra habitación. Me había equivocado por completo respecto de lo que pensaba que sabía sobre ella. No era perezosa ni soñadora. Dejaba sus tareas a medio hacer constantemente porque veía que su nodriza necesitaba ayuda, que un paje se había perdido o que estaban reprendiendo a una sirvienta por su trabajo y también necesitaba ayuda. Isolda era la persona más amable y generosa que había visto jamás.

»Después de eso, traté de emularla. Encontré modos de hacerle la vida más fácil, como ella lo hacía con los demás. Ella se dio cuenta y empezó a hacer lo mismo por mí siempre que podía. Trabajábamos y ella cantaba o me contaba historias. Ya no éramos señora y doncella. Éramos mejores amigas. Y luego, un día, riéndonos mientras limpiábamos la chimenea y estornudábamos sobre las cenizas… fuimos algo más. Fue tan natural como respirar. —Brangien se detuvo y Ginebra dejó de peinarla. Sin duda, Brangien estaba pensando en su despedida, pero Ginebra quería que Brangien se durmiera con el recuerdo del amor predominando en su mente, no con el de la pérdida.

—¿Cómo fue eso? ¿Cómo supiste que erais más de lo que habías sido?

—Cuando la miré, sentí que todo era perfecto. Y su mano sobre la mía… —Brangien bajó la mirada hacia su mano y enroscó los dedos sobre algo que ya no estaba allí.

—¿Te sentías a salvo?

Brangien rio.

—No, me sentía de todo menos a salvo. Sin embargo, me sentía bien. —Brangien se dio la vuelta y le quitó el peine para empezar a cepillar el cabello de Ginebra.

Ginebra quería saber más. Necesitaba saber más. Había cruzado esa línea con Mordred, pero él nunca había estado sujeto a las mismas reglas que ella o, al menos, a las que ella trataba de atenerse. Siempre había estado ahí para perturbar y socavar a Arturo. Lo que más le dolía era que tal vez nunca la había visto más que como un medio para atacar a Arturo. Ginebra había sentido cosas cuando se habían tocado y le habían parecido reales. Pero a pesar de que Mordred le había rogado que se fuera con él, no podía confiar en que sus motivos fueran otros aparte de causarle más dolor a Arturo.

No más pensamientos sobre Mordred. Solo pensamientos sobre Arturo. Arturo, su amigo. Arturo, su esposo solo en título. Arturo, que estaba librando sus batallas solo porque no podían luchar uno al lado del otro.

—¿Cómo cruzaste esa división entre lo que eras y lo que te habías convertido? ¿Estabas asustada?

—¿Asustada por el descubrimiento? No. —Brangien frunció el ceño—. El amor entre mujeres está considerado inofensivo. A veces, incluso es alentado como un medio para que las niñas de alta cuna se deshagan de su exceso de energía sin amenazar las líneas de sucesión. Como si lo que tuviéramos fuera un juego infantil en lugar de ser más real que cualquiera de sus matrimonios concertados.

Ginebra ni siquiera había pensado en que pudiera estar asustada por el descubrimiento. No era a eso a lo que se refería.

—¿Tuviste miedo de que, una vez que habías dejado claro que la amabas, se perdiera todo lo que habíais tenido?

Brangien la peinaba de un modo distraído.

—Lo único que sabía era que quería a Isolda (a todo su ser) en mi vida, a mi lado. No hubo miedo en ese primer beso. Solo esperanza. Supongo que ambas nos sentimos sorprendidas, pero no asustadas. No en ese momento. —Brangien calló—. Vos… Ginebra, esta mañana cuando os he preguntado por cómo habíais pasado la noche, parecíais disgustada. ¿Es que Arturo y vos todavía no habéis… estado juntos?

Ginebra cerró los ojos. Si se sabía que ella y Arturo solo habían compartido la cama como amigos, su matrimonio no sería considerado legal. Por no mencionar la necesidad de que hubiera herederos para solidificar el reinado de Arturo y protegerlo de los usurpadores. Pero le confiaba su vida a Brangien y casi todos sus secretos.

—Sigo pensando, esperando, que tal vez una noche que esté cansado o que haya tomado demasiado vino, le resulte más fácil besarme y luego simplemente suceda y podamos seguir adelante.

Brangien dejó el peine. Puso la mano en la barbilla de Ginebra y le levantó el rostro para mirarla cara a cara. Bajo la tenue luz de las velas, Ginebra casi podía verse reflejada en los hermosos ojos oscuros de Brangien.

—¿De verdad queréis que os dé un beso que no sea intencionado? —preguntó Brangien.

Ginebra sintió que la miseria se le acumulaba en el estómago.

—Pero estamos casados.

—Dadle tiempo. Él os quiere.

—No como tú quieres a Isolda.

—Espero que no —bromeó Brangien—. Yo soy egoísta, vengativa y celosa. El rey es… honesto. Creo que nunca os ofrecerá nada con lo que no pueda comprometerse por completo. No deseo descartar vuestras preocupaciones, pero os prometo que es mejor que un marido que os trate como una posesión.

El rostro de Brangien se ensombreció una vez más.

—Tal vez debería besarlo yo —sugirió Ginebra.

Brangien sonrió, estirando los labios en una mueca burlona.

—Creo que es el mejor modo. Vuestro primer beso es algo especial. ¿Por qué no deberíais ser vos quien eligiera el momento?

Ginebra se aclaró la garganta y se levantó apresuradamente. No sería su primer beso. No había elegido el primero, pero tampoco lo había rechazado.

Brangien descartó la cama de Ginebra y se tendió en la suya.

—No se lo diré a nadie, por supuesto. El rey y vos sois jóvenes todavía. Tenéis tiempo para encontrar el camino hasta el otro como marido y mujer. —Brangien se tumbó y Ginebra la arropó con las mantas—. Mucho tiempo.

Tras darle un beso en la frente a Brangien, Ginebra le colocó una tela con un nudo en el pecho y su amiga se fue a despedirse de su amor verdadero.

Ginebra la envidiaba, tanto por el amor verdadero como por el sueño. No se arriesgaría a otra invasión de sus sueños, así que había decidido quedarse despierta. De todos modos, tampoco podría dormir esa noche sabiendo que Arturo estaba librando su batalla solo. Tras envolverse en una capa, salió de sus aposentos. Había una puerta exterior al lado. La abrió y salió a las escaleras que rodeaban el castillo, serpenteando y elevándose hasta la cima. Quizá desde la alcoba que había cerca de la parte superior podría ver la línea de fuego a la distancia. En cualquier caso, podría hacer algo.

Una figura se despegó de la oscuridad y gritó:

—¡Mi reina!

Ginebra se llevó las manos a la boca con el corazón acelerado.

—¡Lancelot! —Se apoyó contra la pared tratando de calmarse—. ¿Qué estás haciendo?

—El rey Arturo no está en el castillo.

—Eso no explica por qué estás acechando aquí.

Ginebra no podía ver el rostro de Lancelot en medio de la noche, solo su silueta. Pero la voz de Lancelot era tan clara y decidida como lo habría sido su mirada si hubiera podido verla.

—El rey Arturo no está en el castillo, lo que significa que Excalibur no está en el castillo. Siempre vigilo esta puerta cuando el rey no está.

—Pero debes de estar agotada. ¿Lo haces todas las veces? Está fuera muy a menudo.

—Nunca estoy agotada, siempre estoy preparada.

Ginebra rio.

—Bueno, pues entre las dos hacemos una, porque yo siempre estoy agotada y nunca preparada. Ven entonces. Vamos a subir.

Lancelot la siguió mientras subían con cuidado por el lado del castillo hasta la alcoba preferida de Mordred. La noche estaba nublada y se veía aún más oscura de lo habitual. Ginebra se alegró por la inesperada compañía.

Además de Arturo, Lancelot era la única persona de todo Camelot que sabía la verdad sobre Ginebra. También conocía el alcance de su magia tras haberla visto realizar lo peor en la hondonada en la que vivía la Reina Oscura. Ginebra se preguntó si, en el caso de que se divulgara la historia, sería un relato tan épico como el de Arturo y el Bosque de Sangre. Tal vez se llamaría «Ginebra y la Hondonada Escalofriante». Pero ella no sería la heroína de la historia.

Suspirando, se instaló en la alcoba. Lancelot se mantuvo firme a un lado. Un pensamiento le pasó por la cabeza.

—¿Te ha pedido Arturo que me vigilases mientras él no está?

—Soy la protectora de la reina. No necesita pedirme que cumpla con mi deber.

Aunque le habría encantado saber que se lo había pedido Arturo (que el rey pensaba en ella incluso cuando no estaba allí), se alegró de que fuera elección de Lancelot y de que no estuviera siguiendo órdenes. Tampoco era una tarea sencilla. Arturo se marchaba constantemente, viajando a las fronteras. Siempre se llevaba a algún caballero, pero nunca a Lancelot. Esta era, específicamente, caballero de Ginebra, pero se preguntó cómo se sentiría Lancelot al respecto. Se había ganado su lugar entre los caballeros de Arturo al igual que cualquiera de ellos. Incluso mejor. Había llegado más lejos en el torneo que cualquiera de los demás, luchando con el propio Arturo hasta llegar a un empate. Sin embargo, siempre se quedaba detrás. Como Ginebra.

Estaban solas en medio de la oscuridad mientras los demás caballeros luchaban contra la verdadera oscuridad.

—Deberías ponerte cómoda —aconsejó Ginebra centrándose en la tarea que tenía entre manos—. Esto llevará un rato y solo verás movimiento de dedos y miradas intensas.

—¿Qué estás haciendo?

—Buscar.

—¿El qué?

—Tal vez no pueda estar allí, pero puedo hacerme una idea de cómo va la pelea y asegurarme de que no haya otras áreas de la magia de la Reina Oscura que no hayamos descubierto. —Se arrancó dos pelos y se los ató alrededor de los dedos de manera similar al nudo de visión. Siempre había sido capaz de sentir más allá de lo evidente y usaba ese nudo para extender esa habilidad a un coste doloroso.

La sensación abandonó el resto de su cuerpo y se recostó sobre la pared baja de piedra de la alcoba, en busca de apoyo. Se sentía ligera y desconectada. Por un embriagador momento, se preguntó si habría caído en otro sueño e iría a recorrer las calles o peor, subir por el castillo hasta la caída oculta del lago esperando a la Dama. Ginebra cerró los ojos y respiró hondo, tratando de anclarse.

Cuando se sintió firme, empujó con la mano hacia afuera. Había pocas chispas en Camelot. Un cálido resplandor donde dormía Brangien. Unos fríos mordiscos donde sus nudos de hierro protegían las puertas de entrada y salida del castillo. Las siete piedras que había anclado por los límites de la ciudad y que le avisarían si algo se acercaba. Se estremeció cuando pasó las manos sobre el lago muerto. Todavía la perturbaba que allí no existiera magia alguna, ningún indicio de vida o calidez. Los campos la tenían, una pequeña cantidad que lo impregnaba todo, aunque no hubiera nada que no fuera natural. Hacia el sur sentía las chispas del campamento de Rhoslyn, lleno de mujeres que habían sido desterradas de Camelot por practicar magia. Era casi como visitar a una amiga, y se alegraba de que no hubiera cambiado nada allí. No había visto a Rhoslyn desde que la Reina Oscura había atacado a Ginebra en el bosque con un jabalí poseído y luego la había infectado con el veneno de una araña. Lancelot la había salvado del jabalí y Rhoslyn la había salvado del veneno. Y luego Lancelot había llevado a Ginebra ante Merlín y se había escondido con ella mientras veían a la Dama del Lago sellándolo en una cueva. Aquel había sido el día que había cimentado el destino de Lancelot y de Ginebra, una al lado de la otra.

Con un estallido de afecto por el caballero que todavía estaba a su lado, Ginebra avanzó hacia el norte y el oeste, barriendo cada vez más lejos, pero además de los diminutos pinchazos de vida silvestre que se movían a través de la noche, no sintió nada alarmante. Nada nuevo. Nada amenazante.

Finalmente, rozando los límites de su resistencia, Ginebra lanzó su sentido mágico hacia Arturo. Estaba en la línea de fuego. No era magia, no de la misma clase que los nudos, pero el fuego era su tipo de energía: hambriento, caótico y bastante cercano a lo que era la Reina Oscura. Vida que podía convertirse en muerte con un cambio de viento. Algo impredecible, brillante, hermoso y terrible.

Casi podía sentirlo chamuscándole las manos, podía sentir los árboles y los arbustos moribundos, las vidas apagadas. Una retirada de energía, casi como el humo arrastrado hacia sus pulmones. Era una pelea que estaba ganando Arturo. Y Arturo estaba…

Encontró a Excalibur. Y Excalibur la encontró a ella.

Los cabellos que le envolvían los dedos se partieron y la sangre se precipitó como si fueran espinas. Se encontró mirando el rostro de Lancelot, que la sostenía entre sus brazos.

—¿Mi reina? ¡Ginebra!

—Estoy… bien.

Ginebra no estaba bien. Era incluso peor que cuando Arturo había desenvainado a Excalibur junto a ella la noche anterior. Durante un breve y espantoso momento, había sentido la fría y vacía extensión de Excalibur. No se parecía en nada al fuego de la Reina Oscura. Aquel era hambriento, activo, repleto de vida y destrucción.

Excalibur era un vacío. No tenía hambre, por lo que nunca se llenaría.

Durante un momento (que había durado un latido), Ginebra había estado segura de que sería ella la que desaparecería de la existencia en lugar de solo su magia. Sus pequeños y estúpidos nudos.

Lancelot no la soltó y Ginebra no podía pedir que lo hiciera. No creía que pudiera sostenerse sola. No todavía. La firme presencia de Lancelot era la base que necesitaba en ese momento. La roca pareció balancearse debajo de ella como si estuvieran en un miserable barco. No podía decir con qué fuerza se aferraba al brazo de Lancelot. No tenía tacto en las manos y no lo recuperaría hasta pasados unos días.

Tras unos minutos, Ginebra se sintió capaz de sentarse. Se movió con cautela, apoyándose contra la roca, hombro con hombro con Lancelot.

—Están ganando la pelea.

—Eso es bueno.

—Pero esto no puede ser todo. La Reina Oscura todavía está allí. Lo habría notado si estuviera en los árboles. Y a Mordred también. —Ginebra estaba segura de que lo reconocería simplemente al sentir su presencia—. Están ahí fuera y, con esta derrota, sin duda tramarán algo nuevo y no sé cómo prevenirlo.

—¿Necesitas prevenirlo?

—¡Por supuesto!

Lancelot permaneció en silencio unos instantes.

—Hay cosas que no se pueden prever. No se puede predecir a todos los enemigos, no se pueden anticipar todos los movimientos. Solo puedes hacerles frente cuando aparecen, como hemos hecho hoy. Con éxito. Así que hacemos todo lo posible para estar preparadas. Vigilamos y esperamos.

—Odio esperar.

Lancelot rio ante el tono petulante de Ginebra.

—No creas que hemos desperdiciado nuestro día en tonterías. Imagínanos como una víbora, enroscada y oculta, esperando el golpe.

Ginebra apoyó la cabeza en el hombro de Lancelot.

—No puedo dormir esta noche.

Tenía las manos entumecidas en un dolor agonizante. No le parecía demasiado justo, pero ese era el coste de la magia. Se estremeció, sin poder soportar el frío al recordar el breve roce con Excalibur.

—En ese caso, velaremos juntas.

—La próxima vez que Arturo esté fuera puedes dormir en mi sala de estar. Así estarás lo bastante cerca para oír si algo va mal. Y no estarás sola, de pie en la oscuridad.

Lancelot se movió para que la cabeza de Ginebra reposara en un ángulo más cómodo contra su hombro. Su susurro era más suave de lo normal cuando respondió:

—Nunca estoy a oscuras cuando te estoy protegiendo.

Pasaron la noche escondidas en la alcoba en un agradable silencio. Por una vez, a Ginebra no le preocupó todo lo que escapaba de su control. Arturo había ganado el combate y Brangien la ayudaría a descubrir qué se había apoderado de sus sueños.

Lancelot tenía razón. Estarían preparadas para todo lo que viniera. Juntas.