CAPÍTULO 2

Había sido un verano largo y el otoño empezaba a asomar con una pizca de frío por la noches y la promesa del trabajo por venir. Ginebra entendía ahora cosas como las cosechas, cuánto dependían de ellas, lo esenciales que eran. Una buena cosecha era la diferencia entre un invierno cómodo y uno mortal. En una ciudad tan grande como Camelot, ya se estaban preparando. Como reina, había asumido el papel de Mordred haciendo el seguimiento de los suministros y asegurándose de que todo estuviera preparado. Cabalgaba por el campo para hacer balance de la cosecha y hablar con los granjeros, lo que le daba una excusa para buscar pruebas del alcance de la reina Oscura.

Ginebra tenía protecciones establecidas por todo Camelot, sabría si una amenaza llegaba a sus costas. Pero quería saberlo con mucha más antelación. No la tomaría desprevenida. Nadie volvería a engañarla nunca más.

—¿Deberíamos comprobar el perímetro del bosque? —preguntó Lancelot. Acababan de terminar con una de las extensiones de tierra más lejanas. Ginebra tenía calor y le picaba el vestido, compuesto por varias capas de rojo y azul e intenso. Envidiaba a Brangien por poder llevar un vestuario más sencillo, pero Ginebra estaba ahí en calidad de reina y tenía que parecerlo. Lancelot también interpretaba su papel. Su armadura ya no estaba hecha de parches. Llevaba un uniforme de cuero con placas de metal sobre una cota de malla y una túnica con el emblema de Arturo. Ginebra echaba de menos la vieja armadura de Lancelot, aunque se alegraba de que no tuviera que seguir usando máscara.

Brangien miró con nostalgia hacia Camelot por encima del hombro, pero no se quejó. Solo Brangien, Lancelot y Sir Tristán podían acompañar a Ginebra en esos viajes. Solo ellos sabían que ejercía la magia. Si esa información llegara a alguien más, lo pondría todo en riesgo.

Arturo cabalgaba con ellos cuando podía, pero no era algo frecuente. Ginebra lo prefería de ese modo. Aunque normalmente deseaba pasar más tiempo con él, lo de la Reina Oscura era culpa suya. Era su responsabilidad.

—Sí.

Ginebra guio a su caballo hacia la oscura mancha de árboles que aguardaban con resignación en el borde de las tierras domesticadas. En otros lugares, los bosques se asomaban y acechaban, dominando el campo; pero en los límites de Camelot los árboles habían sido tallados o domesticados. Eran bosques más amables que estaban para servir a los humanos.

Las mangas de Ginebra le rozaban en las muñecas, donde tenía finas marcas blancas de cicatrices hechas por árboles antiguos, hambrientos y enfadados.

—¿Habéis dormido bien? —preguntó Brangien que cabalgaba a su lado. Habló con un tono deliberadamente uniforme y agradable, por lo que Ginebra supo de inmediato que estaba buscando información. Brangien nunca se mostraba agradable sin una razón. Ginebra no había dormido en su cama, y su amiga y doncella quería saber por qué.

Era una lástima. Como siempre, dormir en la cama de Arturo había sido simplemente dormir. Ginebra se había despertado y se había dado cuenta de que estaba sola. Siempre se despertaba sola. A veces se preguntaba qué pasaría si él se quedara. Si, cálido y confundido por el sueño, la buscara para algo más que para hacerle compañía. Si compartieran un beso tan feroz como el que Mordred le había robado la noche en la que Lancelot ganó el torneo.

—¿Detecto algo de rubor? —bromeó Brangien.

Ginebra sacó los pensamientos que vagaban de su mente. Ese era el camino traicionero que la había llevado al prado de la Reina de las Hadas. Un camino con sonrisas astutas y ojos como los charcos de sombra verde bajo un árbol. Mordred no la había secuestrado, pero la había usado para herir a Arturo. Y él también la había herido, Ginebra no lo olvidaría.

—Cuando haya algo por lo que ruborizarse, te lo haré saber —le prometió a Brangien. Esta frunció el ceño ante el tono brusco de Ginebra, pero no podía darle más explicaciones—. ¿Soñaste con Isolda anoche? —preguntó en su lugar, recordando su propio sueño perturbador y la sugerencia de Arturo de que podría haber fallado la magia de sus nudos.

—Sí. —Esta vez fue Brangien la que se ruborizó. Se le dibujó una sonrisa soñadora.

Eso no era buena señal. Hacía que el extraño sueño de Ginebra fuera todavía más desconcertante y preocupante. Tendría que abordarlo y odiaba anticipar cómo se tomaría Brangien la noticia. Gran parte de la magia se trataba de tomar (poder, control o incluso recuerdos), pero con Brangien y sus sueños, Ginebra había sido capaz de dar.

Se apresuró hacia los árboles, alejándose de sus compañeros. Sería un problema para la noche, no tenía que pensar en ello en ese momento, no mientras estaba ahí fuera. Quería recuperar la sensación de paz que encontraba en las tierras salvajes. Aunque ahora Camelot era su casa, se alegraba de haber crecido en un bosque.

Una vez más, su mente se detuvo. ¿Había crecido en un bosque? Tenía solo un puñado de recuerdos y, si su última visita a Merlín le había enseñado algo, era que no eran precisos. La cabaña que recordaba haber barrido era una ruina, llevaba décadas deshabitada. ¿Cómo pudo haber vivido en un lugar inhabitable? Lancelot la había alcanzado. Era sutil, pero el caballero de Ginebra nunca dejaba que se alejara demasiado de ella.

—¿Cuánto recuerdas de tu infancia? —preguntó Ginebra.

—¿De mi infancia?

—De tus dientes.

—¿De mis dientes?

Había estado conversando en un mercado con Brangien y Mordred. Parecían confundidos ante el hecho de que Ginebra no recordara haber perdido sus primeros dientes para dar paso a los segundos. Reprimió un escalofrío al tener que reconocer, una vez más, que todos los niños con dientecitos como perlas tenían otros dientes más grandes acechando bajo la superficie, esperando estallar y liberarse.

—¿Cuándo los perdiste?

Lancelot habló con un dejo de risa en su voz.

—¿Supongo que a la edad normal? El primero fue antes de que mi madre… —Lancelot se interrumpió. Su padre había sido asesinado sirviendo a Uther Pendragón, el tirano padre de Arturo. Y aunque nunca le había explicado cómo había fallecido su madre, su muerte la había llevado a perseguir la venganza y luego el título de caballero con una intensidad particular—. Me golpeé los dos dientes delanteros al caer de un árbol. Tardaron bastante en crecer. —Hablaba con ceceo.

—¿Se burlaban de ti?

—Nunca más de una vez. —Lancelot sonrió al recordarlo.

Ginebra la envidiaba tanto por la capacidad de defenderse incluso de niña como por los recuerdos de esos momentos. Tenía hambre de un pasado, de llenar de algún modo el vacío que encontraba cuando trataba de excavar en su propia historia a partir de recuerdos. En el sueño mágico en el que se había conectado con Merlín para buscarlo, recorriendo su vida, había llegado a cierto punto y había encontrado… nada.

Un vacío. Totalmente en blanco. Aunque no le había parecido algo limpio. Se lo había tomado como una violación y se había sentido llena de vergüenza. Se aclaró la garganta y continuó, deseando que Lancelot hablara, que la distrajera.

—¿Dónde fuiste después de perder a tus padres? Nunca me has hablado mucho de eso.

La sonrisa de Lancelot se desvaneció y algo se cerró en su rostro. Lancelot nunca decía mentiras, pero hubo un indicio de evasión en el modo en que cambió de tema.

—Deberíamos centrarnos. ¿Qué estamos buscando entre los árboles?

Ginebra detuvo bruscamente a su caballo. El miedo y una extraña sensación de triunfo se enfrentaron en su pecho cuando miró lo que debería haber sido una ordenada línea de árboles y encontró un tumulto de robles enormes y retorcidos, cubiertos de enredaderas susurrantes que crecían en el aire muerto y sin viento.

—Eso —susurró.

—Deberíamos esperar al rey —opinó Lancelot mirando los árboles con cautela, con la espada desenvainada y preparada. Ginebra no sabía si Lancelot podía notarlo como ella (el modo en que el aire parecía un aliento sostenido, la sensación de que, si se daba la vuelta lo bastante rápido, pillaría a los árboles moviéndose), pero quedaba claro que Lancelot también percibía la amenaza.

Habían dejado a los caballos fuera del bosque con Brangien mientras Sir Tristán cabalgaba locamente hacia Camelot en busca de Arturo.

—Volví para ayudar a Arturo en su lucha contra la Reina Oscura. Es esta lucha.

Ginebra se agachó y apoyó la mano en la tierra que había bajo ellas. Se le hundieron los dedos. La tierra estaba dura e intacta y se compactaba debajo de sus uñas. Un gusano pasó y le rozó la piel.

No era un gusano.

Ginebra presionó con los dedos una raíz que serpenteaba a través del suelo, años de crecimiento en unos pocos segundos. A ese ritmo, el bosque se apoderaría de las tierras, destruiría sus cultivos y arruinaría la cosecha en pocos días. Tal vez menos. Si no hubiera cabalgado hasta allí, ¿quién sabe cuánto habría tardado en llegar a Camelot?

Y los árboles podrían destruir mucho más que campos. Habían dejado los caballos fuera del bosque por una razón, todavía podía oír los gritos del caballo de Mordred mientras las raíces lo arrastraban bajo el suelo del prado de la Reina Oscura.

Y los gritos de los hombres. Aunque eso había sido cosa suya, lo que hacía que recordarlo fuera algo mucho peor.

—Está aquí.

Ginebra sacó la mano del suelo y se puso de pie, esperando no haberse delatado. Contempló las profundidades de los árboles, atravesados solo por los rayos de sol más agudos, y que continuaban durante lo que podrían ser media legua o más de veinte. La vegetación era tan espesa que era imposible saberlo.

—¿La Reina Oscura está aquí?

Ginebra negó con la cabeza, no podía saberlo con certeza.

—Está su magia.

Apartó la mirada de la impenetrable condena del bosque, resistiendo el impulso de adentrarse lo más lejos y profundamente que pudiera para encontrar ese corazón del caos, el corazón al que su propia sangre había dado forma.

—Vámonos. —Ginebra se volvió hacia sus caballos. Lancelot la siguió. No hubo sensación de alivio al apartarse de la línea de los árboles. Brangien estaba de pie a poca distancia con los ojos muy abiertos. Cuando habían entrado, estaba al doble de distancia del límite de los árboles.

—¿Te has movido? —gritó Ginebra.

Brangien negó con la cabeza.

Ginebra no perdió el tiempo. Metió la mano en el morral que llevaba y sacó un puñado de hilo de hierro enroscado. Lo notaba pesado y frío en la mano, desagradable al tacto. Podía atar los árboles, pero eran árboles individuales. Tendría que recorrer toda la línea, que se extendía durante largo rato. Las hojas gemían. Las ramas y los troncos crujían.

Sin embargo, tenía que ser hierro. No volvería a tratar de influir directamente en los árboles. Llevaría las cicatrices de la indiferencia de estos ante sus órdenes durante el resto de sus días.

Pero, simplemente, no había tiempo suficiente para atar un nudo de hierro a cada árbol. Si iba a anudar algo, tendría que ser…

—La tierra —se dijo a sí misma, triunfante. No podía evitar que se movieran todos los árboles, pero podía detener aquello que atravesaban. Se arrodilló y cavó en el suelo, horadando la capa oscura bajo las hojas caídas y las piedrecitas de la capa superior. Brangien, desafiando la proximidad de los árboles, se unió a ella mientras Lancelot montaba guardia, espada en mano.

—¿Hasta qué profundidad? —preguntó Brangien.

—Unos centímetros más. Ya, esto debería bastar.

Ginebra desenrolló el hilo y lo ató formando un complejo nudo de bucles. No era diferente de los nudos que había atado por el exterior del castillo. Nada que se alimentara con magia podría traspasar esas barreras. Su idea era que, al hundir el nudo de hierro en el suelo, infectara al resto de esa tierra convirtiéndola en un lugar inhóspito para la magia.

Esa era su esperanza. No lo había probado nunca antes. Sacando su daga de hierro, con una nota increíblemente baja lastimándole los oídos y tensando la mandíbula, como siempre que la tocaba, se cortó el labio inferior.

Lancelot dejó escapar un siseo de ira:

—¡Déjame hacerlo a mí!

—Tiene que ser mi sangre.

Ginebra presionó los elaborados anillos del nudo de hierro contra su labio; susurró sus intenciones y las ató al hierro a través del hierro de su sangre. A continuación, hundió el nudo en la tierra y se inclinó sobre él; entonces, dejó que la sangre del labio goteara sobre el agujero, regando la semilla de su antimagia y esperando que se extendiera.

Brangien le tendió un pañuelo y Ginebra lo tomó, se lo colocó sobre el labio y se puso de pie. Podía sentir la tierra bajo sus uñas, pero no era capaz de sentir la magia que había realizado. El hierro se apoderaba de todo y no daba nada a cambio. Era un final. Veneno para toda la magia natural y el caos del reino de las hadas, y veneno para la Reina Oscura.

Los árboles se estremecieron. Se oyeron un crujido y un gemido, como si un horrible viento atravesara el bosque y amenazara con arrancarlos de raíz. Pero no había viento. Sus ramas se tensaron, arañando el cielo, y luego se detuvieron.

—¿Se ha acabado? ¿Hemos ganado? —inquirió Brangien mirando los árboles con recelo. Ya no avanzaban, pero seguían allí.

Ginebra se frotó el labio mientras fruncía el ceño.

—Hemos ganado tiempo para considerar el problema.

—En ese caso, ¿podemos alejarnos más, por favor? —Brangien se estremeció y les dio la espalda a los árboles para dirigirse hacia los caballos. Ginebra no la siguió.

—¿Qué estás pensando? —preguntó Lancelot.

—Estoy pensando en cuánta tierra habríamos perdido si no hubiéramos visto esto. Y me preguntaba cuánta tierra hemos perdido ya. No estoy familiarizada con esta zona. Por lo que sabemos, ayer había campos ondulados hasta donde alcanzaba la vista.

—Estoy pensando que también debería llevar un hacha a nuestras expediciones, no solo una espada.

Ginebra rio, y se le volvió a abrir el corte del labio. Presionó de nuevo con el pañuelo.

—Me pregunto hasta dónde se extenderá el nudo. Lo he conectado a la tierra, pero ¿cuál es su alcance? —Levantó la mirada hacia la línea que formaban los árboles—. Deberíamos explorar.

—No vamos a volver ahí dentro.

—Exploraremos el perímetro, no el bosque en sí.

Aunque Ginebra tenía que admitir que también quería hacer eso. Con la daga de hierro en la mano, acechando a la reina que amenazaba a su rey. Acechando a la reina que les había quitado a Mordred y que se lo quitaría todo si pudiera.

Ginebra comenzó a inspeccionar la linde del bosque. En su morral llevaba varias piedras blancas lisas (no era un morral ligero, precisamente) y las dejaba caer cada pocos metros para asegurarse de que los árboles no avanzaran. Pero antes de llegar demasiado lejos, oyeron el atronador ruido de unos cascos acercándose. Ginebra se volvió y entrecerró los ojos para protegerse del sol.

Sir Tristán había encontrado a Arturo. Galopaba hacia ellas, flanqueado por cinco caballeros y, al menos, veinte soldados. Ginebra dejó caer apresuradamente la piedra que sostenía y usó el pañuelo para limpiarse la tierra de las manos.

Arturo acortó la distancia que los separaba galopando a toda velocidad y saltando de su caballo casi antes de que dejara de moverse.

—¿Estás a salvo?

Ginebra asintió.

—He detenido el avance. Los árboles están quietos, pero todavía no he descubierto cómo acabar con ello.

Arturo apretó la empuñadura de Excalibur, moviendo los dedos en protesta por no tener permitido sacarla.

—Yo puedo ocuparme de ello, pero no contigo aquí.

Ginebra había visto a Excalibur drenando la vida de un árbol poseído por la magia. De un modo que no era capaz de explicar, la entristecía casi tanto como recordar al caballo que había sido devorado. Y Arturo tenía razón: no podía quedarse en cuanto él empezara a empuñar la espada.

—Puedo ayudar, iremos en direcciones opuestas.

—No puedo permitir que vagues sola por un bosque infectado por la Reina Oscura. Sabemos que está interesada en ti.

—Puedo defenderme.

Lancelot se removió, incómoda. Ginebra le lanzó una mirada, pero Lancelot no la miró a los ojos. Tenía la barbilla levantada y el cuerpo rígido, y prestaba atención a su rey mientras hablaba.

—Sé que puedes. —Arturo puso un dedo sobre el labio cortado de Ginebra, preocupado—. Pero, en este caso, no es necesario. Tú has encontrado la amenaza y nos has advertido. Ahora ya estoy yo aquí.

—¿Cómo vas a acabar con ella?

Le llevaría semanas cortar los árboles que habían avanzado y no le gustaba la idea de Arturo internándose en el bosque en busca de la Reina Oscura. Con Excalibur o sin ella, sería vulnerable y ella no estaría a su lado.

—¿Cómo vas a encontrarla si está aquí? —insistió Ginebra.

—Fácil. Quemaremos el bosque.

—¿Quemarlo? —Ginebra se volvió hacia los árboles—. ¡Pero eso arruinaría todo el bosque! Estos árboles no pidieron ser poseídos por la magia oscura.

Arturo la miró, desconcertado.

—Son árboles, no piden nada.

—Tiene que haber otra solución. Quemarlo todo me parece excesivo. ¿No podemos simplemente encontrar a la Reina Oscura o a la fuente de su infección y deshacernos de ella?

—Sería como cortar los brotes de una mala hierba. Las raíces siguen aquí y la mala hierba vuelve a salir en el mismo sitio o en uno nuevo, inesperado. Tenemos que eliminarlo todo. Estará o no aquí, pero su magia no puede permanecer en los árboles quemados.

—Puedo entrar. Puedo rastrear las líneas de la magia, encontrar…

Desde las profundidades de los árboles, un aullido solitario atravesó el aire. Ginebra lo sintió en la piel y no pudo evitar estremecerse. Se había enfrentado anteriormente a lobos en el bosque. Casi acaban con ella y casi matan también a Sir Tristán. Tenía miedo y odiaba el miedo más que cualquier otra cosa que la Reina Oscura hubiera hecho ese día.

Arturo y Lancelot compartieron una mirada en un acuerdo tácito. El miedo de Ginebra se transformó en una inquietante preocupación por lo que haría si Arturo le ordenaba marcharse. Si Lancelot seguía sus órdenes y la obligaba a hacerlo.

No quería que Arturo la obligara a irse y no sabía lo que haría Lancelot si se encontraba entre su reina y su rey. Y tampoco quería averiguarlo.

—Muy bien, estaré cerca por si me necesitas.

Ginebra caminó fatigosamente hacia donde esperaba Brangien con los caballos, a una distancia segura.

No quería estar a salvo. Quería ser útil. Y odiaba que lo mejor que podía hacer para derrotar a esa amenaza fuera apartarse del camino de Excalibur.