CAPÍTULO 1

La habitación de Ginebra estaba a oscuras, la noche era un manto que la cubría más que el dosel de la cama que nunca cerraba. El sueño permanecía como el humo, tan real que esperaba encontrar a su alrededor las rocas recién esculpidas y llenas de agua.
Puso una mano temblorosa en la pared que había tras ella, con los dedos encogidos por temor a encontrar allí las tallas, reconocibles y acabadas de formar. Pero solo había indicios de recuerdos bajo sus dedos. El castillo estaba tal y como había estado cuando llegó: viejo y desgastado por el inescrutable paso del tiempo.
Sin embargo, no podía huir de la sensación de caída, del aire corriendo a su alrededor, sabiendo lo que la esperaría abajo. Salió de la cama y se puso un batín. Brangien se removió suavemente en un rincón, perdida en sus propios sueños con su amada Isolda. Al escucharla, Ginebra cayó en la cuenta de la horrible verdad.
No debería ser capaz de soñar.
Llevaba semanas usando la magia de los nudos para darle todos sus sueños a Brangien. Desde su secuestro a manos de Maleagant, desde que Merlín la había expulsado del sueño que los conectaba, desde que Mordred la había engañado para que le diera forma física de nuevo a la Reina Oscura, desde que había decidido volver a Camelot en lugar de marcharse (no, marcharse, no; huir) con Mordred, no tenía deseo alguno de soñar. Lo que significaba que el sueño que acababa de tener… no era suyo.
Mientras salía a toda prisa por el pasadizo secreto de la montaña que conectaba su habitación con la de Arturo, se envolvió con los brazos, evitando volver a tocar la piedra. Desconfiaba de ella. Estaba lo bastante despierta para comprobar que todos los nudos a los que estaba conectada seguían en su sitio. El nudo de la puerta de la entrada al túnel secreto que conducía a Camelot, que solo ella, Arturo y Mordred conocían. El nudo de su propia puerta, los de sus ventanas, y todos los modos que tenía la reina de las hadas (o su nieto Mordred) de llegar hasta Ginebra.
Nada.
Todo estaba tal y como lo había dejado, todas las protecciones en su lugar. Y eso la aterrorizaba todavía más.
Abrió la puerta de la habitación de Arturo y apartó el tapiz. Esperaba verlo sentado ante su mesa, escribiendo o leyendo cartas con su vela convertida ya casi en un charco de cera y una mecha parpadeante. Así lo encontraba la mayoría de las noches. Pero su habitación estaba a oscuras.
—¿Arturo? —murmuró moviéndose hacia su cama.
Hubo un susurro de mantas y luego movimientos rápidos y el silbido revelador de una espada siendo desenvainada, junto con el desconcertante mareo y el terror abrumador que Ginebra sentía cada vez que estaba cerca de Excalibur.
—¡Guárdala! —jadeó.
—¿Ginebra?
No podía oírlo sobre el martilleo de sus oídos, pero fue capaz de sentir el instante en el que Excalibur había vuelto a su funda. Tropezó con la cama y se dio la vuelta para sentarse. El temblor se estaba apoderando de ella, unos escalofríos tan violentos que ninguna fuente de calor podría calmar.
—Lo siento. —Arturo la acercó a él y colocó las mantas sobre ambos, abrazándola como si pudiera evitar que temblara solo con su fuerza—. Estaba dormido. Es mi reacción natural estos días, desde que…
No terminó. No era necesario para ninguno de los dos. Ambos habían visto emerger a la Reina Oscura, una estremecedora pesadilla hecha realidad con la carne de mil escarabajos, raíces retorcidas y la sangre de la propia Ginebra. No le extrañaba que la reacción de Arturo al despertarse sobresaltado fuera aferrarse a la única defensa que tenía contra aquella abominación.
—¿Qué querías? —Arturo le apartó el pelo de la almohada para acercarse a ella tanto como fuera posible.
—He tenido un sueño —susurró en la oscuridad. Ahora que él la estaba sujetando, sentía el sueño como algo lejano y menos importante.
—¿Un mal sueño?
—No debería soñar nada. Los anudé. —No le había hablado de lo que estaba haciendo por Brangien ni de por qué. Era cosa de Brangien guardar o revelar el secreto, no de Ginebra. Y con la magia prohibida en Camelot, no arriesgaría la seguridad de su amiga.
Arturo murmuró, pensativo. Estaban tan cerca que Ginebra podía notar las vibraciones de su pecho.
—¿Es posible que se haya deshecho el nudo? ¿O que no hicieras bien la magia?
—Tal vez.
Ginebra deseó estar de acuerdo con él. Si ese fuera el caso, sería más fácil, más seguro y más simple. Pero no creía que lo fuera. Había algo visceral en el sueño. Había sido un sueño con un propósito, un sueño con intención. Y no había sido su propio sueño, de eso estaba segura. Pero… ¿podía estarlo de verdad? Su mente había sido manipulada con agujeros creados y llenados por Merlín, lo quisiera o no. ¿Cómo podía entonces estar segura de lo que soñaría o no su mente?
—¿Alguna vez sientes que no te conoces a ti mismo? —musitó.
Arturo permaneció callado. Finalmente, respondió con voz amable:
—No. Aunque hay partes de mí que desearía no tener que conocer. ¿Por qué? ¿Acaso tú te sientes así?
—A todas horas.
Arturo se acomodó, la rodeó con el brazo y dejó la mano junto a su cabeza para acariciarle el pelo. El instinto de lucha había abandonado su cuerpo y notaba que estaba regresando al sueño. Arturo estaba listo en todo momento para enfrentarse a cualquier tipo de amenaza, pero también se le daba muy bien aceptar que la amenaza no estaba allí y relajar lo que hubiera tensado para atacar. Ella envidiaba esa habilidad. Estaba en tensión constante por tener su magia anudada por todas las estancias y por la ciudad y, aunque no hubiera sido así, se encontraba constantemente reflexionando sobre los nudos figurativos de su vida y sus elecciones, buscando debilidades o cosas que podría haber hecho mejor.
—Puedo ayudarte con ese problema —dijo Arturo—. Te conozco muy bien. Eres amable. Eres inteligente. Tienes mucho más sentido del humor del que podría tener cualquier princesa.
—Pero no soy ninguna princesa.
—No, eres una reina. —Ginebra podía oír su sonrisa. El brazo que tenía alrededor de ella era reconfortante, su temblor casi había pasado—. Eres fuerte. Eres valiente. Eres bastante bajita.
Ginebra se rio y le dio un golpe en el costado.
—Eso no es un rasgo de carácter.
—¿No? Mmm. —Ginebra sentía que Arturo se alejaba, volviendo al sueño—. Eres Ginebra —murmuró, y justo después su respiración se volvió suave y estable.
Ella anheló ferozmente que algo de eso fuera cierto.