El castillo exhala un suspiro; luego inhala, arrastrándola. Pasa los dedos por las tallas, con un nítido relieve, líneas perfectas que cuentan historias de luz y oscuridad, de lucha y de amor, de crecimiento y muerte, todo aquello que hace del mundo lo que es. Belleza y terror, y la maravilla que los envuelve a ambos.

Se deja llevar por su aliento de piedra, a través de pasillos y habitaciones, y luego sale hacia las calles, recorriéndolas como afluentes de un río hasta donde el lago espera, frío, antiguo y eterno. El agua siempre encuentra un camino de regreso a sí misma. Se vuelve hacia el castillo y descubre que las calles están inundadas, arroyos interminables que esculpen Camelot. La corriente se precipita contra ella cuando la arrastra de nuevo hacia el castillo, pero no a su interior. Fluye por el exterior, por una de las escaleras de caracol que no está gastada por el tiempo, sino fresca y nueva. Pasando por los pilares de una hornacina oculta, se encuentra sobre una escarpada caída a la oscuridad. Puede escucharla, muy por debajo de ella, esperándola.

El agua.

El lago.

La Dama.

El castillo exhala una vez más, empujándola hacia el borde, y ella cae.