Silver golpeó el cristal con su bastón. Rebotó con el mismo crujido que habían oído antes, dejando el vidrio intacto. Por suerte, el deseo de Irene y de Kai de recopilar una enorme cantidad de libros significaba que ese apartamento podía albergar una sala al estilo de la Biblioteca. Y eso era un anatema para los feéricos. Aunque tenía que esforzarse regularmente por mantenerla, en momentos como ese valía la pena.
—¡Por supuesto que no! —Irene pasó por delante de Kai—. Lord Silver, ¿cómo se atreve a comportarse así?
Silver se agarró al arco de la ventana con una mano y señaló a Irene con la punta de su bastón. Llevaba un traje de día perfecto, una capa y un sombrero de copa inclinado que lograba permanecer en su cabeza a pesar de la posición en la que se encontraba y de la brisa matutina.
—¿Vais a decirme que no sabéis nada al respecto?
Irene repasó su conciencia. Estaba relativamente limpia. Al menos, no encontró ningún crimen en particular con respecto a Silver.
—¿Nada sobre qué? —preguntó—. ¿Y por qué diablos está en el alféizar de la ventana gritándonos a través del cristal?
—Porque no me ibais a abrir la puerta, evidentemente —respondió Silver en un tono que sugería que era demasiado obvio para que valiera la pena mencionarlo—. He venido hasta aquí para hacer una simple consulta privada y me he encontrado con que vuestro alojamiento tiene barreras para mí. ¿Es culpa mía que haya elegido acercarme discretamente en lugar de por la puerta principal?
Irene supuso que la ventana trasera de la primera planta era más discreta que la puerta principal. Pero tampoco mucho.
—¿Y de qué quiere hablar con nosotros?
—Ah, supongo que no vais a invitarme a pasar.
—No —dijo Irene dándole un pisotón a Kai antes de que este pudiera soltar algo más enfático pero igualmente negativo. El reloj seguía avanzando. No tenía tiempo para dramas de feéricos. Pero si Silver pudiera responder a algunas preguntas de los eventos de la noche anterior, sería muy estúpido no preguntarle en ese mismo momento—. ¿Qué me dice de un territorio neutral, lord Silver? Hay una cafetería al final de la calle. Nos vemos allí en cinco minutos.
Silver se encogió de hombros con indiferencia.
—Me atrevo a decir que servirá. ¿Cómo se llama ese sitio, ratoncito?
—Coram’s —contestó Irene ignorando la pulla de Silver. Había dejado atrás el tiempo en el que podía irritarla con sus provocaciones. Si pensaba que eso iba a hacer que se desequilibrara, estaba perdiendo el tiempo—. Cerca del orfanato. Nos reuniremos con usted allí.
Silver hizo un gesto de asentimiento, saltó desde el alféizar de la ventana y aterrizó elegantemente en la acera de abajo. Un lacayo que lo estaba esperando se adelantó para tomarle el bastón.
—Solo para asegurarme —empezó Irene—, Kai, ¿has estado haciendo algo que yo debería saber? —No creía que hubiera hecho nada, pero probablemente sería buena idea comprobarlo primero antes de que les echaran las culpas.
—Desgraciadamente, no. —Kai tomó su abrigó y se lo echó sobre los hombros—. ¿Crees que tendrá algo que ver con lo de anoche?
—Me parece probable, dado que ha venido justo hoy —agregó Irene—. Vamos a descubrirlo.
Siempre había problemas al tratar con feéricos. A pesar de su apariencia humana, eran entidades destructoras de almas más allá del espacio y del tiempo e introducían el caos en los mundos alternativos. Uno de los métodos que utilizaban consistía en subvertir la vida y las narrativas habituales de las personas atrayéndolas hacia patrones interminables de historias. Esto debilitaba la realidad y el orden natural hasta que la población nativa no sabía distinguir qué era verdad y qué era ficción. En ese punto, el mundo se ahogaba en un mar de caos. Y, de un modo más práctico, a menudo intentaban interpretar el papel de héroes o villanos en su narrativa personal, insistían en que tenías que ser un personaje de su historia y se negaban a tratar contigo de otro modo.
La cafetería era un antro de esnobs y no era una de las preferidas de Irene, lo que hacía que fuera perfecta para una posible confrontación que podía resultar en que le prohibieran permanentemente la entrada y no volver a atravesar nunca su puerta.
Fuera se acababa de detener un taxi con el escudo de Liechtenstein. El motor giraba y emitía aleatorias llamaradas de éter. El conductor estaba sentado en su sitio, todavía perfectamente sereno a pesar del calor y de la niebla tóxica, pero Irene vio que sus ojos los seguían a ella y a Kai mientras se acercaban al café.
—Podría haber sido peor —comentó Irene—. Silver podría haber llegado en una aeronave privada.
Kai asintió.
—Vale me dijo que acaban de sacar un modelo nuevo. Son todavía más pequeñas que los modelos individuales que utilizan en los museos.
—¿Quién las ha sacado? ¿Liechtenstein?
Kai asintió.
—Me dijo que todo el mundo se peleaba por ellas y que los niveles de espionaje de esta nueva tecnología se habían disparado.
—¿Como las aeronaves? —Irene suspiró cuando vio que no le había hecho gracia—. Recuerda —murmuró—. Cortés. Evasivo. No le des excusas para ponerse dramático.
—Por supuesto —dijo Kai. Se enderezó cuan alto era, se colocó detrás del hombro de Irene y dejó que ella abriera el camino.
Todas las damas de placer se habían reunido en un rincón y sostenían sus tazas de café por debajo de la nariz, susurrando entre ellas medio aterrorizadas y medio fascinadas. Indudablemente su atención estaba fijada en Silver, que se había sentado en una mesa al otro lado de la sala. No era de extrañar, dada la reputación de Silver como uno de los mayores libertinos de Londres. Detrás de él había un sirviente delgado con el rostro pálido y vestido de gris sosteniéndole el bastón.
El propio Silver tenía un aspecto casual y desenfadado, con la corbata anudada a la garganta, el pelo plateado suelto y la piel con un bronceado dorado que contrastaba con el cuello y los puños blancos.
—Ah —dijo al notar la presencia de Irene—. Por favor, sentaos conmigo.
Otro estallido de susurros de las mujeres que había al otro lado de la cafetería siguió a sus palabras.
Se sentaron mientras Kai y Silver intercambiaban miradas cautelosas.
—¿Un café? —sugirió Silver—. Permitidme recomendaros una tacita de mezcla de Bourbon.
Kai parecía dispuesto a negarse enseguida por principios, hasta que le echó un vistazo al menú.
—Por supuesto —aceptó con una leve sonrisa.
Irene miró la carta. Era la marca de café más cara de la lista.
—A mi cuenta, por supuesto —añadió Silver.
—Por favor, lord Silver —empezó Irene antes de que Kai pudiera decir algo poco diplomático—. No quisiéramos tener una obligación con usted. —Esas cosas eran importantes para los feéricos.
—No podéis culparme por intentarlo —replicó él encogiéndose de hombros—. Aunque os doy mi palabra de que no contraeréis ninguna obligación por el café. Aun así, creo que esta reunión será útil.
—¿Útil? —espetó Kai—. Ni siquiera nos ha dicho todavía de qué va todo esto.
—Tampoco puedo hacerlo. —Silver se inclinó hacia adelante, su actitud melodramática pareció cambiar y alejarse de él, dejándole un semblante bastante serio—. Si alguien pregunta, podéis decirles que se trata de algo relacionado con Vale. No tengo ninguna objeción con que vinculéis su nombre con el mío. Pero estoy aquí para hablar de vuestro futuro bienestar.
—¿Es una amenaza? —se burló Kai.
—Oh, no es nada de eso —suspiró Silver—. Tenía que llamar vuestra atención de algún modo. No es que haya intentado irrumpir realmente en vuestra casa.
Irene frunció el ceño.
—Lord Silver, si esto no es una amenaza, ¿qué es entonces? ¿Está aquí para advertirnos sobre algo?
Silver miró por encima del hombro.
—Johnson, ve a traer el café. —Se volvió hacia Irene—. No, no, por supuesto que no, solo estamos manteniendo una agradable conversación. Porque si estuviera aquí para advertiros sobre algo, estaría rompiendo un juramento que hice sobre no advertiros acerca de nada. Confío en que esto haya quedado perfectamente claro para todos.
Irene y Kai intercambiaron miradas.
—Por supuesto —dijo Irene suavemente—. Solo estamos tomando un café juntos.
Le habían contado que los feéricos estaban obligados a cumplir sus juramentos, pero nunca había estado en una posición en la que realmente eso se pusiera a prueba. Si Silver estaba siendo sincero, tenían más de qué preocuparse de lo que pensaban.
—Exactamente. —Silver pareció aliviado—. Y, por favor, no te creas que esta pequeña cita para tomar café se debe a que yo tenga cierto afecto por ti, ratoncito. Echaste a perder mi baile hace unos meses, me arrebataste un libro de las manos y se te olvidó mencionarme que eras representante de tu Biblioteca. Cualquier guía de etiqueta te restaría esos tres puntos.
Irene arqueó las cejas.
—Creo recordar que usted me invitó al baile y, en cualquier caso, la propiedad del libro no estaba clara.
—Me parece que el término exacto es «el que lo encuentra se lo queda» —replicó Kai de forma engreída.
Silver lo miró de reojo. La luz le daba en los ojos lavanda y los hacía resaltar.
—Una persona como tú debería andarse con más cuidado. Este no es el ámbito más hospitalario para los de tu clase.
Irene levantó una mano antes de que Kai pudiera responder.
—Creía que no nos permitíamos amenazas —espetó con frialdad.
Silver la miró fijamente mientras su sirviente colocaba las tazas de café sobre la mesa.
—Es extremadamente difícil sugerir que podáis correr un peligro extremo sin llegar al punto de «advertiros» —dijo finalmente—. Tan solo me estoy tomando un café con vosotros y sugiriendo que ambos debéis andaros con mucho cuidado. ¿Por qué no os tomáis unas vacaciones en esa Biblioteca vuestra?
Retirarse a la Biblioteca era una respuesta sensata frente al peligro manifiesto. Por supuesto, todo eso dependía de que realmente pudieran confiar en Silver, lo cual no estaba nada seguro.
—Lord Silver —empezó Irene mientras levantaba la taza—, usted es embajador de Liechtenstein y, por lo que tengo entendido, eso hace que sea uno de los más poderosos de su clase en Londres. Probablemente, de toda Inglaterra. —Eso no era del todo cierto. Había oído historias de otras criaturas en la naturaleza salvaje de las Islas Británicas: Cacerías Salvajes, Tribunales de Hadas y ese tipo de cosas, pero le pareció un buen momento para ofrecerle halagos—. Pero en el pasado hemos estado en bandos opuestos. ¿Ahora de repente somos aliados y no me he enterado?
—Ser mi aliado podría tener sus ventajas. —Silver mostró los dientes en una sonrisa fugaz. Eran perfectamente blancos con una sugerencia de lo afilados que estaban. Irene se sorprendió a sí misma preguntándose cómo sería sentirlos en su muñeca, en el dorso de la mano, en un lado del cuello… Sería agradable, por supuesto, sabía por sus ojos y su sonrisa que sería amable con ella, pero al mismo tiempo sería magistral, ejercería el control y sus habilidades con gran elegancia y…
Estaba tratando de lanzarle un glamour. El glamour era una de las herramientas más convenientes de los feéricos, una mezcla de ilusión y deseo que, de algún modo, iba más allá de todas las defensas conscientes como el mejor tipo de locura. Sintió un ardor en los hombros cuando la marca de la Biblioteca que tenía sobre la piel se encendió en respuesta y se enderezó en su asiento con un ligero resoplido. Esperaba no haberse quedado mirándolo boquiabierta como una idiota.
—Tienes una piel muy bonita, ratoncito —dijo Silver agrandando su sonrisa.
Irene le dirigió su mirada más fría, rememorando a ciertos profesores particularmente estrictos que había tenido en la escuela.
—Le repito mi pregunta: si todo esto es cierto, ¿por qué iba a querer ayudarnos?
Silver movió la mano hacia delante y hacia atrás.
—Supongamos que puede que no os esté ayudando, sino que estoy obstaculizando a alguien más.
Irene miró a Kai por el rabillo del ojo. Él asintió levemente mostrando su acuerdo. Irene se dirigió de nuevo a Silver.
—De quien no puede hablarnos, por supuesto.
—Exactamente —confirmó Silver. Tomó un sorbo de su café.
Tenía que haber algún modo de que Irene pudiera explotar esa situación. Pero no se podía confiar en los feéricos. Estaba prácticamente escrito en su contrato social implícito. Debilitaban cualquier mundo en el que se congregaran aumentando su tendencia hacia el caos y ella estaba de acuerdo con Kai en que deberían detenerlos siempre que fuera posible.
—Usted también tiene una piel muy bonita, señor —dijo con toda la suavidad que pudo. En realidad, sí que tenía una piel perfecta, con la cantidad justa de bronceado dorado idealizado que venía con un brillo interior y una sensación de calidez que invitaba a acercarse y a tocarla. Joder, estaba intentando lanzarle un glamour de nuevo. Decidió pasar al ataque—. Y dígame, ¿le suena de algo el nombre de Vlad Petrov?
—¿Vlad Petrov? —Silver parecía perplejo. Se inclinó hacia atrás para murmurarle algo a su sirviente.
Kai decidió aprovecharlo para susurrarle a Irene al oído:
—¿Ese no era el taxista de anoche?
Irene asintió como respuesta mientras Silver volvía a inclinarse hacia adelante.
—Bueno —dijo perezosamente—, no tengo ni idea de por qué debería recordar a todos los conductores del personal de mi embajada. No entiendo por qué esperáis que sepa que lo asignaron como chófer de lady Guantes mientras ella se aloje aquí, aunque la dama haya estado monopolizando la red de informantes de la embajada. Dios sabe lo que habrá estado haciendo con ellos. Los invitados pueden ser muy incómodos y difíciles de rechazar. Sinceramente, si este es un ejemplo de tus nimias preocupaciones, me aburre hasta llorar. —Sin embargo, hubo un brillo en sus ojos que le sugirió que iba por el buen camino.
Lady Guantes. Y la mujer que contrató a esos matones era una dama… Aunque eso apenas era suficiente para continuar. Algo se removió en la mente de Irene. Guantes. La mujer llevaba un alfiler en la bufanda con un par de manos… ¿o un par de guantes? Si se podía confiar en Silver, ahora Irene tenía un nombre que investigar. La frustración le carcomía las entrañas. Necesitaba más información sobre esa lady Guantes.
—Y ahora, volviendo al tema —intervino Silver—, ¿qué pretendéis hacer?
—Hacer más preguntas —respondió Irene rápidamente—. Lo que significa que tenemos que seguir nuestro camino. Lo dejo con su café, lord Silver. Como no nos ha advertido de nada, no tenemos nada que agradecerle.
Silver asintió.
—Mientras tanto, tal vez podéis considerar que esto es una invitación abierta a mi embajada. —Metió la mano en el bolsillo de su abrigo, sacó una tarjeta y se la pasó a Irene por encima de la mesa. La cartulina se deslizó por las brillantes incrustaciones de la mesa, giró y se detuvo justo delante de ella.
Era una pesada tarjeta de color crema con un discreto brillo en cada letra impresa. Por un lado, detallaba una lista completa de todos los títulos de Silver en una fuente diminuta para que cupieran todos. Del otro lado no había nada, excepto por un garabato: Sean admitidos en mi presencia de inmediato — S.
—¿Cree que la necesitaremos? —preguntó Kai leyendo por encima del hombro de Irene.
—Hago planes para lo peor —comentó Silver—. De ese modo, al menos estoy vestido para la ocasión. —Se puso de pie formando un remolino con la capa—. ¡Johnson! No debemos hacer esperar a lord Guantes. ¡La cuenta!
—Ya está pagada, señor —murmuró Johnson.
Silver se inclinó ante Kai. Se inclinó ante Irene. Estuvo a punto de agarrarle la muñeca a Irene para besarle la mano, pero ella logró dar un paso atrás mientras se guardaba la tarjeta de visita en el bolso.
—¿Qué opinas de todo esto? —le preguntó Kai mientras Silver se alejaba.
—Que nos ha dejado para que le demos la propina al camarero —dijo Irene—. Qué típico.
—No, no. Aparte de eso. ¿Va a hablar con lord Guantes?
—No sabemos lo suficiente —contestó Irene frunciendo el ceño—. Y, en cualquier caso, se nos ha hecho tarde. Esperemos que no fuera ese su objetivo en primer lugar. Kai, voy a llevar el libro de Stoker a la Biblioteca y a investigar un poco sobre lady Guantes. O lord Guantes. Si son una amenaza notable para los Bibliotecarios, es posible que estén registrados. Quiero que pongas al día a Vale, que le hagas preguntas y le pidas consejo. Te veré en su casa. No debería tardar mucho. —Y en ese momento ya sabría si retirarse a la Biblioteca o irse de vacaciones a otro continente sería la mejor opción.
—Irene… —Kai extendió la mano para tocarle la muñeca—. Ten cuidado.
Ella consiguió esbozar una sonrisa irónica.
—Sí, por supuesto. Tú también. Aunque no estemos vestidos para la ocasión.