Mi madre llegó a mi altura y recorrió con la mirada la fiesta, como si tuviese rayos láser.
—¿Te dije o no te dije que Mundi no podía venir? —preguntó.
Me concentré en no mirar hacia la pista de baile para no apuntar hacia mi mejor amiga.
—No sé en qué estabas pensando, Alma Florencia Ifigenia, pero ha sido una de tus peores ideas.
Mi madre casi nunca gritaba y eso daba más miedo aún.
Su voz era como un susurro afilado.
Claudia Piperita-Crosse de Bulgaria, la reina de España, mi madre, no quería llamar la atención.
Aunque eso no significaba que no tuviésemos público.
Mi hermano Máximo la acompañaba con una sonrisa satisfecha en el rostro.
Seguro que estaba relamiéndose.
Le encantaba que me regañasen.
Así él quedaba como el hijo perfecto, como el príncipe perfecto. El orgullo de la corona.
A su lado estaba mi padre.
Francisco I de España miraba la escena con gesto complacido, como si quisiese decirles a todos los invitados: «Todo fenomenal, así son las familias, somos una familia feliz y bien avenida».
Y bueno, lo éramos, éramos una familia bastante feliz.
Pero claro, también teníamos nuestras cosas.
—Es que le hacía mucha ilusión y yo… —intenté.
—Ni es que ni es ca—me interrumpió mi madre, dando un zapatazo.
Dos cabezas se volvieron y ella sonrió, agradable, fingiendo que no había pasado nada.
—Querida, quizá podríamos hablar en otro momento —propuso mi padre.
Eso era mala señal, cuando la llamaba «querida» significaba que el tema era serio.
¿Qué harían con mi amiga?
¿La devolverían a España en el próximo vuelo?
¿Me castigarían convirtiendo los diez días de luz de las celebraciones en diez días de oscuridad?
Tenía que inventarme algo y rápido.
—¿Cuándo vas a aprender a comportarte como una princesa? —preguntó mi madre enfadadísima dando un paso hacia mí.
—Ya está arreglado —improvisé.
Mi cabeza pensaba a toda velocidad.
Comencé a inventar sobre la marcha.
—La pobre Mundi solo quería ver el palacio y el desierto —dije de carrerilla—. Estaba tan arrepentida, que nada más llegar pidió que los servicios de seguridad la llevaran al aeropuerto. Ahora mismo debe de estar volando a España.
Mi madre se quedó de piedra.
Mi padre me clavó sus ojos profundos con mucha intensidad.
Mi hermano hizo una mueca como diciendo que no se creía nada.
Y yo me puse a contar en mi cabeza.
Una cuenta atrás que anunciaba el inicio de mi castigo: 10, 9, 8, 7…
—¡Ay, Dios mío, Enrique! —se desarmó al fin mi padre—. Tengo que llamar ahora mismo a Enrique para decirle que su niña está volando sola a España…
—No te preocupes, papá, ya lo hemos llamado nosotras —aseguré—. Se lo hemos contado todo. Nos ha castigado a las dos. Estaba muy enfadado, pero contento de que Mundi volviera a casa.
—No te puede castigar un jardinero —se burló Max—, eres la heredera.
—Bueno, en realidad solo ha castigado a Mundi —aclaré—. En mi caso ha dicho que ya me castigaríais vosotros.
—Absolutamente —dijo mi madre.
—Lo siento —murmuré.
—Alma, es que lo haces todo sin pensar… —volvió a encenderse ella—. La pobre Mundi recorriéndose medio mundo sola por tu culpa. ¡Me muero de la vergüenza! No sé cuán-do sentarás la cabeza y te comportarás como una verdadera princesa.
¿Nunca?
Yo no había elegido ser princesa.
No quería serlo.
Y no pensaba portarme como se esperaba de mí.
—Una más —me advirtió mi madre—, solo una más, y te quedarás encerrada en casa hasta que seas mayor sin poder asistir a ninguna fiesta.
Ojalá.
A mí los enlaces y compromisos reales me daban alergia.
—Vamos, Claudia, ya sabes cómo son las niñas… —intercedió mi padre.
—¿Y el accidente de la central nuclear? —pregunté de sopetón, para cambiar de tema.
—Parece que está controlado —dijo mi padre—, no hay de qué preocuparse por ahora.
—Los reyes de Suecia —susurró Max, haciéndonos gestos.
Efectivamente, los padres de Britt se acercaban.
No soportaba aquellos saludos ceremoniosos, eternos y vacíos.
Era mi momento de escapar.
En cuanto mi madre y mi hermano se giraron, aproveché para perderme entre los invitados.
Corrí entre las bandejas de dátiles hasta la pista de baile. Saqué de allí a mi amiga y la llevé a una de las innumerables terrazas que daban al jardín.
—Ya has vuelto a España —dije.
Mundi me miró con los ojos muy abiertos
—¿Les has contado una trola tremenda a tus padres?
Asentí.
No estaba orgullosa de soltar una mentira, pero me sentía muy bien cuando estaba cerca de Mundi. Y tenía el presentimiento de que juntas podríamos hacer frente a cualquier problema que surgiera.
Además, me parecía injusto que ella no pudiera disfrutar de estas celebraciones solo por el hecho de que su padre fuera jardinero.
—Pues nada, seré la princesa de Uvalu mientras me dejen —celebró—. Hay mucho serenísimo por aquí y soy la reina de la pista.
Me reí con ella.
Mi mejor amiga siempre sabía ver el lado bueno de las cosas.
La noche estaba saliendo mejor de lo que imaginaba.
Sí, mis padres me iban a castigar, pero Mundi seguía allí.
Y aunque Britt había sido un poco maleducada como siempre, los demás me habían recibido con alegría, hasta con cariño.
Parecía que realmente me consideraban una de ellos.
Me apoyé en la balaustrada del balcón.
La luna relucía sobre el inmenso desierto dándole un aire mágico.
La arena rodeaba la pequeña ciudad que crecía bajo el palacio.
Era increíble estar allí, vigilada por millones de estrellas, con mi mejor amiga.
En ese momento, mi móvil sonó con un mensaje.
—¿Tu madre? —preguntó Mundi, inquieta.
—Serán Las Princesas Rebeldes —aventuré, sacando el teléfono del bolsillo oculto en mi vestido.
Pero no.
Ni lo uno ni lo otro.
Era otra notificación de Alerta Planetaria.
Seguro que daban más información sobre la fuga de la central nuclear.
«ALARMA PLANETARIA NIVEL ROJO», leí.
Esas eran las más impactantes.
¿Habría empeorado tanto la situación en España?
Sin embargo, al desplegar la pestaña me quedé en shock:
«EL MAR MUERTO SE HA VUELTO DULCE».
—¿Qué? ¡Eso no puede ser! —exclamé.
Leí a toda velocidad:
«El extraordinario suceso ha sido registrado a las 20 horas del día de hoy. Un turista de nacionalidad inglesa alertó a los socorristas de las playas de Madaba: el agua no era salada. Tras las pertinentes comprobaciones, se ha visto que el mar Muerto ha quedado repentinamente desalinizado. Se ignoran los motivos. En estos momentos, los científicos toman muestras en diferentes puntos para analizar a fondo la composición de las aguas».
Mi mejor amiga me miró sin entender nada.
—¿Cómo puede un mar dejar de ser salado de la noche a la mañana? —me preguntó, parpadeando de la sorpresa.
—No tengo ni la más remota idea —afirmé yo.