Todo empezó cuando llegamos al palacio invisible de As-Dhram, llamado así porque parece un espejismo en medio del desierto.
Me quedé fascinada con sus torres coronadas por cúpulas doradas y azules, sus elegantes arcos ojivales y sus paredes blancas relucientes bajo la luz del sol.
Era inmenso, levantado como un gigante sobre la pequeña ciudad que crecía a su alrededor.
Qamra Hussein-Awad, la hermana mayor de Bella de Jordania, nos había invitado a su boda con el príncipe Saif bin Najima Al Shams, de Emiratos Árabes Unidos.
Por las nupcias reales se declararon en Jordania diez días de luz; es decir, diez días de festejos y eventos.
Todas las familias reales estábamos invitadas.
—¿Diez días de fiesta en Jordania? —A Mundi se le habían llenado los ojos de estrellas al escucharlo—. Tengo que ir.
Por supuesto que tenía que venir.
Yo iba a reencontrarme con Las Princesas Rebeldes.
Y necesitaba a Mundi a mi lado.
Era un viaje especial.
Después de todo lo que me había pasado en los últimos meses, Mundi era la única que podía entenderme.
Sin embargo, mi madre, la reina de España, se había negado.
Habíamos intentado ablandar a mi padre, el rey, con pucheros y suspiros tristes.
No había servido de nada.
—¿Qué pinta la hija del jardinero en una boda real? —había preguntado mi hermano Max, siempre más atento a las normas que a los sentimientos.
Mi hermano pequeño siempre me restriega que él sabe comportarse en los eventos importantes y yo todavía tengo mucho que aprender.
Max es un poco egoísta, listillo y entrometido.
Pero en el fondo, tiene buen corazón.
Lo que pasa es que cuando consigo llevarme bien con él, siempre vuelve a soltarme una de las suyas.
Como ahora con ese comentario absurdo.
¿Qué más daba si Mundi era la hija de Enrique, el jardinero?
¿Acaso por eso no podía ser mi invitada?
Tramé un plan sencillo e infalible.
Les contamos a los padres de Mundi que al final los reyes habían accedido y que ella se venía con nosotros a Jordania.
Preparamos su maleta a toda prisa, antes de que alguien descubriera qué tramábamos.
Cogimos prestados vestidos de fiesta olvidados en el armario de mi madre, imperdibles y unas tijeras.
Después hice creer a Nach, mi guardaespaldas, y a Dolores, mi ayudante de cámara, que Mundi subía al Invencible solo para despedirse y desearme suerte.
El Invencible era el avión más grande de la flota privada.
Mi hermano le había puesto el nombre.
En ese vuelo solo iría yo.
Y en el siguiente, vendría el resto de mi familia.
Por los protocolos de seguridad, el rey y la heredera nunca podíamos viajar juntos.
Era la oportunidad perfecta.
En cuanto se distrajeron con la piloto, hice un gesto a Mundi y se encerró en el baño.
Una de las cosas buenas de ser la princesa heredera es que los demás te siguen la corriente sin dudar de tu palabra.
—Podemos despegar —dije, sin dar más explicaciones.
Tampoco mentí; no mencioné que Mundi hubiera bajado del avión, aunque todos lo dieron por hecho.
El Invencible era enorme.
Tenía salas de reuniones.
Dormitorios.
Incluso un pequeño restaurante.
Si hubiera una invasión extraterrestre y tuviéramos que hacer una evacuación urgente, en ese avión cabríamos mil personas por lo menos.
Cuando estuvimos lo suficientemente lejos de España, Mundi salió del baño.
Dolores arqueó mucho las cejas, como de costumbre.
Nach me lanzó una mirada asesina.
—Un polizón a bordo es inaceptable —aseguró—. Tendré que informar de inmediato.
—No es un polizón, es Mundi —repliqué—. Espera a que lleguemos al destino por lo menos, te lo suplico.
—Nunca he visto Jordania, ni el desierto —dijo Mundi, poniendo cara de buena.
Nach negó con la cabeza y se alejó.
A pesar de su aspecto de tipo duro, era un buenazo.
Cuando por fin aterrizamos en el aeropuerto internacional de Ammán, el Invencible repostó, cambió de piloto y volvió a España para recoger al resto de mi familia.
Normalmente, mi padre viajaba antes que yo, pero ese día había tenido que asistir a una inauguración de una central nuclear, así que esta vez me mandaron a mí primero.
—Esto no les va a gustar a los reyes —dijo Dolores, señalando a Mundi—. Especialmente a su madre.
—No anticipemos, dejemos que ellos decidan —pedí.
No sé por qué dije eso; sabía perfectamente que mi madre mandaría a Mundi de regreso a casa. Supongo que al menos quería ganar algo de tiempo.
Un helicóptero nos trasladó hasta el palacio.
El trayecto fue impresionante.
Atravesamos el desierto al atardecer.
Los rayos de sol iluminaban de color naranja la arena infinita.
Entre las imponentes dunas, una gran superficie refulgió hasta cegarnos.
Era… el mar Muerto.
Por lo visto, tenía diez veces más de sal que cualquier otro mar.
Ya estaba deseando pegarme un chapuzón y comprobar si era verdad que flotabas en sus aguas.
Un minuto después, Dolores señaló por la ventanilla del helicóptero.
—El palacio invisible —anunció.
—No veo nada —dije.
—Fijaos bien —insistió Dolores.
Nach, Mundi, la propia Dolores y yo misma abrimos mucho los ojos.
Solo se divisaba arena y más arena.
Entonces, de pronto, entre las dunas del desierto, apareció el fastuoso palacio de As-Dhram.
Era espectacular.
Parecía construido en oro y plata.
Relucía como un espejo.
La extensa ciudad de casas bajas parecía un manto a su alrededor.
—Dice la leyenda que quien descubra el secreto del palacio invisible obtendrá la sabiduría eterna —apuntó Mundi.
—¿Qué secreto? —pregunté, muy interesada.
—Si lo supiera, no sería un secreto —contestó Mundi, sonriendo.
—Te lo acabas de inventar —respondí.
—Para nada, está en todos los libros y en las guías —aseguró mi amiga—, puedes comprobarlo.
—Eso son chismes sin fundamento para los turistas —dijo Dolores—. Más vale que os preocupéis de estudiar su estilo arquitectónico: una mezcla única de la tradición fatimí y la occidental, es historia del arte viva.
Mundi y yo nos miramos, más interesadas en la leyenda que en la historia del arte.
Cuando aterrizamos, seis guardias de seguridad nos acompañaron hasta el interior del palacio, donde un agente rubio muy amable se ocupó de nuestra identificación.
—¿Son ustedes cuatro? —se sorprendió, mirando nuestras identificaciones—. Solo teníamos registrada la llegada de tres invitados a esta hora.
Tragué saliva.
—La casa real de los Roca-Vientos no avisó de esto —insistió el agente.
—Es mi acompañante —dije, tímidamente.
El rubio tecleó contrariado.
—Esto es muy irregular —murmuró.
—¿Es que una princesa no puede cambiar de idea? —intervino Mundi, poniendo los brazos en jarra y haciendo aspavientos de forma exagerada—. ¡Dígale al encargado o a quien sea que la heredera Alma Florencia Ifigenia, hija del rey Francisco I y de la reina Claudia Piperita-Crosse, está aquí con tres acompañantes!
—Yo soy el encargado… —aseguró él.
—¡Que venga la reina Moor ahora mismo, faltaría más! —exclamó Mundi.
Miré a mi amiga sorprendida.
Una arruga de preocupación se dibujó en la frente del agente.
—¡Que venga la reina Moor! —insistió Mundi—. Ella comprenderá la situación.
—Ejem… —El hombre comenzó a sudar—. La reina no está… o sea… no está disponible ahora…
—¡Que venga la reina! —exclamé yo también, forzando la situación.
Dolores dio un respingo y me agarró de un hombro, avergonzada.
—No será necesario molestar a su majestad la reina —dijo Dolores, taladrándome con la mirada—. Podemos esperar tranquilamente hasta la llegada de la comitiva española al completo, seguro que entonces todo se aclara.
Si hacíamos eso, podía despedirme de Mundi.
Miré a Nach buscando ayuda, pero permanecía impertérrito, sin mover ni un solo músculo.
—Un momento —intervino el agente, comprobando algo en su ordenador—. La princesa Alma figura en la lista prioritaria de su alteza Bella de Jordania, pueden pasar todos sin problemas. Disculpen el malentendido.
¡Toma!
No sé qué lista sería aquella, pero mi amiga Bella se había portado.
Tuve que aguantarme las ganas de dar un salto.
Nos condujeron hasta las habitaciones.
Mundi y yo entramos en el dormitorio.
Cada habitación tenía su propio nombre en árabe.
Era una estancia enorme, preciosa, con grandes arcos de piedra en los techos.
—Se nota que es una combinación arquitectónica única del estilo pitiminí y churumbí —dijo Mundi, engolando la voz.
Las dos reímos.
—Lo hemos conseguido —dije.
—Tus padres nos van a matar —auguró Mundi.
—Hoy no les va a dar tiempo —aseguré—. Llegarán con la hora justa para la fiesta.
—Pero mañana… —insistió Mundi.
—Ya lo pensaremos —la tranquilicé.
Cogí un velo de color violeta que había sobre la cómoda y me lo coloqué en el pelo.
—¿Qué tal me queda? —pregunté, mirándome en un espejo.
Mi amiga agarró otro velo de color naranja y me imitó, cubriéndose la cabeza.
—Estos velos son historia viva de los colores chillones horteras con gran tradición en Parla y en Oriente Medio —dijo Mundi, sacando labios y haciendo el tonto sin parar.
—Pues ahora que lo pienso es una idea buenísima —observé, con un brillo en los ojos.
Me acerqué a ella y cubrí gran parte de su rostro con el velo.
—Con esto pasarás desapercibida —aseguré—. Recuerda que eres una polizona.
A continuación, nos probamos varios vestidos para la fiesta.
Después de varias pruebas, mi amiga se enfundó un viejo caftán azul y verde de mi madre. Tenía infinidad de volantes.
Le quedaba grande, pero lo arreglamos poniendo imperdibles por aquí y por allí.
Yo opté por un vestido rojo estampado.
Las dos hicimos un pequeño desfile por la alcoba.
El viento movía las cortinas vaporosas de los balcones, dejando entrever una exuberante vegetación en los jardines del palacio.
Las lujosas lámparas iluminaban el interior repleto de alfombras coloridas y cojines mullidos.
Parecíamos sacadas de Las mil y una noches con nuestros caftanes.
—¿Ves? —le dije a Mundi—. Esta noche, tú también eres una princesa… yo qué sé… ¿Mir de Uvalu?
—¿Dónde está Uvalu?
—Ni idea, se me acaba de ocurrir… es un país muy pequeño.
—Pequeño pero muy rico en minerales preciosos —dijo Mundi, improvisando—. Algunos lo llaman «Uvalu, el diamante de África».
—Ah, entonces está en África —declaré.
—Eso parece —expuso ella.
Y se encogió de hombros.
Después, se ajustó el velo para que solo se le viesen los ojos.
De pronto, sonó mi móvil.
Todavía no me había acostumbrado.
Hacía muy poco tiempo que mis padres me habían permitido llevar móvil, desde que empezaron mis actos públicos.
Miré la pantalla: era una notificación de Alerta Planetaria, una aplicación que había instalado pocos días antes.
La app avisaba de todas las noticias relacionadas con la contaminación, la extinción de especies o cualquier catástrofe ecológica que pusiese en peligro la salud de la Tierra.
Cada vez que sonaba, se me ponía la piel de gallina.
La aplicación me recordaba que todos los días, a todas horas, ocurrían cosas terribles en el planeta.
¿Qué sucedería ahora?
Mundi se acercó para mirar mientras yo abría la app.
«ALARMA PLANETARIA NIVEL NARANJA», leí.
Las verdes eran esperadas, como que se secase un río o que se extinguiese una especie.
Las alarmas naranjas eran las catástrofes provocadas por la industria y el ser humano de forma directa.
Y las rojas eran las que afectaban a todo el planeta y nadie se había esperado.
Abrí la notificación y vi que la noticia estaba relacionada con España.
—La central nuclear de Nakatomi, en Cuenca, ha sufrido una fuga en su reactor principal —leí en voz alta—. No se sabe aún el alcance de los daños, pero parece que serán irreversibles.
Mundi y yo nos quedamos calladas.
—A lo mejor mi padre tiene que volver —pensé—. ¿Cómo habrá ocurrido algo así?
En ese momento entró Dolores en la habitación sin llamar.
Aún tenía la cara blanca después del vuelo.
—Alteza, perdón —dijo al ver que no estaba sola—. Debéis bajar ya. Los reyes acaban de llegar, van con un poco de retraso. Os verán en la fiesta.
—De acuerdo —musité.
—¿Dónde está Mundi? —preguntó Dolores—. La reina ha dejado muy claro que tiene que coger el primer vuelo de vuelta a España.
Mi amiga y yo cruzamos una rápida mirada.
¡El disfraz funcionaba!
—Le han dado su propia habitación —expliqué—. Estará cambiándose, supongo. La princesa de Uvalu ha venido a enseñarme su vestido, bajaremos juntas a la fiesta.
—Nice to meet you… —dijo Mundi poniendo voz de pito.
Agarré a mi amiga del brazo y salimos de allí a toda prisa, antes de que mi asistente la descubriese.
—Gracias por todo, Dolores —dije, acelerando el paso—. Esta noche no te necesitaré.
Nacho estaba apostado en la puerta.
—Nach… —saludé, sin pararme.
Él me siguió a cierta distancia
—Me mandan de vuelta, esta noche me mandan de vuelta… —murmuró Mundi, muy nerviosa.
—¡Chitón!
Tiré de ella hasta que llegamos al Salón de la Luna Llena, donde se celebraba la recepción de los invitados a los diez días de luz.
—¿Qué te pasa? —me preguntó Mundi, cuando me quedé clavada en el arco de entrada.
Sentí un nudo en el estómago.
Al fin iba a volver a reunirme con Las Princesas Rebeldes.
Patrizia de Mónaco: La Máquina.
Britt de Suecia: Escudo.
Ion de Rumanía: Metamorfosis.
Bella de Jordania: Suprema.
Ewan de Escocia: Lobo.
Y Alma de España: Flecha.
Las seis estábamos en aquel salón, podía notarlo.
Teníamos una conexión especial entre nosotras.
Ah, y sí, ya sé que somos cuatro princesas y dos príncipes, pero nos encanta ese nombre: Las Princesas Rebeldes.
Juntas habíamos luchado contra una inteligencia artificial muy peligrosa, que por cierto me había dado un beso.
Habíamos derrotado a miles de drones asesinos.
Y habíamos salvado los océanos de la Tierra con la ayuda de una sustancia mágica: la virgulina inmortal.
Además, a su lado había descubierto que existían los superpoderes.
Ya sé que suena muy raro.
Pero es la pura verdad.
Justo al cumplir once años, comenzamos a desarrollar poderes extraordinarios. Ewan adquirió todas las cualidades de un lobo, desde los colmillos y las garras hasta el olfato o el oído. Britt fue capaz de generar un extraordinario broquel de energía capaz de detener cualquier cosa. Ion empezó a crecer y a encogerse, cambiando de tamaño a voluntad. Patrizia controló ordenadores y todo tipo de máquinas. Bella se transformó en una fuerza imparable de la naturaleza.
Y yo… bueno, yo no lo tengo muy claro. Empecé a mover objetos y personas con la mente; incluso yo misma había volado en una ocasión.
Ayudada siempre por Jojo, la baqueta de mi batería.
Vale, de acuerdo, esto último es todavía más extraño, qué le voy a hacer.
Por desgracia, Jojo ya no estaba conmigo. Se había sacrificado lanzándose al espacio para salvarnos a todos.
La echaba muchísimo de menos. Sin ella, me sentía perdida. Y lo que es peor… ya no tenía poderes. Igual que habían llegado, se desvanecieron. Sin ninguna explicación lógica.
El caso es que Las Princesas Rebeldes llevábamos demasiado tiempo sin vernos.
Al primero que vi aquella noche fue a Ewan de Escocia.
Guapísimo, con un traje gris y verde a juego con sus ojazos rasgados.
—Está serenísimo —comentó Mundi, nada más verlo.
—Ya te digo —respondí.