PRÓLOGO

La víspera del triunfo

La figura envuelta en una capa recorrió la planicie que antes había sido una montaña. La luz de los campamentos temporales, del tamaño de ciudades, iluminaba el cielo nocturno. Los fuegos de los motores de las naves brillaban en la oscuridad con más fuerza que las estrellas, y los elevadores de cargas y las macrolanzaderas marcaban el horizonte a su paso con heridas de color naranja. En aquel lugar, en la avenida del desfile, de medio kilómetro de ancho, nada se movía excepto las llamas de los pilares antorcha que parpadeaban al viento.

La figura se detuvo y se volvió para mirar atrás. Podía ver bastante lejos, pues la oscuridad se desvanecía ante su mirada. Las cañoneras y las naves de desembarco reposaban en plazas ordenadas que eran campamentos para los miembros más respetados de las fuerzas que se reunían. Las luces se movían entre las aves de guerra posadas en el suelo. Un repiqueteo de risas lejanas llegó hasta sus oídos cuando el viento cambió de dirección. Por un segundo, creyó poder oír la broma irónica que había motivado aquel sonido y se imaginó a un guerrero dándole una palmada en la espalda a otro. Al otro lado de la planicie, los hermanos de sangre diferente, pero nacidos para un mismo propósito, estarían compartiendo momentos de camaradería similares.

Escuchó durante algunos segundos.

—Estuve allí —dijo una voz que provenía de un grupo de figuras con armadura reunidas alrededor de una jaula de carbones rojos. Ninguno de ellos vio que alguien los escuchaba desde el borde de la luz de las llamas. La figura con capa reconoció la voz y la historia, y una ligera sonrisa se formó bajo su capucha—. Estuve allí el día en que Horus mató… —El viento sopló y se llevó el resto de las palabras al tiempo que empujaba las llamas que salían de los carbones encendidos.

La figura se volvió y continuó su camino por el desfile vacío. Al día siguiente, millones marcharían por donde caminaba, aunque en aquel momento era él y solo él quien recorría el sendero. La Tarima Imperial se cernía sobre el camino en su punto central, una montaña de mármol colocada en lugar de aquellas a las que sustituía. Diez mil artesanos habían trabajado sin dormir para cubrirla de los símbolos de la victoria y del poder: estatuas de hombres y mujeres aferrados a rayos de bronce, águilas con sus alas de oro abiertas, los nombres de los millones de humanos que habían caído durante los dos siglos de guerra para reclamar las estrellas. Desde sus palcos y balcones, los más respetados y distinguidos observarían la procesión del poderío de la Gran Cruzada. No obstante, en aquel momento todo estaba vacío y en silencio, y su majestuosidad, oculta por la breve noche.

La figura clavó la mirada en la silueta de la tarima y continuó caminando. Nadie lo detuvo, a pesar de que sabía que numerosos ojos, tanto humanos como transhumanos, observaban el terreno que pisaba. Ninguno de ellos vio nada, salvo tal vez un parpadeo en la oscuridad o una ráfaga de polvo empujada por la brisa.

Oyó cómo preparaban las armas al adentrarse en la sombra de la tarima. El sutil zumbido de la armadura fabricada con maestría murmuraba casi de forma imperceptible. Se detuvo y dirigió la mirada hacia la oscuridad más profunda de las estatuas. Cinco custodios estaban de pie en medio de la oscuridad, invisibles a ojos de los mortales. Al igual que él, estaban cubiertos de capas de engaño, y su forma y sustancia se desvanecían de la percepción. Si bien sabían que había algo allí, no sabían dónde estaba o qué era. Aquel era el límite de la humanidad, por muy aumentada que esta estuviera.

Con cuidado, tocó el anillo de su dedo índice con el pulgar. Los circuitos del círculo de hierro emitieron una señal hacia la oscuridad. Los custodios dudaron un instante antes de empezar a abandonar sus posturas agresivas.

—¿Por qué viene un extraño hasta nuestra puerta en mitad de la noche? —preguntó una voz que provenía de un oscuro nicho en la base de la enorme tarima—. Vaya, pero si no es ningún extraño —dijo la misma voz después de que la figura oculta bajo la capa se volviera. Un anciano, aferrado con ambas manos a un bastón para ayudarse a caminar, se dejó ver. Malcador, Sigilita del Imperio y ayudante del Emperador de la Humanidad, miró directamente a la figura oculta y alzó una ceja.

»¿Querías un rato a solas, Horus Lupercal?

—Algo así —repuso Horus tras retirarse la capa de engaño.

—¿Me creerías si te digo que yo también? —preguntó Malcador.

—No —contestó Horus, esbozando una sonrisa—. Para nada.

—Yo tampoco. —El anciano rio por lo bajo—. Aun así, ¿podría compartir tu soledad?

Horus asintió.

—Ven —le pidió Malcador, señalando hacia una puerta abierta en la base de la tarima. Un tramo de escaleras amplias se alzaba más allá del umbral. Ambos lo cruzaron y comenzaron su ascenso.

»Te lo ha contado —añadió el anciano tras un rato de silencio.

Horus volvió a asentir.

—Así es.

—¿Y te ha sorprendido?

—Me ha dejado… indeciso.

—Una sensación perturbadora para ti, no hay duda —dijo Malcador—. Pensó que lo estarías.

Horus miró de reojo al anciano que caminaba junto a él.

—Y, aun así, ¿quiere que lo haga?

—Por supuesto —repuso Malcador—. ¿Acaso no haces tú lo mismo cuando confías en tus comandantes? ¿En Abaddon? ¿En el Retorcido?

—Me gustaría que no le hubieran otorgado ese nombre —se lamentó Horus.

Malcador soltó un breve resoplido.

—Es un poco grosero tal vez, pero si le va como anillo al dedo…

—Eso debe ser un cumplido, viniendo de ti.

—Exacto —dijo Malcador sonriendo.

Volvieron a sumirse en el silencio y continuaron subiendo. Finalmente, la procesión de escaleras los condujo hasta un amplio pasillo. Una puerta en el extremo se abría hacia la noche. De la pared colgaban varios estandartes, cada uno de ellos tejido con símbolos de hilos metálicos sobre la seda: un rayo rojo, un anillo de dientes rojos, la cabeza de un lobo sobrepuesta a una luna creciente. Horus se detuvo un momento para observar el estandarte con la cabeza de lobo y, tras ello, el primarca y la Voz del Emperador de la Humanidad cruzaron la puerta para llegar a un amplio balcón. El aire nocturno se extendía más allá de la planicie. Las luces de los campamentos de la legión y el brillo distante de las conurbaciones de construcción del Mechanicum estaban frente a ellos, ascuas desperdigadas por el azabache.

El viento sopló y agitó la capa de Horus cuando este se apoyó sobre la barandilla.

—¿Puedo negarme? —preguntó finalmente.

—Por supuesto —repuso Malcador.

Horus miró hacia la avenida del desfile, que en aquel momento estaba muy por debajo de ellos.

—¿Qué pasará si acepto?

—Cambiarán las cosas.

—Los otros…

—Acabarán aceptándolo también. —Malcador apartó la mirada del panorama y esbozó una sonrisa—. Al igual que tú.

Horus le devolvió la mirada, y el Sigilita la sostuvo. Tras un momento, Horus la apartó.

—Tal vez.

Malcador alzó una ceja, pero permaneció en silencio.

—Lo cambiará todo —continuó Horus tras unos segundos.

—Todo cambia…

—Y nada cambia —dijo Horus, y en su rostro ensombrecido se dibujó una débil sonrisa.

—Ah, creo que esa parte no se aplica en este caso, ¿no? —El viento sopló, y los soportes de los estandartes bajo la barandilla se sacudieron—. Te preguntas cómo te afectará a ti…

Aquella vez fue Horus quien alzó una ceja.

—No digo que estés dudando de ti mismo, amigo mío, solo que te preguntas cómo será el mundo después de esto. Y sí, te cambiará… ¿Cómo no iba a cambiarte? Pero lo conseguirás, Horus. El Emperador no ha tomado esta decisión a la ligera. Sabe que te convertirás en lo que siempre has prometido ser. —Malcador hizo una pausa y cambió su peso sobre su bastón—. Los otros… Sí, algunos se molestarán, algunos incluso rechazarán la decisión, pero, al final, todos la aceptarán.

—Me estaba preguntando qué habría hecho yo si este deber se le hubiera encomendado a otro, a Roboute o a Rogal…

—¿Y? —preguntó Malcador—. ¿Qué habrías hecho?

—Me habría preguntado por qué no se me habría encomendado a mí —repuso Horus, y soltó una carcajada, un sonido brillante contra el aliento del viento—. Luego lo habría aceptado y habría hecho todo lo que estuviera en mis manos para ayudarlo a soportar una carga como esa.

—Precisamente —dijo Malcador—. Y muchos de tus hermanos harán lo mismo. Escúchalos, Horus. Necesitarás su ayuda, al igual que el Emperador necesita la tuya.

—Ah, ¿sí? —preguntó Horus bromeando—. No sabía que hubiera algo fuera de su alcance.

—Pero tú eres su alcance y su poder, Horus. Él logra todo lo que logra gracias a aquellos que le sirven y lo quieren. A través de ti.

—Y aun así no me dijo eso cuando me habló de este deber.

—No. Esa tarea me la dejó a mí.

—Trabaja a través de sus instrumentos…

—Exacto.

Horus asintió, aunque su expresión no había cambiado. Malcador se enderezó y se apartó de la barandilla.

—Ya sabes la verdad que te voy a decir, pero te la diré igualmente: aprende bien la lección del Emperador. Cada espada y cada guerrero de la Cruzada responderán ante ti. Aprende su naturaleza, como si fuera la primera vez. Úsalos cuando debas y no temas que te vean cambiar. Vas a ser su líder, pero necesitas que sean ellos quienes te conviertan en Señor de la Guerra.

—Señor de la Guerra… Entonces, ¿crees que lo aceptaré?

—Creo que ya lo has hecho. —Malcador empezó a alejarse de él, con su bastón repiqueteando al lento ritmo de sus pasos. En la oscuridad, un par de custodios que se habían quedado quietos como estatuas se desplegaron con la melodía de los servos de la armadura y se colocaron al lado del Sigilita—. Buenas noches, Horus Lupercal. Hasta mañana.

Horus se quedó en aquel lugar, observando el paisaje de la planicie del Triunfo. Las luces de las estrellas y de las hogueras se reflejaron en sus ojos. Luego se enderezó y se alejó echando un solo vistazo hacia atrás.