MIENTRAS caminaba delante de mí hacia el piso superior, me recomendó que ocultase la vela y que no hiciera ruido, pues su amo tenía ideas raras acerca de la cámara donde ella iba a alojarme, y no consentía nunca a sabiendas que nadie pernoctara allí. Yo le pregunté la causa. Me respondió que no lo sabía; ella solo llevaba viviendo allí un año o dos, y pasaban tantas cosas raras entre aquella gente que ella no podía darse a la curiosidad.
Yo, demasiado atontado como para ser curioso por mi parte, eché el pestillo a la puerta y busqué con la vista la cama. Todo el mobiliario consistía en una silla, un armario ropero y un gran cajón de roble que tenía cerca de su parte superior unos orificios cuadrados que parecían las ventanillas de una diligencia. Después de acercarme a esta estructura, me asomé a su interior y percibí que era una cama anticuada y singular, diseñada de manera muy conveniente para obviar la necesidad de dedicar una habitación propia a cada miembro de la familia. De hecho, constituía una pequeña alcoba, y el alféizar de una ventana que se encontraba en su interior servía de mesa. Retiré los lados de paneles, entré con mi luz, volví a cerrarlos y me sentí a salvo de la vigilancia de Heathcliff y de todos.
En un rincón de la repisa, donde dejé mi vela, había unos cuantos libros enmohecidos en un montón; y la repisa misma estaba cubierta de palabras escritas a arañazos en la pintura. Las palabras, sin embargo, no eran más que un mismo nombre repetido con todo tipo de letras, grandes y pequeñas: Catherine Earnshaw, que variaba aquí y allá a Catherine Heathcliff, y también a Catherine Linton.
Apoyé la cabeza en la ventana con languidez apática y seguí leyendo el nombre de Catherine Earnshaw-Heathcliff-Linton hasta que se me cerraron los ojos; pero no habían descansado cinco minutos cuando surgió de la oscuridad un resplandor de letras blancas, vívidas como espectros; el aire se llenó de Catherines; y, despertándome para disipar el nombre importuno, descubrí que la mecha de mi vela estaba inclinada sobre uno de los volúmenes antiguos y perfumaba el lugar con un olor a pergamino achicharrado. Aparté la vela y, sintiéndome muy incómodo por la influencia del frío y de las náuseas que arrastraba, me senté en la cama y abrí sobre mis rodillas el volumen que había sufrido el menoscabo. Era un Nuevo Testamento impreso en letra pequeña y que tenía un olor terrible a moho; una de las guardas tenía la inscripción: «Este libro es de Catherine Earnshaw» y una fecha de cosa de un cuarto de siglo atrás. Lo cerré y tomé otro, y otro, hasta que hube examinado todos. La biblioteca de Catherine era selecta y su estado de deterioro demostraba que se le había dado mucho uso, aunque no para un fin del todo legítimo: apenas había capítulo que se hubiera librado de recibir un comentario (o eso parecía) que cubría todos los espacios que había dejado en blanco el impresor. Algunas eran frases sueltas; otras partes adoptaban la forma de un diario regular, garrapateado con una letra infantil y poco formada. Me divirtió enormemente contemplar en la parte superior de una página en blanco (que sería, probablemente, todo un tesoro cuando se encontró por primera vez) una caricatura excelente de mi amigo Joseph, esbozada con rasgos toscos pero vigorosos. Se encendió inmediatamente dentro de mí un interés por la desconocida Catherine, y me puse acto seguido a descifrar sus jeroglíficos desvanecidos.
«¡Un domingo atroz!», empezaba el párrafo que estaba bajo la caricatura. «Ojalá volviera mi padre. Hindley es un sustituto detestabe; trata a Heathcliff de un modo atroz; H. y yo vamos a rebelarnos; hemos dado el primer paso esta tarde.
»Había estado lloviendo a cántaros todo el día; no podíamos ir a la iglesia, de modo que Joseph no ha podido menos de reunir una congregación en la buhardilla; y mientras Hindley y su mujer se calentaban en el piso bajo ante un fuego acogedor (haciendo cualquier cosa menos leer sus Biblias, respondo de ello), a Heathcliff, al desdichado gañán y a mí nos mandaron tomar nuestros libros de oraciones y subir; nos pusieron en fila, sobre un saco de trigo, gimiendo y tiritando, y esperando que Joseph tiritara también para que nos acortara la homilía por su propia comodidad. ¡Vana esperanza! El servicio religioso duró exactamente tres horas; a pesar de lo cual, mi hermano tuvo la cara de exclamar “¿Cómo? ¿Ya habéis terminado?” cuando nos vio bajar. Antes nos dejaban jugar los domingos por la tarde si no hacíamos demasiado ruido; ¡ahora, basta con una simple risita para que nos manden al rincón!
»“No recordáis que aquí tenéis un amo”, dice el tirano. “¡Al primero que me haga enfadar, lo aplasto! Exijo sobriedad y silencio perfectos. ¡Ah, muchacho! ¿Has sido tú? Frances, querida, tírale del pelo al pasar: le he oído chascar los dedos.” Frances le tiró del pelo de buena gana, y fue a sentarse después en la rodilla de su marido; y allí se quedaron, como dos niños de pecho, besándose y diciéndose bobadas horas enteras; parloteos tontos que a nosotros mismos nos darían vergüenza. Nos acomodamos tanto como nos lo permitían nuestros medios bajo el arco del aparador. Yo acababa de atar entre sí nuestros delantales y de colgarlos a modo de cortina, cuando apareció Joseph, que venía de los establos a hacer un recado. Arranca mi obra, me da un sopapo y grazna:
»“¡E1 amo casi acabado de enterrar, y el día del Señor sin terminar, y vosotros con el sonido del Evangelio todavía en los oídos, y os atrevéis a jugar! ¡Vergüenza os debería dar! ¡Sentaos, niños malos! Hay bastantes libros buenos para que los leáis: ¡sentaos, y pensad en vuestras almas!”
»Dicho esto, nos obligó a colocarnos de tal modo que pudiésemos recibir de la lumbre distante un rayo apagado que nos mostrara el texto de los librotes que nos obligó a coger. Yo no pude soportar aquella tarea. Cogí por el lomo mi volumen descabalado y lo arrojé a la perrera, asegurando que odiaba los buenos libros. Heathcliff mandó el suyo al mismo sitio de una patada. ¡Entonces sí que se formó un alboroto!
»“¡Señor Hindley!”, gritó nuestro capellán. “¡Señor, venga aquí! La señorita Cathy ha arrancado el lomo a El yelmo de la salvación, y Heathcliff ha dado un puntapié a la primera parte de El camino ancho que conduce a la destrucción! Es un escándalo que les consienta que se comporten de esa manera. ¡Ag! El viejo los habría vapuleado como es debido… ¡pero ya no está!”
»Hindley se apresuró a venir de su paraíso junto al hogar, y, tomándonos a uno del cuello y al otro del brazo, nos arrojó a ambos a la cocina del fondo; de donde Joseph afirmó que vendría a llevamos “Pedro Botero”, tan seguro como que estábamos vivos; y, consolados con ello, buscamos cada uno un rincón propio para esperar su venida. Tomé del estante este libro y un tintero, y entorné la puerta de la casa para tener luz, y he matado el rato escribiendo desde hace veinte minutos; pero mi compañero está impaciente y me propone que nos apoderemos del capote de la lechera y que salgamos a corretear por los páramos, cubiertos con ella. Una propuesta agradable: así, si entra el viejo arisco, puede que se crea que se ha cumplido su profecía… no es posible que estemos más mojados ni más fríos bajo la lluvia que lo que estamos aquí.»
Supongo que Catherine cumplió su proyecto, pues la frase siguiente abordaba otra cuestión: se ponía lacrimosa.
«¡Qué poco soñaba yo que Hindley podría hacerme llorar de esta manera! —escribió—. Me duele tanto la cabeza que no puedo apoyarla en la almohada; pero tampoco puedo ceder. ¡Pobre Heathcliff! Hindley dice que es un vagabundo, y ya no le permite que se siente con nosotros ni que coma con nosotros; y dice que él y yo no debemos jugar juntos, y amenaza con echarlo de casa si le desobedecemos. Ha estado culpando a nuestro padre (¿cómo se atreve?) de haber tratado a H. con demasiada generosidad, y jura que lo pondrá en el sitio que le corresponde…
Empecé a dar cabezadas soñolientas sobre la página mal iluminada: los ojos se me desviaron de lo manuscrito a lo impreso. Vi un título rojo y ornamentado: Setenta veces siete, y el primero de los septuagesimoprimeros. Disertación pía que pronunció el reverendo Jabes Branderham en la Capilla de Gimmerden Sough. Y mientras yo obligaba semiconscientemente a mi cerebro a esforzarse por adivinar cómo desarrollaría su tema Jabes Branderham, me recosté de nuevo en la cama y me quedé dormido. ¡Lamentables los efectos del té malo y del mal humor! ¿A qué otra cosa pudo deberse que yo pasara una noche tan terrible? No recuerdo haber pasado ninguna otra comparable en absoluto con aquella, desde que tuve la capacidad de padecer.
Empecé a soñar casi antes de dejar de ser consciente de mi entorno. Soñé que había amanecido y que yo había reemprendido el camino de vuelta a mi casa, con Joseph por guía. Nuestro camino estaba cubierto de nieve de varias varas de hondo; y mientras avanzábamos, semihundidos, mi compañero me fatigaba reprochándome constantemente que no me hubiera traído un bordón de peregrino, diciéndome que no podría entrar en la casa sin él y blandiendo con orgullo un garrote de gruesa cabeza que yo suponía que se denominaba así. Consideré por un momento que era absurdo que yo necesitara de tal arma para acceder a mi propia residencia. Entonces se me ocurrió otra idea. Yo no iba allí: viajábamos para oír predicar al célebre Jabes Branderham, que disertaría sobre el texto «setenta veces siete»; y Joseph, o el predicador, o yo, habíamos cometido el «primero de los septuagesimoprimeros», e iban a denunciarnos públicamente y a excomulgarnos.
Llegamos a la capilla. He pasado ante ella en la realidad, en el transcurso de mis paseos, dos o tres veces; está en una hondonada, entre dos colinas: es una hondonada elevada, próxima a una ciénaga, cuya turbera se dice que desprende una humedad que sirve perfectamente para embalsamar los pocos cuerpos difuntos que se depositan allí. El tejado se ha conservado entero hasta la fecha; pero, teniendo en cuenta que el estipendio del clérigo solo asciende a veinte libras al año y a una casa con dos habitaciones que amenazan fundirse en una a ojos vistas, no hay clérigo dispuesto a hacerse cargo de los deberes de pastor: sabiendo, sobre todo, que se dice que su grey preferiría dejarlo morir de hambre antes que aumentar la anata con un solo penique de sus bolsillos. No obstante, Jabes tenía en mi sueño una congregación numerosa y atenta; y predicó… ¡Dios santo!, ¡qué sermón! ¡Estaba dividido en cuatrocientas noventa partes, cada una de ellas tan extensa como cualquier plática corriente pronunciada desde el púlpito, y cada una de ellas trataba de un pecado particular! No sé de dónde los sacaba. Interpretaba la frase a su manera particular, y parecía necesario que el hermano cometiera pecados distintos en cada ocasión. Los pecados eran muy curiosos: unas transgresiones extrañas que yo no me había imaginado hasta entonces.
Ay, cuánto me aburrí. ¡Cómo me revolvía, y bostezaba, y daba cabezadas, y volvía a despertarme! Cómo me daba pellizcos y pinchazos, y me frotaba los ojos, y me ponía de pie, y volvía a sentarme, y daba codazos a Joseph pidiéndole que me avisara si terminaba alguna vez. Yo estaba condenado a oírlo todo: llegó por fin al «primero de los septuagesimoprimeros». Llegado que hubo ese momento decisivo, me invadió una inspiración repentina; sentí el impulso de levantarme a denunciar a Jabes Branderham como pecador del pecado que ningún cristiano está obligado a perdonar.
—Señor mío —exclamé—: sentado entre estas cuatro paredes he soportado y perdonado de una sentada las cuatrocientas noventa rúbricas de su disertación. Setenta veces siete he requerido mi sombrero y he estado a pique de marcharme. Setenta veces siete me ha obligado usted ridículamente a volver a tomar asiento. La cuadringentésima nonagésima primera es excesiva. ¡Compañeros mártires, a él! ¡Bajadlo de ahí y hacedlo trizas, para que el lugar que lo conoce no lo conozca más!
—¡Tú eres el Hombre! —exclamó Jabes tras una pausa solemne, inclinándose hacia delante apoyado en la almohadilla del antepecho—. Setenta veces siete has torcido tu rostro haciendo muecas; setenta veces siete he seguido el consejo de mi alma: Ha llegado el Primero de los Septuagésimo primeros. Hermanos, ejecutad en él la sentencia que está escrita. ¡Así tengan el mismo honor todos Sus santos!
Tras estas palabras finales, todos los miembros de la asamblea se apiñaron a mi alrededor en masa, blandiendo sus bordones de peregrinos; y yo, que no tenía arma que empuñar en defensa propia, me puse a forcejear con Joseph, que era el más próximo y el más feroz de mis asaltantes, para quitarle el suyo. En la agitación de la multitud se cruzaron varias porras; algunos golpes que iban dirigidos a mí cayeron en otras testas. A poco, toda la capilla resonaba de porrazos y contraporrazos; todos levantaban la mano contra su prójimo; y Branderham, que no quiso quedarse ocioso, vertía su celo en una lluvia de goles fuertes contra los tableros del púlpito, que respondían de manera tan sonora que, por fin, y con alivio inexpresable por mi parte, me despertaron. Y ¿qué era lo que me había sugerido aquel tremendo tumulto? ¿Qué era lo que había representado el papel de Jabes en el alboroto? ¡No era más que la rama de un abeto que tocaba mi ventana de celosía al pasar gimiendo el viento, y que repiqueteaba con sus piñas secas contra los paneles de vidrio! Escuché un momento, vacilante; localicé al causante de la molestia y me volví en la cama y me adormecí, y volví a soñar: un sueño más desagradable, si cabe, que el anterior.
Esta vez recordé que estaba acostado en la alcoba de roble y que oía claramente el viento impetuoso y el caer de la nieve; oí también a la rama de abeto repetir su ruido fastidioso, y atribuí a este su verdadera causa; pero tanto me molestaba que tomé la decisión de acallarlo si era posible; y soñé que me levantaba e intentaba correr la falleba de la ventana. La varilla estaba soldada al anillo, circunstancia esta que yo había observado estando despierto, pero que había olvidado. «Debo ponerle fin, a pesar de todo!», murmuré, y atravesé el vidrio con un golpe de los nudillos y estiré el brazo para asir la rama importuna; ¡en lugar de la cual, mis dedos estrecharon los dedos de una manita helada! Me invadió el horror intenso de la pesadilla; intenté retirar el brazo, pero la mano se aferró a él, y una voz tristísima sollozó: «¡Déjame entrar! ¡Déjame entrar!».
—¿Quién eres? —pregunté, al tiempo que me debatía por liberarme.
—Catherine Linton —respondió la voz, temblorosa (¿por qué se me ocurriría a mí el apellido Linton? Había leído el de Earnshaw veinte veces por cada Linton)—. He vuelto a casa, ¡me había perdido en el páramo!
Mientras hablaba la voz, discerní borrosamente la cara de una niña que miraba por la ventana. El terror me volvió cruel; y, pareciéndome inútil intentar soltarme de la criatura, tiré de su muñeca hacia el vidrio roto y la froté contra el mismo hasta que corrió la sangre, que empapó la ropa de cama; ella seguía gimiendo: «¡Déjame entrar!» y mantenía su presa tenaz, casi volviéndome loco de miedo.
—¿Cómo voy a hacerlo? —dije al cabo—. ¡Si quieres que te deje entrar, suéltame tú a mí!
Los dedos se aflojaron, yo retiré los míos por el agujero, amontoné apresuradamente sobre el mismo los libros en forma de pirámide y me tapé los oídos para cerrar el paso a la súplica lastimera. Me pareció que los había tenido tapados más de un cuarto de hora; ¡pero en cuanto volví a escuchar, seguía el llanto quejumbroso!
—¡Vete! —grité—. No te dejaré entrar ni aunque te pases veinte años suplicándolo!
—Son veinte años —se lamentó la voz—. Veinte años. ¡Hace veinte años que estoy abandonada!
Entonces empezó a sonar fuera un leve rasquido, y el montón de libros se movió como si lo empujaran. Intenté incorporarme de un salto, pero no pude mover un solo miembro; de modo que proferí un fuerte grito, en un arrebato de miedo. Descubrí con confusión que el grito no había sido imaginado: unos pasos apresurados se aproximaron a la puerta de mi cámara; alguien la abrió de un empujón, con mano vigorosa, y brilló una luz a través de los orificios cuadrados de encima de la cama. Yo estaba sentado, todavía temblando y secándome el sudor de la frente: el intruso dio muestras de titubear, y murmuró para sus adentros. Dijo al fin en un medio susurro, evidentemente sin esperar respuesta:
—¿Hay alguien aquí?
Tomé como mejor partido confesar mi presencia, pues reconocí la voz de Heathcliff y me temí que quizá siguiera indagando si yo guardaba silencio. Con esta intención, me volví y abrí los paneles. Tardaré en olvidar el efecto que produjo mi acto.
Heathcliff estaba de pie cerca de la entrada, en camisa y pantalones; con una vela que le goteaba en los dedos y con la cara tan blanca como la pared que tenía a su espalda. El primer crujido del roble lo sobresaltó como una descarga eléctrica: la luz le saltó de la mano a varios pasos, y tal era su agitación que apenas fue capaz de recogerla.
—No es más que su huésped, señor —dije en voz alta, deseoso de ahorrarle la humillación de poner de manifiesto todavía más su cobardía—. He tenido la desventura de gritar dormido, por una pesadilla espantosa. Lamento haberlo molestado.
—¡Oh, que Dios lo maldiga, señor Lockwood! Ojalá se fuera usted al **** —empezó a decir mi anfitrión, dejando la vela en una silla, pues le resultaba imposible sostenerla firme—. Y ¿quién lo ha traído a esta habitación? —siguió diciendo, clavándose las uñas en las palmas de las manos y apretando los dientes para contener las convulsiones de su mandíbula—. ¿Quién ha sido? ¡Estoy tentado de echar de la casa en este mismo instante a quien haya sido!
—Ha sido su criada Zillah —respondí yo, saltando al suelo y volviéndome a poner rápidamente mi ropa—. Si la echa de casa, señor Heathcliff, no me dará lástima: se lo tiene bien merecido. Supongo que habrá querido hacer a mis expensas una nueva demostración de que la estancia estaba encantada. Pues bien, lo está: ¡hierve de fantasmas y de duendes! Hace bien usted en tenerla cerrada, se lo aseguro. ¡Nadie le agradecerá que lo aloje en un antro tal!
—¿Qué quiere decir usted? —me preguntó Heathcliff—, y ¿qué hace usted? Ya que está aquí, acuéstese y termine de pasar la noche; pero, ¡en nombre del cielo!, no vuelva a repetir ese ruido horrible: ¡no tiene disculpa, si no es que lo están degollando!
—¡Si la diablilla hubiera entrado por la ventana, lo más probable es que me hubiera estrangulado! —repuse yo—. No estoy dispuesto a volver a soportar las persecuciones de los antepasados hospitalarios de usted. ¿No sería pariente de usted, por parte de madre, el reverendo Jabes Branderham? Y esa fresca de Catherine Linton, o Earnshaw, o como se llamara… debieron de cambiarla en la cuna las hadas: ¡que personajillo tan malvado! Me dijo que llevaba veinte años vagando por la tierra; ¡no me cabe duda que es el justo castigo de sus pecados mortales!
Apenas acababa de pronunciar estas palabras cuando recordé la asociación del nombre de Heathcliff con el de Catherine en el libro, que se me había escapado por completo de la memoria hasta que me había despertado de esa manera. Me sonrojé por mi falta de consideración; pero sin dar otra muestra de ser consciente de haber cometido una ofensa, me apresuré a añadir:
—La verdad, señor mío, es que dediqué la primera parte de la noche a… —e hice aquí una nueva pausa, pues estuve a punto de decir: «a hojear esos viejos volúmenes»; pero así habría desvelado que conocía su contenido manuscrito, además del impreso; así pues, enmendándome, seguí diciendo—: A leer el nombre que está grabado en ese alféizar. Una ocupación monótona, pensada para hacerme dormir, como el contar, o…
—¿Qué puede proponerse al hablar de ese modo? —tronó Heathcliff con una vehemencia salvaje—. ¿Cómo… cómo se atreve, en mi casa? ¡Dios! ¡Si habla así, es porque está loco!
Y se dio un golpe en la frente, de rabia.
Yo no sabía si ofenderme porque me hablara así o si seguir adelante con mi explicación; pero él parecía tan gravemente afectado que sentí lástima y proseguí con mis sueños; afirmé que no había oído nunca hasta entonces el nombre de «Catherine Linton», pero que el haberlo leído bastantes veces me había producido una impresión que se había personificado cuando yo había perdido el dominio de mi imaginación. Mientras yo hablaba, Heathcliff se iba retirando poco a poco al refugio de la cama; por fin, se sentó casi oculto tras él. Supuse, no obstante, por su respiración irregular y dificultosa, que se esforzaba por vencer el exceso de una emoción violenta. No queriendo darle a entender que yo oía su contienda, seguí vistiéndome con bastante ruido, miré mi reloj y comenté en voz alta lo larga que se hacía la noche:
—¡Todavía no son las tres! Habría jurado que ya eran las seis. Aquí se estanca el tiempo; ¡sin duda, nos hemos debido de retirar a las ocho!
—Siempre a las nueve en invierno, y siempre nos levantamos a las cuatro —dijo mi anfitrión, reprimiendo un quejido; y, según me pareció a mí por el movimiento de la sombra de su brazo, enjugándose una lágrima de los ojos—. Señor Lockwood —añadió—, puede pasar a mi habitación; si desciende a la planta baja tan temprano, no hará más que estorbar; y malditas las ganas de dormir que me han quedado después de su grito infantil.
—Lo mismo me pasa a mí —respondí—. Me pasearé por el patio hasta el alba, y me marcharé después; y no tema que se repita mi intromisión. Ya estoy bien curado del deseo de buscar placer en la compañía, tanto en el campo como en la ciudad. Al hombre razonable debe bastarle con su propia compañía.
—¡Una compañía deliciosa! —murmuró Heathcliff—. Llévese la vela y vaya donde quiera. Estaré con usted enseguida. Pero no salga al patio: los perros están sueltos. Y en cuanto a la casa… allí monta guardia Juno, y… no, usted solo podrá rondar por las escaleras y por los pasillos. Pero ¡váyase! ¡Yo iré dentro de dos minutos!
Obedecí hasta el punto de salir de la estancia; después, ignorando dónde conducían los estrechos corredores, me quedé quieto y fui testigo involuntario de un acto supersticioso por parte de mi casero que contrastaba extrañamente con su buen sentido aparente. Se subió a la cama y abrió la ventana de celosías de un tirón, prorrumpiendo, mientras tiraba de ella, en una efusión de lágrimas incontrolable.
—¡Entra! ¡Entra! —sollozó—. ¡Ven, Cathy! ¡Ay, ven, una sola vez más! ¡Ay, querida de mi corazón! ¡Escúchame esta sola vez, Catherine, por fin!
El espectro fue tan caprichoso como suelen serlo los espectros; no dio muestras de existencia; pero la nieve y el viento entraron furiosamente y hasta llegaron a donde estaba yo, y apagaron la luz.
El arrebato de dolor que acompañaba a estos delirios contenía una angustia tal, que mi compasión me llevó a pasar por alto la locura de los mismos, y me aparté, casi molesto por haber escuchado siquiera, y avergonzado por haber relatado mi pesadilla ridícula, ya que había producido tal sufrimiento; aunque yo no era capaz de comprender el porqué. Descendí con cautela a las regiones inferiores y aparecí en la cocina del fondo, donde unos rescoldos del hogar, que estaban bien amontonados, me permitieron volver a encender mi vela. No había ningún movimiento, salvo el de un gato gris berrendo que salió despacio de junto a las cenizas y me saludó con un miau lastimero.
El hogar estaba rodeado casi por completo por dos escaños en forma de arcos de círculo; me tendí sobre uno, y Micifuz se subió al otro. Los dos ya dábamos cabezadas cuando apareció alguien que invadió nuestro retiro, y este era Joseph, que bajó despacio por una escalera de mano de madera que se perdía en el techo por una trampilla: supongo que se subiría por ella a su chiribitil. Dirigió una mirada siniestra a la pequeña llama que yo había animado a arder entre los morillos; expulsó al gato de su posición elevada con un ademán de la mano y, colocándose en el lugar que este había dejado libre, emprendió la operación de cargar de tabaco una pipa de un palmo. Mi presencia en sus dominios era tenida, evidentemente, por un acto de desvergüenza tan bochornoso que no merecía comentarios; se llevó en silencio a los labios el tubo de la pipa, cruzó los brazos y se puso a fumar. Le dejé disfrutar de su deleite sin molestarlo; y, después de expulsar la última bocanada y de soltar un suspiro profundo, se levantó y se marchó con la misma solemnidad con que había venido.
Entraron a continuación unos pasos más elásticos; y entonces abrí la boca para pronunciar unos «buenos días»; pero la volví a cerrar sin haber emitido el saludo, pues Hareton Earnshaw estaba recitando sus oraciones sotto voce, en forma de una serie de maldiciones dirigidas a todos los objetos que tocaba, mientras revolvía en un rincón en busca de una pala o de una laya para cavar. Echó una mirada por encima del respaldo del escaño, dilatando las ventanas de la nariz, y manifestó tan poca intención de intercambiar frases de cumplido conmigo como con el gato, mi compañero. En vista de sus preparativos, supuse que se permitía la salida; y, dejando mi duro diván, hice gesto de seguirlo. El lo advirtió y señaló una puerta interior con la punta de su laya, dándome a entender con un sonido inarticulado que allí era donde yo debía ir si es que cambiaba de sitio.
La puerta daba a la casa, donde ya estaban en pie las mujeres: Zillah, que hacía subir chispas por la chimenea con un fuelle colosal, y la señora de Heathcliff, que estaba arrodillada sobre el hogar, leyendo un libro a la luz de la lumbre. Sostenía una mano entre el calor, propio de un horno, y sus ojos, y parecía absorta en su ocupación, de la que solo se apartaba para reñir a la criada por cubrirla de pavesas, o para apartar de vez en cuando de un empujón a un perro que le acercaba demasiado el morro a la cara. Me sorprendió ver allí también a Heathcliff. Estaba de pie junto al juego, dándome la espalda, poniendo fin a una escena tormentosa dirigida a la pobre Zillah, la cual interrumpía de cuando en cuando su tarea para recoger la esquina de su delantal y soltar un quejido indignado.
—Y tú, **** inútil —empezó a proferir cuando entré yo, volviéndose hacia su nuera y aplicándole un epíteto tan inofensivo de suyo como los de «pata» u «oveja», pero que en general se representa con unas estrellas—. ¿Ya estás con tus mañas de haragana? Los demás se ganan el pan que comen; ¡a ti te sustento de limosna! Deja esa porquería tuya y búscate algo que hacer. Tendrás que pagarme el suplicio de tenerte constantemente a la vista: ¿me has oído, condenada pícara?
—Dejaré esta porquería mía porque puede usted quitármela a la fuerza si me niego —respondió la joven, cerrando el libro y arrojándolo sobre una silla—. ¡Pero no haré nada, salvo lo que me apetezca, aunque esté renegando hasta que se le gaste la lengua!
Heathcliff levantó la mano, y su interlocutora, que evidentemente conocía el peso de esta, se apartó de un salto hasta una distancia más segura. Yo no quise gozar del espectáculo de una pelea entre un perro y una gata y me adelanté a buen paso, como si estuviera deseoso de participar del calor del hogar y como ignorante por completo de la disputa que había interrumpido. Cada uno de los dos tuvo el decoro suficiente para suspender las hostilidades: Heathcliff se metió los puños en los bolsillos para evitar tentaciones; la señora de Heathcliff hizo una mueca de desprecio y se encaminó hasta un asiento lejano, en el que cumplió su palabra representando el papel de estatua durante el resto de mi estancia. Esta no se alargó. Rehusé su invitación a desayunar y, a la primera luz del alba, aproveché la oportunidad de huir al aire libre, que ahora. estaba despejado y en calma, y tan frío como hielo impalpable.
Antes de que yo hubiera llegado al fondo del jardín, mi casero me dijo a voces que me detuviera y se ofreció a acompañarme por el páramo. Fue venturoso que me acompañara, pues toda la ladera de la colina era un mar blanco y encrespado, cuyas olas y cuyas concavidades no se correspondían con las elevaciones y las depresiones del terreno; al menos, había muchos hoyos que estaban llenos ras con ras, e hileras completas de montículos, desechos de los acantilados, que habían desaparecido del mapa que me había quedado representado en la mente tras mi paseo del día anterior. Había advertido a un lado del camino, a intervalos de seis o siete varas, una hilera de piedras erguidas que se extendía a lo largo de todo el yermo; estaban colocadas y encaladas a propósito, para que sirvieran de guía a oscuras, y también cuando una nevada como la presente confundía las ciénagas de ambos lados con el camino más firme; pero había desaparecido todo rastro de su existencia, a excepción de algún punto sucio que asomaba aquí y allá, y mi acompañante se vio obligado a indicarme con frecuencia que doblara a derecha o a izquierda cuando yo me imaginaba que seguía correctamente las revueltas del camino.
Mantuvimos poca conversación, y él se detuvo a la entrada del parque de Thrushcross, diciendo que desde allí ya no podía equivocarme. Nuestra despedida se redujo a una reverencia apresurada, y después seguí adelante, confiando en mis propios recursos, pues la casa del guarda está desocupada de momento. La distancia desde el portón hasta la Granja es de dos millas; creo que conseguí alargarla a cuatro, perdiéndome entre los árboles y hundiéndome en la nieve hasta el cuello, apuro este que solo sabrán valorar los que lo han vivido. En cualquier caso, fueran cuales fuesen mis rodeos, el reloj daba las doce cuando entré en la casa; y así tocaba exactamente a una hora por cada milla del camino habitual desde Cumbres borrascosas.
Mi mueble humano y sus satélites salieron apresuradamente a darme la bienvenida, exclamando en tumulto que me habían dado del todo por muerto; todos habían hecho cuenta que yo había perecido la noche anterior, y se estaban preguntando cómo debían emprender la búsqueda de mis restos. Les mandé que guardaran silencio, en vista de que ya había vuelto; y, aterido hasta los huesos, me arrastré hasta el piso superior, donde, tras ponerme ropa seca y pasearme de un lado a otro durante treinta o cuarenta minutos, para recobrar el calor animal, me he retirado a mi gabinete, débil como un gatito: hasta tal punto que casi no puedo gozar del alegre fuego y del café humeante que ha preparado la criada para reconfortarme.