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Las mujeres prefieren tener razón a ser razonables.

OSCAR WILDE

Los niños siempre consiguen lo que se proponen.

Y, siempre, incluso en lo más absurdo, tienen razón, aunque no la tengan…

N.A.

15 de febrero de 1992

—¿Y si se la jugamos? —preguntó Luka con su mirada de «no te imaginas lo que se me acaba de ocurrir».

—No sé, Luka. No creo que tengas razón. Cada cual en San Valentín regala lo que quiere a quien quiere, y eso incluye a Marcos y su inexistente carta —respondió Ruth algo molesta, pero sincera.

—Es un cerdo, digas lo que digas. Mucho juega al rescate conmigo, mucho échame un cable con los deberes de mates, pero luego que te den por culo —despotricó Enar dándole una vuelta de tuerca más al asunto—. Para pedirte favores siempre está dispuesto, pero para mostrarse agradecido no. Pues que le den. Vamos a joderle vivo.

—Por favor, Enar; no seas tan bestia —se inmiscuyó Pili a pesar de la mirada asesina de Enar—. El día de San Valentín es cosa de enamorados y solo se regala a tu novio, no a un amigo. Si Marcos no le ha mandado ninguna tarjeta a Ruth, será porque no está enamorado. —Pili llevaba dos meses saliendo «en serio» con Javi (todo lo «en serio» que pueden salir dos niños de doce años) y todo se le volvía amor.

—Mira tú quién fue a hablar, Doña le Amo y no Puedo Vivir sin Él; eres vomitiva. Claro, cómo tú has tenido tu cartita y tu regalito, normal que no quieras que Ruth tenga lo suyo. Eso significaría perder protagonismo. —Enar podía ser una verdadera víbora cuando se lo proponía, es decir, casi siempre.

—¡Eres una…! —comenzó a insultarla Pili, solo para ser cortada de golpe por Ruth.

—Eh, vamos. No discutamos, no merece la pena.

—Tú misma, tía. Si quieres que se siga riendo de ti, adelante. Pero si fuera yo, se lo haría pagar. No puede tenerte siempre a su disposición para jugar o hacer deberes y luego no mandarte ninguna tarjeta por San Valentín —siguió Enar dale que te pego.

—Es que no tiene nada que ver una cosa con la otra. Además yo tampoco le he mandado ninguna tarjeta —reflexionó Ruth, ecuánime.

—Pero todavía puedes mandársela —dijo Luka con aire misterioso haciendo que sus amigas la mirasen; Ruth, con espanto; Pili, divertida; y Enar, maliciosa—. Marcos Cara de Asco no tenía obligación de mandarte nada, pero podría haberlo hecho. Tú no tienes por qué mandarle nada, pero vas a hacerlo. Escuchad lo que se me ha ocurrido. —Y, para bien o para mal, todas la escucharon.

Carlos, Javi y Marcos estaban sentados en un banco de la plaza, esperando a los demás para echar el partido de cada tarde.

—¿De verdad te dio un beso en los morros cuando le diste la carta? —Carlos estaba flipando con lo que Javi contaba que hizo «su novia» cuando le dio los regalos.

—Un piquito —contestó este, aturullado y más rojo que un tomate.

—Juer, tío, pero eso está genial. Si yo tuviera novia, le escribiría una tarjeta todos los días para que me diera mogollón de besos —afirmó Carlos ante la imagen que planeaba en su mente.

—Cagón, no te pases, tío. A ti no te besa una tía ni aunque le regales tu colección de cromos —se burló Marcos.

—¡Ni a ti, no te joroba! —resopló Carlos.

—Hombre, si te hubieras atrevido a mandarle algo a Ruth… —comentó Javi risueño.

—¡Qué chorrada! ¡Que me lo mande ella a mí! —respondió Marcos molesto.

El día anterior había estado a punto de escribirle una tarjeta, pero al final se lo había pensado mejor. Ahora, a la vista del resultado obtenido por el Dandi, quería darse de tortas por idiota.

—Hablando del rey de Roma… —Javi señaló hacia la entrada de la plaza, por la que en esos momentos aparecían las chicas.

Los chicos se giraron como impulsados por un resorte, cada uno con un pensamiento específico en mente: Carlos imaginándose a las chicas rodeándole y besándole gracias a las múltiples cartas que escribiría; Javi buscando una excusa para desaparecer con Pili y obtener otro «piquito»; Marcos echando un poco de menos a las chicas de antaño, aquellas que se dedicaban a observarlos a escondidas tras los arbustos y que los seguían a todas partes. Ahora ya no eran tan divertidas, o mejor dicho, eran divertidas de otra manera, o al menos eso aseguraba Javi.

Pili y Ruth eran las que más habían cambiado, o a las que más se les notaba. Y vaya si se les notaba. Les habían crecido las tetas y ensanchado el culo, se peinaban el pelo de manera distinta cada día y ya no querían jugar al fútbol ni al rescate ni a «churro, media manga, manga entera» con ellos. Se ponían faldas por debajo de la rodilla que, al doblar la esquina y desaparecer de la vista de las vecinas cotillas, se subían hasta que se les veía una buena porción de muslo. Además se pintaban la boca en cuanto se alejaban de la plaza, se sentaban muy juntitas en el banco y los miraban con fijeza para luego hablar entre ellas en susurros, como contando secretitos, para a continuación reírse como tontas. ¡No las entendía ni su padre!

Bueno, Javi decía que él sí entendía a Pili, pero claro, él estaba como loco por que llegaran las siete de la tarde y acompañarla a su casa, ya que una vez solos en el portal, y siempre según él, Pili le dejaba besarla en la boca.

Marcos centró su atención en Ruth: ya no llevaba las coletas desarregladas, aunque su pelo seguía mal cortado, ni tampoco vestía con pantalones pequeños y jerséis grandes, sino con pantalones ceñidos, faldas cortas y chaquetas de punto que se ajustaban —y tanto que se ajustaban— a sus incipientes formas. Se abofeteó mentalmente un par de veces por no haberle mandado una tarjeta por San Valentín y así haber conseguido su beso, y después puso cara de fastidio. Tanta minifalda y tanta tontería, cuando lo que tenía que hacer Ruth era calzarse las deportivas y ponerse a jugar con él. ¡Mierda! Los partidos no eran lo mismo sin sus chutes ni sus discusiones por el juego limpio. De hecho, echaba tanto de menos su compañía que últimamente se inventaba problemas con las mates para subir a su casa y hacer los deberes juntos. Aunque ni los libros ni los deberes eran los mismos, ya que él iba a Nuestra Señora de la Caridad, un colegio privado, ¡de curas!, y ella iba al San José de Valderas, público y mixto. ¡Lo que daría él por ir a un cole mixto con ella!

Las chicas se detuvieron a unos pocos metros del banco y comenzaron a hablar en susurros, con abundantes codazos de Luka y Enar a Ruth. Algo tramaban. Al final Ruth pareció decidirse y enfiló directa hacia Marcos. Se paró un segundo, dubitativa, y, a continuación, alzó la mano y le indicó con el dedo índice que se acercara.

Marcos se quedó atónito e inmóvil, hasta que un empujón nada discreto de Carlos casi le tiró del banco. Se dirigió suspicaz hacia Ruth y esperó a que le dijese algo.

—Hola. —Ruth se mordió el labio inferior a la vez que procuraba tocar lo menos posible la carta que mantenía oculta a su espalda.

—¿Qué pasa, Avestruz? —preguntó Marcos con desconfianza a la vez que miraba por encima del hombro de la chica para ver qué ocultaba.

—Jopelines, te he dicho que no me llames así —le contestó enfurruñada. Marcos tenía la mala costumbre de llamar a todo el mundo por motes que él mismo inventaba. Y casi siempre atacaban el punto débil del aludido. Ruth odiaba su mote, ¡ella no tenía el cuello largo!

—Y yo te he dicho mil veces que no digas esa cursilada. Nadie te va a tomar en serio si cuando te enfadas en vez de decir un buen «joder» dices un repipi «jopelines».

—Vaya, pues lo siento, pero no veo la necesidad de mancharme los labios diciendo esas palabras que o no significan nada, o significan justo lo contrario de lo que quiero decir.

—Ya saltó la marisabidilla. —Marcos botaba sobre las puntas de sus pies, intentando ver lo que escondía—. ¿Qué tienes ahí?

—Nada. Bueno, sí. Es que he pensado…

—¿Qué? —Marcos giró alrededor de Ruth, pero ella seguía sus movimientos quedando siempre frente a él.

—¡Te quieres estar quieto! Vas a conseguir que me maree.

—¿Qué escondes? —La curiosidad lo mataba. ¿Podía ser una tarjeta tardía de San Valentín? ¡Qué va!

—Esto… —Ruth volvió la cabeza hacia sus amigas, Enar y Luka, que la animaron asintiendo. Pili, por su parte, negó con una mueca. Hizo caso al bando equivocado—. Esto… ¡Toma! —chilló a la vez que le ofrecía un sobre blanco adornado con corazoncitos dibujados con rotulador.

—¿Qué es? —preguntó Marcos, rogando que fuera lo que pensaba.

—Una carta. Pero no te lo tomes en serio… Me voy. Chao. —Se dio la vuelta y echó a correr hacia sus amigas, pasó entre ellas y siguió corriendo muerta de vergüenza.

Marcos se quedó parado en el sitio, ensimismado, viendo cómo las muchachas salían corriendo de la plaza y sintiendo el peso de la carta en sus dedos. Observó con atención el sobre. Su nombre aparecía escrito en él con la letra clara y perfecta de Ruth, con un corazón atravesado con una flecha en cada extremo. Con dedos torpes lo giró buscando la manera de abrirlo sin romperlo.

Si era lo que él pensaba que era, lo iba a conservar hasta conseguir su beso.

—Te ha dado una carta, tío. Fijo que es por San Valentín. ¡Ábrela! ¡A ver qué pone! Lo mismo se te declara y todo; ¡qué suertudo! ¡Vamos! ¿A qué esperas? ¡Ábrela ya! —Carlos saltaba intentando coger la tarjeta, mientras Marcos hacía lo imposible por evitarlo.

—Cagón, estate quieto, leches. —En ese momento Carlos se la arrebató, y Marcos le dio un fuerte empujón para recuperarla—. ¡Joder! Es mía. Como la vuelvas a coger te parto la cara.

—Vale, no te pongas así.

—¿Qué pone? —preguntó Javi intrigado.

—Ni idea, no la he abierto.

—Ábrela. —Javi arqueó las cejas.

—No. Ya vienen los demás, vamos a jugar al fútbol.

—¡Tío! ¿Nos vas a dejar con la intriga? No fastidies, ábrela —arremetió de nuevo Carlos.

—Mira, Cagón, te lo voy a decir una vez, así que grábatelo bien en esa estúpida cabezota que tienes. La carta es mía. La abriré cuando me dé la real gana. Y eso será cuando tú no estés. ¿Lo has captado?

—Vete a la mierda —contestó Carlos ofendido.

—Lo ha captado —sentenció Javi.

Marcos guardó la carta en el bolsillo trasero de los pantalones y se fue con sus amigos a echar el partido de todas las tardes.

Durante las dos horas que duró el juego apenas si prestó atención al balón. Solo podía sentir el sobre pegado al culo, quemándole los vaqueros. ¿Qué pondría? Imaginó que sería una declaración de amistad, pero según iban pasando los minutos, su imaginación fue componiendo un panorama mucho más acogedor: Ruth le escribía reconociendo que lo apreciaba como amigo. No. Que le admiraba por su manera de jugar al fútbol. Que le gustaba mucho hacer los deberes con él y que ojalá fueran al mismo colegio. ¡No! Fijo que escribiría que se divertía mucho en su compañía y que le gustaría que pasaran todas las tardes juntos. Exactamente, que quería pasar todo el día con él porque estaba loquita por sus huesos. Humm, que quería darle un pico.

¿Cómo serían los picos? Javi decía que molaban mazo. Seguro que era eso. Ruth estaba loca por él y quería que fueran novios como Pili y Javi. ¿Y qué más cosas hacían esos dos? Seguro que Javi no contaba ni la mitad. Marcos paró de correr tras el balón y se quedó quieto en mitad de la plaza. ¡Sí! Ruth quería que fueran más que amigos. Seguro que en la carta ponía que quería verle en algún sitio a solas, y fijo que le daría un beso, y lo mismo le dejaba ver si las formas que asomaban bajo sus jerséis eran de verdad o eran bolas de papel colocadas de forma estratégica. La curiosidad lo mataba. Se imaginó haciendo algunas de las cosas que hacían en las películas que sus padres no le dejaban ver y que él veía a través de la rendija de la puerta del comedor. ¡Ay, Dios! Estaba deseando ver qué ponía en esa tarjeta. Pasó los dedos por encima del bolsillo del pantalón, tentado de sacarla y leerla en ese mismo instante, imaginando cosas que ningún niño de doce años debería imaginar —y que todos imaginaban—, cuando sintió un empujón en la espalda. Era Carlos.

—Joder, Cagón. ¿De qué vas, tío? —respondió Marcos a su vez con otro empujón.

—Eh, tío. —Carlos levantó las manos en señal de rendición—. Estás parado en mitad del partido y además se te está marcando el pantalón.

—¿Qué narices dices? —preguntó Marcos sin saber a qué se refería su amigo.

—Te está diciendo que se te nota… —contestó Javi enarcando las cejas y señalándole la entrepierna.

—¿Que se me nota qué? —jadeó Marcos mirándose la bragueta. Sí, se le estaba marcando ligeramente—. ¡Joder! Me voy a sentar un rato.

Se dirigió al banco más alejado que encontró seguido por sus dos amigos, mientras el resto de la panda lo miraba entre sonrisitas y lo abucheaba con frases del tipo: «A Marcos se le escapa el pajarito», «Le da la vuelta al muslo, tendrá algo que ver Ruth y su culo», y lindezas por el estilo.

—¿Qué te ha pasado, tío? —preguntó Carlos alucinando.

—Déjame en paz, ¿vale?

—Carlos, ¿has traído agua? —intervino Javi.

—Sí, la tengo en la mochila.

—Ve a buscarla, anda —apuntó el Dandi.

—Y una mierda. En cuanto me largue, os vais a poner a rajar sobre eso. De aquí no me muevo —contestó Carlos que, aunque era un par de años más pequeño que ellos, de tonto no tenía ni un pelo.

—Mira, nene, que te largues, ¿vale? —Marcos lo agarró por el cuello del abrigo; a veces era un poco macarra.

—Vete a la mierda. —Carlos se deshizo del agarre y se largó enfadado.

—Te has pasado, Marcos.

—Es un plasta. Cuando se pone así no lo aguanto.

—Ya. —Javi entendía esa situación. Carlos tenía una rara capacidad para colmar la paciencia de cualquiera, y Marcos no tenía nada de paciencia—. ¿Qué te ha pasado?

—Nada.

—¿Es por la carta?

—No.

—Vale.

— Dandi, ¿qué haces con Pili cuando la llevas a casa y estáis solos en el portal?

—No todo lo que te imaginas que harás con Ruth si en la carta pone lo que piensas que pone —aseveró Javi sin detallar absolutamente nada de lo que Marcos preguntaba, pero entendiendo y compartiendo sus pensamientos.

—Idiota —rio Marcos.

—Puede. Pero un idiota feliz —respondió estallando en carcajadas.

—Me largo —dijo Marcos tras unos cuantos empujones amistosos y muchas risas.

—Estás deseando leerla a solas —intuyó Javi viendo a su amigo alejarse. Desde luego las chicas conseguían como nadie que los chicos hicieran idioteces. Idioteces muy agradables.

El ruido de las conversaciones ficticias en televisión le dio la bienvenida cuando entró en casa. Su madre estaba tumbada en el sillón del comedor, con un pañuelo en la mano, viendo por enésima vez el capítulo de la telenovela que había grabado a mediodía.

Luisa grababa todas las que echaban en la tele a diario, y las veía una y otra vez. Ya que no tenía «el amor de su vida», cogía el de las sufridas protagonistas. Hija única y mimada, nacida de un matrimonio mayor y con posibles, se había casado con Felipe, «la mejor elección» según sus progenitores. No estaba enamorada, no le apetecía tener hijos y, sobre todo, le aburría hasta la saciedad el papel de ama de casa; no era lo suficientemente dramático.

Desde el principio, Luisa y su recién estrenado marido se instalaron en el enorme piso de sus padres; era hija única y por tanto era una tontería comprar una casa cuando al cabo de los años heredaría. Mientras sus suegros vivieron, Felipe se dedicó a intentar llegar lo más alto posible en su oficio —pero cuando alguien es mediocre, por mucho que se esfuerce, no suele conseguir pasar de ser… mediocre—, a la vez que Luisa vivía como la princesa que siempre le habían dicho que era, y, cuando nació su primer y —esperaba— último hijo, los abuelos, gozosos, se dedicaron en exclusiva a él, dejando libre al joven matrimonio.

Pero la vida no dura para siempre, y la de los abuelos, ya de por sí mayores, se acabó relativamente pronto, complicándolo todo para Luisa. De golpe y porrazo se encontró con que tenía que ejercer de madre sin tener ni la más remota idea de cómo cuidar de un chaval que no era hijo bastardo, ni se metía en problemas en el colegio ni, por el contrario, era un ejemplo que seguir, adorable y obediente, es decir, algo parecido a los niños de sus telenovelas. Marcos era normal y corriente. A veces era testarudo, pero no lo suficiente como para ser considerado un rebelde; a veces hacía travesuras, pero no lo suficientemente malas como para ser considerado un villano. Aprobaba el curso, pero no sacaba sobresalientes. Por tanto, ni era un genio ni era un descerebrado; simplemente era demasiado normal y, en las telenovelas en que Luisa basaba las acciones de su vida, eso no pasaba.

Al principio intentó comportarse como las madres amantísimas que veía en la tele, pero no resultó bien. A su hijo no le iban los besuqueos indiscriminados y ella no encontraba sacrificios desmesurados que hacer por él, como les pasaba a sus heroínas televisivas. Tras un tiempo en que su hijo acabó por esquivarla, llegó a una solución: en la intimidad del hogar, le ignoraba, y en la calle, frente a las vecinas, sus atenciones y cariños se volvían desmesurados y sensibleros, más o menos como en los culebrones.

Marcos saludó a su madre y se dirigió a su habitación. Al pasar por delante del despacho de su padre, lo vio encorvado sobre su atril de dibujo, intentando hacer algo que no hubiera hecho nadie antes y que, por supuesto, consiguiera mantenerse en pie.

Felipe era arquitecto, o eso decía, porque su trabajo real era de inútil para todo en una empresa de tres al cuarto. Aun así trabajaba en todos sus ratos libres en una edificación de ángulos imposibles y materiales absurdos, con la esperanza de que alguien viera su originalidad y el mundo se rindiera ante su genialidad.

Marcos pasó de largo y casi estaba en su cuarto cuando la voz de su progenitor lo hizo detenerse. Se dio la vuelta desanimado y se dirigió al despacho. Hoy no había conseguido escaparse. Cada día tenía que hacerle un resumen a su padre sobre el temario que había estudiado en el colegio, los deberes que debía hacer en casa, la gente con la que jugaba y el nivel de notas que esperaba sacar. Marcos, por supuesto, mentía como un bellaco: el colegio bien, el temario perfecto, deberes unos pocos. Los amigos con los que jugaba en el recreo eran, por supuesto, los más inteligentes de la clase y, cuando estaba en la calle, iba con los niños del club social del Parque Lisboa a estudiar a la biblioteca. Jugar al fútbol en la calle, ¡jamás! Sabía de sobra lo que se esperaba de él, y estaba dispuesto a cumplir las expectativas. O al menos eso decía. Porque lo cierto era que pasaba de los curas, de los compañeros y del colegio privado. Sus mejores amigos vivían en el barrio que su padre más detestaba, y sabía cómo era la biblioteca por las descripciones que Ruth hacía de ella.

Felipe escuchaba las respuestas de su hijo intuyendo que, como siempre, debería resignarse cuando, al finalizar el trimestre, las calificaciones no fueran las esperadas. Por desgracia, aunque Marcos ponía todo su empeño, no conseguía jamás sobresalir. En su mente empezaba a fraguarse la convicción de que el colegio al que acudía, aun siendo el mejor de su ciudad, no sabía aprovechar todo su intelecto por lo que se hacía imprescindible un cambio de vida, de país. Debían emigrar a algún lugar en el que la enseñanza privilegiada que el dinero de sus difuntos suegros podía comprar diese mejores frutos. Un sitio en el que también él fuera reconocido como arquitecto. Y así, paso a paso, comenzó a buscar opciones más adecuadas para su familia.

Marcos sonrió complacido al ver que su padre asentía, sin dudar de sus palabras, y corrió a su cuarto. Cerró la puerta y, por si las moscas, encajó la silla del escritorio debajo del picaporte. Una vez seguro de que nadie invadiría su intimidad sacó la carta de Ruth del bolsillo y la observó con atención.

No había cambiado, el sobre seguía lleno de corazoncitos rosas y su nombre continuaba escrito con la preciosa caligrafía de Ruth. La acercó a su nariz y olfateó, esperando percibir algún rastro de colonia o algo de ese estilo romántico y tontorrón que tanto gustaba a las chicas. Pero el único olor que le llegó fue similar al de las heces. Extrañado, volvió a olerla; efectivamente, el sobre olía a mierda. Pensó durante un instante en los posibles motivos. Se la había metido en el bolsillo trasero del pantalón, cierto, pero que él supiera no se había tirado ningún pedo ni se había sentado encima de ningún excremento. Dejó la tarjeta sobre el escritorio, se quitó los pantalones y miró con atención la parte trasera de estos. Estaba limpia, sin ningún resto orgánico. Cogió la carta de nuevo, ahora bastante escamado, y la abrió con cuidado. Dentro había un papel rosa doblado en cuatro. Lo sacó y vio que estaba adornado con más corazoncitos, muchas «X» y un par de «O», que según Javi —que, en el grupo, era el entendido en chicas— significaban «besos» y «abrazos», respectivamente.

Atrás quedó olvidado el mal olor y la premonición de que algo no cuadraba, y volvieron las imágenes de Ruth escribiendo, citándole en un sitio apartado, esperando con los ojos cerrados y los labios semiabiertos un beso.

Se rascó la cabeza y giró el papel aún doblado; lo estudió por delante y por detrás, conjeturando sobre lo que habría escrito en él. Una sonrisa soñadora apareció en su cara. Se sentó en la cama con su tesoro entre los dedos, imaginándola corriendo tras el balón, vestida de nuevo de chicazo y con sus coletas desbaratadas. Luego la imagen cambió de golpe: Ruth le esperaba sentada en un banco de la plaza que quedaba oculto entre los arbustos. Llevaba un vestido de verano de tirantes —le daba lo mismo que estuvieran en pleno invierno— y le esperaba con una sonrisa en la boca. La imagen cambió otra vez: ahora estaban en el portal de su casa, él la acompañaba como hacía Javi con Pili, y ella le recompensaba con un piquito. Inmediatamente subían al piso y hacían los deberes juntos, riéndose con las trastadas de sus hermanos mientras Ricardo le preguntaba a él qué quería ser de mayor y quedaba fascinado con sus respuestas y su claridad mental, animándole a que estudiara lo que más le gustaba y a que buscara más allá de las profesiones altamente cualificadas y remuneradas que su padre le obligaba a sopesar para su futuro. Luego se sentaría a cenar con todos y charlaría de la liga, los estudios o la última película de Stallone. En familia. Todos juntos. Justo lo contrario que sucedía en su casa. No sabía qué le gustaba más de Ruth, si ella como persona o ella como parte de su cariñosa y entrañable familia.

Se pasó de nuevo los dedos por el pelo a la vez que giraba sobre la cama hasta quedar tumbado boca abajo y desdobló el papel. Tenía algo dentro, algo pegado. No, untado. Acercó más la cara al papel. ¿Qué demonios? Parecía que habían untado ¿paté? ¿Nocilla? ¿Una mezcla de ambos? Entornó los ojos y acercó la nariz al pegote. Ostras, qué mal olía. Se fijó un poco más. ¡Joder! ¡Una mierda! Literal, había untado una puñetera mierda en el papel, justo debajo de unas líneas escritas a bolígrafo.

Querido Marcos:

Puesto que no te has dignado a escribirme tarjeta alguna por San Valentín, queda claro y transparente que lo que yo pensaba que era una gran amistad, pensamiento apoyado por las veces que hemos hecho los deberes juntos y las ocasiones en que has solicitado mi presencia en tu equipo para los juegos deportivos, no es otra cosa que puro y simple interés, ya sea por mejorar tus notas o por mejorar tus clasificaciones en la liguilla del barrio. Por tanto, atentamente te digo que, desde ya, te puedes ir a la…

Y, tras una flecha, estaba pegado, muy centrado, el pegote de mierda.

¡Mierda! Y nunca mejor dicho. Asquerosa cría de las narices. Se había pasado tres pueblos. Marcos leyó y releyó las frases. La escritura y las expresiones rebuscadas y de marisabidilla eran típicas de Ruth, pero untar la mierda y usarlo para explicarle gráficamente adónde podía irse era cosa de Luka. Seguro. No había nadie tan diabólico como esa puñetera cría.

Por un momento estuvo a punto de arrugar el papel, pero justo cuando iba a estrujarlo cayó en la cuenta de su contenido. Lo cogió entre dos dedos, salió de su cuarto y lo tiró sin más miramientos al cubo de la basura. Luego se lavó las manos unas mil veces con mucho jabón mientras planeaba venganza.

 

* * *

 

El día siguiente llegó demasiado rápido para Ruth. En clase apenas atendió a la lección y en cuanto sonó el timbre de la tarde salió corriendo con Pili, dejando atrás a Enar y Luka, las instigadoras de la travesura. Llevaba todo el día sintiéndose fatal, con retortijones en el estómago y una sensación de haberlo hecho todo mal que no se le quitaba de la cabeza.

Cuando entraron en la zapatería, Ricardo vio en sus miradas que algo las preocupaba.

—¿Qué tal el colegio? —preguntó.

—Bien —respondieron a la vez las niñas.

—¿Muchos deberes para esta tarde?

—No —dijeron las dos a la vez.

—¿Algún problema con los chicos? —investigó.

—Pili está por Javi —canturreó Darío, el hermano de Ruth, asomando su cabecita morena por la puerta de la tienda.

—Tú te callas, idiota —saltó Pili echando a correr tras el pequeñajo.

—¿Algún problema con Marcos? —insistió Ricardo mirando muy serio a su hija mayor.

Últimamente el muchacho iba a menudo a su casa, en teoría a hacer los deberes, y parecía que se llevaban mejor que de costumbre o, al menos, que no discutían tanto.

—No. Bueno, sí. Ay, la verdad es que no lo sé. —Miró a su padre compungida—. Ayer le escribí una carta por San Valentín…

Y procedió a contarle todo el tema de la misiva. Sabía que había hecho mal, que no tenía motivos, y que el «regalito» era de muy mal gusto. No tenía ni la más remota idea de por qué se había dejado liar de esa manera, pero estaba muy, pero que muy arrepentida. Ricardo rio con ganas al oír la trastada y, tras el rato de hilaridad, miró a su hija. Ruth tenía los ojos brillantes, al borde de las lágrimas. Su niña, esa mocosa que nunca tuvo tiempo de ser pequeña, ahora se estaba haciendo mayor.

—Cariño, no te preocupes por la carta. Ni por la mierda. —Se le escapó una carcajada divertida—. La misión de los chicos a esta edad es correr, saltar y aclarar a los demás quién es más rápido, quién juega mejor, quién es mayor. En definitiva, se demuestran unos a otros quién es el líder. Las chicas comenzáis a volveros mujercitas, a vestiros para destacar vuestra belleza, a soñar con novios y a intimar unas con otras para conseguir lo que queréis. Y entre medias de todas estas actitudes, chicos y chicas os dedicáis simple y llanamente a fastidiaros unos a otros, a hacer diabluras y a descubrir vuestras personalidades. Si por azares del destino, Pili y Javi se hacen novios, o tú y Marcos discutís, no pasa nada, porque al día siguiente todo estará olvidado.

—Papá, no entiendo qué tiene que ver lo que has dicho con lo que te he contado —comentó Ruth perpleja ante su parrafada.

—Lo que quiero decir es que no te preocupes, lo que has hecho no tiene importancia. Todos, absolutamente todos los pobladores de la Tierra lo han hecho en algún momento de su vida. Una diablura arriba o abajo no significa nada.

—Pero es que yo no hago esas cosas.

—No, y ese es el problema. Todas las niñas a tu edad han hecho mil travesuras. Tú siempre has sido demasiado correcta, demasiado responsable. Ya era hora de que hicieras alguna.

—Si tú lo dices —asintió Ruth nada convencida.

Cuando Pili regresó de cazar a Darío, Ruth seguía sin estar segura. Ella no hacía trastadas, no hacía diabluras y, sobre todo, no dejaba nada a su libre albedrío. Todo lo que hacía estaba total y completamente calculado y planificado, y esa carta se salía por completo de su esquemática vida. Esperaba que no trajese consecuencias.

Las trajo.

Durante las siguientes semanas, Marcos se dedicó a hacerle la vida imposible.

El día después de la entrega de la aromática carta, la empujó a traición haciendo que cayese sobre un charco para luego sentarse sobre ella y llenarle las coletas de barro. Otro día le lanzó un balón a la cara en el mismo momento en que comía su bocadillo, y este acabó en el suelo. Y en otra ocasión, los chicos cazaron una lagartija y Marcos se la metió por debajo del abrigo. ¡Qué asco! Aún sentía al bicho asqueroso recorriendo su espalda. Gracias a Dios que Luka sentía una especial afinidad por los reptiles y se la había sacado, porque Enar y Pili habían salido corriendo como alma que lleva el diablo al ver el animal.

Todos estos sucesos desembocaron en una espiral de travesuras, con Marcos ideando diabluras y Luka aconsejando a Ruth trastadas todavía más fuertes.

Lo que empezó siendo una venganza en toda regla, se acabó convirtiendo en el mejor año de toda su vida. Chicos y chicas esperaban como locos a que sonara el timbre de clase para salir corriendo a la calle e idear la mejor manera de fastidiar al enemigo. Y cuando por fin llegó el verano, la situación no hizo más que mejorar: aguadillas en las piscinas públicas, chicos colándose en el vestuario de las chicas para verlas en ropa interior, chicas empujando a los chicos a la piscina cuando estaban vestidos, chicas flirteando con la panda rival mientras los chicos, celosos, inventaban mil y una maneras de dejarlas en ridículo… En definitiva, fue el verano de los doce a los trece años que todo adolescente vive y jamás olvida.

La llegada del invierno puso fin a las correrías callejeras, a llegar a las diez de la noche a casa y a los bailes de las fiestas. Comenzaron los estudios, los deberes, los exámenes y los fines de semana. Sábados y domingos en pandilla, cumpleaños en la hamburguesería del barrio, días entre semana haciendo los deberes juntos en casa de Ruth mientras Marcos seguía asegurando a su padre que estaba en la biblioteca. Días cortos con tardes llenas de miradas por encima de los libros.

Pili y Javi seguían siendo novios mientras el resto de la panda se inventaba cancioncillas subidas de tono que les hacían sonrojar, al tiempo que chicos y chicas buscaban avergonzados al que esperaban sería su novio o novia durante el verano que aún tardaría meses en llegar.