FISERV FORUM, MILWAUKEE (WISCONSIN), 16 DE AGOSTO
(81 DÍAS ANTES DE LAS ELECCIONES)

Hombro con hombro. Cada delegado compartía su escaso territorio con varios delegados más que pugnaban por ocupar el mismo espacio. El Fiserv Forum es un moderno pabellón deportivo al que suelen acudir cerca de dieciocho mil personas para disfrutar de los partidos del equipo de baloncesto Milwaukee Bucks, una de las franquicias de la NBA. Es, por tanto, un lugar de amplitud generosa. Pero todos los presentes aspiraban a situarse en una misma ubicación frente a las cámaras de televisión. El país entero asistía al momento. El mundo tomaba nota del evento político que cada cuatro años se apodera de los programas informativos y de los grandes titulares de la prensa.

—Conforme a las normas establecidas para esta convención nacional del Partido Demócrata y escuchados los aspirantes a la candidatura a la presidencia de los Estados Unidos de América, procedemos a la votación para elegir al nominado, que será nuestro próximo presidente.

Aplausos y grititos guturales acompañaron a Claire Maher, mientras asumía el honor de dirigir la votación de la candidatura del partido para mantener el control del Despacho Oval, después de que ocurriera algo muy poco común: que un presidente, Jeremy Williams, decidiera no presentarse a la reelección. Desde su llegada al cargo, se sospechaba que Williams podría ser presidente de un único mandato porque alcanzó la Casa Blanca cuando ya tenía setenta y ocho años. Su victoria en las elecciones de 2020 se había producido al conformarse una amplia coalición social, desde la derecha moderada hasta la extrema izquierda, para derrotar a Richard Banks. La actitud impetuosa, arrebatada e impulsiva de Banks extremó las posturas políticas en un país que ya se había dejado llevar por el radicalismo en los años anteriores a su presidencia. Los votantes expulsaron a Banks del poder, y ahora Williams también sería presidente de un solo mandato, aunque en esta ocasión por propia voluntad, no por perder en las urnas. Ya tenía ochenta y dos años y consideraba que había cumplido con la principal misión que se propuso cuando compitió por la Casa Blanca: desmontar el legado de su antecesor. También pretendía calmar al país y relajar la tendencia a la polarización, que mostró su rostro más delirante en el asalto al Capitolio en enero de 2021. La democracia se tambaleó aquel día, ante el ataque de miles de fanáticos que no aceptaban la caída de su líder. En cualquier caso, esos eran objetivos demasiado ambiciosos para un tiempo tan corto como los cuatro años que dura un periodo presidencial.

—Es un honor para mí empezar la votación por los delegados del Partido Demócrata en el gran estado de Alabama —anunció Maher ante sus compañeros para dar inicio al proceso de elección.

Más aplausos. Los sesenta delegados de ese estado sureño repartieron sus votos, otorgando una mayoría clara a Nathalie Brooks. Era la primera de una serie de victorias parciales, estado a estado, que elevarían a la gobernadora de Arizona a la categoría de nominada demócrata. El resultado venía dado desde hacía algunas semanas, cuando a finales de mayo su rival, Rachel Brady, vicepresidenta de los Estados Unidos con Jeremy Williams y primera mujer negra en alcanzar un cargo de ese nivel, perdió toda opción de conseguir el necesario número de delegados en la convención. Las elecciones primarias del partido habían sentenciado a Brady casi desde que perdió en el estado de New Hampshire. Según la tradición, pocos aspirantes levantan el vuelo si han sufrido un duro golpe cuando en pleno invierno se inician las votaciones en las frías y nevadas tierras del noreste. Pero Brady insistió e insistió, hasta que se agotaron sus fuerzas y, sobre todo, sus fondos. Las bases demócratas querían a Brooks. Las de Alabama, las primeras. Las demás, después. Y las élites políticas y económicas opinaban lo mismo.

El Partido Demócrata había elegido como escenario de su convención nacional la ciudad de Milwaukee porque es la más importante de Wisconsin, y este es uno de los estados que en anteriores elecciones presidenciales se ganaron o perdieron por una mínima diferencia de votos. El empresario Banks se había convertido en 2016 en el presidente Banks gracias, entre otros motivos, a su victoria en Wisconsin por menos de veintitrés mil votos de diferencia con respecto a su rival. Y el expresidente y exsenador Williams se había convertido en 2020 en el presidente Williams al conseguir allí una ventaja de apenas veinte mil votos sobre su contrincante, el presidente Banks.

Ahora, los demócratas querían lanzar una campaña masiva en Wisconsin, Michigan, Ohio y Pensilvania para evitar que, una vez más, un puñado de votos en un puñado de estados les arrebatara el poder.

—Continuamos con la votación para nominar a quien confiamos en que será nuestra próxima presidenta.

Los delegados ovacionaron el optimismo de la encargada de gestionar el proceso de elección de la candidata demócrata. Delegación a delegación, los votos evidenciaron la clara victoria de Nathalie Brooks, lo que permitió a la aspirante derrotada hacer un gesto político, muy del gusto de la concurrencia. Cuando llegó el turno de los delegados de California, el estado de la perdedora, Rachel Brady pidió la palabra. Se le entregó el micrófono y habló para la convención, para el país y para la historia.

—Señora secretaria —dijo Brady con tono sereno y sabiendo que su intervención quedaría para siempre en las hemerotecas y en YouTube—. En representación del gran estado de California, agradeciendo la dedicación de todos aquellos que han trabajado en mi campaña, con espíritu de unidad, con fe en nuestro partido y en nuestro país, declaremos juntos, con una única voz, que Nathalie Brooks será nuestra próxima presidenta.

Brady elevó la intensidad de su voz en las palabras finales. Era el reconocimiento a quien había vencido y lo presentó ante la convención como un gesto generoso, en pos de la hermandad interna del partido y de los deseos de todos, incluidos los suyos, de conservar la Casa Blanca. De paso, era también un primer intento de seguir siendo una figura determinante en el futuro inmediato, a pesar de su descalabro en las primarias. Pronunciar aquellas palabras y quedar como una patriota de partido no había sido tan difícil en comparación con el dolorosísimo proceso sufrido, de derrota en derrota, a lo largo de los duros meses de las elecciones primarias. Asumir su fracaso le había costado largas noches de insomnio, en la soledad de las habitaciones de hotel de todo el país, llorando hasta el amanecer mientras se preguntaba por qué las bases la rechazaban, cuando antes de iniciar la carrera por la nominación era considerada la candidata inevitable. ¿Cómo podía perder la nominación a la presidencia quien era una magnífica vicepresidenta de Estados Unidos y contaba con el apoyo del propio presidente? No tenía rival. Es lo que parecía. Y por eso la caída resultó tan dura. Pero, en el momento final, llegada la convención nacional, había que asumir el papel histórico de unir al partido en torno a la vencedora, aunque sintiera odio por ella al haberle arrebatado lo que consideraba suyo. Quizá el futuro le reservara aquello de lo que se creía merecedora. El poder. El poder absoluto.

Las lágrimas se derramaron sobre las mejillas de muchos delegados que soñaron con una presidenta Brady. También, por las mejillas de aquellos que conformaban su equipo de campaña y que ahora sufrían las consecuencias de su fracaso. Atrás quedaba la aspiración de ocupar los despachos destinados a los fontaneros de la Casa Blanca. Brooks y los suyos se los habían arrebatado con una estrategia brillante desde las primeras votaciones en los caucus de Iowa, allá por el mes de febrero. Y ahora recogían la cosecha.

—Señora secretaria —continuó el alegato de la vicepresidenta y candidata derrotada Rachel Brady—, solicito que se suspenda el procedimiento habitual y, por tanto, la votación, de manera que la gobernadora Nathalie Brooks del gran estado de Arizona sea elegida por aclamación como nominada del Partido Demócrata para ser la presidenta de los Estados Unidos.

El Fiserv Forum estalló en aplausos mientras la secretaria, Claire Maher, agradecía el gesto de unidad de Brady y certificaba que Brooks sería elegida por unanimidad, sin necesidad de sumar votos, para no evidenciar aritméticamente el resultado de la contienda ni el grado de derrota de la candidata perdedora.

Los ojos de Rachel Brady se humedecieron cuando terminó su intervención y devolvió el micrófono a un ayudante. La vicepresidenta había conseguido con mucho esfuerzo mantenerse serena durante el discurso en el que aceptaba su capitulación y entregaba la gloria a su rival. Hacía un año que el presidente Williams había llamado a su vicepresidenta al Despacho Oval.

—Querida Rachel —dijo el presidente en aquella reunión, en el verano de 2023—, no me presentaré a la reelección. Quiero que tú seas la candidata del Partido Demócrata, que ganes las elecciones de noviembre de 2024 y te conviertas en la primera presidenta afroamericana. Será un hito histórico para Estados Unidos y mi mejor legado.

Pero ahora, el sueño se desvanecía y la templanza que Rachel Brady trataba de reflejar con su actitud generosa no representaba el sentimiento que realmente la torturaba por dentro.

Por el contrario, Nathalie Brooks mostraba el sosiego propio de quien acaba de terminar una jornada rutinaria en la oficina, o como quien asiste a un acontecimiento que considera perfectamente predecible. Tal era su seguridad en la victoria.

Brooks no estaba en la sala. Aguardaba el momento de gloria en la habitación de un hotel cercano, rodeada de sus colaboradores. Todos juntos veían por televisión aquel momento histórico mientras aplaudían y gritaban. Todos, salvo Brooks, que mantenía la mirada en la imagen que ofrecía el televisor con gesto serio y con la mente ocupada en sus recuerdos.

—Aquellos que voten a favor de la gobernadora Brooks que digan sí —propuso Claire Maher a la multitud de delegados, y su petición fue respondida con una afirmación masiva, una explosión de ruido y lanzamiento de globos al viento, mientras los realizadores de las cadenas de televisión mostraban planos generales de la masa fervorosa y planos cortos con las lágrimas de muchos delegados, emocionados con la escena y ansiosos por confirmar que una demócrata seguiría al frente de la Casa Blanca.

En ese momento de euforia y bullicio, las pantallas del pabellón mostraban el rostro de Rachel Brady, la patriótica vicepresidenta de Estados Unidos que había sacrificado sus aspiraciones por un bien mayor. Una leve sonrisa, muy trabajada en las largas horas de ensayo con sus asesores de imagen, iluminaba su rostro. Pero en aquel instante, la cara no reflejaba los verdaderos sentimientos que la perturbaban.

—Por tanto —alzó la voz Maher para hacerse oír en medio del alboroto general—, tal y como exigen las normas, más de dos tercios de los delegados han votado sí. ¡Se aprueba la moción por aclamación!

Ya nadie preguntó si había votos en contra. La música al máximo volumen se expandió por la gran sala del pabellón deportivo mientras Nathalie Brooks se ponía en pie en su habitación de hotel para recibir los besos y los abrazos de sus asesores. Ahora sí sonreía, aunque con moderación. Para la ocasión, había elegido un impecable e inmaculado traje blanco, de pantalón y chaqueta sobre blusa azul celeste, y unos zapatos a juego de tacón moderado. Su cuello estilizado lucía una fina cadena de plata de la que colgaba un anillo que perteneció a su padre. Nathalie lo llevaba en todos los acontecimientos importantes de su vida. Esta vez, su media melena de color castaño claro estaba libre por recomendación de su peluquera. «Señora, no se recoja el pelo hoy. Es su gran día. Deje que vuele», le dijo la estilista con ínfulas filosóficas.

Brooks pidió silencio a los suyos y, mientras se oía de fondo el ruido de la convención que emitía el televisor, lanzó el nuevo reto:

—Ahora, a por la victoria en noviembre.

La suite del hotel se convirtió en un jolgorio desmedido. El objetivo final estaba más cerca. Si habían sabido vencer en las primarias nada menos que a la vicepresidenta, serían capaces de doblegar al aspirante republicano. Se veían ya en la Casa Blanca.

En el gran recinto deportivo, y rodeada de miles de personas, Rachel Brady aplaudía ante las cámaras de televisión, ante el mundo y ante la historia, pero con todo el dolor del alma. El maquillaje aguantaba con dificultad las gotas de sudor que empezaban a deslizarse desde su frente. Su chaqueta azul estaba salpicada por los papelitos de colores que arrojaban los delegados. El pelo, ceñido en una cuidada coleta, dejaba ver unos discretos y elegantes pendientes, regalo del presidente Williams. No le habían dado suerte, pero ella se los quiso poner a pesar de todo. Era una muestra de agradecimiento hacia su mentor. Williams lo había intentado. Ella había fracasado. Y, antes de que las lágrimas afloraran, lanzó un beso al aire con la última sonrisa impostada que aún le quedaba en la reserva, dio media vuelta y se perdió escaleras arriba hasta desaparecer por una de las puertas. Al cabo de unos pasos muy acelerados, su secretario se acercó a la carrera.

—Señora, tiene una llamada en su teléfono personal.

—¿Quién es? —respondió Brady incómoda, de mala gana, sin volver la cabeza y manteniendo el ritmo de sus zancadas.

—No lo sé, señora. Solo pone N.

La vicepresidenta de Estados Unidos giró, entonces sí, la cabeza hacia su asistente con una mueca de sorpresa. No es que no lo esperara, pero la escena que acababa de protagonizar había ejercido un efecto de desconexión en su cerebro y le impedía tener presentes las cuestiones de puro procedimiento y costumbre. Era lógico, pensó, que Nathalie Brooks llamara para agradecer la iniciativa de renunciar a la votación por la unidad del partido y en apoyo a la ganadora. Rachel Brady hizo una señal a su ayudante para que le entregase el móvil y le pidió que se apartara. Esperaba que la charla fuese de pura cortesía y durase apenas unos segundos. Quería, cuanto antes, dejar atrás lo vivido y lo sufrido. Respiró con profundidad antes de responder para evitar que la voz quebradiza reflejara su ánimo abatido por la derrota.

—Hola, Nathalie, enhorabuena. Serás una gran presidenta —se adelantó Brady sin dar tiempo a su interlocutora a pronunciar una sola palabra.

—Gracias, Rachel —respondió, algo sorprendida por las prisas que parecía tener su rival—. Sé que este es un momento difícil para ti. Pero te quiero agradecer el gesto de renunciar a la votación para unir todas las fuerzas del partido en mi candidatura. Eso engrandece tu figura política para el futuro. Y de eso quiero hablar contigo. Del futuro.

—Eres muy amable, pero solo hice lo que debía y ahora el futuro es tuyo. Te deseo mucha suerte. Adiós, Nathalie.

Brady pretendía cortar la llamada casi con brusquedad, porque su deseo era que aquella conversación telefónica terminara cuanto antes para marcharse al hotel y vivir su desgracia en soledad. Pero la vencedora aún no había terminado.

—¡Un momento, Rachel!

—Nathalie, tengo prisa. Me espera mi familia. He de colgar —contestó con tono cortante y hasta desagradable.

—Dame solo treinta segundos y luego decides si te vas con tu familia o vienes a verme.

—¿A verte?

Nathalie precipitó su respuesta a esa pregunta porque temía que Rachel colgara el teléfono y buscó el registro de voz más institucional para hacer su oferta.

—Quiero que sigas siendo la vicepresidenta de los Estados Unidos. Te ofrezco que seas mi candidata a la vicepresidencia. —Brooks pronunció esta última frase con la solemnidad debida.

A Rachel Brady se le paralizó el rostro, notó que sus terminaciones nerviosas se erizaban y tuvo la pulsión inmediata de responder que no. Y también sintió otra pulsión mucho más intensa, pasional y humana: la de insultar a Nathalie. Pero la experiencia le hizo guardar silencio. En sus largos años de ejercicio de la política había aprendido a pensar una respuesta dos veces antes de verbalizarla, por muy clara que pudiera tenerla en un primer momento. No quería ser la compañera de ticket electoral de Nathalie Brooks. De hecho, si pudiera hacer lo que de verdad deseaba, iría en ese momento a la habitación de su rival no para responder a su propuesta, sino para matarla. Pero su cerebro empezó a funcionar a mil revoluciones, como lo hacía siempre en los grandes momentos. Y ese cerebro tan bien entrenado ordenó hacer una pausa reflexiva. ¿Por qué no? ¿Qué tenía que perder?

—Deberíamos vernos ahora mismo y en un lugar discreto. —Nathalie rompió el silencio que se había adueñado de la conversación en los últimos tres segundos.

—La habitación de mi secretario es el lugar más discreto que se me ocurre en este momento —recomendó Rachel, todavía confusa y aturdida, mientras trataba de adecentarse la coleta por si se le hubiera escapado algún cabello suelto ante tanto movimiento.

Brady dio a Brooks las instrucciones para llegar hasta esa habitación sin levantar demasiado revuelo. Allí se encontrarían diez minutos después. Brady aceleró de nuevo, dirigió los pasos de su ayudante y ambos llegaron a la suite a tiempo. Segundos después, Brooks llamó a la puerta. Dos agentes del servicio secreto se quedaron fuera departiendo con otros agentes que protegían a la vicepresidenta Brady.

Estaban solas. Al fondo del salón había un gran ventanal con vistas a la ciudad, aunque en ese momento las cortinas estaban corridas para asegurar la discreción. Un elegante tresillo en tonos pastel se apoyaba en una de las paredes, junto a una mesa baja y dos sofás que parecían cómodos, pero que no utilizaron. Nathalie dio el paso de besar a Rachel en la mejilla. Rachel, fría y distante, apenas se movió. Estaban de pie, a menos de un metro de distancia, cara a cara.

—¿Sabes desde cuándo no ocurre que el ganador de una convención demócrata lleve en su candidatura a la vicepresidencia a quien perdió y que ambos juntos ganen después las elecciones? —retó Rachel a Nathalie con una pregunta que obligaba a conocer bien la historia del partido.

—Desde que Kennedy se la ofreció a Lyndon Johnson en el hotel Biltmore de Los Ángeles, la mañana del 14 de julio de 1960 —respondió Nathalie sin pestañear y sorprendiendo a Rachel, que pretendía poner a su contrincante en un aprieto—. Aunque tardó en ofrecerle el cargo más de lo que yo he tardado en ofrecértelo a ti. Kennedy llamó a Johnson un día después de conseguir la nominación. Yo solo he dejado pasar un minuto.

—¿Sabes lo que cuentan sobre aquella oferta? —Rachel no tenía intención de perder ese pugilato con Nathalie—. Dicen que Kennedy odiaba a Johnson y que la planteó para quedar bien con el partido, porque estaba convencido de que Johnson no aceptaría. Pero aceptó.

—Yo no te odio, Rachel. Y espero que tú no me odies a mí.

—Ha pasado mucho tiempo desde 1960, Nathalie. Ni tú ni yo habíamos nacido. Esas cosas ya no se estilan. No sé si nuestros compañeros de partido lo entenderían. Y, lo más importante: no sé si los votantes lo entenderían.

—Si vienes conmigo, la unidad del partido estará asegurada. Y si el partido está unido, los votantes nos seguirán. Yo aportaré una imagen de cambio en lo que es necesario cambiar, y tú representarás la continuidad en lo que es imprescindible mantener de la administración actual. Un ticket Brooks-Brady solo puede ser un ticket ganador.

Rachel ya había tomado su decisión antes de iniciar esa charla. Fueron suficientes los diez minutos de reflexión de los que dispuso entre la breve conversación telefónica y la reu­nión en aquella suite de hotel. Alargando la reunión solo pretendía situar su respuesta en el marco político y personal adecuado a la importancia del momento. Pero faltaba algo para completar la representación.

—Dame un minuto y te daré la respuesta. Necesito hacer una llamada —dijo Brady mientras se encaminaba hacia el dormitorio de la suite y cerraba la puerta a su espalda.

En realidad, eran dos llamadas. Una, al presidente de Estados Unidos. No buscaba su aprobación. No la necesitaba. Era una mujer libre para tomar sus decisiones. Pero sí quería que Williams fuese la primera persona en conocer lo que iba a ocurrir. Después llamó a su marido. En este caso, confiaba en tener su comprensión. Y la obtuvo.

Pasados unos minutos que parecieron eternos, se abrió la puerta y Rachel regresó al salón. Nathalie estaba junto a la ventana, observando el paisaje urbano. Se volvió de inmediato y esperó.

—Acepto la candidatura a la vicepresidencia de los Estados Unidos —dijo Rachel, mirando fijamente a los ojos de Nathalie, pero sin siquiera esbozar una leve sonrisa.

Nathalie dio un paso y abrazó a Rachel con fuerza. Ambas rieron, entonces sí, con aparente felicidad, intercambiaron carantoñas y disimularon que se les saltaban las lágrimas, tratando de frenarlas con las yemas de los dedos para que no arruinaran su cuidado maquillaje. Rachel llamó de nuevo a su marido y le pasó el teléfono a Nathalie para que se saludaran. Después, hicieron lo mismo con el marido de Nathalie y con el presidente de Estados Unidos. De inmediato, avisaron a los responsables de la convención y del partido para que la noticia se difundiera y ocupara todas las horas de televisión y radio, y todo el espacio disponible en los periódicos. Nathalie Brooks y Rachel Brady se odiaban tanto como en los años sesenta se odiaron John Kennedy y Lyndon Johnson. Y ellas se necesitaban igual que se necesitaron ellos.

Rachel Brady tenía cincuenta y nueve años. Era la primera mujer vicepresidenta de la historia. Era, también, la primera mujer negra que alcanzaba ese cargo. Soñaba con ser algún día la primera presidenta negra y, con esta nueva expectativa, quizá el sueño se podría cumplir a largo plazo. Nathalie Brooks tenía sesenta y siete años. Desde hacía seis era la gobernadora demócrata de un estado sureño y tradicionalmente republicano como Arizona. Ese era su gran mérito: ganar en un territorio en el que en los últimos cincuenta años solo dos candidatos demócratas habían conseguido vencer a sus rivales republicanos en unas elecciones presidenciales.

Terminaba así uno de los dos días que debían cambiar el signo de los tiempos. El primero, la nominación de la candidata. El segundo sería en noviembre, cuando los americanos habrían de elegir entre esa candidata demócrata o elevar al poder al aspirante republicano: el hijo mayor del expresidente Banks, Richard Banks II. Una batalla política para matar o morir. Todo o nada.

FISERV FORUM, MILWAUKEE (WISCONSIN) 17 DE AGOSTO
(80 DÍAS ANTES DE LAS ELECCIONES)

Hay tres momentos especialmente mágicos para un político norteamericano. El primero de todos es el discurso a las espaldas del Capitolio, frente al Mall de Washington, el 20 de enero del año en el que toma posesión de la presidencia. Nada puede superar ese instante en el que el presidente electo se convierte en presidente en ejercicio cuando, siguiendo una tradición secular, pronuncia su nombre completo y procede a jurar solemnemente, con la mano derecha sobre la Biblia y ante el máximo representante de la Corte Suprema de la nación, que cumplirá con las obligaciones del cargo y preservará, protegerá y defenderá la Constitución de los Estados Unidos.

El segundo momento más importante es el discurso que pronuncia dos meses antes, la noche de la jornada electoral de noviembre en la que los norteamericanos le han otorgado en las urnas el máximo poder político sobre la faz de la tierra. Y el tercer episodio mágico se produce cuando aún faltan algunos meses para las elecciones, al aceptar la nominación de su partido.

Las cuatro jornadas de la convención nacional del Partido Demócrata de Estados Unidos llegaban a su fin. Uno de los días se destinaba a la votación para elegir al candidato. Y el último se dedicaba, casi en exclusiva, a escuchar el discurso del vencedor y darle el apoyo para que inicie su camino hacia las elecciones presidenciales con todo el impulso de los suyos.

Nathalie Brooks estaba en los camerinos reservados para ella, su familia, sus amigos más cercanos y su equipo de campaña. En el pabellón, repleto, se emitía un vídeo hagiográfico sobre su persona y sus éxitos políticos. Se veían fotos de su infancia en Arizona, en los años sesenta. Aquella niña con falda corta jugaba con su padre, héroe de la Segunda Guerra Mundial, condecorado por el presidente Eisenhower e histórico miembro del partido. Fue un hombre curtido en los campos de batalla de Europa, que vivió para ver el nuevo siglo cuando ya había superado los ochenta. Su madre, siempre enfermiza, había muerto prematuramente cuando ella era una niña.

En la gran pantalla del Fiserv Forum se recuperaron las imágenes de la joven Nathalie en la universidad, en su primera campaña política para ser miembro del Congreso estatal de Arizona y en aquella victoriosa noche electoral en la que fue elegida gobernadora contra todo pronóstico. Rostro juvenil, de la mano de su marido Carl, con sus dos hijas pequeñas y con toda una carrera por delante. Nathalie, en un gesto de afirmación feminista, había decidido romper con la tradición de adoptar el apellido de su esposo y quiso mantener el de su padre. Eso, que podía haber sido polémico, se convirtió en un elemento más de fortaleza política entre su electorado, especialmente con las mujeres jóvenes.

La voz profunda del locutor que relataba todos esos hitos recitó la frase final, la música se desvaneció y la pantalla encadenó el último plano. Después se oscureció y también las luces del pabellón se apagaron de repente. Y de la misma forma, un único foco deslumbrante apuntó hacia el escenario cuando Nathalie Brooks se hizo presente. Sonrisa amplia, perfección en el maquillaje, hermoso traje de falda y chaqueta en tonos pastel de no menos de tres mil dólares, pin con la bandera americana en la solapa, saludos a derecha e izquierda, paso firme. Carl y sus hijas aplaudían desde un palco. Nathalie era la persona del momento. Pocos apostaban por ella hacía apenas unos meses. Hoy, sin embargo, era la esperanza de, como poco, la mitad de la nación y de más de medio mundo en su proyecto de evitar que volvieran al poder los modos del expresidente Richard Banks en la figura de su hijo Richard Banks II. Y también era la esperanza de muchas mujeres por conseguir, finalmente, que una de ellas alcanzara el cargo político más poderoso del mundo.

—Gracias, gracias. Gracias, amigos. Muchas gracias. —Brooks se dirigía a una multitud que no quería interrumpir la ovación. El entusiasmo político desbordaba aquel lugar, más acostumbrado al entusiasmo deportivo.

La candidata mantenía la escena bajo control. Desde muy niña, su padre había enseñado a la pequeña Nathalie la importancia de gestionar las emociones, especialmente en momentos determinantes de la vida: «La serenidad es superioridad», solía decirle a su hija, que siempre lo recordaba cuando sentía que el ánimo se le agitaba y que las palpitaciones amenazaban con quebrantar su aplomo.

Cinco minutos antes de subir al estrado, había ordenado a todos sus ayudantes y asesores que la dejaran sola. Incluso tuvo que imponerse sobre el responsable de los agentes del servicio secreto que tenían asignada la seguridad de la candidata. Ellos también tuvieron que abandonar la sala y esperar al otro lado de la puerta. En aquel momento de soledad, Nathalie se acercó a una ventana con vistas al tráfico de la calle, apartó la cortina y, con la mirada perdida en el horizonte, acarició con los dedos el anillo que colgaba de su elegante cadena en el cuello. Las lágrimas empezaron a deslizarse por su rostro recién maquillado, aunque eso no produjo un solo movimiento en los músculos faciales. Era como si los lagrimales tuvieran autonomía para actuar, sin por ello provocar un llanto incontrolable. Sabía que necesitaba llorar, pero no quería que ocurriera durante su discurso, a la vista de todos. Lo haría ahora, se desahogaría sola, con su padre en la memoria, con la fortaleza de espíritu que le aportaba su pasado y con la expectativa del futuro inmediato, del objetivo que podía cumplir y que solo ella y una persona más en el mundo conocían. Tenía miedo, estaba aterrorizada, pero nadie lo sabría. Jamás.

Pasados un par de minutos, Nathalie decidió que ya era suficiente. Fue al baño, se miró en el espejo, secó sus mejillas y reparó con un ligero toque cosmético los casi inapreciables surcos que habían provocado las lágrimas. Revisó con especial cuidado sus ojos. No quería que aparecieran vidriosos. Nadie debía sospechar que había llorado. Daría imagen de debilidad. Eso no podía ocurrir y no iba a ocurrir. Estaba convencida de que la sensación de fortaleza de ánimo que ofrecía era, precisamente, el motivo principal por el que había sido capaz de vencer a la vicepresidenta de Estados Unidos en las elecciones primarias. Es lo que aprendió de su padre: era imprescindible ser fuerte. Pero, además, debía parecerlo.

La organización había ubicado a un lado y a otro del atril unas pequeñas pantallas de cristal transparente que sirven para que los oradores puedan leer su discurso sin que parezca que están leyendo. Brooks saludó a las autoridades del partido, a su equipo de campaña y a Rachel Brady, vicepresidenta de Estados Unidos y su candidata a vicepresidenta. Su designación se había convertido en una noticia de ámbito planetario, de la que se informaba sin pausa en todos los medios de comunicación. Nadie esperaba ese golpe de efecto ni tal muestra de generosidad política de Nathalie Brooks. La candidata se dirigió entonces a sus «compatriotas de esta gran nación».

—Con una profunda gratitud y una gran humildad, acepto vuestra nominación para la presidencia de los Estados Unidos.

Más de dieciocho mil personas se pusieron en pie como un resorte, gritando y aplaudiendo a esa mujer a la que habían confiado sus esperanzas políticas para las elecciones de noviembre. Mientras, dirigentes políticos de todo el mundo asistían a la escena en directo por televisión preguntándose en qué acabaría aquello y quién era de verdad Nathalie Brooks.

A ESA MISMA HORA EN MOSCÚ

—Señor presidente, buenos días. Son las cinco de la mañana.

El diligente secretario particular hizo sonar el teléfono a la hora en la que se lo había pedido su jefe. Pronunció aquellas palabras con voz tenue para no molestar a un hombre somnoliento, pero con la solemnidad que regía su tarea de servicio al presidente de la Federación Rusa.

—Gracias, Grigori —respondió Karlov mientras se desperezaba, buscaba el mando a distancia del televisor de su habitación y apretaba el botón sin levantarse de la cama.

A ocho mil seiscientos noventa kilómetros de Milwaukee, cuando en esa ciudad americana era la noche del 17 de agosto, marcaban las cinco de la madrugada del 18 de agosto en Moscú. Iván Karlov solía levantarse temprano cada día. Era su rutina desde los años setenta, cuando empezó a trabajar para el KGB recién terminada su carrera de Derecho en esa hermosa ciudad que entonces se llamaba Leningrado. Pero pocas veces madrugar significaba que le despertaran a las cinco. Esta vez, sí. Karlov quería ver con sus propios ojos y en directo un acontecimiento increíble que tenía lugar a ocho husos horarios de distancia hacia el oeste. Ni los más optimistas responsables del espionaje soviético pensaban que aquello acabaría ocurriendo. Pero nunca había estado más cerca de ocurrir. Lo que décadas atrás planificaron casi como un ejercicio de ensayo en el servicio de inteligencia, una especie de juego de guerra fría, se transformaba ahora en un reto y una oportunidad que podía cambiar el mundo de una forma nunca antes explorada. El presidente, a pesar de estar aún adormecido, se sentía henchido de orgullo. «Seguimos siendo superiores; los americanos nunca podrán con nosotros», pensó mientras pulsaba el mando a distancia del televisor.

A Karlov le gustaba ver Russia Today (RT), la cadena televisiva de su creación que pretendía servir para contrarrestar la «propaganda occidental antirrusa» de la CNN o la BBC. Hacía años que RT emitía desde Moscú a todo el mundo en varios idiomas para ofrecer la visión rusa de las cosas que pasan. Pero esta vez Karlov quería regodearse, precisamente, viendo el evento a través de la emisión internacional de la CNN.

El presidente de Rusia se incorporó, pero no salió de la cama. Apoyó su espalda en el cabecero y dejó que los menos de ciento setenta centímetros que abarcaba su cuerpo, desde el pelo hasta las uñas de sus pies, se desperezaran quedamente soportados por su cómodo colchón presidencial. Estaba pletórico.

—Estados Unidos no puede volver atrás —decía Brooks desde la pantalla del televisor del presidente Karlov—. Nunca más permitiremos que potencias extranjeras se entrometan en nuestro proceso democrático para manipular el resultado de las elecciones, como ocurrió en 2016 y como intentaron hacer de nuevo en 2020. La trama rusa no triunfará. América prevalecerá.

Miles de personas se pusieron en pie para ovacionar a su candidata antes de que cerrara su discurso. Karlov veía la escena sin apenas contener una sonrisa de satisfacción. Se sentía poderoso.

—Hay mucho trabajo por hacer —continuó Brooks—, muchos niños por educar, muchas personas mayores a las que cuidar, una economía que mejorar, ciudades que reconstruir, granjas que preservar, familias a las que proteger. Caminemos juntos hacia el futuro. Mantengamos nuestra promesa, la promesa de América. Gracias. Que Dios os bendiga y que Dios bendiga a los Estados Unidos de América.

Cientos de banderas con las barras y las estrellas ondearon al aire cuando los asistentes al discurso de la candidata demócrata aplaudían con pasión a esa mujer que les ofrecía determinación, carisma, seguridad y un país mejor. Brooks sonreía a un lado y a otro del escenario. Saludaba con la mano derecha en alto. Soñaba con el poder.

Mientras, en la habitación de Moscú, a las cinco de la madrugada, Iván Karlov agotaba su taza.

—Grigori, tráigame otro café, por favor —dijo a través del teléfono.

—De inmediato, señor presidente.

MOSCÚ, HORAS DESPUÉS

A tres kilómetros del lugar en el que se acababa de despertar el presidente de Rusia, un anciano también había madrugado, aunque para él levantarse a las cinco de la mañana era su rutina diaria. A su edad, lo difícil era dormir más allá de esa hora. Pero esta madrugada la había pasado casi en blanco. La cabeza trabajaba sin descanso. Debía hacer algo, pero no tenía certeza de qué sería lo mejor.

Cuando aún no había amanecido en Moscú, el viejo Boris Kovalev se puso en pie tembloroso. El temor era un sentimiento que en su juventud soviética le habían enseñado a controlar: «El miedo te puede costar la vida», le decían sus maestros. Pero aquella mañana sentía las pulsaciones de su corazón en las sienes. Estaba abrumado por la incertidumbre y por el peso de la responsabilidad, porque sabía algo que casi nadie más en el mundo conocía. Era demasiado importante como para guardárselo e ignorarlo. Pero no estaba seguro de cómo actuar: una decisión errónea podía tener resultados catastróficos.

Encendió su ordenador portátil, se conectó a internet y buscó la emisión en streaming. Ya sabía lo que iba a ver. Lo sabía, como cualquier persona interesada por las cuestiones políticas, desde que los resultados de las elecciones primarias del Partido Demócrata de Estados Unidos se decantaron claramente por Nathalie Brooks. Había confiado en que algún acontecimiento inesperado lo impidiera. Sin embargo, aquello se les había ido de las manos.

El discurso de Brooks duró una hora. A los pocos minutos, Boris dejó de mirar la pantalla de su ordenador, dio unos pasos y llegó hasta la ventana de su pequeño salón. Mientras escuchaba, ya casi con desdén, la letanía de la candidata demócrata a la presidencia de Estados Unidos, Kovalev observaba cómo el tenue sol moscovita de aquella mañana de verano empezaba a asomar por encima de los tejados circundantes.

—¡No permitiremos más injerencias de Rusia en nuestros asuntos! —gritaba Brooks desde los altavoces de la computadora. En la soledad de su apartamento, Boris puso una mueca parecida a una sonrisa melancólica al escuchar esas palabras. «¿Qué hago?», se preguntó a sí mismo en silencio. Y la duda definitiva: «¿Debo dejarlo pasar porque ya soy viejo para esto o, precisamente porque ya soy viejo y no tengo nada que perder, debo realizar este último servicio?».

—Que Dios os bendiga y que Dios bendiga a los Estados Unidos de América.

Brooks terminó su discurso, Kovalev se apartó de la ventana y apagó su ordenador. Había tomado su decisión: hablaría con ellos y se lo contaría todo. Sí, habían pasado muchos años. Demasiados. Llegó a pensar que nunca más tendría que recuperar el contacto. Pero ahora era obligado hacerlo. Ni siquiera sabía si seguían vivos o si estarían impedidos. Eran algo más jóvenes que él. Debía intentarlo.

A las nueve de la mañana, aseado y recién desayunado, Boris salió a la calle con su paso lento habitual. Dejó el teléfono en casa para que el localizador no dejara rastro alguno del lugar al que se dirigía. Saludó a varios vecinos que iban a sus trabajos. Bajó al metro y se dirigió hacia un barrio de las afueras de la ciudad para que aquello que iba a hacer no ocurriera cerca de su domicilio y algún avispado investigador pudiera relacionarlo con él. Media hora después, volvió a la superficie y buscó una cabina telefónica concreta. Cada vez había menos, porque los móviles las habían hecho desaparecer casi por completo. Pero aún quedaban algunos. Y Boris conocía uno en concreto. Necesitó dar un paseo a pie de otros treinta minutos. Estaba en un lugar poco transitado. Tampoco había cámaras de tráfico en la zona. Y el comercio más cercano se encontraba a unos trescientos metros, con lo que su cámara de seguridad, si es que la tenía, difícilmente podría dar de él una imagen nítida.

Boris recordaba el número de memoria. Nunca lo había apuntado en ningún papel por razones obvias. Discretamente, se enfundó las manos con guantes de látex para no dejar huellas y marcó con determinación el prefijo de Suiza y los dígitos de un teléfono fijo de la ciudad de Berna. ¿Seguiría viviendo allí? ¿Seguiría vivo?

La señal sonó tres veces y finalmente alguien descolgó. Era una voz de mujer.

—Buenos días, señora. ¿Está Leonard? —preguntó Kovalev en el alemán que había aprendido en su juventud durante su larga estancia en la República Democrática Alemana.

—¿Leonard? —preguntó extrañada la mujer—. Aquí no vive ningún Leonard.

—Dígale a su marido que le ha llamado alguien preguntando por Leonard —inquirió Kovalev.

—No le entiendo, señor —respondió.

—¿Está su marido en casa? —Boris ni siquiera estaba seguro de que esa mujer fuese la esposa, pero la pregunta le serviría para descubrirlo.

—No, ha salido. —En efecto, era la esposa de alguien, aunque no podía saber si se trataba de la persona con la que intentaba contactar; aun así, insistió porque no tenía otro opción.

—Pues hágame el favor de decirle a su marido que ha llamado alguien preguntando por Leonard. Leonard. No lo olvide. Muchas gracias.

Boris colgó sin dar tiempo a que la mujer respondiera. Solo podía confiar en que trasladara el mensaje.

Kovalev recorrió un camino de vuelta distinto al utilizado para llegar hasta la cabina. Regresaba al pequeño hogar que las autoridades le asignaron tiempo atrás por su apasionada labor de toda una vida como agente del KGB al servicio del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). Conocía bien a Iván Karlov. Kovalev fue el responsable de la unidad de contraespionaje a la que perteneció el ahora presidente de Rusia, también espía del KGB en su juventud, cuando fue destinado a la RDA hacía cuatro décadas. Karlov sentía un gran aprecio personal y profesional por Kovalev, al que honró recientemente con una visita, el día en el que el viejo Boris cumplió ochenta años. Sí, era mayor, pero se mantenía en razonable buena forma y era capaz de valerse por sí solo. Tampoco le quedaba otro remedio, porque no tenía a nadie con él, aunque una empleada de hogar acudía un par de veces a la semana para ayudarle con las cosas de la casa. Estaba viudo y su hijo vivía en Londres, como tantos otros rusos que se lo podían permitir. Había estudiado allí y ahora trabajaba en una multinacional con sede en la capital británica. Aunque la pensión de Boris era limitada, como todas, su hijo le enviaba dinero periódicamente para que viviera con más holgura.

Llevaba treinta años en aquel apartamento de una habitación, sin alarde alguno, en un edificio de arquitectura soviética. No distaba mucho de ser una colmena. Pero no se quejaba porque, además, tenía su dacha a las afueras de Moscú gracias a los servicios prestados. Allí disfrutaba del buen tiempo y la naturaleza cuando terminaba el invierno. Sabía que muchos compatriotas considerarían todo eso como un privilegio inalcanzable. Era el privilegio que se había ganado como servidor del Estado soviético. En aquel tiempo, lo tenía todo muy claro. Ahora, con la experiencia propia de su edad y con la sabiduría acumulada a lo largo de los años, todo era distinto y, paradójicamente, le martirizaba la duda. ¿Estaba traicionando a su país o lo estaba salvando? ¿Era un patriota o un traidor? Quizá sus viejos amigos pudieran resolver esas incertidumbres, suponiendo que contactaran con él. Boris quedó a la espera.

BERNA (SUIZA), A ESA MISMA HORA

En Berna, Anna, la mujer que acababa de atender la misteriosa llamada de un extraño, se asustó. No entendía lo que pasaba, pero intuía que no era bueno. Para salir de dudas, buscó de inmediato su teléfono móvil y llamó a su marido.

—Arnie, ha ocurrido algo muy raro —le dijo alarmada—. Un hombre con acento extranjero ha llamado al teléfono de casa preguntando por un tal Leonard.

Arnie tardó dos largos segundos en reaccionar. ¿Por qué se preocupaba su mujer si parecía evidente que alguien había llamado al teléfono equivocado? A todo el mundo le ha ocurrido alguna vez. Pero, de repente, un lejano recuerdo hizo que se quedara petrificado.

—¿Arnie? —inquirió Anna ante el espeso silencio de su marido.

Arnie seguía sin reaccionar. Tenía el móvil pegado a la oreja mientras su mirada se había perdido en la lejanía sin ningún destino específico. Leonard. Leonard... ¿Sería Boris? ¿Tantos años después? Hacía mucho tiempo que había dado por superado aquel periodo de su vida. Pero, inesperadamente, estaba allí de nuevo. Respiró hondo tratando de asumir la situación. Si la llamada era de su amigo ruso y si se había visto obligado a algo así, es que las cosas iban mal. O, aún peor, extraordinariamente mal. Por fin, pudo activarse de nuevo.

—Sí, sí, gracias, cariño. No te preocupes. Será alguien que se ha equivocado. Si vuelve a llamar, me lo dices y entonces hacemos algo, pero seguro que no es nada —trató de calmar a su esposa, sin mucho éxito.

Pero, en efecto, Boris no volvería a llamar. Las instrucciones estaban claras desde los tiempos de la Guerra Fría: se haría una sola llamada en la que únicamente se citaría el nombre de Leonard como clave. Lo demás ya llegaría. Y lo demás era que a Arnie le correspondía de inmediato hacer su labor de enlace.

Arnie era Arnold Breuer, un ciudadano suizo de setenta años, antiguo agente del FIS, el servicio de espionaje de su país. Ahora se dedicaba a negocios financieros. Tres décadas atrás había realizado discretas labores de mediación entre los servicios de inteligencia del Este y del Oeste para engrasar situaciones que chirriaban y que podían amenazar con llegar a mayores. Su tarea fue especialmente secreta y significativa cuando en 1983 Ronald Reagan lanzó la Iniciativa de Defensa Estratégica, que pasó a la historia con el sobrenombre de «Guerra de las Galaxias». La idea era genial, si no fuera porque resultaba muy difícil de desarrollar. Consistía en lanzar al espacio un sistema capaz de detectar y destruir los misiles nucleares enemigos en plena trayectoria, antes de que cayeran a tierra y estallaran provocando una masacre. De facto, un sistema como ese terminaría con la Guerra Fría. Si funcionaba, Estados Unidos sería la única superpotencia sobre la faz del planeta porque dejaría de ser importante cuántos misiles nucleares tuviera la Unión Soviética: ninguno podría alcanzar su destino y, por tanto, desaparecería el principio de la disuasión nuclear por la seguridad de la destrucción mutua.

A la Guerra de las Galaxias se añadía la amenaza de despliegue de los nuevos misiles americanos Pershing II en territorio alemán occidental, a tiro de piedra del Telón de Acero.

En Moscú llegaron a estar convencidos de que los ejercicios militares de la OTAN bautizados como Able Archer 83, en noviembre de aquel año, eran en realidad los preparativos de un ataque nuclear fulminante, definitivo y sin respuesta posible. En el Kremlin tenían tal seguridad en lo que supuestamente iba a ocurrir que el secretario general del PCUS, el exjefe del KGB Yuri Andropov, estuvo a punto de desencadenar un ataque preventivo con misiles atómicos. Atacar antes de ser atacados. Arnold Breuer tuvo que desplegar toda su capacidad de convicción ante sus interlocutores soviéticos para hacerles ver que no existía riesgo de agresión aliada. Y lo consiguió. El mundo se salvó de una guerra nuclear, por muy poco.

Arnold conoció entonces a Boris Kovalev, alto responsable del SVR, y a Charles McKenzie, alto responsable de la CIA, y sirvió de enlace entre ambos para resolver la crisis del año ochenta y tres. A partir de aquel momento, se entabló entre ellos un alto grado de confianza —toda la que cabe entre agentes de servicios de inteligencia enemigos—, y establecieron un mecanismo de contacto permanente y secreto. Solo ellos tres lo conocerían. Ni los jefes de Kovalev ni los de McKenzie ni los de Breuer en el departamento suizo de inteligencia debían de estar al tanto de esa iniciativa, porque era la única manera de saber —hasta donde es posible saber entre adversarios— si algo que ocurría era cierto o solo fruto de la paranoia provocada por la Guerra Fría. Ni McKenzie ni Kovalev se fiaban de los servicios secretos enemigos, pero tampoco de los propios.

Si Kovalev había desempolvado aquel mecanismo de contacto después de tantos años, cuando tanto él como McKenzie estaban jubilados hacía tiempo, es que se presentaba un problema serio que resolver.

Breuer esperó un par de horas. Es el tiempo que faltaba para que amaneciera en Tampa, al oeste del estado de Florida. Si llamaba a las siete de la mañana, casi con seguridad sería él quien respondería al teléfono porque no habría salido de casa, suponiendo que aquella siguiera siendo su casa y suponiendo que él estuviera vivo todavía. Y así fue. De hecho, seguía en la cama.

Hello! —dijo con la voz propia de quien hacía solo unos minutos había abierto los ojos y extrañado de que alguien llamara tan temprano.

—Hola. ¿Está Blake? —soltó Arnold sin más ceremonial.

Charlie McKenzie balbuceó durante un instante. Estaba a punto de decirle a su inesperado interlocutor telefónico que en esa casa nadie se llamaba así. Pero un segundo después se percató de lo que ocurría y quedó congelado por la sorpresa.

—Perdón, ¿puede repetir?

—Pregunto por Blake —insistió Arnold en el auricular del teléfono.

Sí, McKenzie ya reconocía esa voz, y también reconocía la clave.

Establecieron treinta años atrás que Kovalev y Breuer contactarían mediante el nombre «Leonard». McKenzie y Breuer lo harían con «Blake». Y Kovalev y McKenzie nunca se llamarían directamente entre sí: el intermediario sería Breuer.

Ahora, el agente de la CIA, ya retirado, volvía a escuchar aquella clave y aquella voz. Algo urgente y grave debía pasar porque desde hacía años pensaba que nunca más se activaría el método de contacto que esos tres hombres habían ideado tanto tiempo atrás.

Lo siguiente que pensó, y que le provocó un enorme disgusto, es que ese día no podría jugar al golf, como tenía previsto.

—No es aquí. Se ha equivocado de número —dijo Charlie antes de colgar.

McKenzie rebuscó en su memoria de largo plazo para recordar qué le correspondía hacer ahora, según los planes establecidos. La primera instrucción ya se había cumplido: que Breuer llamara preguntando por Blake. La segunda, también: responder que se había equivocado y colgar. La tercera, siguiendo el protocolo, sería reunirse con sus viejos colegas al cabo de tres días, a las ocho de la tarde, en el pub irlandés O’Connors, en Londres, muy cerca de Coventry Street, a diez minutos de paseo de Trafalgar Square. Estaba previsto que Arnold se encargara de hacer la reserva, como en las ocasiones anteriores. De todo esto, lo único que se dijo a través del teléfono fueron los nombres Blake y Leonard. Todo lo demás lo sabían y evitaban verbalizarlo.

Aquella noche, Charlie le dijo a su mujer que tendría que viajar a Londres precipitadamente por la enfermedad de un viejo amigo del servicio. Regresaría pronto, en cuatro o cinco días. Tuvo que emplearse a fondo para conseguir que Grace se quedara en Tampa porque le encantaba Londres y quería acompañar a su marido.

Boris llamó a su hijo para anunciarle que iría a la capital británica. Al joven Kovalev le resultó extraño que su padre volviera de nuevo, apenas un mes desde su última visita, pero no planteó ninguna pega.

Arnie le dijo a Anna que tenía una reunión de negocios en Londres y que estaría de vuelta en pocos días, aunque no sabía cuántos. Anna se disgustó.

MOSCÚ, A ESA MISMA HORA

La analista de turno removía con una cucharilla de plástico el café que acababa de sacar de una máquina en una taza de cartón. «Es agua», pensó con enfado. Siempre pasaba lo mismo en aquella sala que acogía cientos de ordenadores interconectados que vigilan las comunicaciones en Rusia desde el famoso edificio de color amarillento de la plaza Lubianka, en el centro de la capital rusa.

Miró su elegante reloj de pulsera. Aún faltaba un rato para terminar la jornada. Ese día se sentía más cansada que de costumbre y la fatiga hizo que se quedara casi hipnotizada mirando la pantalla del ordenador que tenía delante, pensando lo mucho que le gustaría estar en ese momento en alguna terraza de Moscú, tomando un refresco mientras jugaba una partida de ajedrez con Maxim, como hacían a menudo.

Pero pronto se interrumpió el sopor de Sonja. Una alerta avisó bruscamente de que se había detectado algo que podía merecer una investigación, provocando el sobresalto de la analista, que dio un brinco en su silla. Se trataba de una conversación telefónica en unos términos que los algoritmos consideraban sospechosos. Y, tan importante como eso, la llamada se había realizado desde una cabina pública.

Todos los teléfonos del país, fijos y móviles, se monitorizan con mayor o menor intensidad y asiduidad. Algunos, de forma aleatoria. Otros, de forma metódica y permanente. Pero los teléfonos públicos están sometidos a un mayor control porque los servicios de seguridad saben que solo utilizan las viejas cabinas los más pobres que no tienen móvil, aquellos que lo han perdido o se lo han robado y, lo más importante, quienes pretenden evitar la vigilancia de las autoridades. Ellos son el objetivo.

Cuando Kovalev colgó el auricular en aquella cabina, el sistema lanzó automáticamente un aviso que llegó a la computadora del despacho de Sonja: ya era raro que alguien utilizase una cabina en estos tiempos de móviles e internet, aunque podía ocurrir; era aún más extraño llamar de Rusia a Suiza desde un teléfono público, aunque podría tratarse de un turista que pretendiese controlar el coste de la llamada utilizando monedas; también era muy inusual que se equivocase de número; y resultaba definitivamente inquietante que, si se había equivocado de número, insistiera tantas veces en hablar con alguien a quien la persona que respondió al teléfono decía no conocer.

Eran demasiados elementos extraños para un algoritmo bien programado por los servicios de inteligencia con el objetivo, precisamente, de detectar aquello que no cuadra. Y en esa llamada algunas cosas no cuadraban.

A sus veintisiete años, Sonja Ivanova tenía un cerebro privilegiado para la informática y estaba muy bien considerada en el Servicio Federal de Seguridad (FSB) por su instintiva capacidad para encontrar un único grano útil en medio de toneladas de paja inservible. Tenía talento, además de una buena formación académica. Había sido reclutada en la universidad por la brillantez que demostraba en las aulas. Fue enviada después a la academia del FSB, donde los aspirantes a espías se convierten en espías de verdad. Sonja pasó por el Instituto de Criptografía, Telecomunicaciones y Ciencias Informáticas. Y también estaba a la espera de ser elegida para dar un salto profesional definitivo: quería ir al Instituto Bandera Roja, conocido como Instituto Andropov o como Academia de Inteligencia Exterior del SVR. Es donde se forman los espías que, primero la Unión Soviética y después la Federación Rusa, envían al extranjero. Allí se preparó también el presidente Iván Karlov en los años ochenta.

El trabajo de Sonja para el departamento de contraespionaje del FSB, heredero del KGB, había permitido identificar a varios rusos traidores y a algunos espías extranjeros. Incluso, a una docena de terroristas. El FSB cuidaba a Sonja como se cuida una joya.

Ahora, el algoritmo había enviado a su ordenador un mensaje para ella. No era el único. Cada día se acumulaban varios miles de avisos de ese tipo en los ordenadores de decenas de analistas del FSB que realizaban el mismo trabajo que Sonja. Su labor consistía en desbrozarlos, porque solo unos pocos eran útiles. A veces, ninguno lo era.

LONDRES, 20 DE AGOSTO (77 DÍAS ANTES DE LAS ELECCIONES)

El O’Connors está en una calle de un único sentido para la circulación, en la planta baja de un hermoso edificio de tres alturas construido a principios del siglo XX. La entrada del pub preserva el estilo arquitectónico del entorno, con unos arcos que dan acceso a la puerta de entrada. Las paredes del interior están forradas con madera del mismo estilo que las mesas y las sillas. Tiene la oscuridad propia de un pub de Irlanda, donde el sol es un espectáculo tan hermoso como inhabitual. Incluso, inesperado por improbable. O’Connors suele estar lleno casi siempre. Aquella tarde estaba hasta los topes. Eso era bueno y malo a la vez: cuanta más gente hay, más gente te puede ver, pero cuantas más personas estén en la taberna, más fácil resulta pasar desapercibido mezclado entre la masa de bebedores de cerveza.

Arnie fue el primero en llegar. Preguntó por la mesa para tres que le habían asignado a nombre de Peter. Estaba junto al ventanal, pero dijo que prefería, si podía ser, «aquella otra mesa que está allí detrás, porque habrá menos ruido, quizá». Por supuesto, respondió el camarero. El suizo se sentó en la silla que quedaba frente a la puerta. Vería entrar a sus invitados y, de paso, ellos se podrían sentar de cara a la pared y de espaldas a los demás clientes y a una cámara de seguridad que los miraba desde una esquina. Era bueno confundirse entre el público, pero también convenía que ese público tuviera el menor contacto visual con ellos.

«¿Reconoceré a Boris y a Charlie después de tantos años?», se preguntó Breuer para sus adentros mientras la espuma de la cerveza que le acababan de servir se instalaba en su labio superior. «¿Me reconocerán ellos a mí?».

Durante su vuelo a Londres, Arnie había tenido tiempo de calcular que no se veían desde hacía veinte años. Ahora, dos décadas después y de nuevo en aquel viejo pub, recordaba con nostalgia la primera vez que se habían citado allí y lo importante que aquella reunión fue para salvar al mundo de un desastre nuclear. Y también vino a su mente la última ocasión en la que se vieron en el O’Connors. Aquel lejano día, su ingenuo optimismo hizo que creyeran que nunca más tendrían que colaborar, porque Iván Karlov acababa de ganar las elecciones a la presidencia de Rusia y todos daban por seguro que ese hombre de cuarenta y siete años llevaría al país hacia una era de democracia al estilo occidental, y de amistad con los que habían sido los enemigos de la Unión Soviética durante décadas. La Guerra Fría, que terminó con la caída de los regímenes comunistas del Este de Europa y con la desintegración de la URSS, daría paso a una nueva etapa de confianza mutua y colaboración.

Pero la verdad era muy distinta y la Guerra Fría estaba de vuelta en forma de injerencia en procesos electorales ajenos, de noticias falsas y desinformación, de una nueva carrera armamentística, económica y tecnológica, y de un incremento de las actividades de espionaje. Charles McKenzie se hacía esta reflexión mientras caminaba por la calle en dirección al pub. Había pedido al taxista que parara a tres manzanas de allí. No quería que el chófer supiera a dónde iba. Se preguntaba, ya impaciente, qué era, de entre todo aquel muestrario de conflictos, lo que había pasado para que se tuvieran que reunir de nuevo tantos años después. ¿Algún hacker al servicio de una agencia de inteligencia habría robado información esencial que pudiera desequilibrar el mundo en favor de alguna de las potencias? ¿Se trataría de algo relacionado con las elecciones americanas que se celebrarían unos meses después? ¿Tendría Arnie información sobre el terrorismo internacional? ¿Quizá Boris habría conocido la existencia de armas de nueva creación en Rusia?

A los diez minutos, un hombre alto, con tez blanquecina y andares resueltos apellidado McKenzie, entró en el local. Le resultaba agradable ir a un pub irlandés. Sus antepasados eran irlandeses llegados a Estados Unidos hacía más de un siglo. Se sentiría como en casa si no fuera porque estaba persuadido de que algo preocupante ocurría. Charlie llevaba un pantalón vaquero con muchos usos, una camisa holgada en tonos claros, una americana oscura sin vocación de elegancia, gafas de sol y unas cómodas zapatillas de deporte. Al entrar, se quitó las gafas e hizo un movimiento panorámico con su cabeza. No buscaba a Arnie, porque le localizó al primer vistazo. Quería comprobar si el pub estaba tal y como él lo recordaba o si lo habían sometido a cambios que rompieran la magia que tenía años atrás. Pero la magia permanecía. McKenzie dio unos pasos y alcanzó la mesa. Arnie se levantó. Ambos estrecharon sus manos.

—Tienes mejor aspecto del que imaginaba —dijo Charlie con media sonrisa socarrona en su rostro.

—Solo jugando al golf no se adelgaza —respondió Arnie con igual picardía ante los kilos de más que habían aflorado en el cuerpo del norteamericano durante esos años.

Boris optó por acudir a la cita en uno de los característicos autobuses rojos londinenses, que le dejó en Trafalgar Square. Así pudo dar su paseo diario, aunque esta vez fuese más breve de lo habitual. Kovalev entró al O’Connors algo encorvado. En realidad, simulaba, porque a pesar de su edad seguía caminando erguido. Estaba en buena forma. Llevaba unos pantalones, regalo de su hijo, junto con una camisa a rayas azules y blancas y una chaqueta de verano en tonos claros. Y tenía puestas las gafas que corregían los defectos visuales propios de la edad. De inmediato, sin dudar, reconoció a sus compañeros al fondo.

—Caballeros, me alegra ver que siguen ustedes tan jóvenes, a pesar de que el tiempo no pasa en balde —dijo Boris con una sonrisa moderada y mientras ofrecía su mano derecha a uno y a otro.

Los tres se sentaron. Nadie pronunció ningún nombre. Solo se miraron a las caras con alegría por el reencuentro, pero con temor a lo que Boris pudiera contar. Intercambiaron las preguntas de rigor sobre las familias respectivas, sin mayor nivel de detalle. En realidad, Boris necesitaba liberar su tensión contando lo que sabía y sus viejos colegas estaban impacientes por escucharlo.

Hubo unanimidad: el americano y el ruso replicaron la elección del suizo y pidieron una pinta de cerveza Guinness para certificar que seguía tan rica como en los viejos tiempos, por los que brindaron, aunque McKenzie seguía sin soportar que los británicos, tozudos en sus costumbres, sirvieran la cerveza caliente. Varios sorbos después, Arnold Breuer no quiso esperar más. De hecho, no convenía que siguieran juntos allí durante mucho más tiempo. Al grano. Tomó la iniciativa y preguntó a su viejo conocido Boris Kovalev el motivo por el cual estaban allí.

—Tú dirás, amigo.

—Necesitamos tener una charla calmada y discreta —apuntó Kovalev dando por hecho que sus interlocutores sabían a qué se refería, porque resultaba evidente que, fuera cual fuera el problema que tenían que tratar, no podrían debatirlo en media hora ni en un pub.

—Entiendo. Ya lo suponía —respondió Breuer mientras McKenzie asentía dejando claro que él también asumía la situación.

Tenían que reunirse, pero sin gente alrededor y con horas por delante para discutir sobre qué hacer. Breuer ya se había adelantado a tomar algunas decisiones al respecto, buscando un «refugio» en el que hablar sin prisa y a salvo. El día anterior visitó a un viejo amigo británico al que conoció tiempo atrás cuando trabajó en la City londinense y con el que cerró varios acuerdos económicos muy provechosos para ambos. Después de una larga relación profesional, habían llegado a establecer una buena amistad personal.

Breuer no dio explicaciones a su amigo. Tampoco su amigo se las pidió. Entendió que Arnie quería un lugar discreto y le ofreció dos opciones. La primera, una casa de campo en la hermosa zona de Surrey Hills, muy cerca de un club de golf situado a hora y media del centro de Londres. La otra, una casa en Challoner Street, al oeste de la capital británica, a unos veinticinco minutos de Westminster, en West Kensington, y cerca de las canchas en las que cada año se disputa el torneo de Queens, en el que muchos de los mejores tenistas del mundo participan para adaptarse a la superficie de hierba antes de competir en Wimbledon. La casa solía estar alquilada, pero el último inquilino se había marchado hacía dos semanas y el nuevo no estaba instalado todavía.

Breuer pensó que la casa de campo sería un lugar perfecto para pasar desapercibidos, pero estaba demasiado lejos y eso complicaba el desplazamiento. Tendrían que ir por separado, cada uno en un coche distinto. Habría que alquilar un automóvil y, por tanto, dar el nombre, el pasaporte y una tarjeta de crédito. También podrían ir en taxi, pero es poco habitual utilizar taxis para un trayecto tan largo. Resultaría sospechoso. Arnie quería evitar que quedara un solo cabo suelto que animara a alguien a rastrear sus movimientos. Por eso, optó por la casa de Challoner Street. Irían en autobús o metro, cada uno por su lado. Y cruzarse por la calle con algún vecino no sería un problema porque en ningún momento verían juntos a los tres visitantes.

Breuer visitó la casa antes de tomar la decisión. Era como otras muchas de ese barrio: dos alturas, construida en ladrillo, con un pórtico de entrada en el que hay tres o cuatro escalones escoltados por unas columnas de estilo dórico que soportan un pequeño techo del que cuelga un balconcillo. El viejo espía suizo estaba advertido de que apenas había unos pocos muebles, pero serían suficientes para una reunión restringida: un par de butacones, sofás, algunas sillas y una mesa. Arnie se encargaría de llevar café, refrescos, agua y sándwiches para no desfallecer si la reunión se alargaba. Perfecto.

Cuando la cerveza Guinness estaba a punto de desaparecer hasta dejar a la vista el fondo de las jarras, Breuer sacó dos papelitos de un bolsillo. En ellos había escrito a mano la dirección de la casa y la hora a la que se reunirían allí al día siguiente. Dejó que Charlie y Boris vieran los papeles durante unos segundos. Les dijo que memorizaran bien lo que allí ponía y les quitó los papeles. ¿La cita? Mañana, a las ocho de la mañana, Arnie ya estaría allí. A las ocho y diez llegaría Charlie. Y a las ocho y cuarto sería el turno para Boris.

—Hasta mañana, amigos.

LONDRES, 21 DE AGOSTO (A 76 DÍAS DE LAS ELECCIONES)

La jornada amaneció lluviosa. No se trataba de precipitaciones intensas, pero sí perseverantes. Todo muy londinense. No era mala cosa. Esconder la cabeza en un paraguas ayudaba a ocultar el rostro en medio del gentío que suele ir y venir por la ciudad a esa hora temprana. Así lo hizo Arnold Breuer, desde la estación de metro de West Kensington hasta la casa de Challoner Street, en Hammersmith. Apenas cinco minutos de paseo. Menos aún si se camina a buen ritmo.

La llave hizo el trabajo para el que fue fabricada. La casa ofrecía el aspecto desangelado propio de un hogar que ha dejado de serlo hasta la llegada de un nuevo inquilino. Las estancias estaban vacías de muebles y las paredes desnudas de cuadros. Arnie se dirigió a una pequeña sala de la planta baja en la que estaban los pocos enseres que quedaban allí. Se encontraban apilados en un lado y cubiertos con sábanas viejas para esquivar el polvo. Breuer retiró esas sábanas, sacudió los sofás y los colocó con mimo alrededor de una mesita baja, que limpió con un paño húmedo. Puso encima un mantel para los vasos y los platos de plástico. También llevó tres pares de zapatillas. Se quitarían los zapatos en la entrada por si alguno llevaba en la suela cualquier rastro que pudiera servir para identificar a los presentes en esa reunión. Por supuesto, no tocarían nada con las manos desnudas. Había guantes de látex disponibles. También comprobó que las cortinas, aunque traslúcidas, eran suficientemente tupidas como para impedir que desde fuera se pudiera ver el interior de la casa. Y utilizó un aparato capaz de descubrir micrófonos ocultos. Lo paseó por todas las estancias. Ninguno de los tres viejos colegas llevaría encima su teléfono personal. Solo Breuer tenía un móvil, conseguido por vías indirectas, que no estaba a su nombre. Se trataba de un viejo Nokia del año 2005 y, por tanto, sin acceso a internet. Solo se podían hacer llamadas y enviar SMS, y era más difícil de detectar y hackear por alguien que tuviera interés en detectarlo o hackearlo. Aun así, lo tenía apagado y le había quitado la batería. Solo lo encendería y lo utilizaría en caso de urgente necesidad. Toda precaución era poca.

Charles McKenzie llegó a la estación de metro de West Kensington minutos antes de las ocho de la mañana. Salió a la calle. En la primera tienda compró un pequeño paraguas plegable. Tenía tiempo de sobra para cumplir con lo pactado: estar en la casa a las ocho y diez, ni antes ni después. De manera que aprovechó para dar un paseo. Conocía bien la ciudad. Había cumplido muchas misiones allí en sus tiempos en la CIA, pero no recordaba haber estado antes en ese barrio.

McKenzie subió los tres escalones de acceso a la casa a la hora acordada. No tuvo que llamar a la puerta. Breuer estaba esperando y abrió de inmediato al primero de los visitantes.

Boris Kovalev aprovechaba para dar su caminata matinal de cada día. A primera hora había pedido un taxi para que le llevara desde el lujoso apartamento de su hijo en la zona de Mayfair, en el centro de Londres, hasta el estadio de Stamford Bridge, donde juega sus partidos el Chelsea F.C., equipo propiedad de un conocido magnate ruso. Boris era un gran aficionado al fútbol y seguía con especial interés la Premier League. Stamford Bridge estaba a media hora de paseo del lugar acordado para la reunión. Podría ver el estadio por fuera y desde allí caminar hasta la casa.

Tampoco tuvo que llamar a la puerta. Arnie abrió cuando le vio llegar a través de la ventana. Aunque llevaba paraguas, Boris estaba empapado. Breuer lo tenía todo previsto: disponían de toallas y papel higiénico, y colocó unos cartones junto a la puerta de entrada para que no se manchara el suelo debido al agua o al barro de los zapatos.

—Es una larga historia —advirtió Kovalev cuando ya estuvieron todos sentados—. Y no me vais a creer.

Los tres bebieron un sorbo de agua y se prepararon para un largo, misterioso y asombroso relato. Eran las ocho y media de la mañana en Londres.

MOSCÚ, EN ESE MOMENTO

Eran las diez y media de la mañana en el despacho del presidente de la Federación Rusa. Esa era la hora que marcaba el hermoso reloj de seis metros de diámetro que corona la Torre Spasskaya (Torre del Salvador), que diseñó a finales del siglo XV el arquitecto italiano Pietro Antonio Solari y que domina la Plaza Roja como el zar poscomunista dominaba Rusia desde el edificio que se alza unos metros por detrás de la muralla que circunda ese recinto de poder.

Los pasillos que dan acceso a la zona destinada al presidente son largos y estrechos, y están vigilados centímetro a centímetro por una cohorte de guardaespaldas. Quienes se reúnen habitualmente con el presidente saben que nunca es seguro cómo van a terminar esas citas. A veces se piensa que el asunto a tratar es sencillo y está resuelto, pero el transcurrir de la discusión remata con gritos airados de Iván Karlov. En otras ocasiones, el problema parece irresoluble y, sin embargo, el presidente se muestra complacido y comprensivo.

Mijaíl Vladimirovich Serkin podía escuchar sus pasos reverberando en las paredes de la última sala que tenía que atravesar antes de llegar al despacho del jefe del Estado. De frente, veía la puerta de acceso, escoltada por dos guardias de honor. Y a un lado, Grigori, el secretario personal, aguardaba detrás de su mesa.

—El presidente le espera —confirmó el secretario con tono funcionarial.

Los guardias asumieron el comentario como una orden ejecutiva y abrieron la puerta de inmediato con estilo marcial. Serkin avanzó con gesto ceremonial mientras veía al presidente levantarse para darle el recibimiento que merecía.

—Querido Mijaíl Vladimirovich, no te pongas cómodo porque vamos a pasear —le dijo Iván Karlov a su jefe del servicio de inteligencia exterior de Rusia, el SVR, mientras le daba una amistosa palmada en la espalda—. Tenemos que hablar.

El lugar de trabajo del presidente tiene un techo semiabovedado del que cuelgan dos grandes lámparas. Una de ellas, casi en la vertical de la mesa de Karlov. La otra, sobre la mesa de reuniones que ocupa una parte importante de la sala. Hay un ordenador, un enorme televisor, dos banderas al fondo, grandes ventanales a la derecha y una silla de apariencia modesta sobre la que el presidente suele dejar la americana cuando está solo y no se siente obligado a guardar las formas. Al otro lado de la puerta, casi a cualquier hora, está Grigori, que es el custodio de una parte de los secretos del Kremlin. Solo de una parte. Karlov es el único que los conoce todos.

Karlov y Serkin salieron del despacho y recorrieron varios cientos de metros de pasillos y estancias antes de salir al exterior. Pasaron cerca del campanario de Iván el Grande y anduvieron en dirección al helipuerto instalado en una esquina del complejo, hasta llegar a los hermosísimos jardines del Bolshoi Kremlevskiy, que previamente habían sido desalojados de turistas por el servicio de seguridad. Los escoltas del presidente vigilaban a los dos paseantes desde una distancia prudencial: suficientemente lejos para que pudieran hablar sin miedo a ser escuchados y suficientemente cerca para actuar ante cualquier peligro inesperado.

Serkin era la personificación de la fidelidad. Conocía a Karlov desde la juventud, cuando ambos se formaron para ser espías en el KGB soviético. Durante años había sentido admiración por ese hombre. Casi devoción. Y, de la misma forma que los demás altos cargos del Gobierno, también le temía. A la caída del régimen comunista, trabajaron juntos en el ayuntamiento de Leningrado, justo cuando recuperó su viejo nombre de San Petersburgo. Después, Karlov fue elevado a la jefatura del FSB a finales de los años noventa y Serkin le siguió como jefe de Gabinete. Cuando Karlov llegó a la presidencia de Rusia en 2000, Serkin fue nombrado ministro. Y desde hacía dos años comandaba el SVR. Era un miembro más de lo que en la Rusia de Karlov se conocía como siloviki. La traducción literal es «personas de fuerza», porque de ese grupo forman parte aquellos que han sido militares o miembros de alguno de los servicios de seguridad o de inteligencia, y que después pasaron a la política. Karlov era el máximo exponente y Serkin, su profeta. Ahora, como jefe del SVR, era el dueño de muchos datos inconfesables. Pero había uno que no conocía y estaba a punto de conocer.

—Misha. —A Karlov le gustaba llamar a Serkin por su apelativo familiar—. ¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos? ¿Treinta años?

—Cuarenta y dos, presidente —respondió si dudar.

—Cuarenta y dos años... —Karlov deletreó cada palabra con tono evocador—. Toda una vida, Misha... Aprendimos juntos, espiamos juntos para la Unión Soviética, gestionamos juntos San Petersburgo y, después, conquistamos toda Rusia. —Karlov hizo una pausa en la enumeración de sus logros antes de tentar a Serkin con una adivinanza—. ¿Qué crees que será lo próximo, Misha?

Serkin volvió la cabeza hacia su izquierda para mirar a Karlov mientras continuaban su camino. ¿Qué estaba insinuando el presidente? ¿Quedaban objetivos por conquistar? No sabía qué decir, de manera que optó por no decir nada y esperar.

—¿Recuerdas lo que hicimos con nuestro rival antes de las elecciones de San Petersburgo en junio del 91? —preguntó Karlov.

—Fue una inteligente labor de destrucción de su imagen pública. Tenía opciones de victoria, pero acabamos con él y nos quedamos con todo.

—Exacto. Supimos aplicar las técnicas del KGB a los procesos electorales en democracia. Es lo mismo que hicimos en las elecciones americanas de 2016, aunque para entonces ya teníamos herramientas tecnológicas más sofisticadas —resumió Karlov con satisfacción mientras los dos amigos continuaban su paseo.

El presidente interrumpió su relato autosuficiente para señalar a Serkin las flores que adornaban uno de los recovecos del jardín.

—¿Has visto qué rosal tan hermoso? Mis jardineros son unos artistas. Han cultivado rosas con pétalos de distintos colores. Lo que más me gusta de las rosas es esa mezcla de dulzura y agresividad: la dulzura de su colorido y de su aroma, y la dureza de sus espinas. Las rosas son como Rusia. Y lo vamos a demostrar de nuevo, Misha.

A esas alturas de la conversación, Serkin empezaba a impacientarse. Conocía muy bien a Karlov, después de tantos años, y sabía que cuando su conversación derivaba inesperadamente por territorios líricos es que algo muy serio estaba a punto de ocurrir. No solo Rusia era como las rosas. También Karlov: primero la belleza y después las espinas.

—Querido Misha, recuperemos el espíritu de San Petersburgo.

—¿A qué te refieres, presidente?

—Tenemos una misión por delante. Si alcanzamos el éxito, será la operación de inteligencia más importante de la historia.

La belleza quedaba atrás. Llegaban las espinas. Karlov hizo una pausa deliberada para disfrutar por un instante de la tensión insuperable que acababa de provocar en el responsable del SVR. Serkin estaba paralizado por la inquietud ante lo que pudiera decirle su presidente. Y su presidente procedió. Detuvo el paseo y se colocó delante de su subordinado. Le miró a los ojos en silencio durante tres largos segundos en los que las pulsaciones de Serkin se aceleraron como si estuviera corriendo un maratón.

Uno de los escoltas observaba la escena a unos veinte metros de distancia y le asaltaron las dudas: ¿estaba Karlov retando a Serkin o estaba Serkin retando a Karlov? Si se trataba de la segunda opción, no tendría más remedio que intervenir. Pero la duda del eficiente guardaespaldas se resolvió al instante: Karlov acercó su boca a la oreja izquierda de Serkin y le susurró al oído.

—Intentaremos ganar las próximas elecciones a la presidencia de Estados Unidos. Vamos a por el Despacho Oval —soltó Karlov sin que le temblara la voz. Seriedad pétrea.

Karlov volvió a la posición inicial, frente a frente con Serkin, para ver la cara de sorpresa del jefe del SVR. El presidente siempre disfrutaba provocando estupor a su alrededor.

—¿Qué quieres decir, presidente? —murmuró Serkin mientras movía los ojos a derecha e izquierda tratando de confirmar que nadie alrededor pudiera escuchar lo que decía—. Eso ya lo conseguimos en 2016. Richard Banks nunca hubiera ganado las elecciones sin nuestra ayuda. Si así lo ordenas, pondremos en marcha otra vez toda nuestra maquinaria en internet, como hicimos entonces.

—Eso está superado, Misha. Además, sabes igual que yo que nuestro objetivo no era que ganara Banks, porque creíamos que eso era imposible. Solo queríamos hacer lo de siempre: provocar tensiones políticas y sociales que debilitaran Estados Unidos y al candidato que consiguiera la victoria, fuera quien fuera.

—Y, entonces, ¿cuál es ahora el plan, presidente?

—Esta vez no nos contentaremos con inmiscuirnos en el proceso electoral de nuestros queridos amigos americanos. Ahora, vamos a por todas —dijo Karlov, alargando la última palabra para que dejara huella.

Serkin tensó los músculos de la cara y apretó los dientes. Tendía al bruxismo. Los dos amigos se miraban fijamente a los ojos en silencio. Serkin esperaba con impaciencia una respuesta más detallada, pero Karlov quería alargar ese momento que le sabía a gloria. Le encantaba escucharse a sí mismo decir lo que estaba a punto de decir.

—Misha, no pierdas detalle de lo que te voy a contar y cuídate mucho de que esto trascienda, porque eres consciente de que ese tipo de comportamientos tiene consecuencias. Y sabes bien a qué me refiero.

Serkin asintió sin decir palabra. Conocía a la perfección qué consecuencias eran esas, porque él era el hombre encargado de aplicárselas a otros y confiaba en que nunca le tocara el turno.

El presidente de la Federación Rusa, Iván Karlov, volvió a acercar la boca a la oreja de su amigo y pronunció unas pocas palabras, inaudibles para cualquiera que estuviera a más de dos centímetros. Serkin palideció. Sintió que los poros de su cuerpo se abrían y empezaban a producir gotas de sudor.

—¡No puede ser! —atinó Serkin a decir con dificultad y con apenas un hilo de voz temblorosa.

—Lo que acabas de escuchar, Misha. Vamos a por todas.

LONDRES, EN ESE MOMENTO

Arnold Breuer ocupó una silla situada entre dos sofás enfrentados. A su izquierda, Charles McKenzie. A su derecha, Boris Kovalev. Arnie y Charlie miraban con desasosiego a Boris, que se tomó su tiempo para arrancar el relato. No sabía por dónde empezar, a pesar de que llevaba días preparando la historia en su cabeza. Respiró profundamente buscando la calma que necesitaba mientras miraba al suelo de parqué, gastado por miles de pisadas durante décadas. Finalmente, levantó la vista y dirigió sus ojos a un lado y a otro.

—Lo que está pasando hoy empezó hace un siglo.

A partir de ahí, el viejo espía del KGB Boris Kovalev inició un largo periplo histórico para que sus dos interlocutores alcanzaran a entender no solo la gravedad de lo que pasaba, porque eso era evidente. Tenían que entender la estructura completa del desafío, desde la base hasta lo más alto, desde el principio en los años convulsos en los que arrancaba el régimen soviético hasta los tiempos, también agitados y confusos, que ellos mismos vivían.

—¿Habéis oído hablar de Grigori Kolin?

Arnie y Charlie negaron con la cabeza. Kovalev recostó la espalda sobre el respaldo de su asiento y cerró los ojos por un momento.

—Fue el tercer representante diplomático del régimen soviético en Estados Unidos. El primero había sido Maxim Litvinov, que, en 1918, pocos meses después de que los bolcheviques tomaran el palacio de Invierno de San Petersburgo, estableció los primeros contactos no oficiales entre la nueva autoridad soviética y el Gobierno de Estados Unidos. Un año después, nombraron a un tal Ludwig Martens, pero fue expulsado del país y deportado a Rusia en 1921. Y Kolin ocupó su puesto.

Grigori era un hombre con escaso pelo y mucha iniciativa. No solo gustaba de hacer negocios o de tender puentes diplomáticos entre países distantes (en todos los sentidos). Era, sobre todo, un enamorado de la fotografía, especializado en los desnudos de mujer. Sus retratos femeninos fueron muy celebrados y, casi un siglo después, siguen circulando entre coleccionistas y casas de subastas a un precio respetable.

—En 1922, con treinta y cinco años, Kolin se convirtió en el representante no oficial de la Unión Soviética ante la Casa Blanca —relataba Kovalev.

Además de realizar labores diplomáticas y de fotografiar a mujeres sin ropa, Kolin conoció y frecuentó a Evelyn, una hermosa joven que trabajaba como secretaria en una de las empresas con las que había hecho contactos en los años anteriores. Esa empresa estaba, a su vez, muy relacionada con el departamento de Comercio y con la Secretaría de Estado, lo que permitía a Grigori sonsacar a Evelyn informaciones útiles para Moscú. La joven secretaria americana y el fotógrafo ruso mantuvieron aquella situación bajo un estricto secreto.

—Evelyn era consciente de que lo perdería todo si alguien llegaba a saber que mantenía relaciones con un representante soviético, y él estaba convencido de que sería expulsado de Estados Unidos, y quizá ejecutado en Rusia, si se descubría su amor con una mujer americana. Pero llegaron las complicaciones —dijo Kovalev—, porque Evelyn se quedó embarazada.

Boris contó a sus colegas que todos los que conocían a la joven secretaria sabían que no estaba casada y ella nunca había dicho que tuviera novio. De manera que Evelyn no podía justificar un embarazo ni en su trabajo ni ante sus familiares ni ante sus amigos. Y Grigori se maliciaba que, cuando al cabo de pocos meses el embarazo resultara imposible de ocultar, Evelyn sería incapaz de dar una explicación convincente que no levantara sospechas sobre ella y sobre él. Sospechas que terminarían, ineludiblemente, en el descubrimiento de la verdad. Y eso no podía ocurrir.

—Kolin trató de que Evelyn abortara, pero ella se negó —continuó Kovalev—. Y tampoco hubiera sido tan sencillo hacer algo así en los años veinte.

Las tensiones entre ambos terminaron cuando Grigori hizo ver a Evelyn que, si iba a tener al bebé, la única solución era desaparecer, marcharse de Washington y olvidar para siempre a familiares y amigos. Los padres de Evelyn ya habían muerto. Su único hermano vivía al otro lado del país, en California, y no tenía contacto con él desde hacía dos años. Nunca lo recuperaría. De sus pocas amigas y de sus compañeros de trabajo se podía despedir diciéndoles que había encontrado un buen empleo en Chicago o en Los Ángeles, y así lo hizo.

Grigori convenció a Evelyn de que una buena solución sería que se instalara en Nueva York, una ciudad enorme que en los años veinte no paraba de crecer con las oleadas de inmigrantes que desembarcaban casi a diario a la isla de Ellis, el lugar en el que las autoridades americanas trataban de registrar a los recién llegados y les daban la autorización para entrar en el país. Allí, Evelyn podría pasar desapercibida con más facilidad. Especialmente, si la joven embarazada estaba rodeada de rusos.

—Y la llevó a vivir al barrio de Brighton Beach, al sur de Brooklyn, en lo que hoy se conoce como «la Pequeña Odessa» —prosiguió Kovalev—. Ese barrio fue casi colonizado desde el siglo XIX por emigrantes procedentes de Rusia. Y allí seguían estableciéndose rusos, ucranianos, bielorrusos y nacionales de otros países de la zona. Algunos de ellos eran enviados como agentes del nuevo poder soviético. Grigori movió sus hilos, que eran muchos. Necesitaba encontrar en ese barrio a un joven de padres o abuelos rusos que hubiera nacido en Estados Unidos y que, por tanto, además de ruso, hablara inglés como un nativo americano. Y lo encontró. Esa persona era Aleksandr Salvinov. Le llamaban Sasha. Era un muchacho que deambulaba por la vida sin grandes expectativas y que podía ser receptivo a una buena oferta.

—Aleksandr aceptó el negocio que le propuso Grigori: una boda de conveniencia con Evelyn y asumir la paternidad del bebé que iba a nacer —continuó Boris.

El compromiso era más ambicioso, porque Aleksandr debía cambiar su nombre para americanizarlo, como hacían miles de inmigrantes que querían dejar atrás su pasado y su lugar de origen para convertirse en ciudadanos de Estados Unidos y casi en otra persona. Ya no se llamaría Aleksandr Salvinov y pasaría a figurar en los registros oficiales como Alexander Salvin. A cambio recibiría una asignación mensual que permitiría vivir holgadamente al matrimonio Salvin y al hijo que estaba por llegar. Por supuesto, Grigori visitaría a Evelyn y al niño siempre que quisiera.

—La realidad, amigos míos, es que Kolin no se limitó a visitar a su pareja y a su hijo. Kolin organizó la educación del pequeño al estilo soviético —explicó Kovalev mientras el americano y el suizo le observaban con incredulidad creciente.

Kolin vivía aterrado. Daba por seguro que antes o después Félix Dzerzhinski, el inmisericorde e implacable jefe de los chequistas soviéticos, la policía secreta, sería informado de lo que había ocurrido en Washington por algún agente que pululara por la capital americana. Y si eso ocurría, no habría perdón. Intentó, por tanto, convertir su desliz en un ejercicio de responsabilidad como espía soviético e hizo llegar a Moscú un relato almibarado de esta peripecia personal.

Lo que Kolin explicó a sus jefes en la Unión Soviética es que no le había quedado más remedio que seducir a la joven Evelyn para conseguir información útil para el camarada Lenin, y que el embarazo era una oportunidad única para ir más allá en la operación de inteligencia y extenderla en el tiempo.

—Todo esto fue palabrería, porque Grigori no propuso nada concreto. Solo intentaba salvar el pellejo después de haber cometido la frivolidad de dejar embarazada a una mujer americana. Pero en Moscú sí creyeron que en aquel episodio estúpido había una oportunidad oculta. Y no inmediata, sino a largo plazo: la oportunidad era el bebé que estaba en camino —dijo Boris a sus compañeros de charla, que se mostraban impacientes por conocer más detalles.

Dzerzhinski se reunió con sus lugartenientes en la Lubianka y juntos diseñaron un plan. Se trataba de avanzar con pasos pequeños y después, con el transcurrir de los años y sobre la marcha, ya se decidiría qué hacer para sacar provecho del pequeño que iría creciendo. El niño se había convertido en un arma de guerra que se utilizaría o no en función de las necesidades del país y de las capacidades que el muchacho demostrara tener, si es que las tenía. Le formarían para potenciarlas.

—Edward —dijo Boris.

—¿Cómo? —preguntó Charles.

—Edward. Así llamaron al bebé. Edward, porque es un nombre que sirve tanto en inglés como en ruso. Sería Edward Salvin si se decidía que permaneciera en Estados Unidos, o Eduard Salvinov si las autoridades soviéticas decidían llevarse al niño a Moscú.

—¿Y qué decidieron? —inquirió Arnold.

—Edward acabó en Moscú, pero no de inmediato. La madre dio a luz en casa, atendida por un médico ruso de confianza, que después dio parte oficial del nacimiento de Edward Alexander Salvin, hijo de Alexander Gabriel Salvin y de Evelyn Salvin. Para entonces, ella ya había asumido el apellido de su marido.

Kovalev explicó que el pequeño aprendió a hablar en inglés gracias a su madre y en ruso gracias a su supuesto padre, Alexander, y a su verdadero padre, Grigori, que les visitaba a menudo y que se hacía pasar por amigo de la familia. A los seis años, Edward ya era capaz de hablar y escribir en inglés como un nativo americano y en ruso como un nativo soviético. No tenía acento extraño en ninguna de las dos lenguas.

—Para entonces —prosiguió Boris—, Evelyn hacía tres años que había muerto víctima de una intoxicación alimentaria producida por un veneno suministrado oportunamente. Ella era la parte más débil: no podía seguir viva porque siempre existía el riesgo de que hablara de lo que no debía. Y Grigori Kolin había sido repatriado a Rusia. Su sustituto en la oficina de intereses soviéticos en Washington fue otro hombre de la policía secreta bolchevique, que se encargaría de Edward.

El pequeño era una de sus misiones fundamentales en Estados Unidos.

El relato de Kovalev ante sus colegas suizo y americano estaba a punto de llegar a un momento determinante. Charles y Arnold habían agotado las existencias de café y ahora empezaban con los refrescos. El hambre llamaba a las puertas de sus estómagos y las provisiones de alimentos que Arnold aportó a la reunión ya estaban encima de la mesa.

La lluvia se había intensificado en Londres. El cielo no se despejaba. Podían intuirlo más que verlo, porque habían optado por no abrir las ventanas ni correr las cortinas. Seguían como se las encontraron al llegar. Un haz de luz se filtraba a través de un espacio mínimo, lo que les permitía comprobar que las horas pasaban sin que las nubes dejaran ver el tímido sol del que esporádicamente disfrutan las islas británicas.

NUEVA YORK, VERANO DE 1940

—¡Hola, tío Vadim! —saludó afectuoso Edward, en perfecto ruso, a quien desde pequeño conocía como hermano de su padre. Ahora era, además, la persona con quien vivía.

Por entonces, Edward tenía diecisiete años. Había crecido hasta casi el metro ochenta de estatura. Tenía los músculos endurecidos por la práctica habitual del fútbol americano en el high school y ya había tenido algún éxito amoroso con compañeras de clase y vecinas del barrio. Pero seguía siendo un adolescente, con las distracciones de personalidad propias de esa condición.

Su tío Vadim no se llamaba Vadim ni era su tío. Era el agente soviético que estaba a cargo de gestionar la vida del chico en Estados Unidos desde que Grigori Kolin, el verdadero padre, y Aleksandr Salvinov, el padre oficial, habían sido enviados a la Unión Soviética hacía tres años, quedando fuera de la circulación para siempre en medio de las purgas estalinistas.

Kolin y Salvinov fueron llamados a Moscú con el objetivo de «establecer las condiciones en las que se desarrollará la operación en adelante». Kolin lo entendía todo y estaba en el secreto de lo que en realidad ocurría. Salvinov vivía en la ignorancia, convencido de que le invitaban a un emotivo viaje para conocer a sus abuelos y a sus tíos, aquellos que se habían quedado en Rusia cuando su padre decidió sumergirse en la aventura de cruzar el mundo para buscar una nueva vida en Estados Unidos.

En cuanto llegaron a la capital soviética, fueron encerrados en un calabozo de la Lubianka donde sufrieron torturas durante dos semanas. Se les acusaba de trotskistas. Grigori no lo era. De hecho, sentía adoración por Stalin. Aleksandr ni siquiera sabía quién era Trotski. Después, física y psicológicamente destruidos por el tormento al que habían sido sometidos, fueron trasladados al siniestro campo de exterminio de Serpantinka, en el extremo oriental del país. Allí, en unas condiciones atroces, se procedió a su eliminación.

En Nueva York, a Edward le contaron que su padre había sufrido un trágico accidente en Moscú al caer por unas escaleras. La noticia sumió al muchacho en una intensa depresión de la que solo se recuperó con el paso de los meses y la afanosa dedicación del tío Vadim, al que Edward adoraba. Por eso, cuando Vadim le anunció un viaje, el joven Salvin se entusiasmó con la idea de conocer mundo de la mano de su tío.

—Edward, tienes que preparar una maleta con lo básico porque mañana nos iremos de viaje —le dijo el presunto tío Vadim a su presunto sobrino, sin dar muchas explicaciones a pesar de las reiteradas preguntas del chico, que soñaba con unas emocionantes vacaciones en un lugar remoto y desconocido. Y, en efecto, el lugar sería remoto y desconocido, pero no iban a ser unas vacaciones. El viaje era mucho más que eso.

Edward no lo sabía, ni siquiera podía imaginarlo, pero su vida estaba a punto de sufrir un cambio radical. El mundo neoyorkino, bullicioso, alegre y despreocupado en el que había crecido iba a desaparecer durante años, quizá para siempre, porque las autoridades de Moscú habían llegado al convencimiento de que era el momento de que Edward se trasladara a Rusia. La decisión se adoptó después de muchas deliberaciones y de analizar todas las opciones. Pero la determinación era firme: Edward debía estar a salvo. Y, además, era el momento de someter al chico a un entrenamiento concienzudo y minucioso.

La Segunda Guerra Mundial estaba en marcha. Alemania había invadido Polonia en septiembre del año anterior y Francia llevaba dos meses bajo la bota de Hitler, desde mayo de 1940. Stalin se sentía relativamente seguro en el control de su régimen. En el interior, porque había purgado a los disidentes y a quienes él consideraba disidentes, aunque no lo fueran. Y en el exterior, porque en agosto de 1939, un año antes, se había firmado el llamado Pacto Molotov-Ribbentrop, un tratado de no agresión entre Alemania y la Unión Soviética, que libraba al régimen comunista de Moscú de una invasión nazi, como la sufrida por buena parte de la Europa continental o como la que Hitler intentaba acometer en Gran Bretaña. Y, como colofón, el pacto concedía a Stalin el control de la Polonia oriental y su influencia sobre las repúblicas bálticas y Finlandia.

El temor en Moscú, y el motivo para trasladar a Edward a Rusia, era que Estados Unidos podía entrar en la guerra para ayudar a franceses y británicos y eso tendría como efecto la llamada a filas de todos los jóvenes americanos. Uno de ellos era Edward Salvin, que pronto cumpliría dieciocho años. Había que sacarle de allí de inmediato para evitar su reclutamiento. Una vez en la Unión Soviética, sería sometido a un intenso proceso de formación para convertir al chico en un espía. Y cuando la guerra terminara, le llevarían de vuelta a Estados Unidos para que cumpliera su misión: ser un ciudadano norteamericano al servicio de la Unión Soviética. Es lo que en la jerga se conoce como un ilegal: un agente que no realiza su misión con el paraguas de la embajada de su país, que carece de inmunidad diplomática, que se hace pasar por una persona normal de nacionalidad americana y que, por tanto, está fuera del círculo de individuos sometidos a la estrecha vigilancia de los servicios de contraespionaje. Incluso se intenta que tenga una familia, cuyos miembros pueden desconocer esa operación.

A la mañana siguiente, tío y sobrino ficticios llegaron a la estación Grand Central, en Manhattan. Vadim se dirigió hacia una esquina concreta del hall. Allí esperaba desde hacía unos minutos un hombre joven, alto, con sombrero, bien vestido y con una maleta que reposaba en el suelo.

—Edward, te presento a James —dijo Vadim en ruso.

—Hola, Edward, ¿cómo estás? —saludó James en inglés.

Edward estrechó la mano de quien Vadim le explicó en ese momento que iba a ser su nuevo amigo y, lo más importante, el hombre que le acompañaría en su viaje.

—¿Tú no vienes, tío Vadim? —preguntó Edward en ruso y con cara de gran preocupación. El chico había soñado con compartir esa aventura con su tío y ahora todo cambiaba. Iría con un extraño.

—No te preocupes, Edward. Lo pasarás muy bien y aprenderás mucho. James es un buen amigo y conoce tantas cosas que tendréis mucho de lo que hablar.

Edward trató de protestar, pero quedó demudado ante la severa mirada de su tío.

Esa misma noche, tres sicarios del hampa neoyorkina contratados por un agente soviético esperaron a Vadim a la puerta de su casa, le introdujeron a la fuerza en un coche, le aplicaron un sedante, aguardaron la llegada de la madrugada, se dirigieron al puente de Brooklyn, ataron sus pies a una piedra de veinte kilos y lo arrojaron al río East.

James rodeó con su imponente brazo derecho los hombros del muchacho en un gesto de camaradería y afecto impostado, y le animó a despreocuparse: «Verás como lo pasamos muy bien».

James Colbrand tenía treinta y dos años. Desde los quince militaba de forma clandestina en el Partido Comunista de Estados Unidos. Había nacido en Chicago y allí se afilió siendo todavía un adolescente. Sentía dentro de sí el ardor revolucionario que había triunfado en Rusia años antes, pensaba que el movimiento obrero americano podía convertir a Estados Unidos en otra unión de repúblicas socialistas soviéticas americanas y que eso transformaría el mundo en un paraíso del proletariado.

Cuando solo tenía veintitrés años, Jim (así le llamaban los suyos) abandonó su ciudad y su país, y fue enviado por el partido a Moscú. Fue un viaje organizado por los servicios de inteligencia rusos. En la Unión Soviética se sometió a un intenso entrenamiento, tanto para realizar labores de espionaje como para combatir en conflictos bélicos si era necesario.

De regreso a Estados Unidos, Colbrand se instaló en Nueva York y empezó a trabajar en una empresa de comercio internacional. Moscú le ordenó que durante un tiempo se mantuviese alejado del Partido Comunista y no realizara labores de espionaje para no levantar sospechas. Era un ciudadano americano corriente. Así permaneció durante dos años, hasta que fue activado de nuevo. Jim se despidió entonces de su empresa alegando que volvía a su ciudad natal de Chicago. Y fue allí donde Vadim le hizo llegar los datos básicos de su nueva misión: sacar a un adolescente de Estados Unidos y llevarlo hasta Moscú. Lo que Jim había aprendido en la Unión Soviética debía aprenderlo ahora Edward.

El chico, ignorante de lo que le tenían preparado, iniciaba un apasionante periplo en dirección oeste para recorrer el país de costa a costa con destino intermedio en la ciudad californiana de Los Ángeles. Aunque se sentía inseguro. Incluso, algo atemorizado. No entendía el motivo por el cual su tío Vadim le abandonaba en manos de un desconocido. Pero Jim supo ganarse pronto la confianza del muchacho. Le contaba historias apasionantes, muchas de ellas inventadas, y le hacía sentirse como un adulto cuando le permitía asumir pequeñas responsabilidades relacionadas con el viaje: encargarse de los billetes de tren, controlar los horarios de los autobuses de la compañía Greyhound que utilizaron para algunos trayectos, o buscar hoteles aquí y allá para descansar en las diferentes etapas del trayecto.

En la Lubianka habían decidido que Edward y Jim no podían llegar a Rusia viajando hacia el este, porque resultaría imposible atravesar la Francia ocupada por Hitler ni la España de Franco ni la Italia de Mussolini ni la Inglaterra de los bombardeos alemanes diarios. Y, mucho menos, Alemania, Austria o Polonia. Por lo tanto, optaron por la ruta contraria. Jim la conocía bien porque era el mismo recorrido que él había hecho unos años antes. Por eso le encargaban a él esta misión. Navegarían hacia el oeste desde Los Ángeles y su destino sería Vladivostok, en el extremo oriental de la Unión Soviética, sin atravesar fronteras ni correr el riesgo de quedar atrapados en un combate. Y, por supuesto, cruzarían el Pacífico sin seguir la línea recta entre el puerto de salida y el de llegada. Harían una primera escala en Hawái.

El trayecto en tren y autobús a través de Estados Unidos resultó ser un episodio iniciático para el chico, porque nunca hasta entonces había salido de las alborotadas calles de Nueva York. Una vez en Los Ángeles, Edward y Jim se instalaron durante varios días en una pensión barata a poca distancia del puerto. Esa pensión era el lugar en el que, según las órdenes, en algún momento irían a buscar al comunista americano para darle las nuevas instrucciones. El encargado de hacerlo era otro militante del partido. Pasados tres días sin noticias, el contacto llegó. Le esperó una mañana al otro lado de la calle. Cuando Jim salió de la pensión, un hombre maduro se le acercó y le preguntó si había dormido bien. Era la clave que esperaba. Él respondió lo pactado: que había tenido pesadillas.

Caminaron unos metros hasta la siguiente esquina y se apartaron hacia una callejuela en la que pudieran hablar sin ser vistos. Allí, Jim recibió la información que necesitaba. Debía memorizarla. Ni un solo papel. El plan se pondría en marcha en cuestión de horas.

Jim le contó a Edward que harían un viaje en barco para conocer las islas Hawái, lo que entusiasmó al muchacho. Pero le explicó que, como no tenían dinero suficiente, debían hacerlo en un carguero y con la ayuda de unos hombres a los que conocía. Edward no entendía gran cosa, pero optó por confiar en Jim.

Se marcharon de la pensión. Fueron recogidos por un coche Ford A de color negro conducido por otro militante del Partido Comunista que no sabía quiénes eran aquellos dos individuos ni tampoco hizo intento alguno por averiguarlo. Solo cumplía órdenes. Los llevó a una zona apartada, donde debían esperar hasta la madrugada. Llegada la hora, el coche se detuvo con las luces apagadas a pocos metros de la entrada del puerto. Los pasajeros pusieron pie en tierra, recogieron sus maletas, el conductor reanudó la marcha y desapareció por una de las calles cercanas. El barco estaba atracado a unos doscientos metros. No se veía movimiento de personas. Eran las dos de la madrugada. El carguero zarparía antes del amanecer.

A la hora fijada, las dos sombras avanzaron con paso cauteloso tratando de no tropezar con nadie, salvo con el enlace que les esperaba. No se conocían. Lo único que Jim sabía era que debía encontrarse con un hombre moreno, con barba, que tendría puesta una gorra y llevaría en las manos una carpeta amarilla. Era un intermediario del hampa local, contactado por un agente ruso que había hecho las gestiones para que facilitara la salida de Jim y Edward de Estados Unidos en un barco. Le saludaría con un amable «Buenas noches» y le haría la pregunta que él esperaba oír y que serviría de clave: «¿Este barco zarpará el jueves?», a lo que el enlace respondería: «No. Zarpará el sábado».

Jim buscó un recoveco en el que dejar solo a Edward. No quería que el chico escuchara la conversación con aquel individuo al que no conocía. Y si todo era una trampa, Edward tendría una opción de escapar, aunque fuese remota. El joven Salvin vivía aquella situación con desconcierto. Estaba entre entusiasmado por la sensación de vivir una aventura y asustado por ignorar lo que de verdad ocurría. Pero dejaba que pasaran las cosas sin hacer preguntas, de momento.

—Soy Jim y aquel chico que está en la esquina es...

—Cállese. No es asunto mío si usted se llama Jim o Peter, ni quiénes son ustedes ni qué pretenden hacer. —El enlace interrumpió bruscamente a Colbrand—. Le digo lo que va a ocurrir ahora. Usted me va a dar el dinero pactado. Yo lo voy a contar. Si todo está en orden, dentro de cinco minutos iremos al barco. Yo le daré al vigilante la parte que le corresponde y me iré de aquí. Usted no me ha visto nunca ni yo a ustedes. El vigilante del barco se ocupará del resto. ¿Entendido?

Jim asintió, algo aturdido por la aspereza de aquel hombre, pero había que evitar una innecesaria y peligrosa charla afectuosa, como si ese fuera un encuentro normal entre dos personas educadas que se acaban de conocer. De manera que sacó dos sobres de su bolso de viaje. Uno, con la cantidad que correspondía al enlace. Otro, con el dinero para pagar al vigilante. Se acercó a Edward y le cogió por el brazo para que iniciara la marcha hacia el barco. Los tres hombres ascendieron por la pasarela de acceso al buque. El enlace se acercó al vigilante sin decir una palabra. Se limitó a entregarle el sobre. El vigilante no lo abrió. Lo guardó de inmediato en un bolsillo de su chaqueta. Había confianza entre ambos. No era la primera vez que trabajaban en algo así. Hizo un gesto con la cabeza para que Jim y Edward le siguieran, y los tres se perdieron en el interior del carguero ayudados por la oscuridad reinante. Bajaron varias escaleras y al fondo de un pasillo estrecho llegaron ante una puerta metálica.

—Es aquí —dijo el vigilante—. No pueden salir de este camarote. Yo les traeré la comida. Les avisaré un día antes de llegar a Honolulu para que estén preparados. Si hacen lo que les digo, no habrá problemas. Si salen de aquí, yo mismo me encargaré de que los dos caigan por la borda.

No había matices que negociar. Y no hubo negociación. Edward estaba asustado. Jim, también, pero trataba de disimularlo delante del muchacho, como si controlara la situación.

—¿Prefieres dormir arriba o abajo? —preguntó Jim para quebrar la tensión del momento, dando a Edward la opción de elegir en qué lugar de la litera prefería pasar las noches.

El chico eligió la de arriba porque a pocos centímetros estaba el ojo de buey que le permitiría ver el mar durante la travesía. Era la única entrada de luz que tendrían en ese camarote angosto en el que apenas había espacio para esa litera, para una letrina y para un pequeño armario. En ese lugar pasarían varios días. La duración del viaje dependería de que las condiciones meteorológicas fueran buenas y la mar les concediera una navegación serena. Si no fuese así, se podrían producir retrasos.

El barco zarpó con rumbo sur, bordeando la costa de Estados Unidos a la altura de San Diego para alcanzar la Baja California mejicana, hasta virar allí hacia el oeste con destino Honolulu. Solo hubo un día de tormenta fuerte, que ralentizó el avance y provocó incómodos desajustes estomacales a Edward. Los vómitos fueron continuos y no ayudaba demasiado la prohibición de salir del camarote. Hubiera querido tomar un poco de aire limpio en la cubierta, pero tuvo que gestionar sus mareos entre la litera y la letrina durante un largo día de truenos y marejada, en medio del Pacífico.

Edward pasaba las horas inmerso en la lectura de unos cuantos libros y en la observación del inmenso mar a través del ojo de buey. Solo esporádicamente aparecía algún barco en el horizonte y el chico se entretenía imaginando de dónde vendría, a dónde iría y qué llevaría en su interior. Entre unas cosas y otras, Edward trató varias veces de forzar una conversación con Jim porque, con el paso de las semanas, entendía cada vez menos cuál era el objetivo real de aquel viaje, quién era Jim y qué futuro le esperaba cuando llegaran allí donde tuvieran que llegar. Pero no hubo tal conversación.

Dos días después de la tormenta, cuando apenas había amanecido, unos golpes en la puerta metálica del camarote despertaron a sus ocupantes. Jim se levantó de un salto.

—Soy yo —dijo alguien.

No era necesario que hablara durante más tiempo para identificar su voz profunda y seca, que era difícilmente comparable. Jim no tuvo tiempo ni de acercar la mano a la cerradura porque la puerta se abrió desde fuera.

—Mañana llegaremos a Honolulu. Atracaremos a primera hora, antes del amanecer. Estén preparados porque tendrán que salir del barco muy pronto, confundidos entre el movimiento de los marineros que pondrán en marcha las labores de estiba.

Y así fue. Los dos pasajeros clandestinos abandonaron el barco cuando el sol aún no había aparecido en el horizonte y caminaron con ansiedad hacia la salida del muelle. Según las instrucciones recibidas, alguien les estaría esperando allí para conducirlos hasta otra zona del puerto. Era un hombre de mediana edad vestido con una camisa roja y un pantalón azul. Tenía un bastón en la mano derecha y un libro en la izquierda.

—Vengan conmigo —les dijo sin siquiera intercambiar un mínimo saludo.

Condujo a los recién llegados a un barco pesquero, de mediano tamaño, en cuya cubierta no se veía a nadie.

—Suban a bordo. Estarán solos. Verán una puerta en el lado izquierdo. Entren ahí, bajen unas escaleras y al fondo del pasillo encontrarán otra puerta. Esa es la de su camarote.

El hombre de la camisa roja y los pantalones azules dio media vuelta y se marchó sin despedirse, mientras Jim y Edward seguían a ciegas sus órdenes. Pero no era del todo cierto que estarían solos. Cuando abrieron la puerta del camarote encontraron a Viacheslav Sedov.

Sedov estaba sentado en una de las dos sillas de aquel cuartucho, aún más pequeño que el del carguero en el que habían navegado desde Los Ángeles hasta Honolulu. Era rubio, no muy alto, lucía una barba descuidada y el pelo alborotado. Aquel día se había vestido como un marinero para mimetizarse con el resto de los ocupantes del barco. Pero no era marinero. Sedov era un agente del NKVD, el servicio que con el tiempo se transformaría en el KGB. Tenía la orden de vigilar a Jim y Edward a partir de ese momento y que se asegurara de que llegaran a su destino.

Sedov saludó a sus dos acompañantes en ruso. Ambos, sorprendidos, devolvieron el saludo también en ruso. Les ofreció un desayuno que aliviara su ansiedad matinal y que incluía abundante cantidad de frutas propias de Hawái, lo que supuso un disfrute para el paladar de los tres. Cuando el desayuno aún no había terminado y la charla casi no había empezado, los motores del pesquero movieron las hélices, el casco se apartó del muelle y el barco enfiló la salida del puerto hacia mar abierto.

Edward estaba aturdido, pero no se asustaba, o intentaba que pareciera que no se asustaba.

El pesquero zarpó de Honolulu en dirección norte para no navegar cerca de los atolones de Midway y Kure, que estaban bajo control americano. Solo viraron hacia el oeste después de superar esos pequeños territorios y las Near, las islas más occidentales de Estados Unidos, que casi pueden ver la península rusa de Kamchatka. Tan cerca están que el territorio continental de Alaska, al que pertenecen, se encuentra bastante más alejado. El pesquero puso entonces la proa hacia el primer suelo de soberanía soviética que había en su camino: la isla de Bering.

El barco ni siquiera llegó a tierra. Ancló a dos millas de la costa y allí esperó. Al anochecer, el capitán lanzó varias señales luminosas para que fueran captadas por el agente de enlace que debía estar esperando en la isla. Y así fue. Cuando empezaba a amanecer, el vigía del pesquero avistó un pequeño bote que se acercaba. Había buena mar. Sedov, Jim y Edward subieron a ese bote sin cruzar una palabra con el capitán o con los miembros de la tripulación. Nunca supieron cuántos eran. Nunca los vieron.

El pesquero levó el ancla y se alejó. El bote navegó de vuelta hacia la isla, pero, sin llegar a tierra, se acercó a otro pesquero de bandera soviética que estaba anclado a no mucha distancia. El barco zarpó para bordear la península de Kamchatka. Puso después rumbo suroeste evitando las islas Kuriles. Navegó por el mar de Ojotsk hacia el norte de la isla de Sajalín, de control soviético. Evitó así el sur de ese territorio, que en aquel año de 1940 todavía pertenecía a Japón con el nombre de Karafuto. Solo al final de la guerra, el Ejército Rojo invadiría la zona al sur del paralelo 50 para arrebatárselo al ya derrotado imperio japonés. El pesquero atravesó el estrecho de Tartaria, que separa Sajalín del este de la Rusia continental, y finalmente alcanzó Vladivostok. Ya estaban en la Unión Soviética.

Sedov, Jim y Edward descansaron durante tres días en la ciudad, y después abordaron el tren Transiberiano en el que recorrerían de este a oeste los más de nueve mil kilómetros de distancia hasta Moscú. Un largo periplo. Una gran aventura. Una enorme incertidumbre para el joven Edward, que había dado media vuelta al mundo.

MOSCÚ, DÍAS FINALES DEL VERANO DE 1940

—¿A dónde nos llevan, Jim? —cuchicheó Edward, algo alterado e inquieto, cuando tres hombres los recibieron al pie del tren, en la estación de Moscú, después de días de viaje desde Vladivostok.

Ni siquiera hubo un mínimo saludo protocolario. Fue Sedov quien se dirigió a Jim y Edward para decirles que siguieran a esos individuos tan serios y silenciosos. Nunca más verían al agente del NKVD al que encontraron semanas atrás en el camarote de un pesquero en Honolulu. Su encargo era conducirlos sanos y salvos hasta Moscú. Misión cumplida.

Jim y Edward fueron trasladados de inmediato hasta la sede del NKVD. Edward asistía a los acontecimientos entre asustado, intrigado y entusiasmado. Todo era nuevo y no sabía lo que podía ocurrir en el próximo minuto.

El muchacho fue alojado en una cómoda habitación. Disponía de todo lo necesario, salvo de libertad de movimientos. Sí podía salir a la calle, pero solo cuando lo autorizaba el responsable y siempre acompañado de dos hombres. Uno de ellos, un agente del NKVD. El otro era Jim, con quien había llegado a congeniar después de las muchas aventuras vividas en tan largo periplo. Ante tal acumulación de sorpresas y situaciones desconocidas, el chico necesitaba a alguien en quien depositar su confianza y por quien sentirse protegido. Y Jim era lo único que tenía.

Se mantuvo cerca de Edward durante los años que duró su proceso de formación. Fue su sombra, su mentor, su hermano mayor y su vigilante. La misión que tenía encomendada consistía en hacer sentir al chico como si estuviera en su casa de Nueva York, alimentar su conciencia comunista y, además, hablar con él en inglés para que no perdiera la fluidez con el idioma. El dominio de la lengua rusa lo mejoraría con el uso diario.

Edward fue internado en la Escuela Central del Directorio General para la Seguridad del Estado, la fábrica de espías del NKVD, después renombrada como Escuela de Graduación. Allí se sometió a un intenso proceso de reeducación soviética para reconfigurar el cerebro capitalista que traía de Estados Unidos. Sufrió ocasionales episodios de decaimiento emocional durante los largos meses de formación y tuvo que recibir un tratamiento psicológico para que se mantuviera centrado en su cometido. Añoraba su casa, su ciudad, a Vadim y a sus amigos. Le costaba acostumbrarse a las nuevas rutinas, más estrictas incluso que las militares, cuando su vida había transcurrido en libertad por las siempre animadas calles de Nueva York. Pero avanzaba a buen ritmo su proceso de conversión en un espía soviético convencido de que el comunismo liberaría a la humanidad de todos los males. Aun así, pronto ocurrieron cosas que obligaron a tomar decisiones.

LONDRES, 21 DE AGOSTO (A 76 DÍAS DE LAS ELECCIONES)

Boris Kovalev llevaba unos minutos de pie, con su hombro izquierdo apoyado en la pared. Narraba su historia mirando al suelo, como si agachar la cabeza le permitiera recordar con mayor nitidez. McKenzie y Breuer también se levantaron, cansados como estaban de mantenerse sentados en el sofá. Pero ellos no despegaban los ojos de su colega ruso.

—No había pasado todavía un año desde la llegada de Edward a Rusia cuando Hitler puso en marcha la Operación Barbarroja para invadir la Unión Soviética, incumpliendo el pacto Molotov-Ribbentrop —apuntó Boris, entrando en una fase determinante de su relato—. Y a primeros de octubre de 1941, el Ejército alemán ya estaba a las puertas de Moscú. El NKVD decidió entonces que había que proteger a Edward ante una posible caída de la capital soviética en manos de Hitler. Se llevaron al chico hacia el este. Lo metieron en un tren con destino a la ciudad de Kazán, alejada del frente de batalla, a más de ochocientos kilómetros de la capital, que estaba sitiada. Allí se trasladaron también algunas industrias estratégicas para evitar que cayeran en manos de los invasores. A partir de aquel día, los pocos que estaban en el secreto empezaron a conocer el operativo relacionado con Edward como Operación Kazán —sentenció Kovalev.

Dos meses después ocurrió lo que Stalin sospechaba que iba a ocurrir: la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial tras el ataque japonés a Pearl Harbor. Cuando las autoridades militares americanas convocaron por carta a su joven ciudadano neoyorkino Edward Salvin para que ingresara en el Ejército, el chico ya no estaba allí ni en ningún otro sitio. Nadie pudo dar fe de su paradero. Lo más que llegaron a aportar sus vecinos fue que se había ido de viaje hacía meses sin decir a dónde y no volvieron a saber de él. Sí añadieron que el padre de Edward también se había ido de viaje unos años atrás y tampoco volvió nunca. Los investigadores tomaron nota y trataron de hacer algunas averiguaciones, pero no podían perder el tiempo con un único recluta al que llevar a filas. Había muchos más a los que encontrar. De manera que consideraron a Edward como desaparecido, a la espera de declarar que era un desertor, ordenar su detención y, en su caso, someterlo a juicio. Pero eso nunca ocurrió.

En agosto de 1942, las tropas soviéticas consiguieron, pagando un precio enorme en vidas humanas, detener el avance alemán hacia Moscú. Ese frente parecía estabilizado y la capital estaba relativamente a salvo, por el momento. No ocurría lo mismo en Leningrado, donde los combates eran atroces. El sitio de la ciudad provocaría la muerte diaria de miles de personas por los bombardeos, el hambre y el frío. Y hacía un mes que los soldados de Hitler habían llegado a Stalingrado, donde la masacre de militares y civiles duraría doscientos días eternos.

En medio de ese panorama aterrador, el primer ministro británico, Winston Churchill, viajó a Moscú. Lo hizo vía El Cairo y Teherán para no sobrevolar las líneas alemanas. Y allí tuvo que decirle a Stalin que los aliados aún no podían satisfacer su petición de abrir un segundo frente de guerra contra los alemanes en Francia. La Unión Soviética lo necesitaba para que Hitler se viera obligado a detener su avance en Rusia y a dividir su fuerza militar trasladando soldados y armamento hacia el occidente europeo. Eso daría oxígeno al Ejército Rojo para reorganizarse y contraatacar, haciendo un bocadillo a los alemanes entre el empuje de los rusos por el este y el de los aliados por el oeste.

Churchill tuvo que explicar a Stalin que no disponían de un ejército suficientemente numeroso para abrir ese segundo frente en Francia. Estados Unidos debía enviar al Reino Unido un millón de soldados, pero de momento no habían llegado ni cien mil. Necesitaban más tiempo.

El primer ministro británico sí prometió al dictador soviético que realizarían escaramuzas que provocaran en Hitler el temor a un desembarco aliado inminente en la costa norte francesa, por si eso podía frenar el ímpetu alemán en Rusia. Y le informó de que en cuestión de días se realizaría una primera incursión de tanteo.

Churchill abandonó Moscú el 16 de agosto de 1942 y tres días después, el 19, un grupo de poco más de seis mil hombres, casi todos canadienses, pero también británicos y un puñado de rangers americanos, desembarcó en la localidad francesa de Dieppe, a menos de doscientos kilómetros al sur de Calais, el lugar en el que el canal de la Mancha es más estrecho. El resultado fue desastroso. Las defensas alemanas acabaron con aquel experimento, mataron o capturaron a buena parte del contingente aliado y destrozaron su armamento. Para invadir Francia habría que esperar dos años más, hasta junio de 1944.

—Stalin asumió entonces que la Unión Soviética se tendría que defender sola, y lo hizo —dijo Boris—. Con el paso de los meses, los pocos responsables del régimen que conocían la Operación Kazán empezaron a planear el futuro. El chico estaría listo para actuar a finales de 1943, después de un duro periodo de formación.

La Operación Kazán había estado al cargo directo de los máximos responsables de la inteligencia soviética. En los años veinte, quedó bajo el control del OGPU (Directorio Político Unificado del Estado), primero dirigido por Félix Dzerzhinski y después por Viacheslav Menzhinski. Cuando en 1934 el OGPU se renombró como NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos), el expediente de Edward pasó a manos del nuevo jefe de los espías soviéticos, Guénrij Yagoda. Solo estuvo en el cargo dos años. Fue ejecutado, víctima de las purgas de Stalin. También se acusó al propio Yagoda de haber envenenado a su antecesor. El sucesor fue Nikolái Yezhov, ejecutado por traidor. Y su puesto lo ocupó otro virtuoso carnicero llamado Lavrenti Pávlovich Beria.

Igual que sus predecesores, Beria terminaría sus días prematuramente, en 1953, en este caso por orden de Nikita Khrushchev, que alcanzó el liderazgo de la Unión Soviética a la muerte, también sospechosa, de Stalin. Pero para entonces, Beria, al mando del servicio secreto, ya había tenido tiempo de extender su maldad por todo el país.

Nueve años antes de ser ejecutado, en los primeros meses de 1944, el jefe de los espías mantuvo una reunión con Stalin. En aquel momento, la guerra contra los alemanes ya se decantaba a favor de los soviéticos. Era cuestión de tiempo que el avance del Ejército Rojo alcanzara las calles de Berlín y, si podía, incluso más hacia el oeste.

—Había llegado la hora de tomar una decisión sobre Edward —añadió Boris ante la atónita mirada de Breuer y McKenzie—. Debía volver a Estados Unidos. Pero había que planear cómo, cuándo y con qué objetivos.

El chico seguía en Kazán. Allí se convirtió en un comunista tenaz y recibió instrucción en las habilidades más sofisticadas del espionaje: ocultación, recepción y envío de mensajes secretos, conocimiento de artes marciales, manejo de armas, dominio de técnicas psicológicas e, incluso, métodos para la eliminación física de personas sin dejar pruebas. También se le preparó concienzudamente para vivir en Estados Unidos como un ciudadano americano más.

—Amigos míos —dijo Boris con solemnidad—, el plan era que Edward fuera un espía ilegal. Es decir, sin el paraguas oficial de la embajada soviética en Washington. Dispondría de pasaporte americano, formaría una familia y conseguiría información para Moscú. Y, quizá, algo más.

—¿Qué más? —inquirió McKenzie con inquietud.

Boris no respondió de inmediato y siguió contando la historia tal y como la tenía planeada.

—El primer paso era llevar a Edward de vuelta a Estados Unidos. Como es lógico, ya no podía regresar como Edward Salvin, porque se daba por hecho que las autoridades americanas le buscaban por desertor al no presentarse al reclutamiento para combatir en la guerra. Era necesario poner en marcha un procedimiento más sofisticado, asumiendo que podía no tener un final feliz.

PALACIO DEL KREMLIN, MOSCÚ, MAYO DE 1944

Beria, con su escaso cabello, sus lentes redondas y su fanática inteligencia, se plantó delante de Stalin junto con dos colaboradores cercanos para presentar su plan. La Operación Kazán solo la conocían diez personas: el líder, el jefe de los espías, sus dos subalternos y los seis instructores que habían convertido al muchacho en un espía. Todos aquellos que estuvieron al frente de la inteligencia soviética en tiempos anteriores se habían llevado el secreto a la tumba. Eso era lo previsto. Viacheslav Sedov, el agente que condujo a Jim y Edward de Hawái a Moscú, no fue informado del resto de la misión. También eso era lo previsto.

—¿Cuál es el plan, entonces? —Stalin empezaba a impacientarse con Beria porque tenía asuntos de guerra inmediatos y urgentes de los que ocuparse, y Edward era un plan a muy largo plazo.

Se hizo el silencio por un segundo en el despacho del secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética. No era una estancia ostentosa. La mesa de Stalin, de madera oscura como la que forraba las paredes, era pequeña. Apenas daba cabida a un teléfono negro, otro blanco, un utensilio de tinta para la pluma y algún adorno más. El dictador se recostaba sobre el respaldo de su butacón mientras trataba de encender una pipa bajo su poblado bigote, con cuidado de no incinerarlo. Alrededor de la mesa había tres sillas ocupadas por Beria y sus dos colaboradores, y unas cuantas más que estaban vacías. El despacho de Stalin lo presidía un retrato de sí mismo.

—Camarada secretario general, este es el plan. Tenemos varios informadores en los sindicatos británicos que ahora están sobre el terreno. Y, además, uno especialmente bien situado en el SIS, el servicio de inteligencia del Reino Unido —informó Beria.

—¿Un agente británico que espía para nosotros? —preguntó Stalin, mostrando aparente desconfianza.

—Lleva años pasándonos información relevante. Ha realizado grandes servicios a la causa comunista, camarada secretario general —se defendió Beria.

—Kim Philby —espetó Stalin de repente mientras Beria mostraba su sorpresa y quedaba demudado durante varios segundos.

—Sí, Kim Philby —atinó, por fin, a decir el jefe del espionaje soviético al percatarse de que Stalin disponía de datos que solo Beria y sus dos hombres de confianza debían conocer.

Eso significaba que Stalin tenía un topo dentro de su servicio de inteligencia, al margen del propio Beria. Es decir, Beria pudo comprobar que Stalin le vigilaba estrechamente. Y si eso era así, podría sufrir el mismo destino que tantos otros: las purgas del estalinismo, que él mismo ejecutaba desde hacía años para su jefe con destreza y ausencia de piedad. El cerebro de Beria empezó a dar vueltas. Muchas. Su ya habitual paranoia, solo equivalente a la de Stalin, se le disparó de repente. Estar bajo el radar del líder podía suponer una tortura insufrible hasta la muerte. Nadie lo sabía mejor que él, que se ocupaba de eso con profesionalidad intachable.

Conocía bien que Stalin disfrutaba provocando el pánico a su alrededor. Era la base sobre la que asentaba su inmenso poder. Pero trató de enfriar la calentura que sacudía su cuerpo al saber que estaba siendo espiado. Debía mantener la serenidad. Para empezar, investigaría de inmediato a los dos hombres de confianza que tenía a su lado, por si fuera necesario desprenderse de ellos, enviarlos al Gulag o, directamente, eliminarlos en las mazmorras de la Lubianka. No le temblaría el pulso. Ni siquiera estaba seguro de tener pulso.

—¿Te fías de Philby? —inquirió Stalin—. ¿No nos estará haciendo creer que trabaja con nosotros para darle información a los británicos?

—Estamos seguros de que es de fiar, camarada secretario general. Desde hace años nos ha dado datos ciertos sobre traidores rusos que trabajaban para el Reino Unido. Todos han sido capturados o eliminados.

—¿Y qué dice Philby sobre los planes aliados?

—Dice que están a pocas semanas de desembarcar en el norte de Francia.

—Querido Lavrenti Pávlovich, ¡eso lo sé yo desde hace meses sin moverme de este despacho! —ironizó Stalin tratando, con éxito, de humillar a Beria y de ridiculizar su trabajo.

—Camarada secretario general, doy por supuesto que eso es así. Pero tenemos algunos datos más precisos. El desembarco está previsto en los primeros días de junio y no será en Calais.

—¿Dónde pretenden desembarcar, si Calais es el lugar más cercano a la costa británica? —preguntó Stalin escéptico ante la información de Beria.

—Precisamente por eso han decidido no desembarcar en Calais, porque es ahí donde les esperan los alemanes. Van a desembarcar más al sur, en Normandía, camarada secretario general.

Stalin aspiro el humo de su pipa casi con devoción y lo saboreó como quien degusta un vino de primera antes de levantarse de la butaca y caminar con parsimonia hacia la pared que quedaba a su izquierda, donde tenía colgado un enorme mapa de Europa en el que estaban pintados a lápiz los frentes de batalla. Conocía con extremo detalle cada centímetro de ese mapa, porque lo repasaba decenas de veces al día desde que empezó la guerra. Buscó con la mirada el norte de Francia hasta posar sus ojos en la región de Normandía. Revisó en silencio la costa normanda: playas, acantilados, cabos, golfos, pueblos. Volvió a degustar el humo, apartó su pipa de la boca y la utilizó para señalar hacia el mapa mientras ponía sus ojos en Beria.

—No van a llegar a esas playas. Los alemanes los van a triturar antes de que alcancen la orilla. Seguro que Hitler ha acorazado esa zona, no solo la de Calais. Es casi imposible pasar por ahí. Y, además, tendrán que navegar durante mucho más tiempo que si se dirigieran a Calais. Si llegan a la costa de Normandía, estarán agotados.

—Philby nos dice que el objetivo aliado es, precisamente, que los alemanes crean que desembarcarán por Calais. En Normandía hay muchos alemanes, pero piensan que menos que en Calais. Además, tenemos varios informadores en los sindicatos británicos que viven al sur del país y nos aseguran que hay cientos de miles de soldados en la zona de Portsmouth, justo frente a Normandía. Y, también barcos: hay una flota inmensa preparada para zarpar —informó Beria.

—Va a ser una carnicería —concluyó Stalin que, igual que Hitler, era un erudito mundial en materia de carnicerías—. Pueden fracasar. Si fracasan, los alemanes se reforzarán en el oeste de Europa. Y si se refuerzan en el oeste, pronto se reforzarán en el este porque podrán traer aquí los soldados y el armamento que no necesiten allí, y todo lo que el Ejército Rojo ha conseguido recuperar podríamos perderlo otra vez. Quizá, de forma definitiva.

Stalin se volvió de nuevo hacia el mapa, alzó la vista buscando Normandía y se mantuvo en silencio durante un minuto que pareció durar mucho más de sesenta segundos. Nadie hablaba en el despacho del camarada secretario general, hasta que el líder se desahogó.

—Churchill y Roosevelt se han vuelto locos... Pero tenemos que confiar en que el plan funcione. De lo contrario, estamos todos perdidos.

El líder hablaba con la voz tan tenue que casi solo la escuchaba él. Beria y sus colaboradores —esos dos a los que ahora consideraba potenciales traidores— estiraban el cuello y proyectaban el oído tratando de descifrar los pensamientos del camarada secretario general, que ya volvía a su butaca. Se acomodó, fumó de su pipa, miró a sus invitados sin mover un músculo de la cara durante treinta segundos que no terminaban nunca, fumó de nuevo y, cuando los sudores de pánico ya resultaban evidentes en Beria, Stalin le dirigió la palabra de nuevo.

—Lavrenti Pávlovich, ¿cómo vas a llevar a Edward de vuelta a Estados Unidos?

—Lanzaremos al muchacho en paracaídas sobre Normandía cuando los aliados hayan liberado ese territorio, si es que lo consiguen.

El gesto de Stalin se volvió inquisitivo y mostraba una evidente impaciencia por conocer más detalles de aquel plan que parecía sacado de una mente desquiciada. Y eso no era falso. Beria se percató del desasosiego de su jefe y decidió seguir hablando sin interrupción para evitar que Stalin sufriera un acceso de locura y le ordenara fusilar, o terminara siendo ejecutado allí mismo por el propio secretario general con el arma que siempre guardaba en el cajón de su mesa.

—Si el desembarco consigue su objetivo a principios de junio, calculamos que en el plazo de entre uno y dos meses, como muy tarde en agosto, los aliados tendrán bajo su control toda Normandía y habrán iniciado el asalto a París. Estaremos atentos al avance de las tropas y, cuando llegue el momento, elegiremos una noche con nubes, y a ser posible sin luna, para enviar un avión y lanzar a Edward sobre el lugar que consideremos más indicado para que se deje encontrar por soldados americanos.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de que el avión conseguirá llegar hasta Francia sin ser detectado y derribado por los alemanes o por los aliados? —Stalin evidenció uno más de los muchos puntos débiles que tenía el plan.

—No estaremos seguros de eso hasta que se ejecute la misión. Sobrevolar cualquier lugar de Europa es peligroso, pero no tenemos otra opción que asumir ese riesgo, salvo que decidamos abortar la operación y dejemos a Edward aquí. Pero si seguimos adelante con la misión, por supuesto trazaremos un recorrido en función de los datos que tengamos sobre los aviones de la Luftwaffe y los de los aliados, y sobre las posiciones que ocupen sus defensas antiaéreas.

A Beria le temblaba más la voz conforme desarrollaba su relato. Era consciente de que aquella parecía una historia absurda con un final perfectamente previsible, que sería la captura o la muerte de Edward. Si ocurría lo segundo, se trataría solo de una oportunidad perdida y de un muerto más entre millones de víctimas de la guerra. Pero si ocurría lo primero, si Edward era capturado con vida y se desvelaba su secreto, el problema sería difícil de gestionar con Roosevelt cuando se reunieran después de la victoria para repartirse el mundo y, peor aún, el ridículo resultaría insoportable para el inabarcable e ilimitado ego de Stalin.

Pero Beria estaba metido de lleno en una de esas situaciones en las que ya no se puede retroceder. Solo quedaba la posibilidad de avanzar, fueran cuales fueran las consecuencias. De manera que continuó con la explicación de su plan, mientras Stalin le observaba fijamente y en medio de un silencio gélido.

Una hora después, Beria salió del despacho de Stalin con vida, pero apenas le quedaba crédito ante el secretario general. Podía caer en desgracia si aquella idea descabellada terminaba mal, que era lo más probable. El líder había dado el visto bueno a la operación, aunque era poca su fe en que tuviera éxito. Decidió asumir el riesgo. También mantuvo el control sobre Beria, porque los dos colaboradores del jefe de los espías eran, además, los ojos y los oídos de Stalin, como el propio Beria ya sospechaba. El carácter paranoico de todos ellos se mantuvo durante los años siguientes. Y había buenos motivos que alimentaban esa paranoia, porque ninguno de los cuatro hombres que se reunieron en aquel despacho del Kremlin terminó sus días de forma natural. Beria ordenó fusilar a sus ayudantes cuando murió Stalin, y el propio Stalin pudo morir envenenado por Beria antes de que Beria fuera ejecutado por orden de Khrushchev. La cordura escaseaba. La fascinación por la eliminación física del adversario político era el paisaje común en la Unión Soviética.

—Lavrenti Pávlovich... —llamó Stalin a Beria cuando el jefe de los espías soviéticos estaba a punto de salir por la puerta del despacho.

Beria, aterrado, se dio la vuelta temiendo estar ante su último aliento. Stalin se había puesto en pie, con la pipa en la mano. ¿Habría llegado el final?

—Quiero ver a Edward. No ahora. Quiero verle un día antes de que empiece su misión.

—Por supuesto, secretario general —respiró con alivio Beria, dando por seguro que su vida se alargaría, al menos, hasta que Edward subiera al avión para llevarle a Francia. Algo es algo.

BELEUTOVO, AL SUR DE MOSCÚ, 30 DE JULIO DE 1944

Habían pasado dos meses y medio desde la reunión conspirativa en el despacho del secretario general del PCUS. Con la llegada del verano, la Unión Soviética disfrutaba del relativo sosiego de saber que la guerra que estuvo casi perdida se encontraba ahora en su fase final hacia la victoria total. El futuro se presentaba alentador.

Esta vez se optó por utilizar un automóvil discreto en lugar del coche oficial del líder. Era preciso mantener la mesura, pasar desapercibido y no llevar delante ni detrás la cohorte de seguridad que siempre acompañaba al camarada Stalin. Al volante no iba el chófer habitual. Había que evitar que alguien más conociera el secreto. Conducía uno de los dos colaboradores de Beria que asistió a la reunión de mayo. Pero era, en realidad, un hombre de confianza del secretario general y se dedicaba a vigilar al jefe de los espías por orden del líder, como el propio Beria sospechaba desde hacía meses.

Salieron del recinto del Kremlin por una puerta lateral y enfilaron en dirección sur. Tardaron algo más de una hora en llegar a Beleutovo, un pequeño pueblo agrícola y ganadero. Y un poco más allá, en las afueras de la localidad y en una zona aislada, estaba el lugar que buscaban. La granja solo era accesible recorriendo un apretado camino polvoriento y apenas era visible desde fuera debido a los árboles que rodeaban la finca por el este. Por el lado oeste, la granja terminaba en la orilla del río Pajrá, un afluente del Moscova. La frondosa vegetación hacía casi imposible que se pudiera ver algo desde el exterior.

La casa era de un tamaño respetable. Disponía de estancias en dos alturas y contaba con un sótano bien equipado para ocultar a quien hubiera que ocultar durante el tiempo que hubiera que ocultarlo. Allí trasladaron a Edward desde Kazán hacía tres días, a la espera de que llegara el momento de iniciar su misión: una misión de por vida.

Con Edward estaban los seis instructores que le habían enseñado todo lo necesario para ser un espía. Eran ellos mismos los que realizaban, por turnos y de tres en tres, las labores de vigilancia del lugar. Uno se situaba en el lado noreste. Otro, en el sureste. Y el tercero vigilaba el flanco del oeste, en la ribera del río. Se evitaba así tener personal de seguridad que pudiera enterarse de lo que ocurría en la granja. Secreto absoluto.

Estaban, además, Beria y su otro estrecho colaborador, que en realidad también le espiaba por orden del líder. El coche acababa de detenerse a las puertas de la casa, con Stalin en su interior. En teoría, todos aquellos que conocían la importancia de Edward se habían reunido en esa granja. En teoría.

Beria salió presuroso para recibir al secretario general, que parecía llegar con buen ánimo. Saludó sin especial efusión y se dirigió sin más y a paso ligero hacia el interior de la casa. No quería perder el tiempo. Su plan para esa mañana consistía en conocer a Edward, hablar con él durante unos minutos y volver al Kremlin a terminar de ganar la guerra. Estaba ansioso por ver a los soldados del Ejército Rojo ocupar Berlín, cosa que ocurriría antes de que transcurriera un año.

Dos de los instructores de Edward adoptaron la posición de firmes cuando Stalin atravesó la puerta. Uno de ellos era el comunista americano que se había convertido en la persona más cercana al joven espía en esos años de entrenamiento. El camarada secretario general no dijo ni buenos días.

—¿Dónde está?

—En el sótano —respondió Beria, casi tembloroso.

—Llévame con él —ordenó Stalin.

Así lo hizo. Edward esperaba al pie de la escalera que traía al líder desde la planta de arriba. Le miraba con gesto serio y de respeto. Stalin, esta vez sí, se mostró amable. Casi cariñoso. Tendió la mano para estrechar la del chico. Edward devolvió el gesto. El dictador notó su fuerza. Era alto y bien parecido. Un digno hijo de la Unión Soviética, aunque hubiera nacido en Estados Unidos.

Stalin miró a su alrededor para inspeccionar aquel sótano. Tenía algunas sillas y dos camas. Una era para Edward y la otra para que durmiera uno de sus instructores. Nunca le dejaban solo. Junto a la pared cercana a la escalera había una mesa de despacho y una estantería con libros de propaganda soviética. Una mesa de comedor ocupaba el centro de la estancia. Dos bombillas colgaban del techo y un ventanuco en la parte alta de una pared permitía que entrara un poco de luz natural.

El secretario general hizo llamar a Beria, acercó la boca a su oído y le ordenó que salieran de allí él y todos los demás. Quería estar a solas con Edward. La orden se cumplió sin perder un segundo, aunque los instructores se extrañaron de que no quedara nadie abajo para mantener la seguridad del gran líder y del chico.

How are you, Edward? (¿Cómo estás, Edward?) —preguntó Stalin en un inglés relleno de acento entre georgiano y ruso.

I’m fine, comrade general secretary (Estoy bien, camarada secretario general) —respondió Edward en perfecto inglés de Nueva York y, lo más importante, sin un ápice de extrañeza por el hecho de que Stalin no le hubiera hablado en ruso.

Tampoco se mostraba nervioso ni temeroso en presencia del líder. Mantenía su mirada sin aparentar sentirse inferior. Es lo que le habían enseñado. Es lo que se esperaba de él: que supiera ocultar sus nervios o sus sentimientos ante situaciones complejas o inesperadas. Y es lo que Stalin quería observar: la reacción del muchacho en el lógico ambiente de tensión que se producía en ese momento ante alguien tan importante, admirado, idolatrado y temido como el líder soviético. El chico se comportaba con el respeto debido, pero con la soltura de quien está seguro de sí mismo y ha sido bien instruido para superar momentos como ese. Sin titubeos. Sin mostrar dudas.

Stalin apenas sabía unas cuantas palabras en inglés, por lo que con dificultad entendió la respuesta de Edward. Pero eso no importaba. Solo pretendía apreciar su reacción. A partir de ahí, la charla continuó en ruso.

—Siéntate, muchacho —dijo Stalin con cordialidad—. Ya sabes que estamos muy cerca de la victoria en la guerra. Nuestros hombres han luchado heroicamente por la patria y por el socialismo. Lo han hecho en Leningrado y en Stalingrado, igual que lo hicieron para evitar que Moscú cayera en manos de Hitler. Y la ofensiva que empezó esta primavera nos permitirá destruir al enemigo, que ahora huye en desbandada. Hace unos días hemos recuperado Bielorrusia, pronto serán nuestras las repúblicas bálticas y también avanzamos hacia Polonia. Si hacemos las cosas bien, ocuparemos Alemania. Nuestros aliados americanos y británicos quieren hacer lo mismo, pero vamos a intentar llegar antes que ellos. Berlín debe ser una ciudad soviética.

Edward escuchaba sin decir palabra ni parpadear. Tampoco asentía mientras Stalin seguía con su doctrina.

—Cuando todo esto acabe y llegue la paz, el mundo habrá cambiado. Los nazis no serán nuestros rivales, porque ya no existirán. Los adversarios serán aquellos que ahora son nuestros aliados. Serán los americanos y los británicos, que querrán controlar la Europa Occidental, mientras que nosotros no nos dejaremos arrebatar el control de la Europa Oriental. Y esa situación no será fácil de mantener sin que se produzcan tensiones. Necesitaremos información para imponernos sobre esos países tan poderosos. Te necesitaremos a ti, hijo.

Stalin hizo una pausa. Sacó su caja de cerillas del bolsillo de la chaqueta. Eligió una, raspó el fósforo con un movimiento corto y fulminante, y con cierto ceremonial introdujo el fuego por el hornillo de su pipa hasta la cazoleta en la que reposaba el tabaco que se había apagado. Aspiró con intensidad para disfrutar del sabor del humo en su boca. Siguió este protocolo sin apartar la mirada del chico que tenía delante y que se mantenía inconmovible, sin hacer gesto alguno ni abrir la boca.

—¿Tienes miedo? —preguntó finalmente Stalin.

—No, camarada secretario general —respondió Edward sin duda aparente.

—Cuéntame en qué va a consistir tu misión.

Stalin estaba perfectamente informado de todos los detalles, pero quería saber cómo entendía Edward las instrucciones que se le habían dado.

—Cuando se considere oportuno embarcaré en un avión para llegar a Francia y saltar en paracaídas sobre algún lugar de Normandía que ya esté bajo el control de los aliados. Trataré de infiltrarme entre ellos, como un soldado americano más. Intentaré que me trasladen a Estados Unidos. Allí me haré pasar por un ciudadano corriente, pero en realidad dedicaré mi vida a trabajar para la causa del socialismo. Así lo haré, camarada secretario general.

Edward tenía bien aprendida la lección y a Stalin le gustó que no respondiera como un autómata. El chico era capaz de expresarse con naturalidad y eso sería determinante para que resultara creíble una vez que iniciase su misión en territorio enemigo. Pero ahora había llegado la hora de lo más importante.

—¿Te han dicho tus instructores cómo tendrás que contactar con ellos cuando ya estés en Estados Unidos? —preguntó Stalin.

—Sí, camarada Stalin. Me han dicho que...

—No. No es necesario que me lo cuentes. Escucha bien lo que te voy a decir, hijo —interrumpió Stalin a Edward con tono paternal—. Ignora esas órdenes. ¿Lo entiendes? Ignora esas órdenes que te han dado tus instructores.

—No entiendo, camarada secretario general —atinó a balbucear Edward entre dientes, sin saber lo que pasaba.

—A partir de este momento, solo cumplirás mis órdenes. Solo las mías. Las de nadie más. ¿Entendido?

—Sí, camarada Stalin —respondió Edward en medio de una enorme confusión. No podía comprender que el líder desautorizara de esa forma a Beria y a los demás, pero no tenía otra alternativa que atender a lo que le dijera.

—Cuando llegues a Estados Unidos, estarás al menos dos años sin establecer contacto con nosotros. Y cuando haya pasado ese tiempo buscarás a una única persona, a nadie más. Recuerda este nombre: Andréi Sorokin. Andréi Sorokin —repitió Stalin marcando cada sílaba para que el muchacho archivara el nombre en su cerebro.

—Andréi Sorokin —repitió también Edward.

—El camarada Sorokin ocupará un cargo importante y podrás buscarle en Estados Unidos. Sabrás dónde con solo leer los periódicos. Verás su nombre y su fotografía a menudo. Esa es la persona con la que contactarás. Él sabrá quién eres y cuál es tu misión cuando le digas estas dos palabras: Operación Kazán.

—Operación Kazán —repitió Edward desconcertado.

—Dirás Operación Kazán cuando puedas encontrarte con Andréi Sorokin. ¿Lo recordarás?

—Por supuesto, camarada secretario general. Operación Kazán, Andréi Sorokin.

Edward no había oído jamás hablar de ese tal Sorokin. No sabía quién era ni qué cargo ocupaba. Pero no olvidaría el nombre que le acababa de dar el gran líder.

—Ahora, cuando terminemos esta reunión y yo me vaya, los que están arriba querrán que les cuentes lo que hemos hablado. Pero este es un secreto entre tú y yo, camarada Edward.

—Entonces, ¿no debo decir nada de esto a mis instructores ni al camarada Beria?

—Ni una palabra.

—Y si me dan nuevas órdenes, ¿qué debo hacer, camarada secretario general?

—Las escucharás y les dirás que las cumplirás al pie de la letra, pero no lo harás. Solo cumplirás las órdenes que yo te acabo de dar. ¿Entendido?

—Entendido, camarada secretario general.

—Y algo más, hijo. Tu misión es una temeridad. Y un hombre no se convierte en un héroe si no acomete misiones temerarias. Pero, para tener éxito, lo más importante es actuar con inteligencia y sin dejarse llevar por las emociones. No podemos ir más lejos de lo que debemos ir. Cuando tengas dudas sobre qué hacer, recuerda algo: haz aquello que puedas controlar. No dejes que esto se nos escape de las manos.

—No lo permitiré, camarada —respondió Edward sin tener muy claro lo que quería decir Stalin. Ya lo reflexionaría con más tiempo.

—No me defraudes, muchacho —sentenció el líder.

—No lo haré, camarada secretario general —prometió Edward.

Stalin se puso en pie y el chico hizo lo mismo de inmediato. Estrecharon sus manos. El líder subió las escaleras y se marchó. Edward nunca olvidaría a lo largo de su vida aquellas palabras de Stalin: no dejes que esto se nos escape de las manos y no me defraudes. Y nunca olvidaría tampoco que había sido el mismísimo Stalin quien había acudido a su encuentro para darle una orden secreta que solo conocían el líder y él.

31 DE JULIO DE 1944, EN VUELO HACIA NORMANDÍA (FRANCIA)

«No me defraudes, muchacho». Edward se repetía a sí mismo la frase de Stalin cuando al día siguiente, en una hermosa mañana de verano, abordaba el avión de la fuerza aérea soviética que estaba a punto de poner rumbo hacia el oeste. Unas horas después, cuando se ocultara el sol, el aparato buscaría los cielos de Europa en una noche cerrada y muy nubosa en la Normandía francesa. Era lo que se necesitaba para realizar la misión. Casi dos meses antes, el 6 de junio de 1944, los aliados habían desembarcado en esa costa, donde murieron decenas de miles de soldados de los dos bandos. La liberación de Francia estaba en marcha.

A bordo del aparato iban cuatro personas: el piloto, el copiloto, Jim Colbrand y el propio Edward. Pero el avión no volaría solo. Llevaría una escolta de cuatro cazas para darle protección.

El plan de vuelo evidenciaba el riesgo de la misión, porque tendrían que sobrevolar zonas controladas por el Ejército alemán y, finalmente, territorios que ya estaban en poder de los aliados. Unos y otros tratarían de derribar el aparato en cuanto lo detectaran. Todo el trabajo que se había realizado en las últimas dos décadas, toda la Operación Kazán, quedaría en nada con el simple impacto de un proyectil en el avión.

Desde Moscú, la escuadrilla aérea debía dirigirse hasta Minsk, la capital de Bielorrusia, donde el Ejército Rojo hacía pocos días había eliminado los restos de la Wehrmacht. Los jóvenes a los que Hitler envió años atrás a invadir Rusia y a luchar contra el invierno de las estepas, ahora huían hacia el oeste en una carrera desbocada, cruenta y agónica. Pero en zonas aisladas aún se producían escaramuzas con soldados alemanes descolgados de sus unidades, que estaban perdidos y que solo trataban de salvar sus vidas, ahora que ya no podían aspirar a la victoria.

El trayecto hasta Minsk era todo lo seguro que puede ser un vuelo en plena guerra, aunque para entonces el avance soviético parecía imparable. Aun así, hacia el norte seguían los combates, porque el Fürher había dado la orden de sostener hasta la muerte el control de las repúblicas bálticas, y también se luchaba con fiereza por el dominio de lo que un día fue Polonia. Pero era cuestión de tiempo que ese vasto territorio cayera en manos soviéticas, como así ocurrió.

Los riesgos para el vuelo empezarían después, porque sería al oeste de Bielorrusia donde habría que sobrevolar al enemigo. En Minsk, los cinco aparatos soviéticos cargarían sus depósitos para poner rumbo noroeste hacia Lituania. Recorrerían los cielos de las ciudades de Vilna y Kaunas, para después alcanzar la localidad costera de Klaipeda, que todavía estaba bajo el yugo alemán, aunque por poco tiempo. Desde allí saldrían al mar Báltico, donde confiaban en tener menos opciones de sufrir encontronazos con los restos que quedaban de la Luftwaffe. Ya en dirección oeste, atravesarían zonas del sur de Suecia y de la Dinamarca central, alcanzarían el mar del Norte en dirección suroeste, bordearían la costa de los Países Bajos y Bélgica, llegarían al canal de la Mancha y entrarían en Francia por Normandía para que Edward se pudiera lanzar en paracaídas, iniciando así su incierta misión de por vida.

El plan, diseñado durante dos décadas y al que tantos recursos se habían dedicado, quedaría desbaratado por cualquier mínimo incidente con las baterías antiaéreas o por un duelo perdido frente a aviones enemigos. Pero en Moscú confiaban en que el operativo funcionara, como ya había funcionado el que se organizó dos años antes, en mayo de 1942, y en circunstancias aún más arriesgadas. Fue cuando el ministro de Asuntos Exteriores Viacheslav Molotov voló de Moscú a Londres, y después a Washington, para reunirse con sus aliados y pedirles ayuda para frenar el avance alemán en la Unión Soviética. El avión de Molotov tuvo que sobrevolar la Europa ocupada por los alemanes que, en aquel momento de la guerra, era el continente casi al completo, desde los límites de Rusia hasta la costa atlántica de Francia.

Lo hizo a bordo de un Petlyakov Pe-8, un bombardero pesado con cuatro motores que había entrado en servicio en 1936. Disponía de espacio para once personas y era capaz de cargar más de treinta toneladas. Estaba diseñado para volar a una velocidad máxima de casi cuatrocientos cincuenta kilómetros por hora y su alcance era de unos tres mil quinientos kilómetros, no mucho más. Y ese era el principal problema, porque cuando Molotov voló a Londres, el avión disponía de autonomía suficiente para cubrir ese trayecto; después podría repostar en Inglaterra para continuar el viaje hacia Estados Unidos. Pero el Pe-8 que trasladaba a Edward tenía que volar hasta Francia y volver a territorio controlado por el Ejército Rojo sin opción para un repostaje en tierra. No aterrizaría en Normandía ni en Inglaterra porque, por razones obvias, no se podía desvelar aquella misión secreta a quienes aún eran sus aliados y estaban llamados a ser sus futuros enemigos.

Los ingenieros de la fuerza aérea soviética recibieron la orden de encontrar una solución y trataron de resolver ese problema aprovechando que solo viajarían cuatro personas, en lugar de las once posibles. De manera que rediseñaron el interior del aparato para dedicar el espacio sobrante y la propia capacidad de carga para transportar bidones suplementarios de combustible que permitieran repostar en vuelo. Para ello, se habilitó un acceso directo desde la cabina hasta el tanque del avión. Técnicamente, el problema estaba resuelto: el Pe-8 dispondría de autonomía para volar desde Minsk hasta el norte de Francia y volver sin realizar escalas, pero asumiendo que la recarga de combustible en pleno vuelo iba a resultar una operación de alto riesgo. Un error humano, un incidente inesperado, una chispa o turbulencias incontrolables que sacudieran el avión en el momento menos oportuno podían provocar una explosión a bordo.

Los ensayos de repostaje en vuelo que se realizaron sobre suelo ruso habían funcionado. Y los ingenieros tenían fe en que también funcionaría el operativo cuando ya no se tratara de una prueba y hubiera que verificar el plan sobrevolando el campo de batalla. Pero existía un temor añadido: el combustible a bordo permitía realizar el trayecto establecido, pero ni un kilómetro más. Si el piloto se viera obligado a cambiar el plan de vuelo sobre la marcha y la distancia a recorrer se ampliara, el Pe-8 no llegaría a territorio controlado por el Ejército Rojo y no podría evitar un aterrizaje de emergencia en zona enemiga. O, aún peor, se estrellaría.

Y, además, los cuatro cazas Yakovlev Yak-9 que iban a realizar labores de escolta del Pe-8 no estarían siempre a su lado. Eran unas soberbias máquinas de guerra, pero su tamaño reducido solo les permitía cargar combustible para un alcance de unos mil trescientos kilómetros. Y no dispondrían de bidones porque no tenían espacio a bordo. Eso obligaría a los Yak-9 a volver a su base en Minsk después de acompañar al Pe-8 como mucho a lo largo de seiscientos kilómetros en su viaje de ida, lo que les daba la opción de volver a su base. El resto del trayecto lo realizaría abandonado a su suerte. En solitario.

—Camaradas, ¿están listos? —preguntó el piloto, que ya había hecho las pruebas pertinentes para la puesta en marcha del avión.

El copiloto asintió. Y los dos pasajeros afirmaron su disposición a iniciar el vuelo. Los informes meteorológicos confirmaban que el cielo de Normandía estaría cubierto de nubes durante al menos las siguientes veinticuatro horas. Era tiempo suficiente para realizar la operación.

El avión empezó a rodar, cogió velocidad, tomó altura y dejó atrás la pista. Siguió el plan de vuelo previsto. Los cazas dejaron de escoltarlo cuando les quedaba el combustible justo para volver.

El piloto llevó el aparato hasta el canal de la Mancha, temeroso de cruzarse allí con aviones británicos o alemanes. Pero eso no ocurrió. Solo unos días antes habría sido imposible realizar la misión, porque eran continuos los combates aéreos al norte de Normandía. Pero en ese momento el cielo estaba en calma. El avión pasó en dirección oeste a medio camino entre la ciudad inglesa de Dover y la francesa de Calais. Enfiló después el morro hacia los hermosos acantilados de Étretat, dejó Le Havre a su izquierda y puso rumbo sur para adentrarse en el espacio aéreo de Normandía, mirando de frente a Caen.

Ya había llegado la madrugada y las nubes cubrían el territorio. Era la oscuridad que necesitaban para realizar la operación, aunque eso les obligara a volar casi a ciegas para que Edward se lanzase en paracaídas unos kilómetros al norte de Saint-Lô, al oeste de Caen y en la entrada de la Bretaña francesa, porque esa zona ya había sido liberada por los americanos unos días antes, en medio de durísimos combates. Saint-Lô está solo a cuarenta kilómetros al sur de las playas de Omaha y Utah, donde se había producido el sangriento desembarco hacía menos de dos meses. La distancia era corta, lo que evitaría que el avión tuviera que sobrevolar suelo francés durante demasiado tiempo. Además, aquel era un lugar idóneo porque, en medio del caos habitual del campo de batalla, sería normal que hubiera soldados perdidos por los alrededores, descolgados de sus unidades. Edward sería uno más.

CIELO DE NORMANDÍA (NORTE DE FRANCIA), MADRUGADA DEL 1 DE AGOSTO DE 1944

Saint-Lô es una hermosa ciudad de pequeño tamaño, con una bonita iglesia y rodeada de campos agrícolas y ganaderos en el departamento de Mancha, en la Baja Normandía. Se encuentra al suroeste de Bayeux, la ciudad por la que el general francés De Gaulle paseó el 14 de junio de 1944, ocho días después de que se iniciara la invasión. Llegó en el torpedero La Combattante. Quería demostrar que Francia tenía un presidente, aunque el país que presidía en ese momento se limitara a un puñado de tierra normanda. Bayeux era la única ciudad de cierta importancia liberada hasta entonces. El futuro de la guerra estaba aún por escribir, aunque los aliados ya llevaban claramente la iniciativa. La muchedumbre entonó La Marsellesa en presencia del general y De Gaulle volvió a Inglaterra a la espera de que la reconquista de Francia se consumara.

Saint-Lô fue liberada el 18 de julio de 1944. Por eso, la inteligencia soviética eligió ese lugar: Edward llegaría allí pocos días después, el 1 de agosto, a una zona teóricamente bajo control aliado, aunque no se hubiera sofocado toda la resistencia alemana.

El Pe-8 de fabricación soviética se adentró en Normandía sobrevolando la desembocadura del río Orne, en Ouistreham. El momento se acercaba. En tres minutos, Edward saltaría en paracaídas y el avión daría la vuelta para regresar a Rusia siguiendo la misma ruta por la que había llegado.

En la última hora, Jim y Edward habían hecho todos los preparativos a bordo. Antes de iniciar la misión, el NKVD dispuso para el chico un uniforme conocido como M41, utilizado por la infantería americana casi hasta el final de la guerra. Lo desgastaron y lo ensuciaron en las semanas previas como si hubiera sido utilizado en combates a campo abierto. Se le suministró un M1-Garand usado, el fusil semiautomático del Ejército de los Estados Unidos. También, una mochila rasgada conocida como haversack, un cinturón con diez pequeños compartimentos para la munición, otro cinturón para la pistola, un pequeño bolso para material de primeros auxilios que solía ir colgado del cinturón y una cantimplora abollada.

Deliberadamente, el NKVD optó por evitar que Edward llevara una chapa de identificación militar, que los americanos conocían como dog tag. De hecho, el elemento primordial de la operación era que el chico no pudiera ser identificado. Lo que sí hicieron antes de salir de Moscú fue colgarle una cadena como las que se utilizaban para llevar esas chapas y se la arrancaron de un fuerte tirón. De esa manera provocaron una herida y una marca en el cuello, como si algún soldado alemán le hubiera arrebatado la chapa por la fuerza. A Edward aún le escocía la magulladura. También había dejado de afeitarse hacía varios días.

—¡Un minuto! —gritó el comandante desde su cabina, tratando de hacerse oír en medio del ruido ensordecedor que provocaban los motores.

Edward ya se había aferrado al paracaídas. Estaba de pie, agarrado a una barra para mantener el equilibrio en vuelo. Jim abrió la compuerta del avión. Las nubes pasaban ante su vista a toda velocidad. Edward se sentía preparado. Llevaba años entrenándose para ese momento, pero no podía evitar que la tensión le impidiera respirar. Jim se acercó, miró a los ojos del muchacho y le abrazó con fuerza.

Good luck, comrade (Buena suerte, camarada) —le dijo al oído y en inglés.

Thank you, Jim. See you in New York (Gracias, Jim. Nos vemos en Nueva York) —respondió el chico.

Jim asintió sin mucho convencimiento. Ignoraba el destino que le tenía reservado el NKVD cuando volviera a Moscú. Dio una cariñosa palmada en la espalda de Edward y le ayudó a acercarse a la puerta del avión. La fuerza del viento era difícil de soportar.

—¡Quince segundos! —vociferó el piloto.

Jim inició la cuenta atrás justo en el momento en que una ráfaga de las baterías antiaéreas detonó a pocos metros del avión. El piloto reaccionó de inmediato con un viraje brusco que lanzó a Jim y a Edward contra la pared contraria de la cabina. Jim se dañó un brazo. Edward se dio un fuerte golpe en la cabeza y sufrió una herida abierta que empezó a sangrar. El avión aceleró y ganó altura para esquivar los disparos que llegaban desde tierra, pero eso le obligó a alejarse de la zona en la que estaba previsto lanzar al chico. El objetivo era que descendiera al norte de Saint-Lô, territorio bajo control americano, aunque todavía se produjeran combates esporádicos entre pequeños grupos de soldados alemanes aislados y las unidades aliadas que habían desembarcado en las playas de Utah y Omaha. Pero Edward no pudo saltar y el avión ya volaba en dirección sur sureste. Y no volvería, a riesgo de ser derribado.

—¡Salta ya! ¡Ahora! ¡Nos van a alcanzar! ¡Es una orden! —gritó el piloto con desesperación, mientras trataba de sortear las explosiones provocadas por las baterías antiaéreas.

Edward estaba aturdido por el golpe que se acababa de dar en la cabeza. No paraba de sangrar, pero pudo enderezarse y se dirigió, casi mareado, hacia la puerta. Jim le ayudó a colocarse en el lugar apropiado, dedicó al chico una última y fugaz mirada de afecto y, sin esperar más, empujó a Edward para que saltara del avión. Una misión de por vida le esperaba allí abajo, y no sabía si esa misión y su vida serían largas o cortas.

Jim se aferró con sus manos a ambos lados de la puerta y asomó la cabeza para comprobar que se abría bien el paracaídas. El avión cambió de sentido aceleradamente. Tenía que salir cuanto antes del espacio aéreo francés, adentrarse en el canal de la Mancha y volver a casa.

Esta vez, el piloto evitó sobrevolar por segunda vez la playa de Omaha. Ya había corrido el riesgo de ser detectado y derribado en el trayecto de ida. Un segundo paso por esa zona provocaría con seguridad la reacción de las tropas americanas que controlaban ese lugar desde el desembarco de principios de junio. De manera que optó por acortar distancias dando menos rodeo y, de paso, ahorrar combustible poniendo dirección noreste para sobrevolar Bayeux y salir a mar abierto en Courseulles-sur-Mer, a unos sesenta kilómetros de su posición en ese momento. Decisión errónea.

Las fuerzas británicas controlaban Bayeux. Allí tenían instaladas decenas de baterías antiaéreas para contrarrestar los ataques de la Luftwaffe, porque Hitler trataba desesperadamente de recuperar las posiciones que había perdido desde el inicio de la invasión, el 6 de junio.

Ocho soldados de la Royal Artillery, el regimiento de Artillería Real del Ejército británico, estaban apostados cerca del pequeño río Aure, en un hermoso poblado de nombre Vaux-sur-Aure, a unos dos kilómetros al norte del casco urbano de Bayeux. Eran los encargados de controlar el cielo con su cañón automático Bofors de 40 mm, de fabricación sueca. Y lo utilizaron.

Uno de esos ocho soldados escuchó el motor de un avión. Desde tierra, y con la oscuridad reinante, no se podía ver si era amigo o enemigo. Pero sí sabía que el alto mando había dado esa noche la orden de disparar contra cualquier aparato que sobrevolara la zona, porque los de la Royal Air Force no tenían previsto realizar vuelos sobre Normandía debido a la poca visibilidad.

El soldado de guardia avisó a sus siete compañeros. Cada uno se colocó en la posición que tenía asignada y el Bofors empezó a lanzar dos disparos por segundo.

Jim escuchó las detonaciones que se producían alrededor del aparato y notó de inmediato que el piloto aceleraba otra vez y viraba violentamente en el intento de huir de la zona. Corrigió la posición y puso rumbo norte para alcanzar la costa y salir a mar abierto en menos tiempo que si seguía hacia el noreste. Varios disparos pasaron muy cerca de las alas. Otro estuvo a punto de alcanzar la cola. Y, finalmente, un proyectil atravesó el fuselaje.

El avión entró en fase de descontrol. El piloto ponía todo su empeño y toda su fuerza física en hacerse con los mandos, a pesar de que el impacto había dañado seriamente el aparato. Consiguió, por un momento, estabilizar el Pe-8 cuando atravesaban Longues-sur-Mer, justo en la salida al canal de la Mancha. Sin embargo, fue allí donde una ráfaga lanzada por otra batería antiaérea alcanzó el avión y provocó un incendio, que se extendió por la cabina. Jim y el copiloto trataban de apagarlo, mientras el piloto intentaba a duras penas mantener el rumbo. Todo fue inútil. Cinco kilómetros mar adentro, el combustible que había a bordo estalló, y partió el avión en miles de pedazos pequeños que se esparcieron por el mar. Jim nunca se reencontraría con Edward en Nueva York. Y nunca volvería a Moscú.

Dos semanas más tarde, una plancha metálica de un metro cuadrado apareció en la playa de Gold, cerca de Arromanches, donde los británicos construyeron el puerto artificial Winston tras el desembarco. Después de muchas comprobaciones y de descartar los modelos de avión aliados y alemanes, los expertos del Ejército de su majestad concluyeron con extrañeza que probablemente se tratara de una pieza del modelo Pe-8 soviético. ¿Qué hacía un avión ruso en Normandía en esos días? Las autoridades aliadas hicieron llegar la información y sus dudas a sus contactos en Moscú. Y Moscú respondió por las vías oficiales que no sabía nada de aquello: «Queridos amigos británicos, ustedes se han equivocado. Como pueden imaginar, todos nuestros aviones están combatiendo a los alemanes en el frente oriental».

No hubo más explicaciones por la parte soviética ni más preguntas por la parte aliada. Los británicos sabían que les estaban mintiendo, y los soviéticos estaban persuadidos de que los británicos sabían que les mentían. Pero unos y otros tenían mucho de lo que ocuparse en aquel momento de la guerra. El caso del Pe-8, la pérdida del avión y de quienes iban a bordo, con sus preguntas y sus respuestas, quedó para siempre en el archivo secreto de la Lubianka, en Moscú. En aquel momento, el NKVD no sabía si Edward había podido iniciar su misión, aunque se consideraba altamente probable que hubiera muerto en el avión. De hecho, dieron el caso por cerrado.

Beria informó a Stalin. El líder soviético entró en cólera.

CERCA DE TORIGNI, NORMANDÍA, 1 DE AGOSTO DE 1944

El descenso de Edward en paracaídas fue accidentado. Algunas rachas de viento amenazaban con voltearlo. Al principio no veía nada debido a la oscuridad de la noche. Pero conforme bajaba, pudo intuir que el suelo estaba cerca. Su gran temor era caer sobre un árbol. O, aún peor, encima de una casa o en una granja. Pero no fue así. Descendió sobre uno de esos campos verdes de Normandía en los que pastan las vacas y que están rodeados de setos; esos malditos setos altos que desesperaban a las tropas aliadas en su avance y que frenaban a las tropas alemanas en su huida.

El impacto fue duro, porque chocó contra la superficie cuando creía que aún faltaban, al menos, cincuenta metros. Sin apenas visibilidad era difícil calcular en qué momento terminaría la caída ni contra qué. Se le dobló con fuerza el tobillo izquierdo, lo que le provocó un intenso dolor que le haría cojear durante días. Era una mala noticia, porque no podría escapar a la carrera si se cruzaba con un grupo de soldados alemanes que hubiera quedado rezagado. Pero también era una buena noticia, porque necesitaba estar herido para resultar creíble cuando se encontrara con alguna unidad aliada, como era su objetivo. De hecho, una torcedura de tobillo era oportuna, pero no suficiente. Necesitaba más lesiones. El golpe que se había dado en el avión fue muy doloroso y la herida de la cabeza seguía sangrando. Algo así resultaba imprescindible para que la historia que iba a contar a los americanos fuera verosímil. Pero tendría que autolesionarse un poco más, tal y como estaba previsto en el plan.

Edward se desembarazó del paracaídas y lo escondió en una zona arbolada después de esquivar a varias vacas. La oscuridad le ayudaba a mantenerse oculto, pero no a dirigir sus pasos en la dirección correcta. De hecho, no sabía cuál era la dirección correcta. Ni siquiera tenía claro dónde estaba, salvo que no era Saint-Lô, donde debía estar. La lógica del accidentado vuelo le hacía suponer que había caído más al sur, pero buscó la brújula que guardaba en un bolsillo para salir de dudas y tratar de orientarse.

En las últimas semanas de su formación en Rusia le hicieron aprenderse de memoria el mapa de esa zona de Normandía. Era capaz, por tanto, de dibujar con precisión sobre un papel casi cada pequeña pedanía de la región. Suponía que podía estar al sur de Saint-Lô, cerca del cauce del río Vire. Pero si estuviera equivocado y hubiera caído aún más al sur, la situación sería extraordinariamente peligrosa, porque los aliados todavía batallaban con los alemanes por tomar la localidad de Vire, por la que pasa el río de ese mismo nombre. Los combates eran encarnizados.

Edward pudo pronto comprobar que se encontraba algo más al norte. Por tanto, cerca de Torigni. Él no lo sabía en ese momento, pero este pueblecito normando, también ribereño del Vire, había sido liberado por tropas aliadas apenas veinticuatro horas antes. Aun así, la zona seguía plagada de pequeños grupos de soldados alemanes que se habían desconectado de sus unidades. Su desesperación por salvar la vida les hacía disparar contra cualquiera sin antes preguntar.

Edward estaba herido, lleno de magulladuras, dolorido, asustado, perdido en un campo de batalla, en medio de la noche y solo. Pero seguía vivo. Se parapetó detrás de uno de los miles de setos que rodean los campos de pasto de Normandía. Eran las tres de la madrugada. Allí tenía que esperar antes de seguir el plan previsto. Necesitaba hacer más grande su herida en la cabeza para cumplir el objetivo que vendría después: con un fuerte golpe trataría de engañar a los médicos del Ejército americano haciendo creer que era un soldado que había perdido la memoria, aunque solo fuera parcialmente. Y, al no tener su placa de identificación, no sería posible ubicarle de inmediato.

La clave del operativo era provocar confusión en los responsables militares aliados porque, en medio del avance y de batalla en batalla contra los alemanes, no disponían de tiempo para resolver ese tipo de dudas con un soldado concreto. La inteligencia soviética confiaba en que las autoridades fueran prácticas y decidieran deshacerse del problema enviando a Edward de vuelta a casa con otros heridos. En el frente de guerra solo sería un estorbo.

Edward tenía que agrandar su herida. Para hacerlo, era necesario golpear con fuerza su cabeza contra una roca. Pero, cuando estaba preparado para autolesionarse, escuchó una ráfaga de disparos. El tirador parecía haber apretado el gatillo al azar, moviendo su arma de lado a lado, pero sin poder fijar un objetivo concreto, porque apenas se veía. Quizá hubiera escuchado algún ruido sospechoso. Edward oyó el impacto cercano de las balas, pero le habían esquivado.

Se mantuvo inmóvil. Pasaron unos segundos de absoluto silencio, hasta que otra ráfaga rompió la quietud y, esta vez sí, un proyectil furtivo alcanzó la pierna izquierda de Edward, a la altura de la pantorrilla. Era la misma pierna en la que tenía el tobillo dañado. Sintió un dolor intensísimo, un escozor insoportable y un repentino mareo que casi le hizo perder la consciencia. Pero se rehízo a tiempo de protegerse detrás de un árbol al que consiguió arrastrarse a tientas. Allí buscó su pistola en el cinto y esperó.

Después de la detonación, de nuevo se instaló el silencio durante un instante. Edward trataba de identificar cualquier ruido que llegara hasta sus oídos. Y llegó: en el lado izquierdo, a unos diez metros de distancia, sonó un ligero crujido, como si se hubiera partido un trozo de madera. Edward había sido entrenado en Kazán para disparar hacia objetivos localizados solo por el sonido. Y eso hizo. Al ruido provocado por la bala al salir del cañón de la pistola siguió un grito de dolor. Después, más gritos en alemán. Identificó, al menos, tres voces. Había herido a uno de los soldados. Quedaban dos más. Y esos dos soldados se acercaban al árbol en el que se refugiaba. Edward lo sabía. No los veía, pero los intuía. Calculó que estarían a tres o cuatro metros, como mucho, y que seguían avanzando hacia él muy despacio.

Esperó con la pistola en una mano y la bayoneta en la otra. Apenas podía resistir el dolor. Tenía un golpe en la cabeza, una torcedura de tobillo y una bala que le quemaba en la pantorrilla izquierda. Pero era el momento de salvar su vida demostrando que había aprendido lo que sus maestros le enseñaron durante años en la madre Rusia.

Detectó que un soldado se acercaba por el lado izquierdo del árbol y el otro, por el derecho. Edward estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el tronco. Por el ligero sonido que provocaban sus pisadas, supuso que ya estaban a pocos centímetros. En un movimiento vertiginoso, clavó la bayoneta en el muslo del que venía por la izquierda hasta derribarlo, y se volvió de inmediato hacia la derecha para disparar a bocajarro al otro soldado. El disparo lo mató. La bayoneta dejó malherido al joven alemán que cayó a su lado, fusil en mano.

Edward levantó el brazo con la bayoneta bien sujeta, dispuesto a rematar a su enemigo clavando el filo en su pecho.

—Tu es bitte nicht! (¡No lo hagas, por favor!) —gimió el chico con lágrimas en los ojos y abrumado por el terror ante la muerte inminente.

Edward había recibido unas nociones básicas de alemán. Lo suficiente para comunicarse. Pero entendió a su enemigo más por el gesto que por sus palabras. Y entonces hizo lo que sus maestros le habían dicho que nunca hiciera: dudar. Dudar en el campo de batalla o en medio de una misión solía costar la vida. Ahora tenía el brazo en alto, con la bayoneta lista para acabar con aquel desafortunado muchacho, que no tendría más de dieciocho años. Pero se detuvo durante dos segundos.

Danke, danke... (gracias) —acertó a susurrar el soldado del Fürher, que aprovechó la pasividad de Edward para golpearle con la culata del fusil en la cara.

Edward quedó aturdido por un instante. Había recibido el impacto en la nariz. El tabique nasal le dolía como a un boxeador noqueado y empezó a manar sangre con abundancia. Pero aún tuvo fuerzas para descargar su bayoneta con violencia y sin piedad sobre el corazón del soldado alemán. Golpe seco y certero. Letal.

Edward había dudado. Nunca más lo haría. Aquel episodio sería una lección para el resto de su vida, y no solo en el campo de batalla.

Aún debía rematar al primero de los soldados, al que disparó a ciegas en la distancia. Con mucho dolor, se pudo poner en pie y avanzó en la oscuridad hacia el lugar del que llegaban quejidos de sufrimiento. Atisbó la silueta de un cuerpo tumbado en el suelo. Agonizaba. La bayoneta se cobró su segunda víctima atravesando el cuello. Esta vez, sin dudar.

En cuestión de tres horas, Edward había salvado la vida hasta tres veces: cuando pudo saltar del avión antes de que estallara en vuelo, cuando en su descenso en paracaídas impactó contra el suelo antes de lo previsto y al sufrir el ataque de tres soldados enemigos. Era urgente encontrar a las tropas aliadas. O, con más precisión: era urgente hacerse encontrar por las tropas aliadas. Pero no debía moverse hasta el amanecer para poder distinguir los uniformes.

Cada pocos minutos se escuchaban disparos en la distancia y se veían fogonazos en el horizonte, que iluminaban el cielo durante unos segundos. Edward sufría un dolor intenso en el tobillo torcido y en la pantorrilla de su pierna izquierda, donde seguía alojada una bala. También le dolía la cabeza por el golpe sufrido en el avión y por el culatazo que le había dado el infortunado soldado alemán. Por suerte, ya sangraba menos. Pero tendría que volver a golpearse, porque era necesario terminar lo que dejó pendiente cuando sufrió el ataque: dañarse más la cabeza para que pudieran creerle cuando dijera que había perdido la memoria.

Así, Edward se colocó delante de una roca, echó la cabeza hacia atrás para ganar distancia y se reventó la frente contra la piedra con una violencia inhumana. El chico cayó desplomado y sin sentido. Unas horas después, el panorama cambió.

 

 

—¡Al suelo! —ordenó el sargento Williams a los pocos hombres que le seguían.

No habían avistado tropas enemigas en la zona, pero aquel silencio resultaba sospechoso. Williams ordenó a sus soldados que buscaran protección y se mantuvieran a resguardo. Uno de ellos tropezó con un cuerpo inerte y se desplomó sobre el camino. Era el cuerpo de Edward, que recuperó la consciencia con el golpe y levantó la bayoneta para defenderse, instante en que se percató de que no era un soldado alemán.

—¡No disparéis! ¡Es americano! —gritó el sargento al ver el uniforme del muchacho y antes de que alguno de los suyos, por la ansiedad del momento, apretara el gatillo sin miramientos.

Edward había tenido suerte al encontrarse con soldados aliados, aunque no eran americanos, sino británicos. Pertenecían a una de las unidades comandadas por el general Montgomery que pretendían liberar la localidad de Vire, unos pocos kilómetros al sur de Torigni. Primero Saint-Lô, después Torigni y, siguiendo el camino hacia el sur, Vire.

Williams y sus hombres comprobaron de inmediato el acento americano con el que Edward hablaba inglés. Y comprobaron también que sus heridas tenían mal aspecto: la cabeza, abierta por varios sitios, un tobillo torcido y un balazo en la pierna.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el sargento.

—Edward —respondió el muchacho malherido.

—Edward, ¿qué más?

—Edward.

—¿Cuál es tu apellido?

—Edward... Edward...

—¿Cuál es tu unidad?

—¿Mi unidad?

—Sí, hijo, tu unidad. ¿A qué unidad perteneces? ¿Cuál es la misión que tenías? ¿Dónde están tus compañeros?

Edward respondió a esas preguntas con balbuceos bien entrenados. No sabía nada, no recordaba nada.

Williams dio orden a un cabo de comunicar por radio con la comandancia para dar parte de lo ocurrido y pedir ayuda médica urgente para el americano. La ayuda tardó en llegar, porque los combates eran continuos. El grupo esperó hasta el mediodía protegido en una zona arbolada y con buena visibilidad, hasta que un blindado británico, un jeep y varios soldados de infantería aparecieron en lo alto de una colina.

Edward fue atendido por un sanitario y llevado hasta el jeep. El convoy se dirigió entonces hacia Saint-Lô, que ya estaba bajo control americano y en cuyo camino sería menos probable tropezar con grupos aislados de alemanes.

El hospital de campaña estaba saturado de soldados heridos, pero se buscó un hueco para Edward. El primer objetivo de la misión se había conseguido. El segundo objetivo consistía en ser repatriado a Estados Unidos por resultar inútil para el servicio.

El médico que le atendió miró con extrañeza al chico cuando trataba de aparentar que el golpe en la cabeza le había afectado tanto que no recordaba nada, salvo su nombre de pila. Edward temió que le delatara, porque notaba que al doctor le costaba creer que eso fuera cierto. Pero tampoco podía demostrar lo contrario. Sospechaba que el chico mentía, como hacían muchos soldados que se sentían aterrorizados ante la posibilidad de ser devueltos al campo de batalla.

—¿Cómo dices que te llamas? —preguntó el médico, casi con sorna, esperando que aquel soldado cometiera un error, dijera su nombre completo y se desvelara el engaño.

—Edward, señor.

—Sí, Edward. Mira, muchacho, no creo tu historia —dijo el doctor en voz baja, acercando su boca a la oreja del soldado para que nadie más pudiera escuchar la conversación—. Perder la memoria por completo es algo que ocurre muy pocas veces. Pero no voy a malgastar más tiempo contigo. Tengo cientos de soldados a los que atender, gritando de dolor por sus heridas de bala o de metralla, con extremidades destrozadas o, directamente, con amputaciones brutales. Hay muchas vidas que salvar. Has tenido suerte.

El médico extrajo con premura la bala de la pierna de Edward, le sujetó el tobillo torcido con una venda, curó con suma delicadeza las heridas de la cabeza, le enderezó el tabique nasal y dio orden de repatriación por pérdida de juicio. Edward no podía seguir en el frente. Era un lastre para el esfuerzo aliado. Debía volver a casa.

Un barco británico zarpó de Arromanches días después para trasladar a Inglaterra a soldados malheridos. Los militares de su majestad fueron repartidos por varios hospitales del país. A los americanos los trataron con medidas de urgencia en Portsmouth para que, cuanto antes, fueran embarcados con destino a Estados Unidos. Edward fue uno de ellos. El número de heridos era enorme y no paraban de llegar más a Gran Bretaña desde Francia, porque la guerra no había terminado.

Tampoco en Estados Unidos los médicos alcanzaban a encontrar una explicación razonable y, menos aún, un remedio inmediato para la amnesia traumática que alegaba Edward. No era imposible que eso ocurriera, porque se conocían algunos casos. Pero era muy improbable. El problema es que nadie podía confirmar ni una cosa ni su contraria. Si el chico decía que no recordaba nada, no había quien pudiera rebatirle con datos en la mano.

Sus heridas sí se curaban, pero los recuerdos no volvían. Y, por tanto, las autoridades no sabían qué hacer con él. No llevaba chapa cuando lo encontraron. Se la habían arrancado con violencia, como demostraba la marca que tenía en el cuello. Por tanto, no conocían su apellido, ignoraban a qué unidad había pertenecido y no tenían noticia alguna de su origen familiar. Fue entonces cuando el servicio de veteranos de guerra se ocupó de buscar una solución: el chico necesitaría ayuda económica para iniciar un proceso de formación que le permitiera aprender un oficio y, después, trabajar y ganarse la vida. Y había un lugar en el que podría hacerlo. Estaba en Phoenix, al suroeste del país, en el desértico estado de Arizona. Poco poblado, muy caluroso en verano, pero muy agradable el resto del año. Allí iniciaría una nueva vida y, quizá, recuperaría la memoria con el paso del tiempo.

Lo había conseguido. Tenía veintiún años y la vida por delante. La guerra terminó unos meses después y los soldados volvieron a casa. Edward estudió y trabajó tratando de pasar desapercibido, tal y como le habían ordenado en Rusia durante su formación. En la Lubianka asumieron que la operación había sido un fracaso y que el chico murió cuando el avión Pe-8 se estrelló en el canal de la Mancha.

BARRIO DE QUEENS, NUEVA YORK, MARZO DE 1947

Pasados tres años de su regreso a Estados Unidos, Edward se activó.

Estaba acostumbrado a madrugar. Ni siquiera bajaba las persianas para oscurecer la habitación. Prefería que la luz del amanecer le despertara cada mañana. Así lo hacía siempre en su pequeño apartamento de Phoenix. Y así lo hacía ahora en el cuarto de una pensión barata que ocupaba desde dos días antes en la calle 37 del distrito de Queens, en Nueva York. Era la primera vez que volvía a la ciudad en la que nació desde que la abandonó siete años antes.

Tumbado en la cama, repasó las órdenes que recibió tiempo atrás en la casa de Beleutovo, cerca de Moscú, el lugar en el que tuvo la suerte de conocer en persona al camarada Stalin cuando estaba a punto de iniciar su misión. Recordó primero las órdenes que le transmitió Beria, que eran claras y concisas. No debía apuntarlas. Tenía que memorizarlas: si conseguía llegar a Estados Unidos, permanecería inactivo, comportándose como un ciudadano más. Trabajaría, haría amigos y tendría relaciones con mujeres sin comprometerse, de momento. Tenía que ser un muchacho normal. Ya llegaría el momento de poner en marcha su misión, aunque con muchas precauciones. Y el primer objetivo sería establecer contacto con los servicios de inteligencia para que Moscú supiera que estaba vivo y listo para servir a la Unión Soviética.

Pero luego repasó las verdaderas órdenes, las que sí tenía que cumplir, las que le había dado Stalin en persona. Y esta era una fase delicada, porque el contacto tenía que realizarlo a través de una única persona, y esa persona era poco accesible: Andréi Andreyévich Sorokin. No podía hablar con nadie más.

Para entonces, Edward ya estaba familiarizado con la figura de Sorokin. Tal y como le había ordenado Stalin, buscó en los periódicos noticias sobre aquel dirigente soviético y las encontró. Guardó varias fotografías y grabó la imagen en su memoria para ser capaz de identificarle si se encontraba con él. Tenía una característica física muy particular: en todas las fotos se apreciaba que la comisura derecha de su labio estaba más baja que la izquierda, como si un pintor de retratos la hubiera dibujado mal por error, por fidelidad al realismo o por venganza personal.

Cuando Edward acometía la última parte de su formación en Rusia, Sorokin era ya el embajador soviético en Washington. Lo fue desde 1943 y hasta 1946. Se había convertido en un contacto determinante entre dos países que, a pesar de sus muchas diferencias y desconfianzas, luchaban en el mismo bando contra Hitler. Pero el trabajo de Sorokin cambió drásticamente una vez conseguida la victoria militar. Ahora era el embajador ante un país enemigo, a punto de empezar la Guerra Fría entre ambos.

POTSDAM (CERCA DE BERLÍN, ALEMANIA), JULIO DE 1945, DOS AÑOS ANTES

El paraje es hermosísimo. El parque Neuer Garten acoge árboles frondosos y amplias praderas para el recreo de los habitantes de Potsdam, al suroeste de Berlín. Fue ese el lugar elegido por el emperador, káiser, Guillermo II de Alemania para construir en 1914 un palacio que regalaría a su hijo Guillermo de Prusia y a su nuera Cecilia de Mecklemburgo-Schwerin.

El emperador admiraba el estilo arquitectónico británico de los Tudor y con esa inspiración se diseñó el que fue bautizado como palacio Cecilienhof, en honor de la princesa aspirante al trono prusiano. El edificio se terminó de construir en 1917, pero la realeza alemana tuvo la desgracia de ser repudiada con la llegada de la República de Weimar en 1918, tras la derrota en la Primera Guerra Mundial.

En el verano de 1945, cuando Alemania resultó derrotada de nuevo en la Segunda Guerra Mundial, los líderes de las potencias vencedoras eligieron aquel armonioso paraje para repartirse el botín, hablar de las reparaciones y debatir sobre cómo forzar la caída del imperio japonés, cosa que ocurriría al cabo de pocos días.

Stalin llegó a la Conferencia de Potsdam en su mejor momento. Con sus despiadadas purgas había eliminado físicamente a sus rivales internos y a quienes él pensaba que lo eran, sin serlo. Acababa de ganar la guerra a Hitler y sus dos rivales en la negociación desaparecerían de repente. Uno era el presidente Roosevelt, que murió tres meses antes. Le sustituyó Harry Truman, muy alejado de las capacidades de su antecesor. El otro rival sí se sentó a la mesa redonda, cubierta con un mantel rojo, en medio de una sala con las paredes forradas de maderas oscuras. Winston Churchill era el héroe que había librado al Reino Unido de la invasión alemana. El 5 de julio, doce días antes de empezar la cita de Potsdam, los británicos acudieron a las urnas para elegir a su primer ministro. Era difícil imaginar otro resultado que no fuese la victoria del gran artífice del éxito en la guerra. El escrutinio no se conoció de inmediato, porque se esperó a que muchos soldados pudieran votar después de llegar a sus lugares de origen desde los campos de batalla en el continente. De manera que Churchill se fotografió en Potsdam con Truman y Stalin el 17 de julio, sentados los tres en unos butacones de mimbre.

El resultado de la votación se hizo público el 26 de julio, cuando todavía se celebraba la conferencia. Churchill había perdido. Quizá, en su despedida del palacio Cecilienhof, el viejo Winston recordaría aquel lejano 2 de octubre de 1908 cuando, en su responsabilidad como presidente de la Cámara de Comercio británica, se reunió con Guillermo II. De aquella experiencia, y de los acontecimientos posteriores, llegó a una de sus muchas conclusiones lapidarias y venenosas: «En cada crisis, el káiser se derrumbó. En la derrota huyó. En la revolución abdicó. En el exilio se volvió a casar». Ahora, después de ganar la guerra, quien había perdido las elecciones era él. Aunque nunca huiría. De hecho, volvería al poder, o el poder volvería a él, unos años después.

Clement Attlee fue durante los años de la guerra miembro del gabinete de Churchill, a pesar de ser el líder de la oposición laborista. Todos a una. Su oficina estaba en el 11 de Downing Street. Había soñado con ocupar el número 10, la residencia del primer ministro, aunque sus esperanzas eran escasas ante la popularidad de su ciclópeo rival conservador. Pero lo consiguió: ganó las elecciones, se mudó al número 10 y viajó a Potsdam. Se acercó a la mesa de los líderes, saludó cordialmente a los colaboradores de Churchill, que ya se marchaban, los sustituyó por los suyos y se sentó en la misma silla que hasta entonces había ocupado su antecesor. Desde allí miró alrededor para disfrutar de la belleza de aquella sala y detuvo sus ojos en dirección a una gran cristalera que permitía ver el bosque circundante. Se sentía pletórico. Después se fotografió con Truman y Stalin, sentados los tres en los mismos butacones de mimbre que en la foto tomada días atrás con Churchill.

Stalin disfrutaba observando lo que, desde su fanática fe comunista, creía que eran las debilidades de las democracias liberales. Al líder soviético le parecía una decisión extravagante la que habían adoptado los británicos al prescindir de un hombre tan experto en la disputa diplomática como era Churchill. Se empeñan en votar —pensaba— y se equivocan. Aquel ejemplo le permitía confirmar lo que siempre había defendido: que las urnas son un invento absurdo. Su idea era que no existe mejor sistema que alcanzar el poder por la fuerza y mantenerlo por la fuerza.

Feliz por tener enfrente a dos rivales menos duchos que sus predecesores, Stalin se disponía a obtener réditos importantes. Era el jefe supremo e indiscutido de una potencia mundial. Ahora, su objetivo era controlar buena parte de Europa. Y lo iba a conseguir.

Una de las mañanas de la conferencia, con un sol espléndido en lo alto del cielo, la reunión se interrumpió para el receso habitual. Stalin había terminado con un paquete de tabaco y pidió uno nuevo a su secretario particular. Sacó un cigarrillo con parsimonia y lo encendió con una cerilla antes de levantarse de la silla tapizada en rojo que ocupaba en la mesa de negociación. Dio dos caladas profundas con cara de concentración, saboreando el humo como si aquella fumarola encerrara el misterio de la vida. Después buscó a su alrededor a Andréi Sorokin. El líder y su asesor cruzaron las miradas, y Stalin hizo un gesto con la cabeza invitándole a salir del palacio con él.

Stalin y Sorokin caminaron sin prisa por la parte trasera de la finca, ladera abajo hacia la orilla del Jungfern, un pequeño lago formado en el curso del río Havel.

—Andréi, ¿sabes lo que Churchill va por ahí diciendo de Attlee? —Stalin no esperó a escuchar la respuesta de Sorokin, porque estaba deseando contar el chismorreo—. Que un taxi vacío para delante del 10 de Downing Street y de ese taxi vacío sale Attlee. Jajajaja...

Sorokin no recordaba haber visto jamás a Stalin reír a carcajadas y, como consecuencia, ni había estudiado ni tenía prevista ninguna reacción adecuada ante una situación similar. No sabía, por tanto, si debía acompañar esas carcajadas, sonreír con moderación o mantenerse serio. Optó por el camino intermedio. Forzó una sonrisa postiza mientras observaba sorprendido el jolgorio del líder ante la maledicencia churchiliana.

—Winston dice que la frase no es suya, pero la cara que pone cuando lo dice le delata. Jajajaja... Es un gran personaje. No entiendo cómo los británicos han prescindido de él. Ya te he dicho muchas veces que la democracia es un atraso. Tienen a un gran líder y los estúpidos votantes lo echan en las urnas. ¿Hay algo más absurdo? También lo he hablado con Churchill y creo que está de acuerdo conmigo, pero me cuenta que no puede hacer nada al respecto. Es listo este Churchill. Una vez dijo que Rusia es un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma. Y, ¿sabes qué? Tenía razón. Esa es nuestra fuerza. Y esa es la debilidad de las democracias occidentales. Los británicos nos han hecho un gran favor sacando a Churchill del poder, ¿no te parece? —Stalin ni siquiera miró a Sorokin para comprobar si le daba la razón. Era obvio que se la daba. Como siempre. Como todos. Y, sin hacer una mínima pausa, continuó—: Querido Andréi Andreyévich, ¿qué tal te va en Washington con los capitalistas? —inquirió el líder con sorna sin apartar su cigarrillo de la boca y vestido con su impresionante uniforme de gala: chaqueta blanca y reluciente abotonada hasta el cuello y pantalón negro con dos franjas rojas en cada pernera.

—Añoro la patria, camarada secretario general —respondió Sorokin, algo acongojado, sin percatarse de la ironía de Stalin o haciendo como que no se había percatado, por las dudas—. Pero —continuó— trabajo en territorio enemigo para la construcción del socialismo.

Sorokin hizo uso del manual comunista de buena conducta. Era un ejemplo más de su reconocida capacidad diplomática, tanto hacia dentro de su país como hacia fuera. Esa capacidad le convirtió en un mito, porque acabaría siendo el único dirigente que sobrevivió a todos los líderes soviéticos, desde Stalin hasta Gorbachov, ocupando altas responsabilidades. Incluso tuvo la habilidad de saber morir a tiempo de no asistir en vida a la caída del régimen al que había servido con denuedo y audacia durante cuatro décadas.

—Bien dicho, amigo mío, bien dicho —asintió Stalin—. Te he llamado porque tengo algo importante para ti.

—Estoy a su servicio, camarada secretario general.

—Escucha con atención y guarda esto en la memoria, porque no podrás apuntarlo en ningún sitio.

Stalin se detuvo y miró a los ojos de Sorokin, que se mostraba crecientemente tenso conforme avanzaba aquella conversación con el hombre al que más admiraba y temía en el mundo. El secretario general sabía que era muy improbable que Edward siguiera vivo y hubiera conseguido llegar a su destino en América. Era casi seguro que su cuerpo, desmembrado y descompuesto, reposaría en algún lugar en las profundidades del canal de la Mancha para alimento de la fauna marina. Pero Stalin nunca dejaba de confiar por completo en las capacidades de un agente soviético. Y Edward era uno de ellos. Solo había estado con él diez minutos en el sótano de aquella granja de Beleutovo, pero intuía que ese muchacho era especial. El líder soviético no perdía la esperanza.

—Andréi Andreyévich, cabe la posibilidad de que, dentro de algún tiempo, quizá el año que viene o al siguiente, alguien se acerque a ti en Estados Unidos o te haga llegar un mensaje con solo dos palabras. —Sorokin atendía con todos los sentidos centrados en lo que decía Stalin. Por el tono de su voz, estaba convencido de que aquella era una misión de especial importancia, y eso significaba que no se podía fallar—. Serán solo dos palabras, ni una más —continuó el líder—. Recuérdalas: Operación Kazán. Operación Kazán.

—Operación Kazán —repitió Sorokin con los ojos bien abiertos—. No lo olvidaré. Operación Kazán.

—Habla con ese hombre y fíate de lo que te diga. Tendrás que prestarle ayuda.

—¿Qué deberé hacer, camarada? —preguntó Sorokin algo confundido y superado por una responsabilidad cuya magnitud amenazaba con desbordarle.

—Establece una línea de contacto permanente con él y hazme llegar personalmente esa información. Esto es todo lo que tienes que saber por ahora. Recuerda esas dos palabras, Operación Kazán, y no las pronuncies jamás ante nadie, salvo ante mí. Solo ante mí. Ahora, vámonos. Tengo que negociar con Truman y con ese tal Attlee la parte de Alemania que nos vamos a quedar, como pactamos en Yalta.

Stalin puso fin a la conversación de forma abrupta. Sorokin sentía la necesidad de conocer más datos de la encomienda que acababa de recibir, pero el líder establecía cuándo se hablaba y cuándo se terminaba de hablar. Y sus deseos no se discutían.

NUEVA YORK, 1947

Casi dos años después, Sorokin dejó de ser el embajador en Estados Unidos para convertirse en el jefe de la Representación Permanente de la Unión Soviética ante la nueva Organización de las Naciones Unidas. Su creación era tan reciente que ni siquiera tenía una sede fija, de tal modo que cada año reunía a su asamblea general en una ciudad distinta. La primera vez, en el Methodist Central Hall de Londres en 1946. Después, a la espera de que se construyera la sede en la Primera Avenida de Manhattan, la ONU se estableció temporalmente en el barrio neoyorkino de Queens, en el conocido entonces como New York City Building, construido para la Feria Mundial de 1939 en el Flushing Meadows-Corona Park.

Edward había planificado en los meses previos la forma de acercarse a Sorokin. Descartó hacerlo en Londres. No hubiera podido viajar hasta allí con facilidad y pasar desapercibido. Pero cuando la ONU se instaló en Nueva York, Edward vio la ocasión. Iba a volver a casa.

Buscó primero la manera de entrar sin ser visto en la residencia de Sorokin, pero rechazó esa opción ante la evidencia de que tenía muy pocas posibilidades de conseguirlo sin ser descubierto por los agentes de seguridad. Descartado. La segunda idea fue tratar de acercarse a él en los paseos que tenía por costumbre dar algunas mañanas o en los fines de semana. De nuevo, aparecería el personal de seguridad. Pero, aún peor: Edward estaba seguro de que agentes americanos vigilarían a todas horas los pasos de Sorokin. Podían ser del FBI, o bien del CIG (Central Intelligence Group, predecesor de la CIA, que fue creada poco después). Segunda opción descartada. Sería la tercera: compleja, sin resultado asegurado, pero más factible.

Edward envió una solicitud de empleo a Naciones Unidas. Se ofrecía para ser funcionario de la organización: asistente, vigilante o camarero en la cafetería. Tras varias semanas de espera, la respuesta no llegó a Phoenix y Edward decidió viajar a Nueva York.

Llevaba año y medio trabajando en una fábrica de componentes para automóviles en el estado de Arizona, después de haber pasado varios meses en una escuela de formación profesional gestionada por las organizaciones de veteranos de guerra y financiada con fondos federales. Edward negoció con su jefe la posibilidad de desvincularse de la empresa durante tres meses. Lo justificó por un asunto relacionado con sus heridas de guerra. Tenía que resolver ese supuesto asunto en Nueva York. No era habitual que un empleado hiciera una solicitud de ese tipo, pero el responsable de la fábrica apreciaba a ese chico, le respetaba por haber combatido en Europa al servicio del país y, además, era un buen trabajador, querido por todos. Aceptó la petición.

En Nueva York, Edward fue a la sede temporal de Naciones Unidas y presentó en persona la solicitud. Había más peticiones, pero consiguió que se tuvieran en cuenta sus merecimientos y alcanzó el objetivo: fue contratado como camarero en la cafetería de Naciones Unidas. Durante semanas, sirvió cafés y refrescos a los diplomáticos y funcionarios de la ONU mientras observaba los movimientos de todos y esperaba paciente que un día apareciera por allí Andréi Sorokin.

Una mañana entró por la puerta de la cafetería un hombre que se le parecía. Tenía el porte de superioridad que solían mostrar los embajadores. Y, además, le seguían dos acompañantes fornidos y otro que caminaba a su lado con una cartera en la mano izquierda. Tenía que ser él, pero quería confirmarlo.

El embajador llegó hasta la barra junto con quien resultaba ser su asesor. Ambos pidieron café a otro camarero. Edward se acercó para verlos más de cerca y escuchar la lengua en la que hablaban entre ellos. Y sí, era ruso. Tenía que ser Sorokin.

Edward tuvo paciencia, tal y como le habían enseñado sus maestros en Rusia. Esperaría hasta que se dieran las circunstancias óptimas para atender al diplomático soviético y hablar con él. Y eso ocurrió quince días más tarde.

Los representantes permanentes de la ONU negociaban entonces centenares de asuntos. Uno de ellos, especialmente delicado, era la partición de Palestina. Las negociaciones eran durísimas y solían alargarse hasta la noche e, incluso, hasta bien entrada la madrugada. En medio de una de esas sesiones hubo un receso. Varios embajadores y sus asistentes acudieron, como era costumbre, a comer algo a la cafetería. Edward vio entrar a Sorokin acompañado por tres hombres. Eran los mismos de la vez anterior. El asesor iba a su lado. Otros dos caminaban un paso por detrás. Eran sus guardaespaldas. Llegaron a la barra, pero los de seguridad se quedaron a una cierta distancia. Edward aceleró el paso y pudo colocarse frente a ellos antes de que lo hiciera otro camarero.

Pidieron dos cafés. Por supuesto, lo hicieron en inglés. Edward atendió de inmediato a la espera de que se presentara el momento. Cogió dos tazas y sirvió el café. Fue entonces cuando el asesor se alejó de la barra y se dirigió al baño. Sorokin estaba solo, por fin. Los guardaespaldas se mantenían a unos metros de la escena. Edward se apresuró a acercar las tazas ante el embajador soviético. Sus cabezas estaban apenas a dos palmos de distancia.

Казанская операция (Kazanskaya operatsiya).

Edward musitó en ruso las palabras que Sorokin llevaba tanto tiempo esperando oír: Operación Kazán. El embajador, casi sobrecogido, levantó la cabeza hacia ese joven camarero al que apenas había prestado atención hasta ese momento, le miró fijamente durante dos largos segundos y le preguntó en ruso si podía repetir lo que acababa de decir.

Повторите то, что вы сказали (Povtorite to, chto vy skazali).

Sorokin comprobó que aquel camarero entendía el ruso y le escuchó, de nuevo, pronunciar las palabras clave.

—Operación Kazán, camarada embajador.

LONDRES, 21 DE AGOSTO (A 76 DÍAS DE LAS ELECCIONES)

—Operación Kazán, camarada embajador. Eso le dijo Edward a Sorokin —explicaba Boris Kovalev a sus viejos colegas en aquella casa semivacía de Londres.

Breuer miró su reloj y después levantó los ojos hacia la ventana. La luz del atardecer empezaba a tener dificultades para atravesar las cortinas, cuando un sonido extraño provocó su alerta.

De inmediato, los tres guardaron silencio y miraron a la puerta de entrada a la casa. Allí no se movía nada. Arnold sacó una pistola con silenciador del interior de un bolso deportivo. Alguien llamó al timbre. El suizo indicó con el dedo al americano y al ruso que se escondieran sin hacer ruido en la sala de al lado. Él se acercó a la puerta. El timbre volvió a sonar. Y otra vez. Como nadie abría, quienquiera que estuviera llamando optó por marcharse. Pero la experiencia de años hacía que ni Arnold ni Charles ni Boris se conformaran con la simple idea de que habría sido alguien que se equivocó de casa o un vendedor de enciclopedias que pasaba por allí.

Con extrema precaución, Arnold acercó su ojo derecho al estrecho hueco entre dos cortinas de una de las ventanas. Quería saber qué ocurría en la calle, junto a la casa. Con dificultad podía entrever a una pareja de cierta edad que caminaba por la acera de enfrente y que se alejaba a paso lento. Los coches, sobre todo taxis, circulaban a velocidad normal por esa calle hasta desaparecer en la distancia, y otros estaban aparcados en las cercanías. Arnold afinó un poco más la vista tratando de comprobar si había alguien en el interior de alguno de esos coches estacionados a pocos metros de la casa. El primero parecía vacío, aunque el ángulo de visión era escaso y no lo podía asegurar. El segundo lo veía con más claridad y era evidente que no había nadie dentro, salvo que estuviera tumbado en el suelo. El problema estaba en el tercero. Era un SUV marca Lexus de color plateado. No recordaba que ya estuviera allí por la mañana, cuando hizo una revisión general de los alrededores. Tenía los cristales traseros tintados, por lo que no resultaba sencillo saber si alguien se ocultaba en su amplio interior.

Cada uno de los tres se situó junto a una ventana en distintos lados de la casa y, sin mover las cortinas, se apostaron para observar lo que pudieran, tratando de no ser vistos. Al cabo de media hora de silencio y de inmovilidad absoluta, Arnold consideró que se podía reanudar la reunión y cumplir con el objetivo que había llevado a aquellos tres hombres allí, aunque sin guardar la pistola y bajando aún más el tono de voz.

El Lexus con los cristales tintados no se había movido. Pero en su interior, en la parte trasera, sí se producían movimientos. Mínimos, pero suficientes. Desde un dispositivo electrónico se acababa de enviar un mensaje cifrado al rezident, el responsable de la estación del espionaje ruso (rezidentura) en la embajada en Londres: «Sigue lloviendo». En efecto, la lluvia no se detenía, pero el significado era otro: «La reunión continúa». El agente oculto en la parte trasera del Lexus no iba a quitar ojo de la casa que tenía enfrente.

No era la primera vez que el servicio ruso realizaba un seguimiento a Boris Kovalev cuando el veterano espía del KGB viajaba al Reino Unido para visitar a su hijo. Un antiguo agente jubilado, con una pensión escasa y con familia en el extranjero, puede ser víctima de una inevitable tentación traidora si el dinero de los servicios de inteligencia occidentales empieza a fluir a su alrededor. La vigilancia era casi ordinaria, sencilla y no necesariamente intensa. De hecho, hasta ahora había sido infructuosa, porque Kovalev no parecía realizar ninguna actividad que no fuera la puramente familiar. Boris, perfecto conocedor de las costumbres de la agencia a la que encomendó su vida, sabía que le seguían de forma ocasional. Alguna vez, incluso, había vuelto la cabeza para mirar al agente ruso al que ese día le hubieran encomendado pisarle los talones. En ocasiones, le lanzaba una sonrisa burlona. Perro viejo.

Pero esta vez las cosas habían cambiado. Algo fuera de lo común pasaba en esa casa de Londres. Aquel había dejado de ser un seguimiento de rutina. El hombre tumbado en el suelo del Lexus tenía que averiguar qué ocurría allí, quiénes eran los acompañantes de Kovalev y de qué estaban hablando. Por fin le tocaba ocuparse de algo que parecía interesante y emocionante, después de mucho trabajo de despacho. La alerta estaba en marcha.

En el interior de la casa, recuperada una calma aparente, Kovalev aceleró su relato y dedicó unos minutos más a explicar cómo Edward estableció una vía de comunicación periódica con Sorokin, y solo con Sorokin. Y cómo esa información llegaba a Stalin, y solo a Stalin. Esto ocurrió al principio, porque el líder soviético murió en 1953 y Sorokin se convirtió entonces en el único dueño de aquella misión.

—Si la Operación Kazán solo la conocían Stalin y Sorokin, ¿por qué la conoces tú? —preguntó Breuer con cautela.

Kovalev suponía que en algún momento aparecería ese interrogante, aunque le sorprendió que sus amigos hubieran esperado tanto para plantearlo.

—En 1952 —relató Boris—, Stalin decidió enviar a Andréi Sorokin como embajador a Londres. El Reino Unido se convirtió en objetivo prioritario para Moscú, tanto como Estados Unidos. Y eso fue así porque Churchill había vuelto al poder después de ganar las elecciones de octubre de 1951. Su antecesor, Clement Attlee, era considerado por Stalin como un político de segunda categoría. Pero Churchill le parecía temible.

Boris les explicó entonces que Stalin llamó a Sorokin a Moscú. Tenía un nuevo encargo para él. Debía abandonar Estados Unidos.

—Andréi Andreyévich —le dijo Stalin a Sorokin—, tú entiendes el pensamiento de Churchill. Le conoces personalmente desde hace años. Estuviste con él y conmigo en Potsdam. Ahora te necesito en Londres.

—Camarada secretario general, realizaré la tarea que se me encargue, pero ¿qué ocurre con la Operación Kazán?

—Andréi, seguirás siendo el responsable de Kazán.

—Pero desde Londres será más difícil mantener el contacto con él.

—Ya he pensado en eso, Andréi. ¿Conoces a Alexei Kovalev?

—¿El funcionario de nuestra embajada en Washington? —Sorokin conocía a casi todo el personal en las legaciones diplomáticas soviéticas en Estados Unidos.

—Es un hombre de mi plena confianza. Está allí por decisión personal mía. No es agente de Beria. Es como tú: solo me informa a mí. Ahora debes volver a Estados Unidos por unos días antes de instalarte en Londres. Habla con Kazán y con Alexei, y pon a ambos en contacto. Kazán informará a Alexei y Alexei te informará a ti y a mí.

Boris contó con bastante detalle una conversación en la que, obviamente, él no había participado, pero de la que tenía referencias directas. Porque, días después de esa escena en el Kremlin, Sorokin cumplió la orden de volver a Estados Unidos, contactó con Alexei Kovalev y le informó de todos esos pormenores.

—Como ya habréis supuesto, Alexei Kovalev era mi padre —confirmó Boris.

Breuer y McKenzie estaban absortos.

—Un año después de que mi padre se convirtiera en el enlace de Kazán, Stalin murió. Hasta entonces, cuatro personas conocían la operación: Stalin, Sorokin, Alexei Kovalev y Edward. Desde ese momento, solo quedaban tres. Mi padre actuó de enlace con Edward durante décadas. Pudo hacerlo porque, después de ser embajador en Londres, Sorokin fue nombrado ministro de Asuntos Exteriores. Y, como sabéis, permaneció en ese cargo hasta 1985, apenas seis años antes de la disolución de la Unión Soviética. Sorokin mantuvo a mi padre en varios puestos en las embajadas en Washington y ante Naciones Unidas, y se aseguró así el control de Kazán sin pasar por el KGB. Que Edward no dependiera del KGB era el elemento determinante. Suponía un impedimento más para el contraespionaje americano. A la CIA o al FBI les resultaría más difícil dar con Kazán porque buscarían agentes del KGB, y Kazán no lo era.

Boris contó que él, hijo único de Alexei, permaneció en Moscú con su madre y allí ingresó en el KGB después de terminar sus estudios. En 1980 su padre enfermó. Tenía setenta años. Sorokin ordenó su repatriación inmediata. Antes de abandonar Estados Unidos, Alexei avisó a Edward de que quizá no pudiera volver y de que, en ese caso, tendría que trabajar en soledad a la espera de que otro intermediario de Sorokin entrara en contacto con él. Alexei llegó a la Unión Soviética en muy mal estado, pero pudo darle a Sorokin las claves para mantener la comunicación con Kazán.

—Mi padre ingresó en un hospital de Moscú. Yo iba a verle todos los días y pasaba varias horas sentado junto a él. Y allí, en esas últimas semanas de vida, me contó todo lo que ahora también sabéis vosotros. No quiso marcharse de este mundo sin desvelarme el secreto, para que yo pudiera hacer algo si lo creía necesario.

Boris se sentía casi angustiado por la emoción al recordar a su padre en el lecho de muerte, pero quiso relatar a sus amigos cuáles fueron las últimas palabras de Alexei Kovalev; las palabras por las que Boris estaba en Londres en ese momento, reunido con dos antiguos agentes de la CIA y del FIS suizo.

—Mi padre me dijo algo que nunca he olvidado: «No permitas que esto se nos escape de las manos. Así lo ordenó Stalin». Eso me dijo. Y creo que se nos ha escapado de las manos.

Fue entonces cuando Boris Kovalev llegó al momento culminante de aquella historia. Hizo una pausa y miró a sus dos interlocutores, antes de continuar.

—Cuando Edward volvió a Estados Unidos desde Francia, todavía sin haber terminado la guerra y simulando que había perdido la memoria, las autoridades americanas le concedieron un segundo nombre y un apellido, dado que solo recordaba su nombre de pila.

Kovalev trató de calmar la respiración, cogió su vaso y bebió un sorbo de agua mientras Breuer y McKenzie le observaban paralizados e impacientes. Después de humedecerse los labios y de hidratar su garganta reseca por horas de conversación, el ruso dejó el vaso sobre la mesa y se inclinó un poco más hacia sus viejos colegas. Quería estar cerca de ellos para hablar en un susurro, como si existiera el riesgo de ser escuchado.

—A partir de entonces —sentenció Boris con un hilo de voz—, Edward sería el ciudadano americano Edward Richard Brooks. —Kovalev esperó un instante antes del remate final. Necesitaba tragar saliva y le temblaba la voz—. Edward Richard Brooks fue el padre de Nathalie Brooks. Y Nathalie Brooks podría ser la próxima presidenta de Estados Unidos.