Cuando uno piensa en Italia después de la Segunda Guerra Mundial, inmediatamente le vienen a la mente las palabras «boom» y «milagro», a menudo imaginadas con un toque de nostalgia por una época en la que todo parecía posible. En efecto, Italia fue protagonista de un esfuerzo colectivo de reconstrucción y, más tarde, de un crecimiento que muchos creían imposible. Algo «milagroso» la llevó a convertirse en una potencia económica y una de las protagonistas del proceso de creación de aquella Europa unida que, por entonces, se veía como una gran oportunidad de redención y de paz.
Lo que a menudo se pasa por alto es que el auge de Italia tardó muchos años en producirse. Después de la guerra, el país era un campo de escombros, y las heridas, no solo físicas sino también psicológicas, eran profundas. Las fábricas estaban destruidas, había que reinventar el Estado y los campos habían sido diezmados por los caídos. A su vez, decenas de miles de antiguos prisioneros de guerra y deportados de los campos de concentración tardaron años en regresar a Italia desde el extranjero, teniendo que cruzar en muchos casos el Atlántico. Volvieron y se encontraron con una tierra que no quería escuchar historias de supervivientes, sino que ocultaba los rencores que se habían instalado en sus corazones a causa de una guerra civil que había sido feroz, especialmente en el Norte, y que había dividido pueblos, barrios y familias.
El Holocausto era una página oscura que nadie quería abrir. Se olvida con demasiada frecuencia que el libro Si esto es un hombre de Primo Levi pasó prácticamente desapercibido cuando se publicó en 1947, con editores que no lo querían y lectores que no estaban interesados en leerlo. El escritor tuvo que esperar hasta 1959, cuando el país estuvo listo para hacer cuentas con su propio pasado y el libro fue redescubierto, convirtiéndose en un éxito literario mundial.
El inicio de la Guerra Fría había roto la solidaridad entre los diferentes mundos políticos que constituían el universo de la Resistencia. La lucha partisana pronto se convirtió en una ideología, y, mientras el país pasaba de ser una monarquía a una república, encontraba un último brote de unidad para aprobar la Constitución y luego se dividiría definitivamente en el terrible año de 1948. Fue el año de la votación del 18 de abril —que marcó una época— y del atentado contra Togliatti, cuando parecía que la reconstrucción desembocaría en una insurrección y luego en una revolución.
La Italia mantenida por De Gasperi y el Plan Marshall era una Italia pobre y campesina, que montaba en bicicleta, se dividía entre Coppi y Bartali y lloraba a «il Grande Torino» estrellado contra la basílica de Superga. El boom llegaría, pero no hasta bien entrada la década de 1950. Mientras tanto, la gente se las arreglaba como podía y trataba de reconstruir la red social que había quedado destrozada por la guerra.
Pocos lugares en Italia resumían todas las tensiones y contradicciones del país como Reggio Emilia y su provincia. Tierras rojas de sangre y comunismo, donde el fascismo y las tropas alemanas habían sido despiadados. En el polígono de tiro de Reggio quedaba el eco del fusilamiento de los siete hermanos Cervi: una de las muchas masacres que en la zona de Reggio se recuerdan aún hoy con placas, troncos y monumentos a la Resistencia. La violencia no podía dejar de llamar a más violencia, incluso después de terminada la guerra. Tras décadas de silencio, hace tiempo que la relectura de los acontecimientos locales de los primeros años de la posguerra ha sacado a la luz las venganzas y las ejecuciones sumarias de los que eran considerados cercanos al régimen fascista. Ahora, Reggio se considera uno de los vértices de un «triángulo de la muerte» en Emilia Romaña, sobre el que la historiografía tendrá que trabajar aún durante mucho tiempo para emitir un juicio que no se vea minado por las pasiones políticas.
Uno de los municipios de Reggio Emilia que pagó entonces el precio más alto es Scandiano, donde la Resistencia fue especialmente activa, al matar a unos treinta partisanos y deportar otros trece que nunca regresaron de los campos de concentración nazis. Aquí el monumento dedicado a los partisanos caídos es una obra de arte con una firma importante, la de Bruno Munari.
Seis años después del final de la guerra, en 1951, Scandiano y su mundo agrícola se parecían al resto de Italia: pobre, en bicicleta, con muchas heridas aún abiertas y algún que otro rifle escondido y bien engrasado que a veces salía de un granero para vengar muertes y violaciones de hacía tiempo. Pero también era un mundo en el que la tradición católica y campesina se habían «mantenido», en el que el párroco y el alcalde se miraban con malos ojos (como don Camilo y Peppone7) y, al mismo tiempo, se apoyaban mutuamente, donde las familias numerosas constituían un cálido abrazo para todos, especialmente para los hijos que, por entonces, llegaban en gran número: el boom económico estaba a la vuelta de la esquina, pero el demográfico ya estaba en pleno desarrollo.
El 5 de junio de 1951, Eugenio Enzo Piccinini nacía en una familia de esta atormentada, pragmática y generosa «Bassa emiliana». El primer nombre será el que empleará en su carrera profesional, el nombre que destacará en la mayoría de los diplomas y títulos. Dejando a un lado el registro civil y los documentos, desde el primer día, para todo el mundo fue «Enzo». Su madre Ilde dio a luz en Scandiano. Enzo creció unos kilómetros más al norte, en la calle Emilia, en la aldea de Bagno (Emilia Romaña): un conjunto de pocos caseríos dispersos por el campo y agrupados en torno a la hermosa iglesia parroquial dedicada a la Natividad de San Juan Bautista. Era un edificio de una sola nave hexagonal, construido en el siglo XVIII sobre los restos de una iglesia medieval.
En una de las grandes casas de la zona, los Piccinini, una familia de catorce miembros, llevaban una vida campesina. Enzo vivía con sus padres Angiolino (presidente de la Acción Católica local) e Ilde y sus cinco hermanos, además de sus abuelos, una tía y otro tío con un hijo que habían ido a vivir con ellos.
El momento histórico particular que vivía Italia y las características que estaba adquiriendo en Reggio Emilia tuvieron una importancia vital en los años de formación de Enzo. No obstante, su infancia fue la de un niño educado en un ambiente tranquilo y agrícola, cuyos días venían marcados por el sonido de las cinco grandes campanas del altísimo campanario de la iglesia.
Después de cursar la primaria en una escuela local, no estaba en absoluto previsto que la familia pudiera permitirse que el pequeño Enzo continuara sus estudios, el cual ya prometía y mostraba un gran deseo de continuar con su educación. Fue entonces cuando se produjo el primero de los dos profundos «desgarros» que, sin duda, marcaron el carácter y el temperamento del futuro cirujano. La familia tenía un amigo sacerdote, el padre Girolamo, que se tomó en serio la educación de Enzo y puso a su disposición las escuelas de su orden religiosa, los Siervos de María. Aunque significaba estar años lejos de Bagno y de la vida familiar, era una gran oportunidad para una familia de agricultores sin muchos recursos. De este modo, Enzo entró en un internado para continuar sus estudios. Cursó los primeros años de secundaria en Montefano, un pequeño pueblo de los Apeninos en Las Marcas, cerca de Recanati y, por tanto, de los recuerdos de Leopardi. Más tarde, se trasladó a vivir a una escuela de los Siervos de María en Bolonia, hecho que le acercó más a su casa. Cursó bachillerato en el liceo clásico Carlo Rinaldini de Ancona.
Durante la época del liceo llegó el segundo «desgarro» de la época adolescente de Enzo. Era 1965, tenía catorce años y había vuelto a casa para las vacaciones de verano. Era un momento en el que volver a la serenidad y al calor de la familia, después de las largas separaciones de la vida en el internado. En la fiesta de los Santos Pedro y Pablo, Enzo y su hermano menor Sergio, de once años, cogieron sus pequeñas bicicletas para ir a la iglesia. Mientras pedaleaban por uno de los caminos rurales que conocían bien, una furgoneta derrapó y golpeó de frente a Sergio. Enzo vio morir a su hermano, que estaba unos metros por delante de él.
Parece que Enzo nunca habló de este episodio en sus discursos públicos siendo ya adulto. Sabemos por los relatos de su madre Ilde8 que durante la época de la tragedia se encerró en sí mismo, paseando por los campos durante todo el verano sin hablar con nadie. Había perdido el sueño —también lo perdería como cirujano, en algunos momentos especialmente difíciles de su carrera— y le costaba asimilar el dolor. No es difícil imaginar que también luchara por mantener unida la tradición cristiana que siempre había vivido, en su familia y en la escuela, con la impresión de aquella pérdida. No parece descabellado imaginar que la muerte de Sergio, sufrida en plena adolescencia, en el momento en que surgen las preguntas que marcan la vida, fue el desgarro que rompió el hilo que ataba a Enzo a la fe que había heredado y que hasta entonces nunca había puesto a prueba.
Cinco años más tarde, al final del instituto, Enzo era un rebelde que, tras toda una adolescencia en instituciones religiosas, parecía no querer saber nada más de la Iglesia y del cristianismo. En apariencia, la cerrazón y la introversión vividas en el periodo de la muerte de Sergio parecía que habían sido superadas. En el instituto Rinaldini, Enzo era el típico rebelde, brillante, curioso, interesado en todo, pero siempre enfrentado a la autoridad escolar. Sus compañeros le llamaban «Súper Enzo»9. Los profesores le tenían afecto, pero no sabían cómo contenerlo. Lo intentaron con sus malas notas en conducta, que en 1970 también influyeron en su examen de graduación del instituto, donde sacó un 45 sobre 60.
No parecía importarle. Fueron los años en los que explotó su pasión por el fútbol. Y también fueron los años en los que nació otra pasión, que luego se convirtió en amor hacia una compañera de clase, Fiorisa, que estaba destinada a convertirse en su esposa.
Pero Enzo era cualquier cosa menos un rebelde al que no le importaba nada. La explosión de vida y energía que mostraba en público, y que le acompañaría a lo largo de toda su existencia, no era ciertamente una fachada. Sin embargo, no contaba toda la historia. Dentro de sí mismo, Enzo buscaba respuestas a las preguntas que la vida le había planteado hasta ese momento, en primer lugar, las relacionadas con la muerte de Sergio. A falta de otras propuestas humanamente atractivas, dejó de lado el cristianismo y dirigió su atención al imán que atraía a toda su generación: la contestación estudiantil.
Un chico que salía del instituto en 1970 no podía dejar de estar lleno de las tensiones y pasiones que había visto y sentido crecer a su alrededor desde el 68. Enzo emprendía su carrera universitaria en la Italia de los colectivos, de la Piazza Fontana, de las luchas por la justicia social, del marxismo propuesto en todas sus derivadas, de las manifestaciones antiamericanas por la guerra de Vietnam y de la Iglesia de la disidencia postconciliar. La llegada a la Luna del año anterior había abierto nuevas esperanzas relacionadas con el salto tecnológico que estaba experimentando la humanidad, pero no era suficiente como respuesta a las preguntas de la vida cotidiana.
Enzo se encontró viviendo todo esto en un lugar y tiempo muy particulares. Había «perdido» el momento culmen de la contestación estudiantil, el 68 había pasado y estábamos entrando en la Italia de las bombas y las P38. Incluso los anhelos de justicia social adquirían un matiz diferente, sobre todo allí, en Reggio Emilia, donde Enzo empezó a pasar cada vez más tiempo, primero en sus vacaciones de vuelta de Ancona, y luego en las semanas y meses posteriores a la graduación.
Reggio era una de las ciudades italianas donde el PCI y su grupo de jóvenes, la FGCI, eran más fuertes. Pero precisamente entre los jóvenes comunistas crecía la impaciencia con el partido y su autoridad. Y surgía la necesidad de «completar» la guerra partisana y culminar de una vez aquella revolución que la generación anterior, en su opinión, no había tenido el valor de llevar a cabo. En opinión de los rebeldes, las heridas de la posguerra seguían abiertas y era el momento de derribar un sistema que había adormecido la mente de la gente con la prosperidad económica.
A partir del verano de 1969, algunos de los chicos de la FGCI rompieron con la organización comunista o fueron expulsados por su continua insubordinación y empezaron a reunirse en un piso del centro de Reggio, en Via Emilia San Pietro, 25. Los protagonistas de esos encuentros pronto se convertirían en nombres tristemente famosos. Allí iba Alberto Franceschini, nieto de uno de los fundadores del PCI e hijo de un partisano comunista detenido por los fascistas; sería uno de los cofundadores de las Brigadas Rojas. Estaba Próspero Gallinari, hijo de campesinos, expulsado del PCI, que años después se encontraría en Via Fani entre los miembros de la banda armada que mató a los hombres de la escolta de Aldo Moro. Estaban Lauro Azzolini, Franco Bonisoli y muchos otros futuros protagonistas de la lucha armada. Formalmente se llamaban a sí mismos «Colectivo político de obreros y estudiantes», pero pronto en la ciudad comenzaron a llamares simplemente «los del piso».
En los tres locales de Via Emilia San Pietro, se celebraban reuniones y conferencias políticas, y todos pasaban por ahí (Potere Operaio, Lotta Continua, Avanguardia Operaia, Servire il Popolo). El PCI había confiado a uno de sus más autorizados exponentes locales, el antiguo comandante partisano Otello Montanari, la tarea de acudir a esos locales y vigilar a aquellos jóvenes exaltados. Pero no fue en absoluto sencillo. «La relación con el PCI era conflictiva», explica Franceschini, «porque por un lado había una minoría que, en cierto sentido, estaba cerca de nosotros. En cambio, la mayoría, la que llamamos berlingueriana10, estaba a favor del Estado y de sus reglas democráticas». Por tanto, también había que oponerse al PCI, y sentían que estaban en el lugar adecuado para hacerlo porque eran «veinteañeros que pensaban que como Emilia, y, en especial, Reggio Emilia, era el lugar más rojo de Italia, les tocaba a ellos»11.
Enzo comenzó a ir al piso en medio de todo este conflicto generacional, en el momento quizá más delicado de la historia posterior al 68 y en la ciudad más expuesta a las tentaciones de pasar a la clandestinidad y a la lucha armada. «Si Trento trajo la utopía católica del Tercer Mundo durante el periodo del otoño caliente», escribió el periodista Angelo Picariello12 en su revisión de aquellos años, «Reggio Emilia trajo la herejía comunista, que se había separado del PCI berlingueriano en la convicción de que la herejía pertenecía a los que se quedaban».
¿Qué buscaba Enzo en Via Emilia San Pietro? Respuestas a la exigencia de justicia que sentía dentro, al vacío que le había dejado el abandono de la tradición cristiana de su familia, a las preguntas no resueltas que, sin duda alguna, habían aumentado después de la muerte de Sergio. Fue un momento peligroso, que coincidió en el tiempo con la fase en la que Franceschini comenzó a elegir a un pequeño grupo de leales a su causa y a llevarlos a practicar en las montañas, con las armas que habían «heredado» de los viejos partisanos.
«Un día —recuerda Ilde, su madre— vino a casa con un compañero que luego formaría parte de las Brigadas Rojas. Subieron a la habitación a hablar. Cuando aquel se marchó, le dije a Enzo: no quiero volver a ver a ese en esta casa»13.
Podría haber acabado mal, muy mal.
Entonces, ocurrió lo inesperado. Un improbable encuentro en el piso, que orientó la vida de Enzo hacia una trayectoria completamente diferente. Un redescubrimiento del cristianismo en el punto de encuentro de las futuras Brigadas Rojas.
Para entender el contexto, tenemos que retroceder de nuevo un instante y trasladarnos a Milán.
En el mismo periodo de 1951, cuando Enzo nació en Scandiano, un joven sacerdote de Brianza, que acababa de regresar de un mal periodo de enfermedad, comenzaba a preguntarse qué les sucedía a los jóvenes que conocía en el Milán de la posguerra. A finales de 1950, don Luigi Giussani había recibido un encargo pastoral en la iglesia de los Santos Martino y Silvestre en Via Lazio. En los meses siguientes, al dedicarse a la confesión los sábados y los domingos, empezó a conocer a un gran número de jóvenes que, de boca en boca, acudían cada vez más a confesarse con el sacerdote. Hablar con los jóvenes y descubrir la desorientación que experimentaban, sobre todo en la escuela, desencadenó en Giussani un camino pastoral sin precedentes. Su amigo y antiguo compañero de seminario monseñor Giorgio Colombo contaba: «Bien pronto tomó cuerpo en don Giussani la intención de dedicarse de manera estable y directa a la atención de los estudiantes de bachillerato en su propio ambiente, donde vivían hombro con hombro con coetáneos de orientaciones ideológicas distintas y donde, sobre todo, era fuerte la influencia de profesores indiferentes cuando no abiertamente hostiles a la religión»14.
Poco después, don Giussani entraba en el liceo Berchet como profesor de religión y comenzaba su actividad —dando testimonio sobre las razones de la fe y desafiando las ideologías dominantes—, que llevaría al nacimiento de Gioventù Studentesca, primero en la iglesia ambrosiana y luego en toda Italia. De la misma raíz pronto surgieron múltiples iniciativas culturales, como el Centro Péguy de Milán y la editorial Jaca Book.
Mientras Enzo crecía e iba de escuela en escuela, GS se convertía en una protagonista destacada de la vida pública de los años sesenta, en un momento en que la Iglesia estaba siendo transformada por el concilio Vaticano II y maduraban las condiciones para la rebelión estudiantil de 1968. La revolución, iniciada a finales de 1967 en la Universidad Católica, que reunía a un gran número de giesinos vació casi por completo al movimiento nacido en torno a Giussani. Las mismas ansias de justicia social, la misma atracción marxista que experimentaba Enzo al final de su etapa escolar y a su regreso a Reggio Emilia, habían alejado a muchos de su generación de la experiencia cristiana.
Pero había quienes habían tendido puentes entre el mundo de la protesta y el de la pertenencia cristiana. Figuras que, como el propio Giussani, no dejaban de desafiar a los jóvenes y trataban de hacer surgir un espíritu crítico y deseos reales, frente a los que enarbolaban el Pequeño Libro Rojo de Mao o incitaban a la revolución.
Giovanni Riva fue uno de ellos. Antiguo seminarista de Venegono y antiguo alumno de la Universidad Católica de Milán, había conocido la experiencia del Centro Péguy de Milán a mediados de los años sesenta y entablado amistad con don Giussani. Más tarde, se había trasladado a Reggio Emilia por trabajo y por amor, donde en 1966 el responsable del centro de estudiantes de Via Farini, don Luigi Gianferrari, conociendo su trayectoria milanesa, le preguntó si estaría dispuesto a organizar GS también en Reggio15. Aquello no duró mucho porque Riva no aceptó la deriva que tomó el centro estudiantil en 1968, con las consignas de Che Guevara ocupando el lugar de las de los santos. No obstante, aquel carismático profesor tenía muchos seguidores entre los jóvenes y decidió seguir reuniéndose con ellos en un pequeño local que había alquilado en Via Garibaldi 22, ubicada en el centro histórico de Reggio. El grupo creció rápidamente durante los agitados meses en que estallaban las protestas estudiantiles y se autodenominó de un modo casi provocador: One Way. «Elegimos un solo camino» —explica Riva—, «el de ir hasta el final reconociendo que en Jesús estaba la respuesta a nuestras expectativas y necesidades»16.
Siguiendo lo que había visto y aprendido en el Centro Péguy y recogiendo asimismo las sugerencias del editor Sante Bagnoli y de varios amigos cercanos a Jaca Book, Riva lanzó a sus chicos en una intensa actividad cultural. Poco después de la fundación de One Way, el grupo abrió su propia librería, Nuova Terra, en Via San Carlo, siempre en el centro de Reggio. «Casi todas las revistas culturales y políticas de la época se podían encontrar allí», dice Riva. «También se había publicado un catálogo muy interesante y razonado. Se había convertido en un punto de referencia para muchos jóvenes y varios grupos. Allí, los chicos de One Way también llevaban a cabo una gran labor cultural, grupos de estudio, de redacción, de reparto de folletos, de información, o, como decían entonces, de contrainformación (de hecho, uno de los lemas era «Informar para liberar»). Los jóvenes comunistas del llamado «piso», algunos de los cuales darían vida posteriormente a las Brigadas Rojas, también pasaban a menudo por allí»17.
Por tanto, la Reggio Emilia en la que Enzo se sumergió al final de la etapa escolar era un depósito explosivo de energías juveniles, iniciativas culturales, debates y tensiones concentradas en un área de menos de un kilómetro de diámetro en el centro de la ciudad. Había «rojos» que se rebelaban contra el PCI de los padres y contra el autoritarismo del FGCI. Había grupos y grupúsculos autónomos, los colectivos, las organizaciones estudiantiles. Además, había un agitado mundo católico igualmente dividido, como en el resto de Italia, pero rico en personalidades de gran calado, entre los que se encontraba no solo Riva. La Acción Católica local, a la que pertenecía el padre de Enzo, estaba, por ejemplo, en pleno relevo entre los llamados «los dos Camilli»: uno era Camillo Rossi, el histórico presidente y el otro era el joven Camillo Ruini, futuro cardenal y guía de la Conferencia Episcopal Italiana, que comenzaba en Reggio su andadura eclesial. Uno de los ayudantes del padre Ruini era Alberto Melloni, quien haría una gran carrera académica como estudioso de las religiones. Por otro lado, entre las filas de One Way había otros jóvenes que llegarían lejos. Uno de ellos era Gian Guido Folloni, futuro ministro y director del diario Avvenire de la CEI, y, al igual que Enzo, oriundo de Scandiano.
One Way mantuvo abierto el diálogo con el «piso». Los jóvenes comunistas frecuentaban la librería católica, que pronto se trasladó a un centenar de metros, en Via Navona 4. Los jóvenes católicos, a su vez, eran una presencia habitual en los tres locales de Via Emilia San Pietro. Lo que Riva proponía a su gente era «una comparación con cada posición y cada acontecimiento y, en segundo lugar, un gran diálogo, posible en la medida en que fuera libre, no exigido ni impuesto por ninguna forma de poder, un diálogo con todos aquellos que, especialmente los jóvenes, miraban sinceramente a su alrededor, analizaban la realidad e intentaban incluso cambiarla»18.
Sin duda, los del piso veían en One Way también un posible campo de reclutamiento y hubo veces en que lo consiguieron. Roberto Ognibene, que seguiría a Franceschini y se convertiría en uno de los fundadores de las Brigadas Rojas, pasó del grupo Riva a la clandestinidad armada.
Pero también hubo quienes tomaron el camino contrario. Enzo empezó a fijarse en los de One Way durante las reuniones en el piso. Había algo en ellos que le fascinaba, a pesar de que profesaban abiertamente una fe que él había dejado de lado en aquel momento.
Los jóvenes de Riva no pasaban desapercibidos en absoluto. En 1970, Reggio 15, la revista de izquierdas más difundida entre los jóvenes de Reggio, los describía así: «Bailan, rezan, hacen propaganda y venden libros. Aunque uno no los conozca a todos personalmente, se puede estar seguro de ello: no tanto porque por lo general lleven barba, bigote y cazadoras —que hoy en día, más que un distintivo, son un uniforme—, sino porque tienen una expresión inconfundible en sus rostros que se sitúa entre la hilaridad, el candor y el frenesí activista. [...] Si, al pasar por la plaza de San Prospero o por cualquiera de las callejuelas del centro de la ciudad, veis a una multitud de chicas y chicos bailando en círculo al son de una guitarra, no os equivocaréis: son One Way. Y siempre son ellos los que rezan o leen salmos, sentados en una acera al lado de la entrada de un colegio».
Uno casi puede imaginarse al Enzo rebelde del liceo Rinaldini, siguiendo los acalorados debates sobre el marxismo en el piso, medio aburrido, rodeado de humo de cigarrillo —y no solo de cigarrillos—, atraído de repente por esos tipos que, en cambio, bailan y cantan. Una vez decidió seguirlos y descubrió que se reunían todas las tardes en la cripta del Duomo para el rezo de vísperas, antes de trasladarse a la cercana plaza de San Próspero para cantar. Enzo intentó varias veces entrar en la cripta, pero siempre mandaban a uno de los jóvenes de One Way a que hablara con él y le impedía entrar. Sabían que era uno de los del piso y les daba miedo, no entendían qué hacía allí. «Cuando me di cuenta de la argucia», contaba Enzo años después, «dije: ‘Mirad, no quiero hacer nada malo. Solo quiero conoceros. Aceptadme entre vosotros por esta vez’»19.
El 27 de julio de 1970, en una de las muchas cartas que Enzo escribió ese verano a Fiorisa, que seguía en la región de las Marcas —con ella ya había comenzado una verdadera relación—, le habló por primera vez con entusiasmo de One Way. Poco después, Fiorisa comprendió que la cosa iba en serio y Enzo volvía a prometerle que pronto le explicaría «qué es este fantástico movimiento al que me adhiero... verás que es muy sencillo y al mismo tiempo bastante serio y comprometido».
En ese periodo, Franceschini y sus hombres empezaron a desaparecer, después de haber conocido a Renato Curcio y a los que pasarían a formar las Brigadas Rojas de la banda de Trento. Nacía la lucha armada.
¿Podría haber sido Enzo uno de ellos? Ciertamente, su experiencia marxista no había sido para él tan fuerte y potente como lo fue la que tuvo con los jóvenes que cantaban y bailaban en la plaza de San Próspero.
En el corazón de una Reggio Emilia tan dividida como lo había estado durante la guerra, quinientos metros separaban la opción marxista de la cristiana, el piso de la cripta. Todo se jugó en aquellas pocas calles, en las que Enzo optó por un camino que nunca más abandonaría.