Introducción

Viajar forma parte de la vida humana. Si algo aprendimos de Heródoto es que las fronteras están para cruzarlas; y viajeros más cercanos a nosotros en el tiempo, como Kapuscinski o Magris, nos han enseñado a hacerlo. Los viajes que emprendemos —geográficos, sentimentales o espirituales— trazan el horizonte de nuestra existencia. Viajar nos permite vivir más y, a veces, incluso vivir mejor. Es como los ratos que dedicamos a leer, que dilatan nuestro tiempo y nuestra vida.

Este libro comenzó con un viaje, hace una década, a los Estados Unidos. Me trasladé a la Universidad de Chicago para realizar una estancia de investigación en el Committee on Social Thought. Ya conocía la universidad de una visita anterior. Sin embargo, empecé a notar que el clima intelectual (el tono de las conversaciones, los seminarios académicos y las actividades organizadas) era distinto del que esperaba. Poco a poco fui descubriendo qué había allí de especial y cuál era la larga historia que lo explicaba.

Un día, caminando por el campus, me topé con unos carteles que, en grandes letras, preguntaban «¿Por qué murió Sócrates?». Era el anuncio de una conferencia para los estudiantes de primer año. No debería haberme llamado la atención: ¿qué tiene de especial ocuparse en la universidad de los acontecimientos fundacionales de nuestra cultura? Sin embargo, despertó mi curiosidad porque no había visto nada igual, al menos de esa manera, en otras universidades. Pregunté a unos estudiantes y me explicaron que en el primer año y medio del college —nuestro grado— cursan una serie de asignaturas obligatorias que conforman el core curriculum. Consisten, principalmente, en la lectura y discusión de grandes obras de la literatura y el pensamiento; también se cubren los fundamentos de las ciencias naturales. Esa conferencia era parte de las actividades académicas habituales.

Por desgracia, no pude asistir, pero a los pocos días vi otro anuncio: un debate organizado por el Undergraduate Philosophy Club sobre el tema «Si Dios no existe, ¿hay razones para actuar moralmente bien?». Esta vez no me lo perdí. El aula rebosaba con más de cien personas, casi todos estudiantes de grado. Muchos se tuvieron que sentar en el suelo. Para quienes provenimos del mundo hispano el debate es un género difícil, y más si se trata de un tema como la relación entre ética y religión. Por lo general, somos apasionados y nos tomamos las críticas de modo personal. Mientras cada grupo desgranaba sus argumentos, pensaba que en otras universidades que conozco hubiera sido extraño celebrar un debate así. En unas, porque ese tema «ya lo hemos superado» y en otras porque hubiera acabado en enfado. En cambio, allí no hubo ningún argumento ad hominem, ni miradas sarcásticas entre el público. Solo interés. Se tocaron todas las cuestiones relevantes: desde el sacrificio de Abraham hasta el gen egoísta, pasando por los postulados de Kant. Además, según se comprobó, lo interesante de un debate como ese es que todos tienen parte de razón.

En la Universidad de Chicago los estudiantes pueden encontrar eso que allí llaman the life of the mind, la vida del espíritu o, mejor, la vida intelectual. De hecho, esa frase figura en la portada de los folletos promocionales (parece que lo consideran el reclamo más poderoso para atraer alumnos) e incluso algunos estudiantes la llevan escrita con orgullo en las camisetas que lucen por el campus. Al preguntar a los profesores, me explicaron que allí pretenden ofrecer una «educación liberal». Recordé entonces que la primera vez que leí esas dos palabras, siendo estudiante en la Universidad de Valencia, fue en un artículo de Alejandro Llano. Él las tomaba del libro La idea de una universidad, escrito por John Henry Newman.

El concepto de educación liberal se emplea en sentidos diversos, tanto por sus múltiples raíces históricas como por las diferentes maneras en que «liberal» y «libre» son interpretados. Por mi parte, siguiendo una venerable tradición que va, al menos, de Aristóteles a Newman y que continúa inspirando a universidades de todo el mundo, entenderé por educación liberal un proyecto formativo en el que el conocimiento se valora no solo por su utilidad, sino como un fin en sí mismo, y en el que el objetivo no es solo preparar profesionalmente, sino también educar a la persona entera, incluyendo tanto la dimensión intelectual como la moral.

Una educación es liberal cuando no tiene como único objetivo la cualificación técnica, sino que considera la verdad y el conocimiento, ante todo, como una necesidad humana básica que nos perfecciona; cuando no teme plantear las grandes preguntas de la vida (lo que allí llaman de un modo muy gráfico la big picture); cuando se preocupa tanto del cultivo del intelecto como de la forja del carácter; y, finalmente, cuando hace posible la convivencia amistosa entre profesores y alumnos. La educación liberal es uno de los nombres de la educación humanista. En este libro los emplearé de modo equivalente, puesto que el primero es menos frecuente en nuestro contexto cultural. Por su parte, el core curriculum es el contenido del plan de estudios por medio del cual una universidad ofrece a sus estudiantes ese tipo de educación.

En el presente libro comparto con el lector lo que descubrí sobre el modelo educativo que encontré a orillas del lago Michigan. Me ocupo de la apasionante historia de sus orígenes y desarrollo, que es también una manera de considerar la evolución de la institución universitaria en los últimos cien años. A la vuelta de Chicago fui nombrado director del instituto responsable de la educación humanista que la Universidad de Navarra ofrece a los estudiantes. Esta circunstancia me permitió poner en marcha un Programa de Grandes Libros, que ya está alcanzando su madurez. Estas páginas no contienen solo teorías e historias sobre sitios lejanos, muy distintos al nuestro, también recogen la experiencia real de educadores en las aulas a este lado del Atlántico. Habrá ocasión de tratar sobre nuestros propios retos y oportunidades.

Una alumna de la primera promoción del Programa se me acercó al final de una clase. Habíamos leído la Apología de Sócrates y preguntó con desazón: «Si los argumentos de Sócrates eran tan sólidos y convincentes, ¿por qué el tribunal finalmente decidió condenarle?». Nunca lo había pensado así, pero le respondí: «Bueno, por desgracia vivimos en un mundo donde la razón no siempre gana; con frecuencia se impone el poder y la fuerza». Entonces recordé el cartel de la conferencia que había visto en Chicago y pensé que ese era el tipo de logros —modestos, ciertamente— a los que podemos aspirar los educadores.

Sin embargo, no todos los alumnos reaccionan ante la lectura de Sócrates de la misma manera. Por ejemplo, a la pregunta de si les hubiera gustado conocer al personaje, muchos responden que no. Las razones que dan se resumen con uno de esos términos de moda: «Es que Sócrates debía ser muy intenso». Es más, añaden lo siguiente: «Entiendo perfectamente que la gente de Atenas se pusiera en su contra». En esto hay que darles la razón. Sócrates se describe a sí mismo como un tábano.

Otro estudiante, harto de la insistencia de los filósofos —es decir, de mí— en la importancia de la verdad, me propuso como tema de su ensayo final de la asignatura una crítica a Sócrates. Pretendía explicar por qué no llevaba razón. Le dije que me parecía muy bien, incluso un acto de valentía intelectual. Al cabo de pocos días vino a verme y confesó: «He intentado refutar a Sócrates y ni yo, ni mi madre, hemos sido capaces. Me rindo. Es verdad eso de que la vida no sometida a examen no es digna de ser vivida». Siempre me ha hecho sonreír la imagen de este alumno junto a su madre, sentados en la mesa de la cocina, bajo la luz de un tubo fluorescente, hablando sobre Sócrates y la vida examinada. Esta anécdota, por banal que pueda parecer, diría que revela el poder de los clásicos.

Hace poco terminé de leer Lost in Thought de Zena Hitz, profesora de St. John’s College (probablemente el liberal arts college por excelencia)1. Es de las lecturas que más me han interesado en los últimos años. Aunque no he podido tener en cuenta sus valiosas aportaciones en la elaboración de los capítulos, mencionaré aquí dos ideas. El libro comienza narrando la vida de la autora: investigadora en estudios clásicos formada en instituciones de élite, con un prometedor futuro. Sin embargo, en un momento dado se desengaña y decide reorientar su vida. El punto de inflexión llega cuando cae en la cuenta de que, incluso dedicándose a la filosofía clásica, lo que le movía a ella y a quienes tenía alrededor no era tanto el deseo de saber como de fama y reconocimiento. «Buscábamos estatus y aprobación (...) y lo queríamos a costa de los demás»2. Incluso menciona los rituales de humillación pública que forman parte de ese camino: las reseñas hirientes o las críticas devastadoras en una conferencia hechas desde el fondo de la sala. Quizá lo que describe sea un caso extremo, pero pienso que actualmente el mundo académico, también en las humanidades, corre el riesgo de perder el norte.

Lo segundo que me gustaría mencionar es su lectura de la contemplación aristotélica como fin último de la vida humana. En eso consistiría la vida plena o feliz. La educación liberal parece que debería ser un camino hacia ese tipo de vida contemplativa. Sin renegar de la intuición fundamental de Aristóteles, Hitz considera que el ocio necesario para la contemplación no exige tener grandes propiedades, sino que es compatible con dedicarse a un trabajo manual; además, puede alcanzarse en un instante cualquiera, también en la vida cotidiana3. Para ella —y el libro entero es la justificación— se puede hablar de vida contemplativa cuando una persona considera que la actividad de aprender es lo más valioso. La educación —esto lo añado yo— no sería un medio para otra cosa (como ejercer una profesión), sino que se convertiría en un fin en sí mismo. Educar y aprender pueden ser formas de vivir que se prolonguen a lo largo de una vida entera. Son valiosas porque cultivan lo más noble que hay en nosotros.

Durante estos últimos años, he profundizado en mi conocimiento de la educación liberal en otros lugares del mundo a través de la Association for Core Texts and Courses (ACTC) y me he embarcado en algunas iniciativas para promover la educación humanista en Europa. Por eso, aunque en el libro haya abundantes referencias a la situación española y a mi propia universidad, también lo leerán con provecho quienes se encuentren en otros países. Casi todo lo que cuento, incluso lo anecdótico, es universalizable. Como es lógico, se nota que trabajo en una universidad de inspiración cristiana. En diversos momentos a lo largo de estas páginas y, especialmente, en el capítulo sexto me ocupo de la relación entre cristianismo y universidad. En el caso de la educación liberal considero que se trata de una relación particularmente fructífera. De todos modos, durante mi vida académica he tenido la suerte de pasar temporadas más o menos largas en otras instituciones, públicas y privadas, sin orientación religiosa (la Universidad de Valencia, donde felizmente comencé la carrera; las de Oxford y Múnich, a las que acudí durante el doctorado; y las de Chicago y Leipzig, en las que he sido investigador visitante). Pienso que lo que aquí se explica puede resultar de interés para cualquier profesor o directivo, independientemente del lugar en el que trabaje, sus convicciones religiosas y qué entienda exactamente por educación liberal o humanista.

Hagamos un breve repaso del contenido de cada capítulo. En el primero argumento por qué la sociedad necesita las humanidades, pero tratando de superar los términos en que habitualmente se plantea ese debate. En el siguiente capítulo —el más largo— esbozo una historia del origen y desarrollo del core curriculum en los Estados Unidos. Los hitos que marcan esa historia son paradas necesarias para quien desee reflexionar sobre un proyecto universitario humanista. La historia es maestra de la vida, especialmente en el ámbito de la educación. El tercer capítulo ofrece una elaboración personal de los tres rasgos característicos de la educación liberal: perspectiva sapiencial, desarrollo de la capacidad de juzgar y suscitar el interés o amor por la verdad. En el capítulo cuarto recojo mi experiencia en la implantación de un programa de grandes libros, atendiendo sobre todo a los condicionamientos institucionales. El siguiente capítulo trata, de una manera necesariamente introductoria, sobre el lugar de la ética en la universidad así como de la relación entre educación intelectual y educación del carácter. Según muestra el recorrido histórico que presento ahí, ambas son necesarias, en la medida en que la educación se dirige a la persona entera. El sexto capítulo lo dedico a la concepción que el cristianismo tiene de la universidad. En concreto, y desde la perspectiva de la identidad institucional, intento mostrar la contribución del cristianismo a los fines de una educación humanista. En el séptimo, y último, me ocupo muy brevemente de la necesidad de que las instituciones educativas sean una comunidad de personas. En el apartado conclusivo me atrevo a formular diez principios para una educación humanista.

Aunque este libro es fruto del estudio, según atestigua la bibliografía final, en su estilo se encuentra claramente más cerca del ensayo que del trabajo académico. He procurado que resulte accesible y ameno para el lector, especialmente para los educadores. Además, el género ensayístico ha permitido que me tome ciertas licencias a la hora de presentar los temas que no serían adecuadas en otras situaciones.

La gran mayoría de los textos que componen el libro ya habían sido publicados por separado, pero ahora los he reordenado, reescrito o completado con el fin de que haya un hilo argumental claro. En realidad, he partido del manuscrito original que redacté en Chicago, pero que luego, por los avatares de la vida académica, había ido publicando parcialmente. A la vez, algunas invitaciones posteriores me han obligado a escribir sobre otras cuestiones relacionadas con el tema. Los textos aparecieron en las revistas Acta Philosophica, International Studies in Catholic Education, Rivista PATH (Pontificia Academia Theologiae), Universídad. El blog de Studia XXI; en las editoriales Biblioteca Nueva, Eunsa y Springer; así como en los «Documentos Core Curriculum». Dos de esas publicaciones las firmé con Álvaro Sánchez-Ostiz y Alfonso Sánchez-Tabernero, respectivamente. Las referencias completas se pueden encontrar en la bibliografía final.

Pido la complicidad del lector porque el texto tiene algunos inevitables cambios de registro. Aunque siempre mantengo la voz de primera persona, hay pasajes expositivos y argumentativos; en unas partes sintetizo lo que algunos autores han escrito y en otras presento mis propias reflexiones; el tono general es el propio de la argumentación pero, en ocasiones, rozo lo exhortativo. He procurado evitar los lugares comunes, así como caer en los tan manidos «las humanidades son muy necesarias», «las humanidades nos hacen mejores». Es cierto que nos hacen mejores porque cultivan lo más noble que hay en el ser humano, pero la explicación es más compleja de lo que parece y los caminos por los que llega esa mejora resultan menos conocidos de lo que se piensa.

Asimismo, he tratado de no adoptar un tono moralizante, a pesar de que desde la primera página se comprobará que estoy convencido del valor de lo que aquí se propone. Quiero pensar que me salva ser muy consciente de que la educación liberal no es algo novedoso u original, sino bastante ordinario y común. A mi parecer, es lo que cualquier profesor, en el fondo, trata de ofrecer a sus estudiantes. A la vez, este no sería el primer caso de la historia en el que lo más obvio y natural hubiera caído en el olvido y fuera necesario recordarlo. Me sirvo de sucesos personales, principalmente en mi tarea como docente, para mostrar lo que pretendo argumentar.

Lo que no he evitado ha sido usar con frecuencia términos en inglés. Y las referencias bibliográficas proceden en su mayor parte del ámbito anglosajón. Los motivos han quedado claros en estas primeras páginas. De todos modos, estoy seguro de que más de uno recelará del libro por esta razón. Comparto la inquietud de mis colegas en las humanidades por la actual deriva del mundo académico, especialmente en la investigación, hacia el anglocentrismo. Es injusta y perniciosa. No se trata de una cuestión meramente lingüística, ya que a través del idioma se impone toda una cultura intelectual con sus filias y fobias, tendencia a la autorreferencialidad y formas de poder. Como descargo puedo decir que mis intereses intelectuales siempre han ido más por el lado germánico y que, además, he sufrido en propia carne las consecuencias del anglocentrismo. Una editorial británica me rechazó un libro basándose en que «los autores tratados son ‘oscuros’» (ciertamente, Heidegger, Kant o Hegel no son autores de fácil lectura) y que «los temas del libro no resultan de interés para los lectores de Estados Unidos y Europa [sic]». Con lo de Europa creo que se referían al Reino Unido, que era donde tenía su sede la editorial. El libro lo acabó publicando una casa alemana. Pienso, de todos modos, que es necesario separar el grano de la paja y reconocer que en los Estados Unidos es donde actualmente goza de mejor salud la tradición de la educación liberal, así como alegrarse por su capacidad para mantener viva la llama de las humanidades gracias a que numerosos académicos han querido hacer suya esa causa.

A pesar de lo que he contado en estas páginas introductorias, no querría dar la impresión de que todo empezó con el viaje a Chicago. Ya en mis primeros años de estudiante de filosofía en Valencia tuve la fortuna de encontrarme con profesores humanistas que transmitían pasión por el saber. Y cuando me trasladé a Navarra pude ver hechos realidad los ideales de la educación liberal con Alejandro Llano y Miguel Lluch en el Instituto de Antropología y Ética, que posteriormente se transformó en el Instituto Core Curriculum. Este libro va dedicado a Alejandro, mi maestro, de quien he aprendido todo lo importante que pueda saber sobre educación.

El título elegido, Una educación liberal. Elogio de los grandes libros, tiene carácter reivindicativo. No se trata de un panfleto, pero sí pretendo ofrecer argumentos y ejemplos que muestren tanto la necesidad como la posibilidad real de ofrecer una educación humanista en nuestras universidades. Propongo aprender de los que ya lo hacen y deseo compartir las experiencias de quienes trabajamos en un programa de core curriculum. El elogio de los grandes libros se refiere a la metodología más característica de la educación liberal: los seminarios de lectura de los textos fundamentales de la cultura. Mi gran ilusión es que estos planteamientos lleguen a la enseñanza secundaria, especialmente a sus profesores. Esa es la etapa decisiva en la formación de los jóvenes.

Ofrecer una educación humanista es una de las misiones esenciales de la universidad, con independencia de si es pública o privada y de los estudios que realicen los estudiantes. Al menos, eso es lo que nos enseñan las mejores tradiciones educativas. Es hora de reivindicarlas.