Contaba con esos fondos, por ellos había ahorrado durante años, vivido con régimen de presidio, me privé de ropas, de salidas, de comodidades, de los caramelos envueltos en celofán que el mundo ofrecía y ahora estaban tras las rejas, custodiados por un hombrecito corto de rostro atractivo. Una firma masculina podría liberarlos, me habían dicho, una firma con pantalón y suspensores. Cómo era posible.
La calle me pareció opresiva. Lo que era yo entonces, una mujer demasiado vieja para casarse, demasiado joven para jubilarse, no cabía en las avenidas principales, las de adoquines y faroles, de arbolitos enjutos esforzándose por no morir en su medio metro de lodo. Del salón más laureado de la Escuela número 1 de Niñas, de pronto pasé a los callejones de la burocracia.
Si llegaba enganchada del brazo de alguien mi suerte cambiaría, pero de quién. Mi padre llegaría enganchado de su garrafa. ¿De Ramón? Qué curioso, pero desde que dejé la escuela parecía que Ramón resolvía cualquier conflicto.
El único efectivo que tuve estaba en manos de Próspera, el contenido íntegro de mis ahorros en esa caja de zapatos que le entregué cuando cerramos el trato. Si bien conservé una porción para emergencias, las provisiones se agotarían. Lo mejor sería irme a casa para conversar con ella, era obvio que mi cuidadosa planificación se había ido a la punta del cerro.
Ni el pañuelo ya empapado ni el abanico contrarrestaban el ahogo que la trama céntrica me producía.
Me detuve en una intersección de calle Huérfanos a recobrar el aliento. Allí noté que el cielo tronaba en la lejanía, aunque no podía ubicar el origen del ruido, las paredes de concreto, el asfalto, el metal de los faroles hacían eco, un rebote infinito de voces y taconeos.
Lluvia no podía ser, estábamos en pleno verano. Seguí adelante. Dedicaría la tarde a redactar mis argumentos para convencer al jefe del chato de que liberara los fondos, intenté incluso formular algunas oraciones allí mismo, pero los truenos parecían acercarse como una cuadrilla de latones.
Es el calor, me dije, así es que avancé hasta la plaza del Congreso Nacional con su edificio de columnas blancas al centro, rodeado de fuentes de agua, con árboles altos y viejos y frondosos prodigando sombra, era un jardín tan calmo que decidí sentarme, reponerme en uno de los pocos botones naturales del centro capitalino mientras las nubes invisibles reventaban como petardos, pero dónde, no en aquel cielo despejado de sol amarillo canario en el cénit.
Dos mocosos se bañaban en la fuente con absoluta entrega. Hacía tiempo que no observaba la liviandad de la infancia, en la escuela era lo primero que podábamos en las alumnas y la mía se había petrificado en un barrio de Maipú, en la figura regordeta de una niña color canela de trenzas gruesas y largas, jugando a las bolitas. Los brazos, las piernas, si no acaso también las ideas de los mocosos fluían con libertad de océano. Aún no son tierra mustia, pensé, mirándome los surcos diminutos de los nudillos, la vida real a los niños no los había secado.
Y allí, ante el goce de los pequeños soberanos de sus juegos se me cayeron algunas lágrimas y no pude saber si provenían de la rabia, del arrepentimiento o de la impotencia, aunque lo más probable es que brotaran de aquellos tres manantiales.
Me dejé estar como no había hecho jamás, en la tristeza, en los mocos, en los llantos. Me dejé estar como no hice cuando ocurrió lo de Trini o cuando Ramón se comprometió, aunque después rompiera el compromiso. Ni entonces me dejé estar en la alegría de la remota posibilidad de recuperarlo. Y al parecer me dejé estar demasiado, porque pronto vino un carabinero que guardaba la plaza y tras espantar a los cabros chicos se acercó a mí.
—¿Está bien, señora?
—Sí, perdone, estoy bien.
—¿Está perdida?
Quise decirle que sí, que me había caído de múltiples mapas, que ningún punto rojo me decía «usted está aquí».
—No, señor. No estoy perdida.
Me limpié las mejillas, la nariz, el sudor, todo con el mismo pañuelo, por puro despiste, por las puras ganas de escapar de la mirada inquisidora del carabinero, el cabo imberbe que no se despegó de mí hasta que me alcé. De seguro interrumpía las sesiones del Congreso con mis sollozos.
En cuanto salí del parque cerraron las rejas. Tal vez abrían la plaza algunas horas al día o tal vez fuera porque los truenos no daban tregua. En cuanto le di la espalda a los árboles sentí alivio, claridad y las lágrimas se detuvieron en su origen, dejaba entre los gigantes verdes y amables los dolores no resueltos.
En mi recorrido hacia la parada del bus recordé la petición de Próspera de comprarle las ediciones de la revista Ecran que pudiera encontrar, ella las coleccionaba y le hacían falta algunas. Por supuesto, le dije, la cacería de novedades cinematográficas le daría un motivo más grato a mis trámites.
En calle Huérfanos con Ahumada encontré números pasados, el quiosco las exhibía en su exterior colgadas con perritos de ropa, como ropitas de niño secándose al buen clima.
Entre tanto comprarlas para Próspera y tanto verlas desperdigadas por su sala, me había aficionado yo también a las fotografías platinadas de los actores y actrices del Hollywood de California y del criollo. Era imposible despegar la mirada de esos rostros, esos pómulos, esas cualidades estelares que dejaban a Próspera suspirando por el último galán y que ahora me embrujaban a mí.
Yo, que profesaba la austeridad, la discreción, el sinsentido del maquillaje, de repente me pasaba horas mirando fotografías, leyendo las reseñas de vidas glamurosas, de películas donde las mujeres eran damas y los hombres eran caballeros en ese universo de treinta y seis páginas. Las muchachas de la gran pantalla no podían ser salvadas por alguien que no fuera un varón fuerte y bien plantado que pronto las convirtiese en esposas.
Saqué de mi cartera la chauchera con movimientos torpes de emoción, como si en vez de comprar prensa fuera a hacerme de dulces con manjar.
El vendedor me entregó los ejemplares cuando un grupo de carabineros pasó corriendo y sentí los truenos sobre mi cabeza, pero no llovía, no había oscuridad. Las calles se llenaron de cánticos y consignas.
En cuestión de segundos el quiosquero me quitó las revistas de las manos, guardó sus mercancías, cerró la ventanilla y desapareció. «¡Otra vez!», dijo. A mi alrededor los negocios se clausuraron con premura y la calle quedó desierta. Los gritos aumentaron y aparecieron las mujeres en la intersección donde me encontraba, alzándose las faldas para correr mejor. Iban con el pelo suelto y pasaban a gran velocidad por mi lado. Yo no atiné a moverme, clavada como estaba en la vereda, cuando vi el tropel de carabineros que las perseguían.
—¡Vamos!, ¡corre! —me cogió una del brazo.
—¡No!, ¡déjame!
—Te van a agarrar, ¡vamos!
Era una mujer joven, casi una chiquilla, la que me cogió del brazo y apuntó hacia una tienda que estaba a punto de bajar la reja.
—¡Déjame!, ¡yo no ando con ustedes! —le grité.
A empujones me llevó y me obligó a entrar al comercio.
—¡Salgan de aquí! —aulló el dueño cuando nos vio.
—Ayúdenos, por favor —dijo la joven, la voz le temblaba—. Nosotras no tenemos nada que ver, ¿cierto? —agregó mirándome y comprendí que ella tampoco andaba protestando.
Afuera golpearon la cortina metálica y trataron de alzarla.
—¡¿Quién está adentro?! —gritó un carabinero.
—La gente de la tienda, no más, yo soy el dueño —respondió el hombre.
—¿Todo bien? —replicó de afuera.
—Todo bien.
—No abran hasta que la cosa no esté tranquila —concluyó el carabinero.
—¡¿Qué andan haciendo acá?!, ¿cómo se les ocurre?, ¿que no saben que esto pasa todos los miércoles? —preguntó el dueño.
—¡No tenía idea! —respondí.
—¡Yo tampoco! —dijo la muchacha, sin soltarme del brazo—. Necesito unos pañuelos para mi padre, es su cumpleaños...
—Bueno, ahora ya saben. No vengan los miércoles, a veces los viernes también aparecen las locas. Puras sueltas. Sus maridos deberían darles un correctivo, un buen correazo para que aprendan a estarse quietas, en su lugar.
—¿Todas las semanas pasa esto? —inquirí.
—Todas las semanas, señora. No tiene idea de cómo nos afecta... Aquí nadie las apoya, dónde se ha visto, ¡el voto para la mujer!
Yo seguía temblando mientras afuera los gritos no se acallaban, voces de mujeres pedían auxilio, forcejeaban contra la reja, supongo que buscaban resguardo, hasta que se hizo el silencio.
Las tiendas reabrieron en efecto dominó, los comerciantes contrastaron daños, pérdidas, alegaron por los incidentes, los vidrios rotos, las ropas que no podrían vender porque se habían dañado con el humo, con la tierra que se alzaba en las correrías. Ninguno apoyaba las manifestaciones, estaban cansados de tanta trifulca y yo les comprendía, la campaña traía desorden, desastre, descaro.
—No agarraron a ninguna, ¡a ninguna! —reclamó el comerciante de junto a la tienda de camisas.
—Menos mal —me susurró la joven—. Creo que ya nos podemos ir —agregó refiriéndose al dueño—. ¡Muchas gracias, señor!
—¿No quiere los pañuelos?, tengo unos elegantes...
—No, mejor nos vamos antes que regresen —dijo la muchacha.
—¿¡Qué dijiste!? —le pregunté yo, tratando de atajar las ideas y el paso, porque la joven me alejaba de la tienda al mismo ritmo con que antes me había llevado.
—¡No puede quedarse parada!, amiga, ¡así es como nos agarran!
—¡¿Cómo?!
Ya en la esquina de Ahumada con Huérfanos la joven oteó el entorno, la calle volvía a sus registros de transacciones, de hombres, de maletines y le pareció que aquel era un momento propicio para sacar de su cartera un montón de volantes, un atado de papel roneo con palabras incendiarias.
—¿Qué haces?, ¡guarda eso!
—Si necesita más, ya sabe dónde conseguirlos —me dijo entregándomelos—. ¡Falta poco! ¡No podemos decaer! —y partió sin oír mis reclamos.
De modo que la chiquilla era una de las revoltosas. Con qué maestría engañó al pobre dueño de la tienda de camisas diciéndole que buscaba un regalo para su padre. Y con qué maestría me engañó a mí, que la vi tan desvalida, tan delgada y transparente, pero detrás de esa fachada se escondía una sufragista, una emancipadora, que encima me dio un paquete de dinamita y con la mecha encendida, los volantes.
En el primer rincón que encontré y en cuanto tuve la ocasión, tiré el atado de propaganda política al piso, pero se elevó con una ráfaga de viento caliente, se arremolinó y se combinó con los otros folletos que alfombraban la calle, reclamando el voto para la mujer. Girones de faldas, cintas de cabello, ¿mechones de pelo?, se mezclaban en el pavimento.
Llegué a la Alameda como pude, medio tembleque y pensando que la prensa no daba cuenta de las manifestaciones. El hombre dijo que ocurría cada semana y la prensa cada semana hacía mutis por el foro. Anduve con molestia y lueguito me di cuenta de que era porque el ruedo de mi falda estaba descosido, ¿cómo?, ¿por quién?
Ya en el bus, sentada adelante, enfrentando el juicio silencioso de los siete pasajeros que viajaban conmigo, un poco mareada también, me di cuenta de que tenía la mano manchada con sangre. De inmediato la escondí entre la falda, debajo de la cartera, la enrollé con el pañuelo mojado con sudor, pero sin importar dónde pusiera aquel apéndice mancillado, los pasajeros no dejaban de observarme. Sentía sus miradas rebanándome por el rabillo del ojo, y cuando les miraba de frente para capturarlos, volvían el rostro hacia un punto alejado de mi vergüenza. De seguro estarían pensando que yo era una revoltosa más.
Por razones obvias el retorno fue largo y tortuoso. Un par de veces sentí el impulso de bajarme antes de mi paradero, pero me calmé con la idea de que en cuanto llegara a casa pasaría de largo al segundo piso a cambiarme de ropa, bajaría directo al baño a lavarme la mano condenada, me serviría una taza de té y clausuraría la experiencia detrás de una puertecilla sin llave ni cerradura, tras siete enaguas. No hablaría jamás de la revoltosa, de la marcha, de los volantes.
Próspera, sin embargo, estaba asomada a la ventana y me cateó como buena conocedora de tragedias.
—Cuéntamelo todo, sin guardarte na —me dijo desde su atalaya y partió a servir el té con el esfuerzo de quien ha perdido la autoridad sobre sus extremidades.
Trajo también una palangana con agua tibia y un trozo de tela suave. Supuse que la mano derecha me había delatado, pero ella untó la tela y la acercó con delicadeza a mi frente. Allí tomé conciencia de la herida, tenía un chichón por el golpe seco que me di contra el filo de la cortina metálica cuando ingresamos corriendo a la tienda, un corte no profundo pero sí sangrante que yo paseé por Ahumada, por la Alameda, que exhibí como un ojo cíclope ante los pasajeros espantados del bus y por las cuatro cuadras que separaban el paradero de mi cité. Iba preocupada por la palma manchada, por el ruedo descosido de la falda que arrastraba como la cola de un perro vago, ignorante de aquella herida.
Me llevé los dedos hacia la frente, pero ella me los sujetó.
—No. Déjate. Se te puede echar a perder. Ahora cuéntamelo todo.
Entonces le hice el relato de la excursión al centro, del fracaso de la visita a la oficina de pensiones, de la marcha, de la revoltosa que me confundió con una de ellas, de los volantes, de los truenos que anunciaban aguacero pero eran latones y ollas que las mujeres golpeaban para protestar, de quienes cruzaron la vereda para hacerme el quite después del afán, que yo pensaba que era por mi vestuario ajado y no por la sangre que me había corrido hasta la ceja que yo juraba que se trataba de sudor.
Le pedí tiempo a Próspera para organizar mis finanzas. Debía pensar en algo para acceder a mi patrimonio a distancia, mediante carta, en persona... No tenía grandes deseos de regresar al centro pero sí enormes ansias de recuperar el orden que otros habían subvertido. La plata era mía, me la había ganado, era el fruto de mi esfuerzo, mi derecho, y hubiera seguido inundando la conversación con frases preformadas a no ser por la súbita represa que Próspera levantó.
—No se hable más del tema. Me pagaste seis meses, te puedo devolver dos. Pero nada de encerrarte de nuevo, Bernarda, te toca recuperar lo tuyo.
Y tenía razón. La aventura de ese día culminó con un catastro preciso de padecimientos donde ubiqué la frente, la pierna izquierda, la ampolla del talón en orden descendiente. A continuación asigné las rabias, en contra de la oficina de pensiones, la escuela, las sufragistas. Para terminar tracé los planes. Recuperaría mis fondos y crearía un método para oponerme, en la misma medida en que las revoltosas lo promovían, al voto para la mujer.