«No es el pasado lo que nos detiene, es el futuro; y cómo lo debilitamos hoy.»
Víctor Emil Frankl
«La vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir.»
Carl Jung
SI no entendemos la muerte… no entenderemos la vida.
Hablemos de… ella, la muerte…
Primero definamos «muerte», esto nos brindará contexto para entrar a fondo en el tema; también daremos recorrido por algunas partes del mundo, en sus costumbres y tradiciones relacionadas con la muerte.
El origen de la palabra «muerte» procede del vocablo latín mors (mortis) que significa morir, fallecer, fenecer. Es el término de la vida, a causa de la imposibilidad orgánica de sostener el proceso homeostático (el equilibrio del cuerpo que lo mantiene funcionando).
La homeóstasis es lo que nos permite estar activos (vivos). Todos nuestros órganos reciben, procesan y envían; ya sea el pulmón, el hígado, el riñón o cualquier otro órgano del cuerpo humano. Simplemente, se coordinan, se orquestan para producir la energía y todo para que el sistema llamado cuerpo, funcione. Pero cuando esto deja de suceder, es el final de un organismo vivo.
En primer lugar, podríamos hablar de una muerte natural, que como su nombre lo indica, es aquella que se produce cuando se llega a la vejez, parte de un proceso final «natural» de la existencia física.
Pero, hay otras formas de morir. Una muerte derivada de una enfermedad pequeña que se va complicando o de forma violenta, a causa de un accidente, de una caída, una descarga eléctrica o desgraciadamente las que están relacionadas con la inseguridad que se vive hoy día.
No podemos olvidar que parte de la vida, es la muerte. Y en la medida que lo tengamos presente, sabremos valorar cada instante de vida.
La muerte se nos presenta como un tema irrefutable por su importancia. Tema recurrente en el que, más allá de la biología, se sustenta también en una concepción religiosa y en las tradiciones de todos los pueblos del mundo: «la separación de algo». Desde esta perspectiva, se conjetura que en el cuerpo existe un alma. Una parte de nosotros es física y otra, etérea. Por tanto, la muerte indicaría el fin de una vida y quizá… la probable existencia de otra, o por lo menos una transformación.
Eutanasia para vivir, es una propuesta abierta y sincera a un cambio radical de postura de cara a nuestra existencia. Pero antes de hablar de ello, comparto unas definiciones. El término eutanasia tiene su origen en dos vocablos griegos: eu que puede traducirse como «bien» y tanathos que equivale a «muerte», de ahí que la palabra eutanasia se pueda interpretar como: buen (o bien) morir. De tal forma que la eutanasia se puede definir como el aceleramiento de la muerte de una persona desahuciada, con la intención de evitar un sufrimiento mayor.
Concretamente, podemos establecer que existen dos tipos de eutanasia. Por un lado, estaría la llamada «eutanasia directa» que es la que consiste en adelantar la muerte de una persona que tiene una enfermedad incurable y a la que se desea evitar toda clase de sufrimiento y puede ser:
Esta última variante puede ser aplicada en México, mi país, ya que el enfermo puede elegir no seguir adelante con una terapia intensiva y/o con un tratamiento. En caso de que el enfermo se encuentre inconsciente, la decisión debe ser tomada por los familiares directos.
En México como en muchos otros países, no está permitida la eutanasia programada. En algún momento, la ley había avanzado hacia este logro. Sin embargo, la iglesia católica frenó esta iniciativa de ley, tema que respeto. (Este libro no se inclina a favor o en contra de ninguna religión o dogma, simplemente en favor de la libertad y en amor al ser humano).
Al segundo tipo la llaman «eutanasia indirecta». Es aquella que busca calmar el dolor o sufrimiento de la persona en cuestión; es conocida como «cuidados paliativos» (suministrar una serie de medicamentos que acompañan al paciente en este proceso).
En algunas ciudades de Europa se cuenta con hospitales para el «bien morir», especialmente en Suiza. Hay casos, en torno a los temas de dolor y muerte, en los que el enfermo se encuentra en condiciones de elegir sobre su cuerpo y solicita la aplicación de la eutanasia. No obstante, la prohibición de esta se extiende a la mayor parte de los países del mundo.
Sin duda, la eutanasia despierta todo tipo de debate ético. Sus defensores aseguran que evita el sufrimiento y rechaza la prolongación artificial de la vida y del sufrimiento de la persona, lo que conllevaría a evitar situaciones indignas. Los detractores, en cambio, determinan que nadie tiene derecho a decidir cuándo termina la vida; esto, especialmente, tiene una relación directa con las religiones.
Por otra parte, a lo largo de la historia, la eutanasia también ha sido utilizada como excusa para el exterminio. El nazismo promovía la eutanasia de los minusválidos o discapacitados y, nada más hablar de este tema, hace que me duela el alma. Es monstruosa esta visualización absurda de considerarlos inferiores o argumentar que se trataba de actos compasivos y, por tanto, había que liquidarlos.
Para que la eutanasia no tome caminos extraños y se ejerza de manera inadecuada, hay que regresar a la primera condicionante: que lo solicite el enfermo. De esta manera, se evita la aplicación en contra de la voluntad.
Sin embargo, hay pacientes que se encuentran en estado de coma y que no pueden pronunciarse de alguna manera y ahí es donde se solicita la participación de los familiares directos. Lo mismo ocurre con los recién nacidos.
¿Y qué se hace entonces con los que carecen de familiares?
Ahí los dilemas empiezan a aparecer…
Pero hablemos de muerte. Es imposible controlar lo incontrolable, nos vamos a morir y todos aquellos que conoces como amigos, familiares, padres, hijos y hermanos, también morirán.
¿A quién?, ¿a quién no le ha dolido el alma al pensar en la muerte de un ser querido? Sin importar si está o no, en los primeros de la fila (los de mayor probabilidad de morir en base a su edad). Por eso es comprensible el dolor cuando mueren los de tu edad o los que son los más jóvenes o niños. Y aunque es normal tener miedo a la muerte, se puede hacer algo para evitar esa angustia.
Pensar en el fin de nuestros días o en nuestra propia historia de muerte, puede provocarnos miedo, terror, angustia, pánico, ansiedad, estrés… Ante estos sentimientos y emociones generados por el miedo a morir podemos actuar de diferentes maneras. Algunas personas fantasean con lo que ocurrirá después de morir reflexionando acerca de «la vida después de la muerte». Otras, intentan alejarse lo más posible de esos pensamientos diciendo: «vivo hoy», «lo único que tengo es mi hoy», «después no sé qué haya», «no creo que exista nada», «no me preocupo por ello». Sentir miedo a la muerte es normal y es parte de la vida, porque de que nos vamos a morir, sí nos vamos a morir, esto es un hecho. Y ese miedo a morir, se va heredando de generación en generación.
La muerte se ha convertido en un tema tabú; «más vale no hablar de la muerte»; me ha tocado ver en salas de los hospitales donde trabajamos, a personas que están a minutos de morir y los propios hijos niegan la muerte. Incluso, se llegan a molestar entre hermanos cuando uno de ellos dice: «Oye, ahora que papá/mamá fallezca… ¿qué vamos a hacer?» y enojados responden: «cállate, todavía queda una esperanza».
Sabemos que la esperanza es lo último que muere; sí, sin embargo, lo inevitable es inevitable. Por ejemplo, el caso de un hombre con cáncer de hígado que ha perdido cualquier cantidad de kilos y que los propios médicos señalan que de un momento a otro puede morir es evidente que se agota el tiempo y que se está en la antesala de morir, ya sea larga o corta la agonía, aun en estos casos las personas imploran un rayito de ilusión, un milagro por que prevalezca la vida…
Lo triste es que la muerte la hemos asociado a castigo, pérdida, voluntad de Dios y no como un simple proceso de la vida. Porque donde hay vida, habrá muerte. Somos seres humanos y podemos dar vida a otro ser; sin embargo, olvidamos que, al mismo tiempo, damos muerte, pues no hay vida sin muerte y viceversa.
La muerte sigue teniendo un carácter desconocido; al no tener nosotros la más remota idea de qué sucede después, provoca todos los miedos relacionados con el más allá, con un juicio con una condena, con la nada, ¡con el nunca más volver a ver a los que amamos y la pérdida de todo!
El miedo se sigue relacionando con dejar a los seres queridos o que los seres queridos nos dejen; con sufrir dolores y agonías insoportables. El miedo a morir es un miedo incapacitante e inmovilizador, nuestra mente crea diversos tipos de estrategias de resistencia y de evasión ante emociones relacionadas con la muerte, o también de obsesión con el tema.
Es importante estar conscientes acerca de la existencia de la muerte, pero no al grado de perdernos lo maravilloso de la vida. Pensar en la muerte, sin que sea la tuya, me parece que es desaprovechar el tiempo. Qué sentido tendría vivir con miedo a morir, pensando que cada día puede ser el último de la existencia, si no es para valorar la vida. Nada ganamos con obsesionarnos con la idea de que vamos a desaparecer y que todo va a desaparecer para nosotros. Finalmente, el miedo a la muerte oscurece la propia vida, pero también la oscuridad, nos hace ver las estrellas, ese poder de luz del lado oscuro de nuestra propia naturaleza.
Los únicos capacitados para hablar de la muerte son ellos, los muertos, y ya nada pueden decir. Los vivos quedamos con la pretensión de querer comprender este gran misterio. No sabemos en realidad de dónde venimos o a dónde vamos; vivimos sin respuestas al por qué de este «va y viene»; de nacer, crecer, reproducirse y luego desaparecer.
El intelecto sigue chocando dolorosamente contra el límite del conocimiento humano; si bien hay un baile, una alquimia entre nuestra sabiduría, conocimiento e intuición, también aparecen las religiones, el ego y la vanidad en este espacio finito de tiempo y contenido.
En nosotros surge la creencia de que hay algo que existe más allá, después de nuestra muerte biológica. ¿Dónde se empezó?, ¿qué es?, ¿a dónde va? Si mi esencia se desencarna, ¿cómo puedo entenderlo? ¿Es verdad que existe alguna inteligencia suprema que nos creó? ¿Existe algo más allá de lo visible? Y un sinfín de preguntas se manifiestan ante la muerte.
Ante la posibilidad de morir o «trascender» hacia lo desconocido, la sensación que nos invade es el miedo. Y éste aparece sin que nos programemos a sentirlo; es decir, no lo controlamos, es algo involuntario. Podemos controlar y «hacernos cargo» de lo que, para nosotros, es conocido, lo demás nos rebasa.
El miedo es una emoción necesaria, aunque en dosis bajas; nos ayuda a cuidar nuestros pasos y a distinguir un peligro que se encuentre frente a nosotros. Pero ante la muerte, el miedo se vuelve irracional, se nos sale de control (a pesar de que muchos lo nieguen). Incluso, se trata de una emoción que puede reflejarse de manera involuntaria en el estómago.
Como lo mencioné anteriormente, hablar de la muerte puede ser incómodo. Desde luego que no tenemos ningún interés en generar miedo o confusión; sin embargo, la introspección y el análisis de cara a la muerte, provoca que ciertas emociones se manifiesten en nuestro sentir al explorarlo. Una vez que tomamos consciencia, empezamos a ser responsables de este pensamiento y de las acciones y reacciones que genera ese pensamiento.
Porque cuando el miedo se apodera de ti, es porque le has dado ese poder. No se trata de controlar sólo los resultados de ese pensamiento, sino que el mismo miedo nos muestre claridad sobre el tema. Finalmente, el miedo desbordado proviene de una decisión inconsciente de dar más peso al nivel mental que es como lo entendemos.
Lo que sí podemos, es tomar la responsabilidad de desarticular el miedo que produce el pensar en la muerte y las condiciones que nos llevarán ante lo desconocido. Después de todo, el miedo es el conflicto entre lo que sé y lo que no sé; lo que deseo o lo que no deseo; lo que actúo y lo que no actúo; y la impotencia, en el caso de la muerte, de lo que deseo y de lo que hago respecto a ello.
Por ello, si no cambiamos nuestra forma de pensar estaremos bailando de manera simultánea con un comportamiento crónicamente conflictivo. Lo que nos llevará ante lo inevitable; a un gran momento de tensión que se refleje en un enojo desbordado e impotencia, para asentarnos en un comportamiento sustentado en el miedo. Y estando ahí, crecerá sin que podamos arrancarlo de raíz.
La fuerza más poderosa del universo es el amor. Entonces… ¿Por qué no pensar que donde hay amor no falta nada? Es decir, si el amor invade nuestra forma de pensamiento, el miedo no podrá hacer nido.
Aunque la muerte es el final esperado, muchos tenemos la incertidumbre de saber cómo, qué, cuándo o dónde pasará. Claro, podemos analizar algunos datos impresionantes de la muerte y la vida. Por ejemplo, aunque parezca que la muerte «no muere» muy seguido, en lo que estás leyendo estas líneas han fallecido más o menos 130 personas y también han nacido 200 niños en el mundo.
Vamos a las estadísticas, esas que usan los seguros de gastos médicos, los actuarios… Las cifras de cara a la muerte serían: ataque al corazón, uno de cada cinco; cáncer, uno de cada siete, accidentes (como caerse en casa), uno de cada doscientos; sufrir un asalto, uno de cada trescientos; morir a causa de la mordedura de una serpiente, una en un millón; de una araña, uno en medio millón; accidente a causa de fuegos artificiales, una en cuatrocientos mil; morir en un tren o en una inundación, una en trescientos cincuenta mil. La ciudad de México está asentada en una zona sísmica, así que la probabilidad de perder la vida en un terremoto es una, en ciento dieciocho mil; mientras que, morir electrocutado por un rayo, es una por cada diez mil.
Y así podríamos continuar… por cualquier causa, podemos morir.
Pero, no nos preocupemos tanto por la forma, sino por el fondo.
Permanecemos en este espacio que llamamos vida, que inicia con una inhalación y termina con una exhalación; a eso se le llama vida y todo transcurre en un tiempo, ¿por y para qué?, sigue siendo una duda de dónde venimos, y un acto de fe, a dónde vamos.
Y aquí seguimos sin dar una respuesta acertada a la razón de este inexorable baile de la creación que nos lleva a nacer, crecer y después a no estar; a lo que llamamos desaparecer. En nuestro cerebro habitan una serie de recuerdos que van formando nuestro intelecto; vamos aprendiendo, van «rebotando» las ideas de manera dolorosa, porque es muy limitado nuestro conocimiento humano. Lo impregnamos de esperanza con mezcla de fe e intuición, o de ego y vanidad, buscando explicar nuestra propia existencia biológica y tangible.
Y las preguntas surgen en tropel: ¿Puede existir una forma diferente de existencia cuando nos alejemos de este plano?, ¿qué somos?, ¿cómo somos?, ¿de dónde venimos?, ¿a dónde vamos?, ¿cuándo empieza?, ¿cuándo termina?, ¿qué es lo que es?, ¿qué es lo que no es?, ¿qué me va a suceder cuando yo me separe de mi cuerpo?, ¿cómo puedo contactar con los que se quedan aquí?, ¿existe eso que se llama «Dios»; esa fuente divina, inteligencia suprema que al parecer crea y planifica, no sólo lo visible sino también lo invisible?
Recuerdo las palabras que me dijo uno de mis maestros chamanes, el buen «Wambli,» al entrar a uno de los muchos temazcales en los que he tenido el privilegio de participar: «¿A qué vienes?». Yo le respondí: «A aprender». Y él me dijo: «Te estás equivocando, porque si quieres algún día aprender, primero tienes mucho que desaprender».
Tenemos que desaprender lo que para nosotros simboliza la muerte. En este sentido, mi relación con la muerte se ha manifestado en muertes «donde duele el alma»; he sentido la tristeza por la pérdida de amigos y familiares.
La muerte nos causa un profundísimo dolor que, prácticamente, nos parte a la mitad; pero también he podido sentir esa paz inexplicable que es mencionada en diversos textos sagrados. No me atrevería a ponerlo en este libro, si no fuera verdad que lo he experimentado.
Hoy, no soy practicante de ninguna religión, aun cuando participé de manera activa en muchas de ellas; hoy me debo a todas. Mi emoción no parte de ningún tema religioso o de fe; surge de compartirte algo que experimenté con profunda consciencia: esa paz inexplicable.
Y como parte de mi incansable viaje de búsqueda, tuve la oportunidad de conocer al doctor Thomas Fleischmann quien, desde su puesto de emergencias, ha estado cercano al proceso de muerte de numerosos pacientes. Él ha visto morir a más de dos mil personas y ha visto en los ojos de los moribundos el miedo a lo desconocido.
Con base en su experiencia, el doctor Fleischmann comenta que existen cuatro formas de morir que a continuación describiré.
La primera es esa muerte repentina en la que ni tú ni yo sabemos si precisamente hoy, la vamos a experimentar. Sí, esa muerte en la que estás existiendo en este minuto y al otro, ya estás muerto. La que viene por un accidente fatal o es causada por un aneurisma o un infarto fulminante; es decir, un rompimiento inmediato de la vida.
Cuántas veces, hemos tenido conversaciones como la siguiente: «Es impresionante como mi gran amigo, Rafita (Juanito, Pedro…), que en paz descanse, haya estado bromeando conmigo en Facebook y a la mañana siguiente ya no haya amanecido».
El segundo tipo de muerte del que habla el doctor Fleischmann es cuando aparecen esas enfermedades que son muy agresivas; por ejemplo: cáncer de páncreas o de hígado que se presentan de repente y atacan a tu cuerpo de manera inmediata y acaban de un solo golpe, con la posibilidad de recuperar la salud. Simplemente, te vas.
Antes de mencionar el tercer tipo de muerte de acuerdo con el doctor Fleischmann, quiero compartir una observación que me llama la atención. Trabajo diariamente en un hospital, diez horas de mi vida… En mi camino hacia el «salón rojo» (a comer), me encuentro por lo menos a cinco o seis ancianos del asilo paseando por los jardines. La mayoría de ellos en silla de ruedas, con una mirada de espera. No diría que tienen la mirada de esperanza, tienen una mirada «de espera», ¿de qué?, de lo que hemos estado hablando todo este tiempo, de espera a la muerte.
Sin embargo, en el hospital, como es obvio, hay una buena cantidad de camas en las cuales hay seres luchando por salir de una desarmonía, de un desequilibrio que los puede llevar a la muerte sin importar qué tan seria sea su enfermedad. Por ejemplo, una apendicitis en un joven sano y fuerte, si no es tratada se puede complicar a una peritonitis y su cuerpo se va, en escasas horas, con una infección que lo lleva a la muerte.
Cualquiera de las personas que se encuentren en la cama de hospital, están en la posibilidad de una muerte. Puedes decirme: «oye, pero esa persona se va a operar el pie». Pues incluso esa persona, puede tener riesgo.
Recuerdo con mucho cariño a una señora, una gran amiga, mujer ejemplar, que fue a un hospital al poniente de la Ciudad de México a hacerse un análisis por una piedra en su riñón. La citaron unas semanas después y le programaron una pequeña cirugía que no le iba a causar ningún problema, esa mañana, se presentó a algo ambulatorio y sin embargo… ya no salió del hospital con vida. Pocas horas después de la cirugía, perdió la consciencia y después dejó este plano, a causa de una septicemia. La recuerdo con mucho cariño. No toda la gente deja el hospital, con la victoria de la salud.
Pero regresemos a lo que estábamos viendo. La tercera manera de morir que enuncia el Dr. Fleischmann, es cuando la lucha se extiende. Poco a poco inicia el deterioro; deja de funcionar un riñón, el hígado, el estómago, se lucha contra una metástasis después de un cáncer.
Recuerdo las horas y días en una terapia intensiva después de la cirugía de corazón abierto de mi padre; en la cama contigua se encontraba don Omar. Ambos habían entrado al hospital para ser operados (de la misma edad y por la misma circunstancia). El destino, la vida o eso que llaman Dios, decidió que mi padre siguiera con vida y a don Omar se le fuera debilitando el corazón, hasta que paró. Es decir, esos eventos paulatinos en los que se lucha, pero en los que finalmente, se cambia de plano.
Y la cuarta muerte citada por el Dr. Fleischmann, es donde anida la vejez, donde anida la demencia, donde va bajando la actividad del cuerpo sin ninguna enfermedad, tan solo por el deterioro. Una muerte que llega despacio, cuando el cuerpo y la mente actúan como si se cansaran de tener vida y se apagan poco a poco.
Te comparto la sabiduría de un gran hombre: Bhairav Zukala. Él ha sido por cuarenta y cuatro años administrador de una casa de huéspedes en Varanasi, India, a la orilla del río Ganges. Numerosos devotos o hindúes se hospedan en ese sitio para prepararse para la muerte, porque se cree que ahí, a la orilla del río, el cuerpo encuentra su liberación. Con el paso del tiempo, Bhairav ha conocido a más de 12 mil personas que acuden a morir a este lugar. Gente rica y pobre, personas de la mayor diversidad, lo que nos deja un testimonio de enorme valor, ya que este hombre lo ha visto todo.
Él señaló, en una entrevista, las lecciones o temas recurrentes que aprendió en este tiempo.
Sabemos que la existencia «pasa» en este cuerpo que encarnó una energía; transcurrimos de la niñez a la juventud, de la juventud a la madurez, de la madurez a la vejez; entendiendo en conciencia, todo como procesos de vida. De la misma manera, cuando transitemos hacia ese inevitable camino del trascender, podremos recibirlo en paz y de manera sensata.
Ver la vida de esta manera, genera que personas pregunten: «¿Por qué eres tan espiritual?», no somos en específico más espirituales que los demás… todos somos espirituales; no hay seres con mayor rango de espiritualidad. En realidad, la diferencia es el rasgo de consciencia que tenemos de cara a la existencia y eso, no te hace más religioso o mejor ser humano, solo nos acerca a la razón de la existencia que es la felicidad, entendiendo por ella experimentar la mayor paz posible en la vida.
Todos somos diferentes en cultura, tradiciones, usos, costumbres, formas, estados y condiciones de vida, pero al final todos tenemos una igualdad. Cuando el corazón deje de latir y dejemos de respirar, cesará la actividad cerebral y todos estaremos de manera similar, experimentando la muerte.
Los que han vivido la muerte y «han regresado» comentan que lo que se experimenta es un cambio radical en ese momento; que la ansiedad, el dolor, el miedo, el ruido, entre muchas otras cosas, se van y se entra en un estado de paz y tranquilidad, aun cuando saben que han fallecido. Otros dicen haber flotado sobre su cuerpo y que sabían lo que estaba sucediendo. A los médicos les cuesta creer esto. Ellos dicen: «¿cómo es posible? Este hombre tenía muerte cerebral (aunque sus demás órganos seguían funcionando) entonces, ¿dónde guarda el recuerdo de lo que dice haber experimentado?»
Muchas personas que han sido entrevistadas y que regresan de la muerte hablan de una luz, de algo bello, en el que se percibe un amor incondicional. Hoy algo incomprensible para nosotros.
Pero lo que sí podemos constatar es que todos aquellos que regresan de la muerte, muestran un cambio absoluto en cuanto a la forma de ver la vida y la responsabilidad que esto representa.
Muchas experiencias que he escuchado de ese tipo, me han llevado a corroborar que la gente, cuando vuelve a la vida (te hablo desde el punto de vista físico) se da cuenta del valor real que tiene lo material y no se le tiene miedo a la soledad, se experimenta más sensibilidad al espíritu y a la vida misma.
Es complejo calcular cuántos muertos ha habido en la Tierra, si no contemplamos cuántos habitantes podemos estimar que ha tenido este planeta azul a lo largo de la historia, porque en la medida de los vivos, serán los muertos. Este censo que les voy a comentar es producto de investigación y seguramente tendrá un margen de error. En los 162 mil años que podemos considerar que tiene la humanidad, han habitado este planeta azul un promedio de 107 mil millones de seres. Por lo tanto, estamos hablando de más de 107 mil millones de muertes. Está estimado que la población actual del planeta es de 7,500 millones de personas y apenas representamos el 7 % de los más de 107 mil millones de personas que han habitado este planeta, a lo largo de la historia. No obstante, la cifra evidentemente no es tan exacta, porque no sabemos los datos exactos sobre nacimientos y defunciones de la población en tiempos antiguos.
En el año 8,000 a.C. se estima que la población era de 5 millones y que, en esos 5 millones de personas en todo el planeta (dimensión menor que una Alcaldía de la Ciudad de México), nacían 80 bebés por cada 1,000 personas. Llegando al año 1ro de esta era común, la población del mundo subió a 300 millones de personas con un crecimiento anual bastante pequeño.
Hay que considerar que, en la prehistoria, el promedio de vida era muy bajo, ya que muy pocos lograban sobrepasar su infancia. Para el año 1,200 de nuestra era, la población había incrementado a 400 millones de personas; pero, para 1,650 sólo aumentó 50 millones de personas más. El crecimiento que tuvo en 400 años no fue tan grande. Recordemos que había una pandemia llamada la «peste negra» en el siglo xiv, donde murieron 85 millones de habitantes del planeta en Europa, Asia y África.
Con el arribo del siglo xx, vimos un incremento en la población, llegamos a los 1,600 millones de personas. Esto fue gracias a que la sobrevivencia era mayor en la infancia, producto de los avances de la ciencia, y salud. La cifra siguió creciendo hasta llegar a los 7,500 millones de personas de la actualidad.
La pregunta es: ¿a dónde vamos?, considerando la cantidad de habitantes que ha tenido la Tierra en diferentes periodos y las condiciones que tuvieron para afrontar una tasa de longevidad muy baja. Comparada con el aumento de la población actual.
Carol Hav, experto en demografía, estima que el total de personas que vive en el planeta es sólo el 7 % de todos los que lo han habitado. Por consiguiente, de todos los que han muerto representamos hoy día sólo el 7 %, porcentaje del que formamos parte.
Para el año 2020 y basándonos en los datos de las Naciones Unidas, la Tierra alcanzó casi los 7,600 millones de personas y en el año 2056, aproximadamente, en la Tierra habrá 10 mil millones de personas… ¡El doble que había en 1987! Esto es estremecedor porque habrá que alimentar, vestir, proporcionar servicios médicos, funerarios, escolares, laborales, etcétera, a 10 mil millones de personas, con todo lo que esto representa.
Y podemos seguir hablando de estadísticas, basadas en los últimos datos demográficos de las Naciones Unidas (2015) en el mundo. Actualmente, los 7,500 millones de personas repartidas en cada uno de los continentes; el continente más poblado es Asia que tiene 4,400 millones de personas y representa el 60 % de la población del mundo, dos terceras partes están allí. En Oceanía, hay 40 millones de personas, en África 200 millones de personas, en América somos 993 millones de habitantes y en Europa 738 millones de habitantes.
Y estos datos se quedan cortos porque son del año 2015, y las cifras han subido de manera considerable. Sin embargo, ¿de qué sirven tantos números que comparto en este capítulo? Simplemente son números y por más grande que sea el número, en el sentido de tu existencia y en la de los demás seres humanos, no disminuye la importancia de tu VIDA.
Es verdad, hay muchos vivos… Pero también habrá muchos muertos; millones y millones de personas forman parte ya de la estadística. Por eso es necesario que en esta oportunidad de vida que hoy tenemos, hagamos consciencia. No importa el número de seres humanos que habitan o habitaron el planeta, lo importante es que TÚ estás aquí y lo habitas en este momento.
Cuando empecé a escribir este libro medité cómo plantear la historia de la muerte y mi acercamiento al tema, abordar el tema es complejo pues nos intimida, trastoca nuestra paz y seguridad; la muerte es parte de nuestra naturaleza, en algún momento todo termina y reconocemos que somos finitos; reflexionar sobre el tema genera incertidumbre, angustia y miedo
La vida es un ciclo que tiene un inicio y un final. Nacer es sencillo; pero eso de morir… no es tan fácil y en occidente, la cultura y la religión han complicado aún más el entenderlo.
Nos revelamos a nuestra situación de vida finita, y caminamos la existencia evadiéndola como si fuéramos a vivir eternamente. Sin embargo, al final, la gran verdad es: «quien tiene vida, tendrá muerte».
Con el paso de los siglos, la muerte se ha visualizado desde diferentes ángulos. Indiscutiblemente el fin de nuestro entender de existencia, es un proceso doloroso, difícil de aceptar.
La actitud ante la muerte, tiene su propia historia y empezó el día que los humanos fueron conscientes de su continua extinción.
Quiero compartir la trascendencia de los rituales que se han realizado para vivir esta experiencia. Es necesario aterrizar en estos temas, porque tenemos que acercarnos a su conocimiento y con ello, discriminar entre la muerte no elegida (que mencionaremos en un capítulo más adelante) y la denominada «muerte elegida». Esta eutanasia para vivir.
Desde la antigüedad mitos, tradiciones, formas de pensamiento y religiones, han tenido como objetivo analizar, abordar, entender lo inentendible de la emoción ante el vacío del final de la existencia.
Ante la incomprensión de la muerte han surgido una serie de conceptos: reencarnación, vida eterna, alma, resurrección, idea de premio o castigo, en cielo o en infierno (según como se haya vivido), lo divino y lo infrahumano; y, a pesar de los siglos en ello, prevalece la incomprensión de la muerte.
En gran medida, la imposibilidad de entenderlo y los patrones de pensamiento bajo los cuales en general nos regimos, no nos ha permitido llegar al verdadero conocimiento de la libertad del saber, porque hoy sabemos lo que sabemos y lo que no sabemos, pero hoy día, tú y yo todavía no sabemos lo que no sabemos que pronto nos asombrará.
Por lo general, en términos religiosos se nos rige con la amenaza del castigo, del sufrimiento y la culpa o del premio de la vida eterna, de esta manera se continúa controlando y manipulando al ser humano.
Conforme avanza la humanidad, ha surgido un incremento en el nivel de consciencia, lo que nos encauza a una reflexión más clara en torno a la razón y trascendencia de nuestra existencia.
La muerte le sucederá a la persona más culta o ignorante, más rica o más pobre, más religiosa, más creyente o al ateo más exacerbado; sin diferencia todos a alguna edad, vivirán la experiencia de morir.
Hace mil años en la Tierra, el fin de la vida no se presentaba como una caída al vacío. El sentimiento de recibir la muerte era una recepción personal y con poca resistencia. Ese fue el sentir durante varios siglos, no se sentía miedo, ni prisa por morir; simplemente, cuando llegaba la hora, se aceptaba y ya.
Esta actitud se ejemplifica en algunas de las estatuas del siglo xii, del cristianismo primitivo, se esperaba a la muerte en un estado de aceptación y se recibía con los brazos extendidos o en posición de oración.
La religión católica (cristiana en esa época) instaura un ritual, en torno al final de la vida. El lecho de muerte era el lugar donde se otorgaba perdón al moribundo, mediante los «santos óleos». El sacerdote daba la extrema unción y con eso garantizaba que se le concedería el perdón por los errores cometidos en vida; llave segura para traspasar la puerta al cielo y evitar el camino al inframundo: «el infierno». Durante la ceremonia los asistentes se colocaban alrededor de la cama; incluso, se permitía la asistencia de los niños, pues la muerte no tenía un carácter dramático.
Hasta en la baja Edad Media, en Europa, el destino final se concebía como un evento colectivo. El hombre experimentaba la muerte como característica propia de los seres vivos y, por ende, de la condición humana. Sabía que no había escapatoria y se aceptaba con solemnidad, pues era una más de las etapas de la vida. La versión del Apocalipsis del planeta, que había dominado hasta el siglo xii, empieza a tambalearse con el surgimiento de la idea del juicio final al morir al que en particular, cada ser humano sería sometido al experimentar la muerte. Al morir una persona, su alma se presentaría ante un tribunal de justicia integrada por una corte de apóstoles, con Cristo presente, donde se haría un balance de su vida y se juzgaría. En muchos textos del siglo xv y xvi se muestra en imágenes lo que acabo de relatar.
El juicio era contundente: o el cielo, o el purgatorio (inventado por el papa católico Gregorio Magno entre el año 590 y 604 de nuestra era) o el infierno. Existía una ventaja del arrepentimiento al final de la vida si el moribundo se arrepentía a tiempo, cabía ahí la posibilidad de borrar los pecados que había cometido y llegar al juicio final, obteniendo un veredicto más benévolo.
Desde aquella época, especialmente en Europa, se creía que el individuo, cuando iba a morir, podía ver su vida en un recorrido relámpago; esto le permitía recordar, reconocer lo que hizo bien, lo que hizo mal y de qué tenía que pedir perdón. Por eso, el lecho de muerte cobraba una gran solemnidad, misma que se heredó a las clases más cultas del siglo xix que buscaban el perdón en el lecho de muerte para redimir las faltas acumuladas sin importar que sus pecados fueran numerosos o graves.
En el siglo xiii se crearon los testamentos. El que iba a morir, expresaba en forma personal sus pensamientos más profundos en torno a su fe religiosa, declaraciones de amor, disculpa por las malas decisiones y las rectificaba para salvar su alma. Era el medio que se tenía para afirmar pensamientos profundos y convicciones, así como para transmitir los bienes materiales.
En el occidente cristiano, el testamento contenía cláusulas con acciones que se debían llevar a cabo: la elección de sepultura, cantidades de misas, servicios religiosos, las limosnas, etcétera.
Hoy en día, el testamento es un acto legal que gira solo en torno a la distribución de la riqueza, un documento laico y ya no moral, ni religioso.
Philippe Aries, historiador francés, nos narra cómo ha ido cambiando la actitud ante la muerte especialmente en Europa, de estar la emoción «domesticada» como algo colectivo, a raíz del siglo xviii y xix, se experimenta un cambio de perspectiva de lo colectivo a lo individual, y la muerte empieza a conmover de tal manera que no se puede superar. Ya se le reza y se le llora, nos altera y no se acepta en normalidad, a los sobrevivientes les cuesta, más que en ningún otro tiempo, aceptar la muerte del otro y rechazan la propia.
Esta visión es la que se mantiene actualmente y se hace patente en el luto.
La muerte es temida, tanto la propia, como la de quien amamos; la primera, por dejar esta experiencia de vida con la muerte y la segunda, por el profundo dolor que representa la carencia del otro, al grado de que nos hace perder el sentido de la vida.
Es en el siglo xix, cuando se manifiesta el rito a la tumba al construir cementerios. Antes, en la Edad Media, la esperanza de vida era muy corta; la muerte en la infancia era muy común. Igual que por guerras y enfermedades como la Peste Negra. A los muertos los enterraban fuera de los muros de la ciudad y, dependiendo de su status, cerca de las iglesias o en su interior para esperar el «Juicio Final». Se prohibieron las autopsias durante 7 siglos pues en la Biblia se expresa al cuerpo como templo y significaba una profanación.
Al final del siglo xviii, se formalizó la sepultura de los cuerpos en occidente. En Oriente, ya se habían hecho tumbas majestuosas como la construcción que duró 23 años (entre 1631 y 1654) del Taj Mahal en Agra, ciudad de la India, que más que un palacio, es un gran monumento funerario construido para honrar el recuerdo de una mujer, la esposa del emperador. 20 mil hombres trabajaron en ello día y noche, con la ayuda de más de 1000 elefantes, ¡lograron la simetría casi perfecta de una de las 7 maravillas del mundo!
Existen testimonios de que, desde las épocas del hombre neandertal, homo sapiens, se practicaba la sepultura. Enterraban al difunto en posición fetal y le dejaban ofrendas porque creían que algo más lo estaría esperando. Por ello, el profundo significado de la canción Vasija de barro, interpretada por el grupo chileno Inti Ilimani:
Yo quiero que a mí me entierren
como a mis antepasados
en el vientre oscuro y fresco
de una vasija de barro.
Cuando la vida se pierda
tras una cortina de años
vivirán a flor de tiempo
amores y desengaños.
Vasija de barro.
En diferentes culturas, los atuendos, utensilios, joyas, alimentos y objetos que aparecen junto a algunos esqueletos fueron depositados como ofrendas para que el muerto los usara en su tránsito hacia el otro mundo. Y así siguió sucediendo durante cientos de años, cuando se realizaban esos entierros.
Los ritos son variados y responden a la cultura de cada pueblo ante la experiencia inevitable de morir. Sólo así se explican muchas actividades realizadas ante la ausencia de vida en un cuerpo, su descomposición y ante lo que les producía, dolor y espanto.
El culto a los antepasados está basado en ideas. La primera es que la muerte raramente es una mitigación total del ser. El difunto de alguna manera sobrevive a este mundo físico/material, al saberse que en otro plano su alma permanecía con vida, algo relacionado con la divinidad, sustancia vital que lo conforma. Y empieza a darse este lazo de humanidad y divinidad, ligado a las creencias desde distintos y diferentes puntos de vista entre «vida y muerte».
En China, se han encontrado vestigios de entierros del denominado hombre de Pekín. Enterraban a los muertos y los consideraban portadores de cultura al pasar a otros planos. En la cultura china, se profesaba un profundo respeto a los mayores y a los antepasados fallecidos; se les rendía culto a través de la creación de altares familiares y les rezaban para pedir protección y sabiduría.
El sintoísmo, que fue la religión tradicional de Japón hasta 1945, consignaba un sitio privilegiado a los «kami» o espíritus de los difuntos.
Los israelitas, pensaban que los muertos vivían en el sol y desde ahí, velaban por la suerte de sus hijos, nietos o familiares.
Los antiguos egipcios, según Heródoto, historiador griego, fueron los más religiosos de todos los hombres. Consideraban que, al morir, debían comparecer ante el tribunal del juicio de Osiris; dios al que manifestaban lo aprendido y realizado en vida. Los egipcios rendían importante culto a las almas de los muertos, para así lograr que se perpetúan. Esto explica el rito del embalsamiento, que tenía como finalidad evitar que el cuerpo se descompusiera, también construían estatuas y momificaban los cuerpos con el objetivo de trascender a la muerte.
Los egipcios consideraban que las personas estaban conformadas por varias partes: el cuerpo, el ka, ba, aj, ren y sheut (partes del espíritu, su fuerza vital) y el alma que se manifestaba desde el mundo de los sentimientos y las acciones, al ser inmortal e inmaterial.
Cuando un individuo moría, el alma debía hacer un viaje al más allá para ser juzgada por un tribunal, presidido por Osiris, de 42 jueces; básicamente demonios, que acusaban al difunto.
Si el alma no había cometido pecados, gozaría de los beneficios del reino de Osiris y los haría propios; pero si, por el contrario, sus pecados resultaban evidentes, el alma se mandaba al Duat, un lugar donde se carecía de libertad.
Antes de dictarse la sentencia, el alma tenía que justificar ante el tribunal su comportamiento en vida. El alma, mientras estaba en un cuerpo, tenía la posibilidad de estudiar para su defensa leyendo El libro de los muertos, que es un compendio de consejos para el desempeño y actuar en el siguiente mundo.
Los egipcios fueron los primeros en cubrir la cara de sus muertos con máscaras funerarias que tenían como objetivo «aprisionar» la semejanza de la persona fallecida antes de la descomposición.
En los libros Vedas de India, se destaca la transmigración o reencarnación de las almas. Se afirma que el alma renacerá en otro cuerpo de acuerdo con la conducta que se había tenido en vida, se podía ascender o descender en la reencarnación. Si se pertenecía a una casta inferior, pero se había mostrado una conducta correcta, se renacía en una casta superior. Por el contrario, si la conducta había sido incorrecta, se reencarnaba en seres de castas inferiores, incluso podían reencarnar en animales.
Esa idea se fue transformando con la aparición del jainismo que pretendía acabar con la idea de la transmigración del alma, con la intención de eliminar así unos de los elementos de diferencias que generaba el sistema de castas.
Por otra parte, en Oriente, surgió el budismo que estableció la negación del alma, afirmando que el ego es la fuente de todo mal, ya que no se puede satisfacer. Por eso se recomienda el control y total abandono de los deseos.
En la denominada África Negra se practicaba el animismo, creencia en la que se considera que todas las cosas poseen un alma, creían que este era un mundo de espíritus y de fuerza vital.
Los romanos le rendían culto a sus antepasados. Al igual que en la cultura egipcia, las máscaras tenían una función funeraria. Estas se moldeaban con cera, sobre la cara de los individuos, posteriormente, eran portadas por los miembros de la familia.
Con el pasar de los años, esta consciencia trágica se perdería; sin embargo, fue propicia para el surgimiento de la máscara escénica romana utilizada en la dramaturgia
Para los griegos, la muerte no sólo se limitaba a despedir el estado físico del hombre y honrar, posteriormente, la memoria del fallecido. Más allá del funeral, los antiguos griegos celebraban un conjunto de ceremonias, cuando una persona fallecía, se iniciaba una serie de rituales denominados «predisposicionales» que comenzaban con la exhibición del cuerpo para que la gente cercana tuviera la oportunidad de honrarlo. Creían que, aunque el cuerpo muriera, el espíritu no desaparecía del todo.
La segunda fase se llevaba a cabo de noche, el cuerpo era trasladado y enterrado con música. Se ofrecía también el sacrificio de un animal, lo quemaban y se presentaba como ofrenda. Una vez hecho esto, se ofrecía un gran banquete que duraba semanas. Los asistentes se daban baños como señales de purificación y una vez que transcurrían 30 días, algunos de los desperdicios se dejaban en la tumba del fallecido como parte del ritual llamado «triakostia».
Las historias de dioses y héroes que conforman la mitología griega brindaban una base sólida para rituales y cultos, entre ellos la muerte. La norma cuando una persona fallecía era la inhumación colectiva y la incineración de los cuerpos.
El proceso se llevaba a cabo fuera de las murallas de la ciudad. (Solo había dos excepciones: los neonatos, que se enterraban dentro de la casa, y los personajes importantes para la sociedad dentro de la muralla).
Los muertos eran incinerados en una pira cercana al lugar donde se les enterraba. Junto al cuerpo se depositaba un ajuar, su valor dependía de la capacidad económica de la familia, si era hombre o mujer y de la edad del muerto. A los hombres se les enterraba con armas y a las mujeres con joyas. También se solía derramar vino, agua, leche, aceite, miel o la sangre de un animal sacrificado.
El banquete fúnebre se realizaba al lado de la tumba. El luto duraba 30 días y al terminar, se ofrecía un banquete.
El alma abandonaba el cuerpo, y viajaba hasta un lugar en donde se separaba a los espíritus en justos e injustos, mientras que el cuerpo se quedaba en la Tierra.
En las leyendas griegas sobre héroes y dioses había siempre un espacio para la muerte; una muerte que podía ser conceptuada como algo épico, como un trofeo que se ganaba en una batalla y que se vinculaba al mundo terrenal, convirtiéndose en un puente motivador para quienes las escuchaban entre la luz y la oscuridad.
Más allá de la vida, los esperaba el reino de Hades, dios de la muerte en la mitología griega, que reunía a los fallecidos en un lugar donde habitaba lo más tenebroso y oscuro. Probablemente en ese momento se originó la idea del infierno.