El miedo se define como una sensación de angustia por la presencia de un peligro real o imaginario. He sido rehén de esa sensación gran parte de mi vida. El miedo ha sido uno de mis más fieles compañeros de viaje y, hasta hace unos años, ocupaba el asiento del conductor.
Crecí en una familia en donde el mundo se concibe como un lugar peligroso. Ahora comprendo que muchos de los miedos que me han acompañado en el trayecto, fueron el resultado de los mensajes que escuché y la educación que recibí en casa. La palabra clave era cuidado. Andar en bicicleta era accidente seguro, jugar en la calle impensable, viajar en avión un mal necesario, la salud era frágil, el cáncer hereditario, la situación económica impredecible, la maldad contagiosa, la estabilidad del país cuestionable. Esta manera de percibir el entorno tiene sustento en las experiencias de cada uno de mis padres, de los eventos traumáticos por los que atravesaron y de las situaciones difíciles que nos tocó vivir. Años después, cuando me hice mamá, se abrió la puerta a un mundo lleno de miedos diferentes. Conocí la verdadera definición de preocupación y mi lista creció. Había tantas cosas nuevas a las que tenerles miedo.
Dice Simon Sinek, autor del libro Empieza con el por qué (Start with Why), que el miedo real o imaginario es una excelente arma de manipulación y, dado que está sólidamente sentado en nuestra motivación biológica para sobrevivir, esa emoción no puede ser eliminada con hechos y datos. El miedo es una gran estrategia para educar a los hijos, provocar que las personas sigan los códigos de ética y conducta, usar el cinturón de seguridad o cuidarnos contra el sida. El miedo forma parte de nuestras vidas y aprendemos a ser temerosos también a partir de los mensajes que escuchamos a nuestro alrededor.
Muchas personas coleccionan estampillas de correo, caracoles que recogen en playas que visitan, boletos de conciertos a los que asistieron, y yo coleccionaba miedos. Algunos de ellos eran el resultado exclusivamente de lo que yo imaginaba que podía pasar, otros tenían cierta conexión con la realidad. Donde no hacían diferencia alguna, era en la angustia y parálisis que me provocaban.
Además, la opinión del miedo fue siempre muy importante para mí. Así que antes de tomar cualquier decisión, me aseguraba de consultarla con él. Gracias a su siempre disponible orientación, acumulé una buena cantidad de ideas no concretadas, oportunidades perdidas y experiencias no vividas. Por varios años me quedé al margen de mi propia historia.
Conectando los puntos hacia atrás, como decía Steve Jobs, entiendo que yo no estaba consciente de estar tan atrapada en el miedo. Admiraba a las personas que desde mi punto de vista no sentían miedo, eran mucho más libres y caminaban más ligeros que yo. Pensaba que eran afortunadas por tener una disposición menos sensible a esta emoción.
Mi manera de relacionarme con el miedo cambió un lunes de hace varios años durante una caminata en mi montaña favorita, cuando entendí con claridad que la mayoría de mis decisiones respondían al miedo y no al amor.
Una de mis fortalezas de carácter —hablaremos de esto más adelante— es el amor por el aprendizaje. Así que, una vez que hice esta conexión, decidí aprender todo lo posible sobre el miedo. A partir de ese momento, las cosas comenzaron a cambiar.
Empecé a sentir curiosidad por mirar al miedo y el valor para intimar con él.
Ahora lo conozco mucho mejor.
Reconozco su presencia en mi cuerpo. Sé que en ocasiones me envuelve con una sábana fría, altera mi ritmo cardiaco saltándose latidos, aprieta mi garganta y me paraliza. Otras veces, me inyecta una ráfaga de aire caliente que viaja de pies a cabeza, desboca mi corazón, tensa mis músculos y me impulsa a salir corriendo a toda velocidad. Me quita el sueño, me roba la paz.
Conozco a la mayoría de mis temores por nombre, he investigado de dónde o por qué llegaron; eso los hace menos tenebrosos y más manejables. Algunos de mis miedos, incluso, ya están en la lista de recuerdos. Sólo queda una pequeña sombra de su existencia. Las estrategias y las herramientas para administrar el miedo funcionan.
La función del miedo es protegernos del peligro. Los humanos tenemos cableado un sistema de supervivencia que activa el mecanismo: Pelea, escapa o paralízate ante la presencia de una amenaza real o percibida.
Cada uno de nosotros reaccionamos de manera diferente al miedo. ¿Cómo es tu estilo? ¿Peleas? ¿Te congelas? ¿Corres?
Escapar, evadir y esconderme del miedo siempre ha sido mi mecanismo preferido. Retirarme físicamente, refugiarme en un lugar solitario y alejado del resto de la gente. Ponerme en modo silencio, escapar, aunque sea dentro de mi cabeza, metiéndome en un libro o subiendo el volumen de la música, montarme a la bicicleta, tomar una copa de vino, ignorar su presencia, decidiendo no atender temas y guardándolos en el fondo de un cajón como si fueran calcetines viejos, apostando a que el miedo se aburra de esperarme y decida retirarse.
O pensar demasiado. Pensar, pensar y pensar sin fin. Darle vueltas a la misma idea, verla desde todos los ángulos, encontrarle y contarle todas sus fauces, pero sin pasar a la acción.
Recuerdo que cuando tenía unos ocho o nueve años, uno de mis más grandes miedos era que alguien entrara en mi casa en la noche a robar. Cuando escuchaba cualquier ruido, me invadía una tensión difícil de poner en palabras, como si cada ligamento de mi cuerpo fuera estirado al máximo. Mi primera idea era siempre correr al cuarto de mis papás. A veces, después de mucho juntar valor, me levantaba de la cama en absoluto silencio, caminaba de puntitas, abría la puerta con todo el cuidado y la lentitud del mundo, asomaba la cabeza y cuando confirmaba que no había nadie en el pasillo corría a su recámara. Había noches en que el miedo era tan grande que no lograba salir de mi cuarto. Entonces me tapaba con las cobijas, asegurándome de cubrir cada milímetro mío. En mi lógica, si alguien entraba a mi cuarto no podría verme.
Años más adelante, me llevé un susto en un examen médico anual de rutina. A partir de ahí, desarrollé un miedo ingobernable a cualquier tipo de revisión médica. No eran los procedimientos los que me asustaban, sino los posibles resultados. Para no recibir diagnósticos fatalistas, la solución fue simple: dejé de checarme unos siete años. Mejor no saber, fue mi filosofía en este departamento. Fuera de mi vista, fuera de mi mente era mi frase de batalla y entre mis armas preferidas estuvieron siempre: desaparecer y volar por debajo del radar.
Nunca logré vencer temores con esa táctica. Hoy me queda claro que, entre más ganas y esfuerzo ponemos en ignorar nuestros miedos, en esconderlos, en aislarnos con ellos, más grandes y feroces se vuelven.
Escapar de eso que nos da miedo, es casi siempre nuestro primer impulso. Y es una excelente idea para esas ocasiones en que nos persigue un oso hambriento por el bosque o una persona grita al tiempo que saca un arma en el restaurante donde estás comiendo. En otras palabras, funciona de maravilla cuando el miedo proviene de una amenaza real, identificable y que obliga a la acción.
No lo es tanto cuando se trata de echar a volar un proyecto, desarrollar una idea, aceptar una invitación, taparnos la vista ante realidades dolorosas o expresar tus opiniones. Tampoco sirve de mucho cuando nos sentimos atemorizados, pero no sabemos por qué.
Escapar de un miedo no identificado o evadir uno ya conocido es, en el mejor de los casos, un tratamiento paliativo que alivia, pero no corrige el problema de raíz.
El miedo no desaparece. No existe tal cosa como no sentir miedo ante la idea, la necesidad de dar un paso fuera de la zona de seguridad para entrar a la incertidumbre. La amígdala, especialista en cuestiones emocionales y encargada de mantenernos a salvo, te dirá… no lo hagas, no seas tonta, mira, aquí está la página de Amazon, cómprate unos zapatos bonitos. La única alternativa es hacer lo que quieres con todo y el miedo, ser valiente.
En esta búsqueda personal para entender, conocer y manejar el miedo, me topé con un poema muy bello de Marsha Truman Cooper que se llama Fearing Paris / Temiendo a París.
Hace alusión al intento que hacemos las personas de aislar el miedo, de contenerlo en un espacio, de pintar una raya y mantenernos del otro lado, lo más lejos posible. Pensamos que, al guardar nuestro temor en un clóset, lo único que tenemos que hacer es asegurarnos de no abrir la puerta.
Esto es misión imposible. Los miedos desatendidos no saben de jaulas, límites ni de puertas cerradas. Encuentran la manera de alcanzarnos.
La única manera de salir de los miedos es atravesándolos.
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Un vistazo a tu interior: |