Todo lo que es profundo ama el disfraz. Todo espíritu profundo tiene necesidad de una máscara.
(FIEDRICH NIETZSCHE, Más allá del bien y del mal).
Y será imposible igualmente —añadí— que un dios quiera modificarse a sí mismo, pues a mi entender, todos ellos son los seres más excelentes y per fectos, por lo cual permanecen siempre absolutamente en la misma forma… Entonces, mi admi rado amigo —afirmé yo—ningún poeta podrá decirnos que los dioses parecidos a extranjeros de todas partes toman toda clase de formas y recorren así las ciudades, ni tampoco podrá engañarnos con la historia de Proteo y de Tetis…
PLATÓN, República 380e 382b).
Hay en Nietzsche una indiscutible solidaridad con esas divinidades de naturaleza proteica y tornadiza cantadas por los poetas que tanto repugnaban a la visión platónica. En Humano, demasiado humano se nos revela bajo la figura del espíritu libre; más tarde es el príncipe Vogelfrei, el Viajero y su sombra, Zaratustra, Dionisos, el Anticristo, y así, en una inquietante procesión de máscaras hasta su Ecce Homo donde Nietzsche llega al paroxismo de disfrazarse de sí mismo.
La irrupción de esta multiplicidad de identidades en el seno del discurso filosófico tiene el carácter de una clara provocación. Desde que Platón fijara los atributos que definen a la Idea, el filósofo, aun el dialéctico, y el científico han tomado como objeto de su sabiduría una nueva divinidad cuyos rasgos podrían esquematizarse así: inmutabilidad, fijeza, identidad consigo misma, universalidad… Dios, el sujeto cartesiano, el Espiritu Absoluto de Hegel, el concepto neutro y objetivo de la ciencia… gran carnaval del tiempo en el que la ficción de lo universal oculta siempre la violencia de las conquistas particulares.
Frente a la mascarada de la unidad y la universalidad, el desfile incesante de máscaras en Nietzsche pone expresamente de manifiesto eso que se ha querido esconder tras la verdad sin rostro y sin nombre del discurso filosófico y científico: que la verdad una e idéntica para todos no es sino el resultado de la pugna entre una multiplicidad de identidades o de intereses divergentes, la máscara con que se recubre aquella perspectiva peculiar que ha conseguidó imponerse tiránicamente sobre las demás. El reconocimiento abierto de la máscara como tal máscara, su proliferación explícita llevada hasta el paroxismo, responde pues a una estrategia bien definida: quebrantar el modelo de sabiduría dogmática que desde Platón a nuestros días solo ha logrado ejercer su dominio mediante la disimulación del mecanismo que la produce. La profusión de máscaras en Nietzsche desenmascara la máscara de la universalidad, que ha permitido a la verdad imponerse sobre los demás como ley inevitable.
Entre todos los disfraces, entre todas las máscaras, Zaratustra es con seguridad la más enigmática, la más densa en significaciones, la más inquietante de cuantas circulan por el entramado nietzscheano. Hay en la figura de Zaratustra algo que resiste a todos los códigos del historiador, algo que incita y a la vez impide encuadrar a este enigmático personaje bajo el rótulo de cualquier categoría al uso. ¿Quién es Zaratustra? ¿Un maestro, un profeta, un fanático reformador que trae nuevas tablas de la ley a la humanidad, el predicador de un nuevo evangelio para la redención del mundo?
Apenas comenzada la lectura de este libro, la similitud con cualquiera de estas figuras salta a la vista de manera evidente, quizás demasiado evidente, como para dejarse llevar por esta apariencia manifiesta, deliberadamente buscada por Nietzsche.
La acción que sirve de marco al libro es sencilla. A la edad de treinta años Zaratustra se retira a la montaña y permanece allí a solas con sus pensamientos, hasta que finalmente un día decide bajar a los hombres a predicarles su nueva sabiduría. Al final de la obra serán estos quienes asciendan hasta él, atraídos por la miel de su solitaria y callada felicidad, gritándole que les salve. La semejanza de Zaratustra con la figura del Redentor está pues explícitamente subrayada por el filósofo. Por otro lado, su nombre invoca la figura semilegendaria del profeta persa, reformador religioso a quien se atribuye la creación de la primera doctrina moral.
En cuanto al estilo, la obra tampoco ofrece lugar a dudas: Así habló Zaratustra posee la apariencia de un libro sagrado. Su similitud con la Biblia, cuya versión luterana había de dejar tan pro funda huella en aquel adolescente hijo de pastor protestante, no pasará desapercibida a ningún lector. Zaratustra imita a la perfección el lenguaje del predicador, hasta el punto de suscitar el malentendido en todos aquellos demasiado habituados a reverenciar palabras ajenas, demasiado necesitados de maestros y guías. Nietzsche, el oscuro, acepta voluntariamente el riesgo de este peligroso malentendido, más aún lo promociona, retomando en toda su obra, pero de modo especial en Así habló Zaratustra, algo que fue consustancial a la sabiduría griega, el juego trágico del enigma. Que la sabiduría es guerrera,1que el conocimiento entraña un riesgo mortal, es algo que quedaría sellado para siempre en el joven estudiante, fascinado tempranamente por el mundo griego. El enigma, este desafío mortal que el dios proporcione al hombre, atraviesa el alma griega desde el ámbito de lo religioso —el oráculo de Apolo— hasta el filosófico, donde el impulso agonístico del griego encuentra su satisfacción sublimada en la lucha humana por la sabiduría. También Zaratustra, amigo de todos aquellos que aman el peligro, desa fía a los hombres proponiéndoles enigmas que se dejan adivinar de muy diferentes maneras. La interpretación que de ellos hagamos es arriesgada porque ahí se juega nuestra actitud ante la vida, su afirmación trágica, o su rechazo nihilista. Esto se hace particularmente evidente en algunos capítulos, los más oscuros, donde Zaratustra confía a los «ebrios de enigmas» su más extraña y aterradora visión, la intuición del eterno retorno. Pero no solo la doctrina de Zaratustra es un enigma en el que nos va la vida, un modo determinado de llevarla y de vivirla, la figura misma de Zaratustra es enigmáticamente bicéfala. Una cara es la del moralista, la del redentor, la del maestro, la del tirano, incluso. No es difícil caer en la trampa y dejarse llevar por esta apariencia, la más evidente, del personaje enigmáticamente bifronte que Nietzsche elige esta vez para desafiar a sus lectores. El malentendido a propósito de su filosofía es la mejor prueba de ello. Que su pensamiento en general, y su Zaratustra en particular hayan servido para apaciguar la nostalgia mal curada de una religión en la que ya no somos capaces de seguir creyendo, o para alimentar nuestro edípico deseo de sumisión a la norma o quizás peor, para dar rienda suelta a nuestros impulsos fascistas y justificar mediante una prestigiosa coartada teórica la filosofía del maestro-líder, de toda esta gama de posibilidades internas de falsificación de su pensamiento, necesariamente promovidas y asumidas por él, era Nietzsche plenamente consciente, de ahí el subtítulo que eligiera para su obra: Así habló Zaratustra: un libro para todos y para nadie.
Todos estamos necesitados de maestros y guías, en todos nosotros habita el alma del esclavo o el deseo igualmente esclavo —para Nietzsche— de tiranizar; y así, a todos nos acecha el peligro de quedar prendidos en la apariencia de Zaratustra como maestro. Pero también en todos nosotros habita el alma del rebelde y es precisamente Zaratustra, el maestro, quien nos ofrece simultáneamente la posibilidad de rebelarnos contra la maestría. Zaratustra es un personaje bifronte como lo somos todos. Aquellos en quienes puede más una voluntad esclava difícilmente podrán atisbar tras la máscara altisonante del maestro Zaratustra, la mueca burlona e impía de esa otra antitética cuya sabiduría es exactamente la contraria a la de cualquier santo o redentor del mundo. De aquella que no pretende crear nuevos ídolos sino impulsarnos a derribar a todos aquellos que so pretexto de mejorar a la humanidad no hacen otra cosa que aplastarla bajo el peso de los valores establecidos. Aligerar la existencia humana, liberarla de la pesada carga del «tú debes», para que se atreva a decir libremente «yo quiero» y «yo soy» constituye su deseo más profundo (véase, Primera Parte «Las tres metamorfosis».
La apariencia contradictoria del pensamiento de Nietzsche, el que su filosofía sea susceptible de las más opuestas interpretaciones es fruto pues de la convivencia peligrosa, pero auténtica, en una sola figura, de otras dos antitéticas cuya relación no es dialécticamente armonizable sino permanentemente autocrítica. No cabe duda que la estrategia de Nietzsche es sumamente arriesgada. Zaratustra asume voluntariamente las máscaras del moralista, del redentor, del maestro, para combatirlas en su propio terreno y vencerlas así mejor. Si parodia a la perfección sus rasgos, exaltándolos hasta el punto de suscitar la confusión o el escándalo, es para avivar la llama de rebeldía que late en nosotros e incitarnos a volvernos contra toda forma de maestría, incluida la suya propia si en alguna ocasión fuera tomada por tal: «En verdad, este es mi consejo: ¡Alejaos de mí y guardaos de Zaratustra! Y aún mejor: ¡avergonzaos de él! Tal vez os ha engañado… Se recompensa mal a un maestro si se permanece siempre discípulo… Ahora os ordeno que me perdáis y que os encontréis a vosotros; y solo cuando todos hayáis renegado de mí, volveré entre vosotros…».2
Una de las formas privilegiadas de la maestría, posiblemente aquella a la que todas las demás se reducen, es la moral. El personaje de Zaratustra elegido por el filósofo reúne en un único movimiento la imagen del moralista y la figura antitética segregada por ella. Como nos aclara el propio Nietzsche en su Ecce Homo esta elección, aparentemente incongruente en boca de un inmoralista como él, no fue casual; Zaratustra, el persa, fue el primero en absolutizar los valores morales al hacernos emanar de dos principios trascendentes, las divinidades Ormuz y Arimán; él fue el primero en crear ese funesto engaño y por tanto él habrá de ser el primero en desmentirlo. Además, en tanto que moralista, ¿no está obligado precisamente Zaratustra a ser el más veraz de todos los pensadores? «Decir la verdad y disparar bien con flechas,3 ésta es la virtud persa ¿se me entiende?… La autosuperación de la moral por veracidad, la autosuperación del moralista en su antítesis —en mí— es lo que significa en mi boca el nombre de Zaratustra.4
Zaratustra, heredero del espíritu libre de Humano, demasiado humano, representa pues el espíritu de veracidad generado por la propia moral que acaba de volverse contra ella, desenmascarando el pretendido fundamento absoluto, eterno, o sobrehumano de sus valores, como una perniciosa ficción, mediante la cual una especie decadente de hombres se mantiene en la existencia. Este fundamento puede recibir distintos nombres, Dios, la Idea, la Razón, pero su función es siempre similar: enmascarar la verdadera procedencia de los valores, su enraizamiento en un juego coyuntural de intereses particulares, mediante la recurrencia a supuestas esencias, divinidades o principios, que justificarían su necesidad eterna, su validez incuestionable y universal. La despiadada veracidad de Zaratustra saca a la luz el lugar de emergencia de la moral que ésta′hipocritamente se ha obstinado en borrar. Los valores morales no han caído del cielo, ni de ningún otro elevado lugar; son los hombres enfrentados los unos a los otros, enfrentados incluso consigo mismos, quienes se han dado a sí mismos todo su bien y su mal. Que un pueblo venza a otro, que unas clases dominen a otras, impondrán entonces obligaciones y derechos, fijarán su bien y su mal de acuerdo con sus intereses, suspenderán una tabla de valoraciones, un universo de reglas, que está destinado a perpetuar la violencia de la dominación. Los valores que rigen nuestras vidas no se asientan, pues, sobre ningún fundamento absoluto del que necesariamente se derivaría el modo en que debemos orientar nuestra existencia.
El verdadero lugar de emergencia de nuestros valores es en realidad un no lugar, un teatro sin espacio, que Nietzsche acudiendo a una metáfora de la tradición metafísica designó con el término de voluntad de poder, donde se representa indefinidamente la misma obra: el combate incesante de fuerzas pulsionales que luchan entre sí por asegurarse la dominación; aquellas victoriosas imponen las normas que mejor sirven sus intereses, cuya duración será quebrantada a su vez por nuevas fuerzas que entran en escena para «relanzar sin cesar el juego de la dominación.5 Pero no nos equivoquemos sobre las intenciones de Zaratustra: no pretende dar una coartada teórica para justificar la esclavi tud del hombre por el hombre, sino proporcionar los ins trumentos para combatir el devenir esclavo de una humanidad que ignora o reniega de su poder creado. Es por este desconocimiento que el hombre tiene acerca de sí mismo como ser dominador, es decir, como voluntad creadora de valores, por lo que unos hombres se dejan dominar por otros; y aun más, por lo que aquellos mismos que dominan quedan esclavizados por las propias valoraciones mediante las cuales imponen su dominación. El devenir de la humanidad es sinónimo para Zaratustra de un devenir esclavo universal, donde mansas ovejas son conducidas por fanáticos pastores que ignoran hasta qué punto son ellos mismos víctimas de los engaños con los que ejercen su maestría. No debe llevarnos esto a la imbécil suposición de que, en la larga noche de nuestra historia todos los gatos son pardos; en realidad, para Nietzsche no hay maestros. Al contrario, desde el sacerdote judío al político dialéctico, la maestría y la dominación de unos hombres sobre otros ha podido ejercerse, cada vez más sutilmente, gracias al inestimable manto de la moral.
La paradójica manera con que el sacerdote judío ejerce su maestría, nos proporciona un modelo muy válido de comprensión para las relaciones entre la moral y la voluntad del poder tal como Nietzsche las entiende. El sacerdote para imponer sobre los demás sus tablas de la ley necesita recurrir a una serie de mentiras ideales —Dios, la salvación del alma, etc.—, que le niegan a él mismo como legislador. ¿Hasta qué punto queda el legislador atrapado en las redes de la propia mentira que le permite legislar, hasta qué punto se beneficia de ella? Estos dos aspectos son difícilmente separables en Nietzsche. Como podemos constatar en el capítulo «De los sacerdotes», Zaratustra contempla al pastor como uncido por el propio yugo que ha forjado para ejercer su maestría. Pero si bien es cierto que ingenuamente se deja engañar por sus propios engaños, no lo es menos el hecho de que en esta ingenuidad reside, inconscientemente, su más hábil astucia para hacerse con el poder. ¿En efecto, para imponer contra el mundo entero como mandato universal las ficticias valoraciones de su voluntad, ávida de poder, cabe imaginar medio más ingenioso que el dejarse engañar a sí mismo por ellas, ocultando su verdadera procedencia? Sin embargo, a pesar de que la técnica sacerdotal da testimonio de un ingenio al que el propio Nietzsche rinde homenaje en numerosas ocasiones, jamás cesará de denunciar que la voluntad de poder solo se manifiesta aquí en su aspecto negativo. La moral constituye la expresión de una voluntad débil que no llega a afirmarse sino oblicuamente, por la mediación de una serie de negatividades ideales que enmascaran su verdadero ser. En la moral la voluntad de poder solo se manifiesta en el modo corrompido de la alienación: se afirma para negarse y se niega para afirmarse. Pero paradójicamente esta voluntad, demasiado débil para atreverse a reconocer abiertamente su propio poder, se ha enseñoreado de nuestra historia y la recorre triunfalmente de un extremo a otro.
Sin embargo la modernidad ha asistido a un acontecimiento excepcional: la muerte de Dios. Dios era el dispensador de sentido para el mundo. Gracias a él nuestros códigos morales, nuestras instituciones políticas, nuestras leyes, y hasta nuestro conocimiento, se convertían en algo más que nuestros. Sin el respaldo de su autoridad, como guardián de la eternidad de los valores, estos no hubieran pasado de ser meras convenciones humanas, indignas de un reconocimiento obligatorio. Pero ¿si Dios ha muerto —se pregunta Nietzsche— cómo es que los hombres continúan arrastrando esa bovina tranquilidad de alma, si ya no hay pastor cómo es que no se ha disgregado el rebaño? Sin Dios la vida tendría que haberse tornado inimaginable y sin embargo… ¿Será acaso la muerte de Dios una falsa alarma? No se trata de eso exactamente: ni la muerte del viejo Dios ya agonizante desde el Renacimiento es falsa, ni los hombres —y esto no cesará Nietzsche de denunciarlo como algo lamentablemente significativo— se alarmaron demasiado por ella. Al contrario, pronto, demasiado pronto, sin que apenas se dejara sentir algún que otro estremecimiento, los librepensadores de la época ilustrada, sus sucesores dialécticos poco más tarde, aunaron sus voces para celebrar la muerte del viejo Dios como el gran acontecimiento enmancipador de la humanidad. Esta ya no necesita, ni tampoco su moral se lo permite, la ficción de un Padre Todopoderoso que la guíe por la senda del bien hacia el paraíso prometido en el más allá. Ahora la razón se basa a sí misma para secretar sus propios valores, mundanos, que ya no supramundanos. Gracias a ella la humanidad progresa indefectiblemente hacia el triunfo definitivo de la verdad, la justicia y la fraternidad universales, es decir, hacia el reino moral absoluto. La razón todopoderosa ocupará así con pleno derecho el trono vacante del viejo Dios desposeído. En realidad asume tan a la perfección sus funciones: garantizar el orden, la confianza en las instituciones, las ciencias, las leyes y las autoridades, asegurar la cohesión del rebaño humano, procurándole el sentimiento de hallarse guiado, providencialmente, como siempre, que se diría que la razón es el mismísimo Dios encarnado… Hegel no tardará en confirmarlo: el autodespliegue progresivo de la razón en la historia, nos permite comprender hoy, no ya como acontecimiento fortuito, ni como milagro misteriosamente acaecido, sino como lo que es, es decir como la objetivación estrictamente necesaria del logos, lo que el cristiano solo supo atisbar de manera imaginaria: el misterio del Dios hecho hombre. Feuerbach dará un paso más: ya no es Dios quien se hace hombre sino el hombre quien se hace Dios; solo esto constituye la verdadera emancipación de la humanidad, la reapropiación de lo divino como su propio bien y su propia esencia. Pero en realidad, después de tan alambicado intercambio de papeles, ¿ha cambiado algo quien realmente tenía que cambiar? Más bien semeja que, a pesar de tantas sustituciones, «el que es hombre no ha cambiado; el hombre reactivo, el esclavo, que no deja de ser esclavo por presentarse como Dios, siempre el esclavo máquina de fabricar lo divino. Lo que es Dios tampoco ha cambiado: siempre lo divino, siempre el Ser Supremo, máquina de fabricar esclavos».6
Muerto el Dios cristiano, la máquina infernal del sacerdote continúa pues sin interrupción su funcionamiento, manejada ahora por manos más sutiles, expertas en toda suerte de prestidigitaciones dialécticas. Ciertamente después de la muerte de Dios, el dogma cristiano como tal desaparece, pero no sus consecuencias: el ilusionismo moral por él posibilitado encuentra ahora otros medios de subsistencia. Hace mucho tiempo que Dios ha muerto y sin embargo el hombre continúa obedeciendo imperativos ajenos y arrastrando una existencia esclava encadenada a sus propias ilusiones. Víctima de la ilusión de la razón, respaldo del orden universal, imaginó que obedecer únicamente a su propia ley significaba querer también únicamente lo que todos quieren, su misma vida gregaria y acomodaticia, apoltronada en valores blandamente ilustrados. Y así, desde el imperativo categórico kantiano, y su misteriosa coincidencia entre la conciencia individual y la razón universal, asistimos al triunfo del Estado de la razón construido por Hegel, hasta que finalmente la razón de Estado ocupe el trono vacante del viejo Dios justiciero. Pero el Estado como todos los ídolos miente, miente fríamente como corresponde a un monstruo moderno y ésta es la fría mentira que se desliza de su boca: «Yo, el Estado, soy el pueblo7».
Las reapropiaciones asumidas por los dialécticos como único horizonte de salvación, son para Nietzsche tan solo una forma más sútil de extrañamiento de nuestra voluntad creadora. Así pues, ya sea bajo forma religiosa o laica, la moral convierte al hombre en un ser manso, dócil e impotente, no solo porque eleva al rango de virtud suprema estos rasgos de decadencia;8 sino sobre todo porque al ocultar tras el manto de las ficciones metafísicas —y por metafísica no entiende Nietzsche solamente la creencia en un más allá de la phisis, sino en cualquier principio último, verdadero o absoluto— la auténtica procedencia de los valores que no es otra que la voluntad de poder, le conduce al ólvido de su poder creador. Y naturalmente quien es incapaz de darse sus propios valores, asimila los ajenos y se convierte necesariamente en su víctima.
La verdadera liberación solo tendrá lugar según Nietzsche cuando el hombre recupere la conciencia de su voluntad creadora, cuando se sepa a sí mismo como el único artífice de sus valoraciones.9 Esto es lo que designó con el nombre de transvaloración. Esta consiste pues en un salto cualitativo: de la voluntad de poder que se niega a sí misma tras el manto de la moral para mejor ejercer la maestría —técnica ésta que del sacerdote judío al político dialéctico atraviesa nuestra larga historia, que por eso mismo es la historia del nihilismo y de la negación— a la voluntad de poder afirmativa, la cual, en virtud de su propia esencia, se sitúa necesariamente en un terreno extramoral. Nunca se insistirá lo bastante en la importancia decisiva que este salto cualitativo tiene para el correcto entendimiento de la teoría nietzscheana de la voluntad de poder. Todo el peligroso malentendido político acerca de ella, según el cual ésta justificaría cualquier forma de poder establecido, malentendido este imputable no solo a los amigos fascistas de Nietzsche sino también a sus detractores marxistas, reposa sobre una sospechosa confusión ella misma de origen político. Y es que la voluntad de poder solo equivale a la ambición de poder cuando se manifiesta en el modo corrompido de la alienación, pero ésta representa para Nietzsche precisamente esa cara negativa de la voluntad que es necesario transvalorar. El análisis de la técnica sacerdotal y la del político dialéctico nos ha permitido comprender que solo la voluntad que se niega a sí misma por el procedimiento del ilusionismo metafísico-moral puede realmente ejercer la maestría presentando sus valoraciones como absolutas. Es evidente entonces que en la voluntad transvalorada, en aquella que afirma orgullosamente su propia perspectiva, tales valoraciones jamás podrán imponerse sobre los demás como mandatos universales.
Por otro lado son abundantísimos los textos,10 en los que Zaratustra representa la dominación de los que ejercen el mando o la aspiración a ejercerlo, como una variante de la servidumbre universal, en la que todos amos y esclavos nos encontramos atrapados. Alcanzar los valores establecidos, el dinero, el poder, etc., no es dominar en el sentido nietzscheano de la palabra sino someterse a los valores dominantes. Es la idea del poder que se hace el esclavo, impotente para crear sus propios valores. Conviene pues, ante todo, aclarar los equívocos generados por los términos «fuerte», «débil», «señor», «esclavo»: en el lenguaje nietzscheano estos reciben un sentido completamente diferente al habitual; para Nietzsche nuestros señores, ya se trate del mercachifle capitalista o del verdugo nazi, son esclavos que han triunfado en un devenir esclavo universal. Esto nos permite explicar la paradójica afirmación de Nietzsche acerca de la victoria histórica de los débiles sobre los fuertes. ¿Cómo es posible este triunfo? En verdad los débiles, los esclavos, no han triunfado por la suma de sus fuerzas, sino por la sustracción de la del otro. A través de la moral que oculta la verdadera procedencia de los valores, han separado al fuerte de lo que realmente puede, sustrayéndole su capacidad creadora y reduciéndole así a la impotencia y a la sumisión instrumental.
La razón última del inmoralismo de Zaratustra no es otra que la de devolver al hombre la conciencia de su voluntad creadora para que pueda ejercer siempre una soberana resistencia contra toda valoración que pretendiéndose absoluta se convierta así en una nueva forma de maestría.
Se comprende entonces que la enemistad de Nietzsche con el socialismo nada tiene que ver con una justificación de los poderes establecidos, ni con una apología del irracionalismo fascista, tal como a partir de Lukács se viene pretendiendo. Lo que Nietzsche reprocha al socialismo no es su irrupción contra las instituciones burguesas sino el modo en como ésta se opera. La crítica del marxismo se sigue realizando en nombre de los valores metafísicos tomados directamente de la Toral cristiana, por ejemplo en nombre de la igualdad y de la justicia. Pero con ello el socialismo permanece dentro de esa tradición del ilusionismo metafísico-moral que está en la raíz de toda forma de maestría y hace completamente imposible la superación del nihilismo. Mientras el hombre se desconozca a sí mismo como ser creador siempre estará dispuesto a someterse a los valores ajenos y será presa de ese ardid que consiste en disfrazarse de siervo para mejor ejercer la dominación. El fracaso del socialismo real, que desgraciadamente tenemos hoy ocasión de comprobar, parece confirmar los recelos que tan proféticamente manifestara Nietzsche a propósito de las posibilidades emancipatorias de este movimiento.
Es por esto por lo que Zaratustra sigue una política inversa a la de todos los políticos dialécticos, herederos de la pedagogía de la decadencia inaugurada por el cristianismo: no disimular el poder ni tratar de negarlo, ni siquiera criticarlo de modo explícito, sino, al contrario, exaltar sus rasgos, recordar una y otra vez el verdadero lugar de emergencia de los valores, ponderar incluso la violencia de los que dominan,11 mismo vuelve y vuelve a lo mismoporque descubrir su juego es también simultáneamente proporcionar las armas para combatirlo. Si las valoraciones son el producto de la voluntad de poder, esto es de un determinado grupo de fuerzas o intereses, se desprenden dos cosas: en primer lugar que son indignas de un reconocimiento obligatorio y en segundo que puesto que el hombre es el único artífice de sus valores, unas contravaloraciones pueden erigirse frente a aquellas que implantan la dominación, de modo que se haga violencia a la violencia, y así permanentemente pues ninguna valoración es en sí misma universal o absoluta.
Desde luego es fácil espigar unas cuantas citas de las muchas en las que Zaratustra exalta el poder y la fuerza, o por el contrario de aquellas otras, en las que la crítica a los más solemnes valores alcanza cotas de corrosión difícilmente superables, y confeccionar con estos retales un traje a medida del carnicero nazi ó del santo anarquista. Pero no se ha tratado aquí ni de lo uno ni de lo otro, ni tampoco de despachar fácilmente su pensamiento, según es costumbre, como una filosofía de brillante incoherencia, viniendo a declararla por esta vía poco menos que ininteligible, sino de aclarar el por qué del aspecto necesariamente contradictorio de ese proyecto de liberación del hombre que Zaratustra concibió como la única, la verdadera tarea política.
Es este un proyecto mucho más amplio de lo que cualquier po lítica al uso pueda suponer; en realidad, la gran política es, en cierto sentido, un quehacer esencialmente antipolítico, aunque desde luego no apolítico. Si nos ceñimos al sentido usual del término, la escritura de Zaratustra, orgullosamente inactual, es por esencia antipolítica. La palabra altiva del solitario Zaratustra no desciende jamás a la jerga de nuestros chismorreos políticos. El concepto —polí tica— implica en Nietzsche una nueva definición que lo hace irreductible tanto a las formas burguesas como a las marxistas. No es una instancia específica situada al lado de otras psicológicas, éticas, científicas, sino el modo de funcionamiento interno de cada una de ellas. «La política —señala Larruelle— es un Continente: he aquí la buena nueva de Nietzsche: es coextensiva transversalmente, a las prácticas o los aparatos (políticos o no) definidos al modo marxista como específicos.» No es con mayor razón una práctica específica manejada por los profesionales de la libertad y de la justicia. Nietzsche siente un olímpico desprecio por la política, escupe sobre ella. Sin duda hubiera corroborado plenamente la afirmación de Valéry acerca de que ésta era el arte de impedir que la gente se dedicara a los problemas que realmente le preocupan. La gran política de Zaratustra nada tiene que ver con la política de los políticos, se sitúa en el polo justamente inverso a ella. Políticas ha habido muchas, pero por diferentes que sean sus presupuestos todas coinciden en un punto: «siempre una política por delegación y derivación, siempre una política por y para el Maestro12». La gran política de Zaratustra invierte el punto de vista tradicional sobre el poder: ya no el poder del maestro sino el poder del rebelde contra la maestría. Ahora bien, como hemos visto, lo que posibilita esta rebelión no es otra cosa que el autorreconocimiento de nuestra voluntad de poder como el auténtico lugar de emergencia de nuestros valores, eso que Nietzsche designó con el nombre de transvaloración.13
Solo entonces el hombre se hace verdadero «señor» de su destino, solo entonces deja de ser esclavo de sí mismo o de los demás para convertirse en verdad en algo más que hombre. Si lo propio del hombre es dejarse esclavizar por las propias valoraciones a fin de esclavizar al resto de la humanidad, el superhombre en quien la voluntad de. poder se conoce a sí misma se rebela contra toda norma que trate de imponérsele desde fuera, para conquistar una libertad crea dora que no cono ce otra forma de obediencia que la que su voluntad se impone a sí misma. No se trata de que Nietzsche piense abolir de una vez por todas la maestría y restituirla por una especie de deseo espontáneo, y menos aún por una energía natural y no mediatizada. Nietzsche sabe que el poder reactivo, es decir aquel que se oculta a sí mismo para mejor ejercer la dominación, no falta nunca; pero frente a este, es su deseo que otro tipo de poder, aquel que se afirma abiertamente a sí mismo, pueda ejercerse de manera activa y permanente contra toda afirmación de poder establecido.
Así pues el superhombre es aquel que no solo conoce la muerte de Dios, es decir la ausencia de toda normatividad absoluta, sino que logra extraer de ella un impulso inaudito para su aventura crea dora que por lo mismo habrá de ser plenamente destructora. Sin embargo este es un riesgo difícil de asumir. Muchos prefieren seguir engañados con la idea de que existen valores absolutos, buscando sustitutos del viejo Dios. Representan el nihilismo reactivo. Otros, más veraces, acaban por reconocer la ausencia de todo fundamento absoluto para los valores, pero esto les priva de todo estímulo para la creación. Entonces sobreviene el gran cansancio, el del nihilista pasivo, que recorre el mundo con una mirada desencantada sin encontrar ningún ideal que le parezca digno de movilizar sus energías. Es el último hombre, la imagen de nuestra vida moderna, de una vida que no quiere nada, que a nada se atreve ya. Pero más allá del nihilista pasivo, que contempla nostálgicamente cómo se desvanecen ante sus ojos los más preciados valores, está el nihilista activo. Este ha dejado de apreciar el valor de unos valores que han hecho del hombre creador un manso animal de rebaño y los destruye violentamente. Es «el hombre que quiere perecer» lo contrario de «el último hombre», el gran despreciador que se hunde en su propio ocaso, pues es ya flecha del anhelo hacia la otra orilla.14
Este es el punto decisivo de la filosofía dionisíaca; el instante supremo en que la negación se niega a sí misma y se transmuta en afirmación de la voluntad. Ya no una voluntad que se niega a sí misma en nombre de unos ficticios valores superiores, sino una negación de los valores que niegan la voluntad creadora para pasar a otros que afirman abiertamente el elemento del que proceden. El nihilismo pulsado a su extremo, como toma de conciencia de la radical irrelevancia de nuestras valoraciones sería superado entonces desde el nihilismo mismo. El hombre débil, incapaz de querer otra cosa que no sea su propio anonadamiento se transfigura en superhombre, es decir, en aquel que lejos de decepcionarse por la lúcida comprensión del origen forzosamente perspectivo de sus valores, lo exhibe sin temor, quebrantando toda norma que aspire a solificarse como absoluta.
En este sentido la afirmación suprema de la voluntad de poder que caracteriza al superhombre, implica también necesariamente la adhesión incondicional a ese círculo de la existencia que habrá de tornar eternamente como un devenir que no conoce el disgusto ni el cansancio.
Con esto nos enfrentamos a la intuición más abismal de Zaratustra, la doctrina del eterno retorno, que ocupa la parte tercera y central de esta obra. En ella culminan los temas hasta ahora expuestos. La posibilidad del superhombre depende, como hemos visto, de la múerte de Dios, tema abordado en el libro I. Pero este acontecimiento no basta por sí solo para la auténtica emancipación del hombre, al contrario, puede hundirle en el nihilismo más desesperanzado. Para remontarlo es preciso que alcance el conocimiento de sí como voluntad cre adora —tal es el objeto del libro II— y se atreva a afirmarlo abiertamente. Ahora bien ¿cuál es la prueba de que esta suprema afirmación de la voluntad de poder es aceptada hasta sus últimas consecuencias? No es otra que la del eterno retorno, el gran pensamiento de la selección; pues solo de aquella voluntad que quiere la eterna repetición de su querer, de aquella que es voluntad de voluntad, puede decirse que realmente se quiere a sí misma; y a su vez solo de quienes son capaces de vivir jubilosamente ese ciclo eterno de creación-destrucción, que supone el eterno retorno, puede afirmarse que han pronunciado un sí abierto, franco, y sin restricciones a su voluntad creadora. En este sentido la doctrina del eterno retomo, lejos de contradecirse con la teoría de la voluntad de poder, como algunos autores han pretendido, es inseparable de ella. Podría decirse que constituye su metáfora. Sin embargo este género de interpretaciones no son del todo gratuitas. Se apoyan en una determinada concepción del eterno retorno propiciada por el propio Nietzsche. Baeumler justifica la incompatibilidad de ambas teorías de la manera siguiente: la voluntad de poder, en cuanto energía incesantemente creadora, es devenir; por el contrario el eterno retorno, en cuanto retorno de lo idéntico, niega el devenir, supone en definitiva el ser como estabilidad. De ahí el que ambas doctrinas se excluyan mutuamente.
Ahora bien, ¿el eterno retorno a lo idéntico significa realmente que es lo mismo lo que vuelve? El capítulo «La visión y el enigma» (libro III) nos ofrece la primera expresión simbólica del eterno retorno. Zaratustra confía su más extraña visión a los audaces indagadores y buscadores que no temen aventurarse en mares terribles. En una ocasión, ascendía él por una montaña y sobre sus hombros estaba sentado su enemigo capital, el espíritu de la pesadez, que tiraba de él hacia abajo. El camino ascendente simboliza la senda de la voluntad creadora que continuamente edifica por encima de sí misma. Sin embargo el espíritu de la pesadez, el propio demonio que Zaratustra lleva dentro, le susurra burlonamente: «¡Oh Zaratustra, tú piedra de la sabiduría! ¡Te has arrojado a ti mismo hacia arriba, más toda piedra arrojada tiene que caer!» Esto significa: todos los proyectos que trazamos son caducos, apenas alcanzados tienen que volver a hundirse, pues el tiempo infinito devora con apetencia insaciable lo que el hombre construye. Este pensamiento produce un efecto paralizador sobre nuestra voluntad. El conocimiento de la infinitud del tiempo rebela que todo sentido es un sin sentido, que todo riesgo es inútil, por tanto, ¿para qué crear valores nuevos?, ¿no será mejor soportar pacientemente el peso de los que ya hay? Pero en contra del pensamiento paralizador del enano Zaratustra invoca el valor que mata todo desaliento: «¿Era esto la vida? ¡Bien!, ¡Otra vez!» Al espíritu de la pesadez que representa el nihilismo, la anulación de la voluntad, Zaratustra opone pues la voluntad de voluntad, el querer que goza de sí mismo en su juego eternamente creador y eternamente destructor. Entonces el enano salta de su hombro y Zaratustra queda redimido del demonio que lo atormentaba. Comienza a continuación un diálogo entre ambos acerca del tiempo, donde el enano enuncia de manera correcta pero a la vez demasiado simple la doctrina del eterno retorno: «Todas las cosas derechas mienten… Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo.»
Efectivamente en oposición a toda concepción lineal del tiempo, Nietzsche pretende rescatar la inocencia del devenir, liberándole de toda meta, de todo fin que le hipoteque a un estado terminal. Desde Platón y el cristianismo hasta la dialéctica, el devenir ha sido considerado como sinónimo de imperfección e insatisfacción. Nuestra inmanencia nos parece indigna de ser vivida por sí misma y por eso la sacrificamos en aras de la trascendencia. Frente a esta desvalorización de la existencia Zaratustra exalta el sentido de la tierra. Es preciso rescatar la eternidad para la inmanencia, reinstaurándola en el corazón del tiempo, tal es el sentido de la doctrina del eterno retorno. En el eterno retorno el ser se dice únicamente como devenir, ya que este solo puede ser en la medida en que vuelva una y otra vez sobre sí mismo.
Pero no conviene tomar este asunto a la ligera. Esto es lo que Zaratustra reprocha al enano. Las consecuencias que de la doctrina del eterno retorno pueden derivarse son extremadamente graves: «Si detrás del ahora yace una eternidad entonces… ¿Cada una de las cosas que pueden ocurrir, no tendrá que haber ocurrido, haber sido hecha, haber transcurrido ya alguna vez?» En otras palabras, si existe un pasado infinito, entonces nada puede faltar en él y por tanto ¿todo lo que puede suceder en el futuro, no debe estar ya contenido en el pasado? La cuestión que Zaratustra plantea al enano es pues la del eterno retorno como retorno de lo idéntico. Pero no hay que pasar por alto los puntos de interrogación; Zaratustra no afirma, pregunta. Y he aquí, que cuando se hallaba sumido en estos interrogativos pensamientos, escuchó el grito de un pastor que se retorcía convulso, ahogándose con una pesada serpiente negra que había penetrado por su boca. La serpiente que se desliza como un asco que nos ahoga, simboliza el eterno retorno de lo idéntico. Con mayor crudeza que lo hacía antes el espíritu de la pesadez, la idea de que todo vuelve y vuelve a lo mismo se opone ahora a nuestra voluntad crea dora. Contra la fatalidad del destino nada puede hacerse, sería absolutamente esteril rebelarse contra ella. Pero esto solo parece ser así: Zaratustra le grita al pastor que muerda la cabeza del ofidio que se desliza por su garganta. El pastor así lo hace y entonces se transfigura: «ya no pastor, ya no hombre, un transfigurado, un iluminado que reía». Es la risa del superhombre que ha conseguido resolver el enigma del eterno retorno, de manera tal que logra extraer de él un fuerte impulso para su aventura creadora. La dentellada incisiva del pastor simboliza pues una interpretación nueva del eterno retorno, que transfigura la existencia convirtiendo toda pesadez en ligereza, en la sobrehumana ligereza de la risa.
Como decíamos al principio, Zaratustra desafía a los hombres proponiéndoles enigmas que se dejan adivinar de muy diferentes maneras. Ante el enigma del eterno retorno caben dos interpretaciones antitéticas, en las cuales se juega nuestra actitud ante la vida, su rechazo nihilista o su afirmación trágica. La segunda corresponde al superhombre, la primera es la versión humana, demasiado humana, del fatalismo pasivo tradicional. Es la vieja idea del eterno retorno «como un ciclo, en el que todo vuelve, en el que lo mismo vuelve y vuelve a lo mismo».15 Esta idea sustrae toda nuestra fuerza creadora condenándonos a una aceptación servil de lo real, a una estoica resignación ante la necesidad. Si nos atenemos a ella el camino hacia el superhombre se convierte en una quimera absurda. Lejos de afirmarse en su poder creador, nuestra voluntad, como reconoció Schopenhauer, el maestro de Nietzsche, acabará por no querer otra cosa que la renuncia a su propio querer, para prevenirse así, de los sufrimientos que se derivarían de su deseo siempre insatisfecho. Pero quizás estas interpretaciones del eterno retorno, no sean más que síntomas de esa voluntad nihilista que Zaratustra se propuso transvalorar.
En el capítulo «El convaleciente» (libro III), Zaratustra enferma ante esta idea del ciclo como eterna repetición de lo mismo, pero no es él quien expone esta hipótesis, sino sus animales a los que Zaratustra reprocha, precisamente, el haber convertido su enigmática revelación en una vulgar cantinela. El eterno retorno de lo idéntico es solo una hipótesis a la vez vanal y aterradora. Vanal, porque se reduce a una fórmula demasiado conocida, aterradora, porque el destino del hombre se parecería entonces al de Sísifo, condenado por los dioses a empujar eternamente en los infiernos una misma roca que vuelve a caer. Se cumpliría entonces lo que el adivino de la gran fatiga había profetizado: «Todo es igual, nada merece la pena, el saber estrangula.» Ahora bien, ¿es este saber acerca del tiempo el único posible? Todo parece indicar que la vivencia del eterno retorno por los animales no es la misma que la de Zaratustra. Eugen Fink ha sabido precisar con agudeza esta diferencia crucial: «El camino del tiempo está visto por los animales como camino de las cosas en el tiempo». Pero cabe otra actitud: trazar metas y proyectos a sabiendas de que lo que se repite no son las cosas mismas, sino el tiempo en el que éstas surgen. En realidad la idea de la repetición de lo idéntico presupone en cierto sentido, un esquema rectilíneo del tiempo, donde se da primero el modelo originario, al modo platónico y después su exacta duplicación. Pero si el eterno retorno liquida las divisiones entre pasado, presente y futuro y si por otra parte tomamos en cuenta el feroz antiplatonismo de Nietzsche, es obvio que el carácter de repetibilidad no puede formarse en el curso del tiempo por repeticiones de un proceso primigenio sino que «es, antes bien, la esencia oculta y encubierta del curso mismo del tiempo. O dicho de otra manera, la repetición no surge en el tiempo sino que es el tiempo».16 Es decir: no es lo mismo lo que vuelve en el tiempo, sino que el volver es la esen cia misma del tiempo.
Ahora bien, no podemos proseguir la interpretación de Fink, cuando desde un ángulo muy distinto a los anteriores, opone no obstante también la voluntad de poder al eterno retorno. Aquí la contradicción se señala justamente desde el polo inverso. La voluntad de poder, en tanto energía creadora de valores que aspiran a solidificarse, sería el principio de la limitación y se opondría, por esto, al eterno retorno como flujo infinito e ilimitado, que destruye todas las configuraciones finitas edificadas por nuestra voluntad sobre el río del devenir. Esta rivalidad subrayada por Fink solo es cierta en el caso de una voluntad negativa, es decir, de aquella que renunciando a su poder de creación, ansía descansar en los valores ya establecidos. Pero la voluntad transvalorada es una con el eterno retorno, es voluntad de voluntad, y por tanto, no aspira a construir valores eternos sino a la repetición infinita de su querer, destruyendo todas aquellas normas que pongan freno al incesante juego de su creación. La transfiguración del hombre en niño, anunciada por Zaratustra al comienzo de la obra, recibe su acabado cumplimiento en esa sobrehumana afirmación de la voluntad que se quiere eternamente a sí misma en el juego de la diferencia creadora. Lo que se repite en el eterno retorno no es pues lo mismo, sino el juego crea dor que se abre permanentemente a lo otro. Solo el crear se repite, más no lo que es creado por él. En el eterno retorno la repetición se juega en la diferencia y la diferencia se juega en la repetición.
Ahora bien, esto no significa exactamente como pretende Deleuze, en frontal oposición a las versiones fatalistas, que la repetición del eterno retorno sea una repetición salvífica, repetición que selecciona lo bueno, lo afirmativo, para hacerlo volver, mientras criba lo malo. El concepto de salvación, de sospechosa filiación cristo-marxista, a pesar de que Deleuze se esfuerce en mostrar lo contrario, resulta por completo extraño a la filosofía de Nietzsche, guiada, como se sabe, por el pathos de la tragedia. En realidad, tanto la interpretación fatalista tradicional como la lectura deleuziana del eterno retorno, desvirtúan la relevancia que la experiencia trágica alcanza en la obra de Nietzsche. En el primer caso, una estoica resignación ante el curso de los acontecimientos y no una incansable belicosidad frente a ellós es la actitud que cabe esperar de un saber acerca del tiempo, en el que el futuro no es otra cosa que la repetición fatalmente idéntica del pasado. En el segundo, la intención expresa en marcar las diferencias de la concepción nietzscheana del eterno retorno respecto al tiempo cíclico de los mitos, hace que se desvirtúen los perfiles de ésta doctrina, hasta el punto de cambiar su silueta circular por la de una espiral selectiva,17 que a pesar de las innumerables matizaciones con que se presenta, no consigue disimular cierto parentesco con la clásica y optimista visión del progreso lineal y acumulativo. La insistencia de Deleuze en la alegría de la afirmación, aun cuando reconozca que siempre lleva aparejada el «no» sagrado del león, hace que nos olvidemos de que el dolor y el peso de lo reactivo no desaparecerán jamás. Zaratustra sabe muy bien que en todos nosotros habita también el alma del camello, dispuesta a soportar sobre su joroba la carga de los valores establecidos. Su enseñanza, en frontal oposición a la pedagogía de la decadencia, está encaminada a desvelar esa cara oculta de la voluntad plenamente afirmativa que se opone a nuestras resignaciones. Pero esto no significa que la debilidad, el cansancio, la propensión a obedecer, en suma, la voluntad negativa, desaparezcan sino únicamente, que hay otras fuerzas que pueden ejercer permanente resistencia contra aquéllas. Por eso, como dice muy bien Klossowski, el superhombre no es un individuo, sino un estado. Un estado en el que las fuerzas activas, afirmativas de la vida, dominan coyunturalmente sobre aquellas otras que la niegan. El superhombre por tanto, no solo no es una consecuencia ineluctable del progreso histórico,, ni muchos menos aún de la evolución biológica, sino que ni siquiera es una identidad constituida de una vez por todas; se trata más bien de una constelación pulsional que permanentemente debe ser recreada, pues en su lucha contra las fuerzas reactivas se halla siempre amenazada por el triunfo de éstas.
En el cuarto y último libro de esta obra, se esboza precisamente la imagen del hombre reactivo, que se presenta como superior. Estos hombres superiores han asistido al gran acontecimiento de la muerte de Dios, pero no por ello han alcanzado su transmutación. El grito de socorro del hombre superior hace salir a Zaratustra al encuentro de estos hombres, que abandonados de Dios, tan pronto buscan reemplazarle deificándose a sí mismos, como se lamentan de una existencia vacía en la que todo proyecto choca ahora con la nada. Y así, mientras re corre sus alpinos dominios, Zaratustra tropieza con distin tas especies del hombre superior, a todos los cuales invita a ir a su caverna.18
«El adivino»,19 es el anunciador de la gran fatiga, el profeta del nihilismo pasivo que se avecina tras la muerte de Dios. Este conocimiento estrangula todo proyecto, «ya nada merece la pena», «de nada sirve buscar», si encontrase un mar donde ahogarse… pero está demasiado cansado incluso para morir…
«El Papa jubilado» es el hombre que sabe que Dios ha muerto, sin embargo lo añora, en su tristeza sigue dependiendo de él. Pero del acontecimiento de la muerte de Dios no tiene por qué derivarse necesariamente la melancolía. «Cuando los dioses mueren, mueren siempre de muchas especies de muerte.» Esto alude a que el nihilismo, es decir la descreencia respecto a todas las normas. pretendidamente absolutas, encierra sentidos diferentes. Uno de ellos, es el que se expone aquí mediante la réplica de Zaratustra al viejo Papa. Dios no ha muerto asfixiado por su compasión hacia el hombre como pretende el Papa jubilado, ha sido el hombre quien ha matado a Dios; su buen gusto, que para Zaratustra es sinónimo de veracidad, no soportaba por más tiempo esa mentira que la imposibilitaba hacerse dueño de su destino. El nihilismo, es aquí, un nihilismo activo, representa la autosuperación de la moral por veracidad.
En el capítulo siguiente «El más feo de los hombres» aparece el segundo sentido de la muerte de Dios. Dios ha muerto por una venganza del hombre. El hombre no toleraba que Dios fuera testigo de su vida empobrecida, de su pequeño morir cotidiano, de ahí que ese máximo super indiscreto tuviese que morir. Ese asesinato está cometido desde el resentimiento y la voluntad de venganza. Por eso, el asesino de Dios, no es aquí el puente hacia el superhombre sino el más feo de todos los hombres. Representa el nihilismo reactivo que mata a Dios solo para poner en su lugar ese ideal de felicidad propio del último hombre, que sacraliza los valores del confort técnico y del hedonismo vulgar.
«El hombre de la sanguijuela» desconfía de todas las tesis teológicas y metafísicas, quiere ser científico, exacto, objetivo, y se especializa en el estudio de la cosa más pequeña: «¿Entonces, tú eres acaso el conocedor de la sanguijuela? —preguntó Zaratustra—. Oh, Zaratustra… eso sería una enormidad. En lo que yo soy un maestro y un conocedor es en el cerebro de la sanguijuela «El hombre de la sanguijuela ha matado a Dios para reemplazarlo por la ciencia, sin darse cuenta que es víctima de un nuevo ídolo que también le chupa la vida. Es otra imagen de nuestra vida moderna donde el hombre se rebaja a convertirse en una especifidad utilizable al servicio de la totalidad gregaria, dominada por la fiebre de la eficacia y la productividad.
«La sombra» de Zaratustra es el espíritu libre y viajero que marcha valientemente de opinión en opinión, quebrantando todos los valores solidificados que encuentra a su paso. Su osadía en el conocimiento le lleva a enfrentarse con la más cruda verdad: «Nada es verdadero, todo está permitido.» Pero esta pérdida de fe en todos los valores absolutos, si no va acompañada de la autoafirmación de nuestra voluntad creadora, conduce inevitablemente al nihilismo más desesperanzado: «Demasiadas cosas se me han aclarado: Vivir como me plazca o no vivir en absoluto, nada me importa ya.» El peligro de la lucidez extrema, la sombra que amenaza al propio Zaratustra es el nihilismo. El viajero del conocimiento, es un apátrida, no tiene ningún fondo último en el que reposar y añora el cobijo de los viejos valores en los que ya no puede seguir creyendo: ¿«Dónde está mi hogar? Por él pregunto y busco y he buscado y no lo he encontrado. ¡Oh eterno estar en todas partes, oh eterno estar en ningún sitio, oh eterno en vano!» Pero Zaratustra sí tiene raíces, conoce el lugar del que brotan los valores, y su voluntad crea dora reprendiendo a su sombra, aleja de sí la tentación que le amenaza: «Tú eres mi sombra, dijo por fin con tristeza. A los errantes como tú, incluso una cárcel acaba pareciéndoles la bienaventuranza. ¡Ten cuidado de no caer al final, prisionero de una ilusión dura, rigurosa! A ti, en efecto, ahora te tienta y te seduce todo lo que es riguroso y sólido».
Pero no solo la sombra de Zaratustra, también el resto de los hombres superiores son en conjunto sombras suyas, posibilidades de su alma, posibilidades que continuamente es necesario superar. Todos ellos representan también esa antifigura del superhombre, el hombre reactivo que habita en nosotros con el que permanentemente hemos de debatirnos.
La obra concluye de forma enigmática, pero esperanzadora. Zaratustra espera su signo y este llega: el león riente y la bandada de palomas. Frente al hombre reactivo, pues, el símbolo de la vida ascendente; el león, o la alegre tarea demoledora del superhombre que aligera la vida; la bandada de palomas, o el hombre capaz de sobrevolar más allá de las fronteras separadoras del bien y del mal, la afirmación suprema de la voluntad creadora que quiere la eterna repetición de su crear.
Si es muy cierto que la cuestión del estilo nunca es una cuestión puramente formal —«se es artista a condición de considerar como contenido, como «la cosa misma», aquello que los no artistas llaman «forma»—,20 en el caso concreto de Nietzsche, el filósofo artista, esta unidad indisoluble fue sentida de modo infinitamente más vivo que en ningún otro pensador. En Así habló Zaratustra Nietzsche hace un uso estratégico de la metáfora poética que es de índole propiamente filosófica.
Al comienzo de estas páginas, nos referíamos al uso de la máscara como táctica para quebrantar el modelo de sabiduría dogmática. La utilización del lenguaje metafórico persigue idéntico ob jetivo. Hasta ahora, la filosofía y la ciencia rechazaban la metáfora relegándola al ámbito poético. La razón de ello estriba en que tanto una como otra querían hablar con «propiedad», demostrar una verdad universal y no tratar de seducir por el uso de brillantes imágenes. Desde muy pronto la filosofía quiso marcar las distancias con la poesía. Platón expulsa al poeta a los arrabales de la ciudad; el ideal de justicia que ha de reinar en ella es incompatible con aquel que hace del engaño su profesión. A partir de este momento el divorcio entre la filosofía y la poesía se perfila cada vez más como la oposición entre el rigor y la fantasía, la verdad y el engaño, la moralidad y la inmoralidad. A la primera corresponderá el lenguaje conceptual, a la segunda 1a metáfora. La génesis del concepto como garante de la verdad, se halla pues, estrechamente ligada a la moral. Esta última se sirve de la generalidad del concepto para garantizar su universalidad. De este modo, todo un conjunto de valores ficticios, de metáforas que sirven a un sistema de intereses particulares de la voluntad de poder, consiguen hacerse pasar por verdaderas y hacerse respetar como tales. Son las mismas fuenas que han rechazado la metáfora en provecho del concepto, las que han impuesto la moral del rebaño. El objetivo que persiguen es claro: disimular el carácter ficticio —metafórico— de cualquier valor bajo la apariencia neutral del concepto para imponer la «paz» y la domesticación. Al constreñir la metáfora dentro de límites bien precisos, la filosofía primero y la ciencia más tarde, ocultan que el lenguaje conceptual es en sí mismo metafórico; pues todo conocer, conlleva ya, según la hipótesis nietzscheana de la voluntad de poder, un falseamiento de la realidad, ya que ésta es interpretada desde la peculiar perspectiva de unas fuerzas determinadas. El hombre nos dice Nietzsche, en abierta oposición a la fórmula aristotélica, es un animal metafórico. Conocer equivale a simplificar la realidad, a idealizarla «artísticamente». El concepto consiste en la disimulación de esta actividad metafórica que es consustancial al hombre, por ello, es aún más metafórico, más falso, que la propia metáfora. El uso sistemático de la metáfora por parte de Zaratustra, el inmoralista, afirma abiertamente su perspectiva, y está destinado a recordarnos que ninguna verdad, tampoco la suya, tiene validez universal. Frente al lenguaje conceptual, que se disfraza tras el manto de laneutralidad para mejor ejercer la dominación sobre el rebaño, la escritura metafórica es esencialmente aristocrática y antidogmática. Zaratustra no pretende erigirse en maestro del pueblo, no habla para todos, no busca discípulos, sino compañeros de viaje, gentes de su misma raza que le acompañen en su camino creador. La multiplicidad de metáforas que caracteriza al estilo formal de esta obra, no es otra cosa que la metáfora del contenido filosófico que en ella se encierra. Tras la muerte de Dios, queda suprimido todo centro absoluto de referencia. No habiendo ya ningún sentido fijo, puede Nietzsche utilizar muchas metáforas de la tradición e imprimirles un sentido nuevo que las subvierte desde dentro. Naturalmente, escribir desplazando el sentido habitual de las metáforas, como un «loco», es correr el riesgo, más aún quererlo, de no ser comprendido por el rebaño. Este nuevo tipo de escritura aristocrática, exige, pues, un nuevo tipo de lector. Un lector dotado del arte de «rumiar», que deletree cada símbolo, cada coma, hasta que su sensibilidad quede herida por cada una de las palabras. La escritura artística de Nietzsche, señala Sarah Kofman, eleva la lectura a la categoría de un arte. Un arte de interpretación, pues no hay lectura sin co mentario.
DOLORES CASTRILLO MIRAT
1 Véase Así habló Zaratustra, «Del leer y escribir».
2 Véase Así habló Zaratustra, «De la virtud dadivosa». Como se puede observar Nietzsche invierte aquí la frase del Evangelio de san Mateo, 10,33.
3 Véase Así habló Zaratustra, «¿De los mil y un objeto?».
4 Nietzsche: Ecce Homo, «¿Por qué soy un destino?», Alianza, Madrid, 1980, p. 125.
5 M. Foucault: «Nietzsche, la genealogía, la historia» en Microfísica del poder, la Piqueta, Madrid 1978, p. 17.
6 G. Deleuze: Nietzsche y la filosofía, Anagrama, barcelona, 1971, p. 233.
7 Así habló Zaratustra, «Del nuevo ídolo».
8 Así habló Zaratustra, «De la virtud que humilla».
9 Así habló Zaratustra, «De los virtuosos» y «De las islas bien aventuradas».
10 Así habló Zaratustra, «Del nuevo ídolo», II «De los sabios famosós», «De la chusma», III.
11 Así habló Zaratustra, «De la victoria sobre sí mismo» (pág. 127).
12 F. larruelle: Nietzsche contre Heidegger, Payot, Paris, 1977.
13 sobre la relación entre la gran política y la transvaloración véase «¿Por qué soy un destino?» en Ecce Homno, Alianza, Madrid 1978, págs.: 123-124.
14 Así habló Zaratustra, Prólogo 4.
15 G. Deleuze: Spinoza, Kant, Nietzsche, labor, barcelona, 1974, pág. 229.
16 E. Fink: La filosofía de Nietzsche, Alianza, Madrid, 1976, pág. 117.
17 Fernando savater, en su crítica de la interpretación deleuziana del eterno retorno, ha apuntado muy certeramente esta imagen que aquí recojo; pero sólo para volver a b concepción cíclica tradicional, lo cual resulta bastante incongruente si se tiene en cuenta que, en cambio, su lectura de la voluntad de poder es plenamente deudora de la deleuziana. Véase Conocer Nietzsche y su obra, Dopesa, barcelona, 1977.
18 En esta ocasión, como en tantísimas otras a lo largo de esta obra, Nietzsche parodia las metáforas tradicionales para subvertir radicalmente su contenido. En el mito platónico, el filósofo, hasta entonces encadenado al submundo de las sombras engañosas de la caverna, consigue salir de ella para acceder al luminoso mundo de la verdad. Zaratustra, el veraz, ha destruido el mito de la verdad, e invita a todos los hombres superiores a entrar en su caverna. El hombre superior conoce la muerte de Dios, la ausencia de toda verdad o fundamento último para los valores. Pero sólo aquel que quiere la ilusión y el en gaño como tales, sólo quien ha derribado el ídolo de la verdad universal, para afirmar abiertamente la propia perspectiva de su voluntad crea dora, necesariamente falsa, accede al estado del superhombre.
19 Así habló Zaratustra,«El grito angustioso» y «El adivino».
20 La voluntad de poder, & 813, Edaf, Madrid, 1981.