Antes de nada, me gustaría presentarme y contarte quién soy. Nací un cálido 3 de agosto en Guinea Ecuatorial, un diminuto país de África que fue colonia española durante muchísimos años. Por eso nuestra lengua oficial es el castellano. Concretamente nací en la capital de Guinea Ecuatorial, Malabo, en un pueblecito de no más de mil habitantes llamado Basupú Fiston, provincia de Bioko del Norte. Éramos tan pocos viviendo allí que cuando alguien estornudaba lo sabía todo el pueblo.
Todavía hoy recuerdo el olor a lluvia y tierra mojada que impregnaba su ambiente. Las copas de los árboles azotadas violentamente por las fuertes y constantes trombas de agua, las temidas inundaciones, la espesura de la vegetación salvaje, con esa mezcla de vivos colores verdes y marrones que se reflejaba en inmensos charcos, o los espesos barrizales que se formaban después de las tormentas.
En mi pueblo no había grandes edificios, solo casitas unifamiliares donde sus habitantes intentaban subsistir cultivando malanga en su propia y escasa tierra. El trueque de alimentos era la moneda de cambio entre la gente. Ahora que lo pienso, me sorprende que una práctica tan antigua se diera en mi país cuando yo permanecí allí, en los años noventa, ¡mientras se lanzaba el primer programa de Photoshop o aparecía la Super Nintendo!
Con todo, ese modo de vida tenía infinidad de cosas buenas. Una de ellas era la hermandad que se respiraba en la comunidad.
El cultivo de la tierra fomentaba entre la gente un maravilloso y sano espíritu de ayuda. Algo que, sin duda, llevo en mi ADN con mucho orgullo y que aprendí en el humilde lugar donde nací.
Por otra parte, aunque parezca increíble, vivir allí no era del todo tan aburrido. Uno de los entretenimientos preferidos de mi pueblo consistía en saberlo todo sobre la vida de los demás. Pero ¿qué más podía hacerse sin televisión, ordenadores y móviles? He de aclarar que la tecnología había llegado a Guinea Ecuatorial por esa época, pero casi nadie podía permitírsela.
Otra de las cosas que más me gustaba de mi pueblo es que a pesar de la precariedad en la que vivíamos, siempre encontrábamos un motivo para reunirnos festejar, bailar, cantar y disfrutar. Algo que, afortunadamente, ¡también llevo en mi ADN!
Para mí es importante remarcar mi origen y hablar del pueblo donde crecí. De allí guardo los mejores recuerdos de mi vida. De entre todos ellos, sin duda, en un lugar muy especial está el de mi querida abuela Antonia, con la que me crie. Ella fue una mujer con muchísimo carácter y muy valiente. Sin apenas recursos consiguió sacar adelante a sus hijos y a mí; algo de lo que le estoy infinitamente agradecida.
A esa mujer imprescindible en mi vida la recuerdo como una presencia intimidante para el resto de la gente. No es de extrañar teniendo en cuenta que era corpulenta y de rasgos faciales marcados, dos características físicas que le hacían parecer permanentemente enfadada. Quienes teníamos el placer de compartir la vida con ella sabíamos que esa imagen de mujer dura distaba mucho de su verdadera personalidad. En el fondo, mi abuela era pura sensibilidad y dulzura.
Siempre que la recuerdo pienso en su inconfundible turbante de colores y nuestras larguísimas charlas. Mi abuela Antonia era una gran conversadora y, además, hablaba por los codos. Daba igual el tema de conversación que alguien sacase, ella siempre tenía una anécdota que contar sobre él.
Yo iba a todas partes cogida de su fuerte mano: desde la finca donde ella trabajaba —mientras yo me quedaba mirándola embobada cómo labraba ese pequeño terreno de su propiedad— hasta las fiestas a las que era invitada y donde se divertía como la que más. Siempre, fuéramos donde fuéramos, yo iba cogida de su mano; si en alguna ocasión me la soltaba, sentía su mirada anhelante buscando la mía para no perderme de vista. En todo momento notaba su protección maternal.
Te cuento un pequeño secreto: creo que yo era su nieta favorita y hoy como ayer siento que de alguna forma me sigue protegiendo y observando.
Todavía percibo la paz que me arropaba entonces y sé que, pase lo que pase, mi abuela siempre está velando por mí. Noto su mano protectora que me hacía y me hace no tener miedo a nada; la confianza que me motivaba a ser una niña curiosa con ganas de descubrirlo todo.
Aunque vivimos pocos años juntas, los recuerdos de mi infancia con ella en el pueblo son incontables. Uno de los que tengo más presentes es cómo se enfrentaba a mi padre, quien tuvo una aventura con mi madre estando casado con otra mujer. Fruto de ese romance nací yo. En mi país las relaciones extramatrimoniales estaban mal vistas, así que mi padre intentó ocultar mi existencia.
Mi abuela se enfrentaba siempre a él porque apenas venía a visitarme; él vivía en la ciudad con su mujer legal y sus hijos. En las ocasiones que él visitaba a mi madre, mi abuela le obligaba a cumplir con su deber como padre, es decir, a que prestara ayuda económica para mi crianza, ya que mi madre no tenía recursos suficientes. Esa fue la verdadera razón por la que ella se fue del pueblo, para intentar ganarse la vida, y me dejó a cargo de mi querida abuela.
La abuela Antonia no solo se enfrentaba a mi padre para conseguir dinero o comida para mí, sino que luchaba contra el mundo entero si hacía falta con tal de que no nos faltase de nada a todos los que vivíamos con ella (y te aseguro que éramos unos cuantos).
Su principal objetivo era que, a pesar de ser una familia muy pobre, no pasásemos hambre. La abuela Antonia era de armas tomar y, tan pronto plantaba malanga (un tubérculo típico de mi país) en una pequeña parcela como regateaba en el mercado hasta conseguir lo que quería. Mi padre y medio pueblo la temían con solo verla aparecer porque ya sabían cómo se las gastaba.
He de confesarte que me gusta pensar que heredé gran parte de su carácter. Siempre he admirado ese «don de gentes» con el que estaba bendecida y por el que era capaz de revolucionar a todos con su sola presencia. Pasan los años ¡y sigo sin conocer a alguien con tanto poder de persuasión!
Mientras la recuerdo y escribo estas líneas, estoy sonriendo y llorando al mismo tiempo. Con ese remolino de sentimiento dentro de mí, le dedico, principalmente a ella, este libro; por todo lo que me marcó y porque luchó por mí hasta su último aliento.
Una vez leí que las abuelas deberían ser eternas. Bueno, la mía de algún modo lo es: siempre la recuerdo y ese recuerdo es el gran motor que impulsa mi vida. Cuando ella falleció, me fui a vivir a la ciudad con mi madre. Sin duda, un gran cambio en mi vida; uno de los muchos que se sucederían en los siguientes años. Allí fui testigo de todo lo que ella se esforzaba por trabajar día y noche para que no me faltase de nada y tuviera una vida más que digna y confortable.
Por aquella época, mi madre rondaba la treintena. Es muy curioso, pero en aquel tiempo comencé a verla de otro modo. Cuando venía a visitarnos al pueblo, yo nunca me fijaba en sus rasgos o en su manera de comportarse. Sin embargo, a partir de mi convivencia con ella en la ciudad, empecé a reparar en pequeños detalles que hasta ese momento me habían pasado inadvertidos: su elegante delgadez, la expresión relajada de su rostro o la eterna melena corta y rizada que tanto me gustaba.
Mi madre era una mujer infatigable. Por muy cansada que estuviese, todos los domingos ponía música a todo volumen (a poder ser Pimpinela) y con esa banda sonora hacía la limpieza de nuestra casa.
Mientras cantaba a todo pulmón aquella canción de «olvídate y pega la vuelta», yo la observaba en silencio, maravillada por contemplar esa escena doméstica con la que mi madre, por increíble que parezca, me transportaba a un mundo de fantasía. Una vez que acababa las tareas de la casa se ponía su mejor vestido tradicional, confeccionado con tela wax (el tejido típico de África), se maquillaba y nos íbamos a misa o a pasear.
Mientras llevaba a cabo ese delicado ritual, yo la miraba embelesada y memorizaba el modo en que cuidaba hasta el más mínimo detalle de su atuendo. La recuerdo con su vestido favorito de color verde —con un estampado de peces y unas hombreras que estilizaban mucho su figura—, sus anillos dorados y una manicura perfecta. Era una chica con muy pocos recursos, pero no por ello menos presumida. Siempre estaba perfectamente arreglada y causaba sensación allá donde iba.
Es más que evidente que de ella heredé mi amor por la música, mi creatividad (la suya consistía en personalizar canciones añadiendo como coletilla su nombre a las estrofas) y también mi pasión por la moda.
Por aquella época, fui por primera vez al colegio. No me gustaba nada asistir a clase y lloraba a moco tendido cada vez que tenía que ir. La razón de mis berrinches es que odiaba la hora del recreo y lo que allí me ocurría. Cuando llegaba ese momento, quien más y quien menos sacaba unos bocadillos de los que asomaban los mejores embutidos. Mi madre me preparaba siempre un triste bocata de chocolate, que no me gustaba nada. Sé que es difícil de entender, pero ella, para que durase, le echaba aceite al chocolate. Una más que dudosa (pero imaginativa) manera de alimentarme. Yo detestaba ese sabor, que se hacía más amargo de lo que ya era de por sí cuando llegaba el momento de ver a los demás niños con sus superbocadillos.
Así como te digo que mi abuela era un torbellino, mi madre era un remanso de paz. Y la verdad es que la vida no se lo había puesto nada fácil para tener ese carácter.
Mi madre me tuvo muy joven y trabajó duro desde entonces para labrarse un futuro. Además, era una persona muy confiada y eso le jugó malas pasadas en más de una ocasión.
Su atractivo innato llamaba muchísimo la atención de los hombres, y al poco tiempo de que yo comenzase a vivir con ella se quedó embarazada de nuevo. Ni que decir tiene que ese niño supuso una revolución en nuestras vidas, porque si a duras penas salíamos adelante nosotras dos, imagínate con un miembro más en la familia.
Con una situación tan complicada, mi madre pidió a mi padre y a la pareja de este por aquel entonces que se hiciesen cargo de mí, ya que a ella le resultaba económicamente imposible. Y así fue como me separé de mi madre por segunda vez, cuando yo apenas tenía siete años. Recuerdo que ese día fuimos a visitar a mis hermanos a casa de mi padre y de su mujer (por cierto, mi madre y ella tenían una relación cordial), y a la hora de marcharnos mi madre me dijo que yo debía quedarme allí durante unos días, que ya volvería a por mí. La realidad es que esos días se convirtieron en meses. Ella no mintió y sí vino cada poco tiempo a verme y traerme ropa, pero nunca me llevó de vuelta a nuestra casa.
Y así, poco a poco, me fui haciendo a la idea de que aquel sería mi nuevo hogar. Yo no entendía lo que estaba sucediendo y siempre terminaba llorando cada vez que mi madre se marchaba sin mí después de sus visitas a la casa de mi padre.
Yo necesitaba seguir teniendo nuestros momentos a solas, cantando o haciendo lo que fuese con ella, verla arreglarse para salir, en fin, todas esas cosas que yo tanto añoraba.
Ella siempre me prometía que volvería a por mí. La verdad es que sí volvía, pero solo de visita.
A pesar de todo, cuando nos veíamos, ella se encargaba de que me lo pasase genial. Dentro de sus posibilidades, me compraba dulces o, simplemente, paseábamos cogidas de la mano. Yo no quería que esos ratos acabasen, pero siempre llegaba el momento de regresar a casa de mi padre muy a nuestro pesar.
Con el tiempo me he dado cuenta de que, en ese sentido, el comportamiento de mi madre es para mí una de las mayores pruebas de amor que tuve por su parte. Ella aceptó que no contaba con los medios para darme un futuro mejor y, a pesar del dolor tan desgarrador que debía de suponer separarse de mí, actuó de una manera admirable y serena.
La unión tan especial que tenía con ella se rompió trágicamente el día en el que me dijeron que ella había muerto. Por entonces yo vivía con mi padre y su mujer en una casa enorme, con quince personas más, entre los que se contaban los hijos que mi padre había tenido en matrimonios anteriores, también hijos de su mujer en aquel momento y algunos miembros del servicio. Mi padre formaba parte del equipo de gobierno y tenía suficientes recursos para mantenernos a todos.
Ya supondrás el cambio tan grande que fue para mí pasar de vivir sola con mi madre en una casita muy humilde a convivir con muchísimas personas en una gran casa con todas las comodidades. A mi nueva casa no le faltaba ni un detalle. Recuerdo que nos sentábamos en unos sofás kilométricos forrados con fundas de diferentes colores. También que mi madrastra tenía fijación por las cortinas muy coloridas —las cambiaba según el mes— y en Navidades vestía la casa con unas especiales de seda y mucha purpurina.
Como comprenderás, al principio me sentía fuera de lugar allí. Pero, a decir verdad, me adapté pronto a mi nueva situación porque algunos de mis hermanos eran casi de mi misma edad y podía compartir con ellos vivencias y juegos. Mi padre pasaba mucho tiempo fuera de la ciudad por trabajo. Cuando volvía de sus viajes nos traía un montón de juguetes, como combas de saltar y muñecas, con los que nos pasábamos horas y horas jugando. También nos hacíamos pasar por los protagonistas de las telenovelas o de los programas de televisión del momento y nos metíamos con mucho empeño en los papeles de los diferentes personajes. A mí me gustaba interpretar a una profesora de canto, muy estricta con la afinación de mis alumnos… ¡Qué paciencia tenían mis hermanos conmigo!
Pese a que éramos unos niños privilegiados y no nos faltaba de nada para divertirnos, nuestro pasatiempo favorito consistía en bañarnos bajo la lluvia; no porque no tuviésemos ducha, sino porque para nosotros era un momento mágico. Cuando comenzaban a caer las primeras gotas, salíamos de casa corriendo, nos deslizábamos por una especie de rampa, que el agua convertía casi en un tobogán, e íbamos a toda prisa a buscar a amigos que compartían nuestra afición por calarnos hasta los huesos.
La relativa felicidad que yo experimentaba en la casa de mi padre junto a mis hermanos se interrumpió bruscamente por la muerte de mi madre.
Cuando ella falleció, yo acababa de cumplir nueve años. Como todas las semanas, esperaba ansiosa y emocionada su visita. Además, en aquella ocasión me sentía especialmente ilusionada por verla porque le había guardado un trozo de mi tarta de cumpleaños. Nunca pude ofrecerle ese trozo de tarta y tampoco los besos que tanto necesitaba darle.
Nunca supe cuál fue la causa exacta de su muerte. Las personas de mi entorno más cercano solo me dijeron que estaba muy enferma en el hospital y que había muerto por esa enfermedad. Tampoco me llevaron a su entierro. Me imagino que la reciente muerte de mi abuela contribuyó a que quienes velaban por mi bienestar en ese momento tomaran esa decisión. Estoy segura de que, de ese modo, quisieron evitarme más dolor.
La noche de la muerte de mi madre soñé con ella. Siempre he pensado que ese sueño fue su manera de despedirse de mí.
Como en una nebulosa, la vi a lo lejos en una calle, mirándome con ternura. De repente, su imagen desapareció entre la muchedumbre, cubierta con una sábana blanca. Recuerdo que su mirada estaba llena de paz y eso me sosegó aquella terrible noche.
Desde la muerte de mi madre ya nada fue igual. El vacío que sentí entonces, y que aún siento hoy, es tremendamente hondo e inexplicable. Me hace falta en muchísimos momentos, y no está. A pesar de la tristeza que me acompaña siempre, sé que ella me guía y me protege allá donde esté.
Tras la muerte de mi madre me volví una niña algo revoltosa. Así que ya te imaginarás que castigarme estaba a la orden del día. También que me recordasen continuamente lo afortunada que era de poder vivir en una casa tan maravillosa como la de mi padre.
La mujer de mi padre le prometió a mi madre en su lecho de muerte que se haría cargo de mí. Por eso, cuando por las circunstancias que ahora te contaré vino a vivir a España con los tres hijos que tuvo con mi padre, cumplió su promesa y me llevó con ella.
Esperanza, mi hermana pequeña, había nacido con síndrome de Down, una enfermedad un tanto desconocida en mi país de origen. Puesto que mi padre tenía los medios necesarios para pagar el traslado de ambas y los gastos médicos, se decidió que madre e hija viajaran primero y que después nos trasladáramos mis hermanos Pilar y Gregorio y yo.
Así, en enero de 1999 llegué a España. Lo primero que recuerdo del país fue el inmenso frío que hacía. En Guinea Ecuatorial es verano todo el año, y no teníamos ropa invernal. Te puedes imaginar los tiritones que íbamos dando todos al bajar del avión en el aeropuerto de Barajas, en Madrid, en pleno mes de enero. Desde aquel día detesto el invierno.
Ya en España, al contrario de lo que yo podía imaginar, enseguida me di cuenta de que mi vida allí iba a ser muy difícil. A mis doce años tuve que hacerme cargo de las tareas de la casa y del cuidado de mis tres hermanos mientras mi madrastra compaginaba varios trabajos.
Nuestra manera de vivir cambió radicalmente porque, al poco de instalarnos en España, mi padre rehízo su vida en mi país, dejó de ayudarnos económicamente y cortó el contacto con nosotros.
Por supuesto, esta noticia supuso un golpe muy duro para mi madrastra, que pasó de tener un nivel de vida bastante alto a trabajar de sol a sol para mantener a cuatro niños ella sola y en un país nuevo. Si a toda esa frustración que debió de acumular le sumas que yo era hija del hombre que la había abandonado, es muy comprensible que ella sintiera mucha rabia. Lo que no es comprensible ni aceptable es que esa rabia la descargara conmigo.
Años después, la situación empeoró para mí. Mi madrastra trajo a España a su hermana para que la ayudase. Ella y su marido nos pegaban, nos castigaban sin comer muchos días y nos daban comida podrida algunas veces. Era tal la maldad de esas dos personas que más de una vez yo terminaba llorando desconsolada y les decía que quería morirme como mi madre. Por duro que me resulte contarlo, he de confesar que también pensé en tirarme por unas escaleras, con la idea de quitarme de en medio. Nunca llegué ni siquiera a intentarlo, me frenaba el sentido de la responsabilidad que tenía hacia mis hermanos. Siempre me decía a mí misma: «Si yo desaparezco, ¿quién va a mirar por ellos?».
Con el tiempo aprendí a crearme un escudo imaginario para protegerme de esos golpes físicos y psicológicos.
Esta estrategia de supervivencia me sirvió para enfrentarme a todo lo que me sucedería años más tarde. Si tuviera que describir mi escudo protector diría que es parecido a una cúpula de cristal irrompible en la que solo habito yo. Interiorizar esta imagen y darle forma como idea es mi manera de protegerme de la maldad y la negatividad de la gente.
No sé si alguna vez has practicado la meditación, pero la sensación de estar dentro de mi escudo protector es muy similar a lo que siento cuando medito: me aíslo de todo y consigo crear un micromundo donde el ruido exterior no me afecta. Una vez leí una frase que me encantó y que está relacionada con esta idea: «No te enfades. La gente no te hace cosas; la gente hace cosas, y tú decides si te afectan o no».
Como te iba diciendo, mi vida en casa de mi madrastra era un auténtico infierno. Con esa situación, te puedes hacer una idea de que estudiar era para mí poco menos que imposible. Tenía todos los impedimentos para acceder a una educación. Aun así, las circunstancias no fueron un límite para mí.
Yo quería estudiar e hice todo lo posible para conseguir ese objetivo. Con mucho esfuerzo y tesón conseguí graduarme en Administración y Finanzas, y poco después encontré trabajo como administrativa.
Mientras trabajaba, en España comenzó el auge de los blogs de moda. Como ya te he dicho, siempre me ha encantado este sector y empecé a hacerme fotos de mis looks diarios, que subía a un blog. En 2013 tuve unas cien visitas en mi blog. Por entonces, aquella cifra me pareció un sueño. Poco tiempo después tripliqué esa cantidad, lo que hizo que ciertas marcas se fijaran en mí y me pidieran que colaborase con ellas. Una auténtica pasada…
En ese momento compaginaba mi trabajo de administrativa con mi blog, pero fue tal la cantidad de colaboraciones que empecé a tener a raíz de compartir mis looks, tanto en mi blog como en mis redes sociales, que llegó un momento en que tuve que escoger entre mis dos trabajos.
Por supuesto, elegí dedicarme al mundo de la moda, que tantas alegrías me estaba dando y que siempre había sido mi verdadera pasión.
Al principio estaba muy perdida porque no conocía a nadie en ese mundillo, y este es un sector donde la gente se mueve por contactos. Yo era «la nueva»; la chica negra que había irrumpido con fuerza en los mejores eventos. Cuando me presentaba en ellos, por regla general siempre me preguntaban lo mismo: «Y tú ¿qué haces aquí? ¿A ti quién te ha invitado?». Sinceramente, eso me hacía sentir como una acoplada, a pesar de que no lo era, porque yo tenía mi invitación correspondiente y ocupaba mi sitio por méritos propios.
En esos actos se creaban grupitos, como en los patios de colegio, y yo no pertenecía a ninguno; no porque no quisiera, sino porque no me daban la opción. Yo siempre he sido muy extrovertida y allá donde voy intento interactuar con todo el mundo, cosa que en ciertos ámbitos parece que no está bien visto... En una ocasión, en un evento del hotel Palace de Barcelona nos sentaron a todos los asistentes en diferentes mesas. Al llegar saludé, mesa por mesa, a todas esas personas que ya conocía de haber coincidido con ellas en otras reuniones similares. Para mi sorpresa, la mayoría no me contestó o fingió no verme.
Los «numerazos» de este tipo eran frecuentes. Llegó un momento en el que me planteé si de verdad merecía la pena dedicarme a este sector, porque, aunque me gustaba acudir a los desfiles y compartir mi visión de la moda, el trato tan frío que recibía por parte de mis colegas no me gustaba nada. Por eso comencé a valorar qué opciones reales tenía de seguir en el mundo de la moda, pero con un enfoque distinto.
Un día concerté una cita con una experta en redes sociales. En resumen, ella me dijo que abandonara, que no tenía ninguna posibilidad porque el mundo de las influencers de moda estaba monopolizado por las niñas bien. Textualmente me dijo: «Adri, yo si fuera una marca no apostaría por ti: solo interesan las chicas de la alta burguesía».
Como comprenderás, salí de aquella reunión completamente hundida. Esas palabras me las había dicho una persona que sabía mucho del sector. Si ella veía claramente que mis posibilidades profesionales eran nulas, ¿para qué continuar?
De repente, todas mis ilusiones se desvanecieron.
Aquel día lloré en el hombro de mi pareja hasta casi deshacerle la camiseta. Bueno, a decir verdad, solo lloré un rato. Me sequé las lágrimas rápidamente y decidí convertir esa tristeza en fuerza. Como decía Will Smith en la película En busca de la felicidad, «Nunca dejes que nadie te diga que no puedes hacer algo, ni siquiera yo. Si tienes un sueño tienes que protegerlo. Las personas que no son capaces de hacer algo te dirán que tú tampoco puedes. Si quieres algo, ve a por ello y punto».
Si las palizas de la hermana de mi madrastra no habían podido conmigo, mucho menos lo iban a hacer unas simples palabras, por muy experta que fuera la persona que las había pronunciado. Yo no era de la alta burguesía, pero sí había creado una pequeña comunidad en mis redes que se interesaba por lo que yo hacía. No rendirme era un deber para conmigo misma y para con todas esas personas.
Años más tarde, esa persona se disculpó conmigo y me explicó que el día en que nos reunimos, ella no pasaba por su mejor momento. Por supuesto, acepté su disculpa.
Es más, en parte le estoy agradecida de que fuera tan dura conmigo: sus palabras me sirvieron para armarme de valor y ganas de demostrarme a mí misma que sí podía alcanzar mi sueño.
Un blog de moda implica, entre otras muchas cosas, acudir a desfiles y a eventos. En una de esas ocasiones coincidí con una presentadora de televisión que me propuso ser su estilista. Sin duda, aquello supuso un cambio de rumbo en mi vida laboral y el comienzo de una nueva e interesante etapa para mí. Fue entonces cuando comencé a compaginar mi trabajo de modelo en campañas publicitarias de muchas marcas con ser estilista de varios programas de televisión.
Gracias a mi experiencia y desparpajo, no solo creé estilismos para presentadores y colaboradores de televisión, también intervine como comentarista de moda ante las cámaras. Y casi sin darme cuenta, trabajando en televisión, descubrí que me encantaba ese mundo. Por eso siempre que me surgía la posibilidad de colaborar con algún programa de ese medio, lo hacía encantada y disfrutaba mucho con ello.
Como ves, no tuve una infancia de color de rosa. Después de todo lo que viví en mi niñez y en parte de mi adolescencia, no tuve otra alternativa que buscar estrategias para no sufrir más y seguir adelante. Mi superidea para conseguir este objetivo fue imaginarme que yo tenía un escudo protector que me acompañaría durante toda mi vida. Interioricé desde muy pequeña que estaba sola, sí, y siempre me decía a mí misma que yo era mi única salvación. Pero también hice propia una manera de encarar tantos momentos duros: aprendí que yo era mi mejor amiga, que nadie me conocía mejor que yo misma y que debía hacer todo lo necesario para salvarme y sanarme del daño que había sufrido.
En un punto crucial de mi vida, decidí dejar atrás mi tristeza, seguir luchando, ser positiva, realista y práctica, y guiarme por mi instinto y mi corazón. Esta decisión me hizo salir de mi aislamiento emocional, ver el mundo de otra manera. De ese modo he conseguido ponerme en la piel de los demás y ofrecerles mi ayuda cuando la necesitan.
Entender la vida con generosidad y sin ira por todo lo que me sucedió en mi infancia me permite vivir de un modo más espiritual y psicológicamente más sano, y hace que siempre quiera enfrentarme a retos arriesgados e interesantes con pasión; uno de los que más me ha ilusionado en los últimos tiempos ha sido escribir este libro.
¿QUÉ HACES TÚ PARA PROTEGERTE?