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—¿Habéis oído lo de Marruecos? El Ejército se ha sublevado.

África miró a Luis, que acababa de echar dos terrones de azúcar al café solo, negro como el carbón, recién servido en un vaso color ámbar de Duralex. La cucharilla detuvo su movimiento circular, como lo hizo el corazón de los presentes. Otra vez esas tres palabras juntas: ejército, sublevación, Marruecos. Después de casi dos años, volvían a hermanarse en una frase. Esa terna maldita heló el caluroso ambiente que se respiraba en la primera quincena de julio de 1936 en Barcelona y, en general, en toda España.

Luis recogió la mirada de su compañera y la rebotó hacia su amigo Antonio López Raimundo, en cuya casa de la Ciudad Condal la pareja estaba pasando unos días. Los tres se habían hecho muy amigos desde que el madrileño salió de prisión y conoció a Antonio, un maño afincado en Barcelona, miembro del Sindicato de Banca y Bolsa de UGT y afiliado a la Federación Catalana del PSOE. Luis había estado en la Modelo de Madrid desde octubre de 1934 hasta la amnistía que declaró el Frente Popular de Manuel Azaña para más de treinta mil presos políticos, tras ganar las elecciones del 16 de febrero de 1936, donde la izquierda venció en las urnas por un estrecho margen de diferencia sobre la derecha. África fue a visitarle a la cárcel todos los días, no solo para infundirle ánimos y, de paso, despertar la envidia de los compañeros de prisión por la belleza de la mujer de Luis —así la consideraban todos, entre ellos un joven Santiago Carrillo y el propio Amaro que, repatriado desde Portugal, fue juzgado y condenado a veinte años de prisión y que también ingresó en la Modelo—, sino para llevarle los periódicos, algo de comida y, sobre todo, actuar de enlace con el exterior para mantenerle al corriente de lo que pasaba en la calle y continuar con la lucha obrera. Entre los tres había surgido una amistad sincera, más allá de la política.

Antonio llegó con la radio en la mano y la colocó sobre la mesa, entre los platos y vasos. Entró en la cocina a medio afeitar, con una camiseta blanca de tirantes y la toalla al hombro; la noticia le había sorprendido aseándose en el cuarto de baño después de la siesta preceptiva tras la comida del sábado. No conseguía sintonizar la emisora para obtener un sonido limpio y libre de estática, no sabía si por los nervios o porque sus manos, en las que quedaban restos de jabón, no eran diestras con los aparatos. Fue África la encargada de hacerlo. Como siempre decía Luis, «sus dedos logran la magia». Así supieron que el día anterior, viernes 17 de julio, se produjo una sublevación de los militares en el Protectorado español de Marruecos. Se había declarado el estado de guerra, ocupado los edificios oficiales, procedido a la detención de algunos líderes republicados, representantes del Frente Popular e incluso civiles que habían mostrado su ideología de izquierda. Ceuta y Tetuán también habían caído en manos de los militares rebeldes. Esa tarde del 18 julio, el general Queipo de Llano hizo lo propio en Sevilla, y posteriormente Cádiz, Córdoba, Granada y otras ciudades españolas irían cayendo como fichas de dominó. Todo bajo las órdenes del general Francisco Franco.

Cuando Luis escuchó ese nombre en la voz del locutor, descargó un puñetazo sobre la mesa de la cocina.

—¡Joder! El puto Franco otra vez —gritó sin poder contener el exabrupto. No era habitual oírlos de su boca, pero ese déjà vu no le gustaba nada—. Solo nos falta que aparezca el general Goded con toda la tropa como hicieron en el 34, y mañana mismo tenemos a los regulares y a la Legión en las calles. —Miró a África y los dos pensaron en la misma persona: el capitán Arbat.

—Quizá no vaya a mayores y sea una machada más de los de siempre, un toque de atención —comentó sin convicción, sin ni siquiera creérselo ella.

—Claro, eso dijeron el PSOE y Largo Caballero después del fracaso de la revolución de octubre: que ellos solo habían animado a hacer una huelga pacífica y que algunos se desataron, ¿cómo fue lo que dijeron?... ¡Ah, sí! Una «reacción espontánea de los obreros» ante el miedo al fascismo que representaba la CEDA —tiró Luis de ironía. Había pasado el tiempo suficiente en prisión para analizar todo lo que había sucedido en octubre de 1934 y reconocer los fantasmas del pasado proyectados sobre el presente.

—Pero ¿contra quién se levantan? ¿Contra los suyos? —preguntó África.

—Contra el Gobierno de la Segunda República y el Frente Popular. Esos no son los suyos, aunque ahora trabajen bajo sus órdenes —respondió Luis.

—Creía que la defensa del Estado era lo suyo —intervino Antonio.

—Yo también creía en la revolución del 34, y mira. Mucho me temo que de aquellos lodos...

—Esto de Marruecos y los militares huele más a un intento de golpe de Estado —le rebatió su amigo, mientras terminaba de quitarse el jabón de la cara con la ayuda de la toalla que traía colgada al hombro y se servía un café—. Hasta donde yo recuerdo, en Asturias no querían apoderarse del Estado, sino derrocarlo.

—Eso se lo dices a Companys, a ver qué quería hacer él cuando declaró la independencia en el 34, porque a mí no me suena a querer derrocar nada, más bien a apropiárselo.

—Salgamos a la calle. Estas cosas se viven mejor pisando el asfalto —propuso África. Empezaba a cargarle tanto debate basado en informaciones aún confusas.

Los tres salieron de casa. Los tres iban armados. Se convencieron de que era una medida de precaución después de lo que habían vivido y de lo escuchado en la radio. África ocultaba en su cintura una «sindicalista», como llamaban a la pistola Star fabricada por el ejército francés y que era fácil de conseguir en el mercado negro, al menos si se tenía contactos, y tanto ella como sus amigos los tenían. La idea era tomarle el pulso a la ciudad antes de dirigirse a la sede de la UGT para encontrarse con los compañeros y conocer cuál era la situación real y las directrices de actuación.

El viento cálido de aquella tarde de sábado en la Ciudad Condal acarició la piel de África al entrar en las Ramblas. Respiró una bocanada de aire que percibió cargado. De nuevo, esa sensación de que algo estaba a punto de estallar aunque, de momento, la ebullición se mantenía a fuego lento, o quizá no tanto. Al pasar por la plaza del Comercio ya habían observado las primeras barricadas, que se iban multiplicando a cada paso que daban. En las calles se podían ver los carteles publicitarios que anunciaban la Olimpiada Popular, la Semana Popular de Deportes y de Folklore que se había organizado en Barcelona del 19 al 26 de julio, para mostrar su repulsa a los Juegos Olímpicos de Berlín que se celebrarían en agosto en la Alemania nazi de Hitler, con un sesgo fascista y claramente racista; las leyes de Núremberg impedían la participación de los judíos y no ponían las cosas fáciles a los deportistas negros ni tampoco a las mujeres. Una excepción fue el caso de la esgrimista alemana Helene Mayer, de origen semita y asentada en Estados Unidos; su apariencia aria y su condición de medio judía fue la coartada perfecta para que Hitler cediera ante el COI y permitiese su presencia, con la condición de que realizara el saludo nazi en el podio en caso de ganar algún metal, como sucedió cuando Mayer obtuvo la medalla de plata.

En aquellos carteles dominaban los colores rojo, amarillo y azul, y unas figuras animadas que representaban la diversidad racial y de sexo sostenían una gran bandera blanca en la que podía leerse OLIMPIADA POPULAR. Querían reivindicar el espíritu deportivo de las olimpiadas, ahondando en el mensaje de paz y solidaridad entre las naciones participantes. La gente en la calle se refería a ella como la Olimpiada Roja, y se habían impreso sellos, postales e incluso chapas representativas que muchos llevaban prendidas en las chaquetas. El día anterior, África había visto una avioneta sobrevolar el cielo barcelonés con las palabras «Olimpiada Popular» escritas en la parte inferior de las alas. La Generalitat, con su presidente Lluís Companys a la cabeza, se involucró en el proyecto y tanto el Gobierno español como el francés financiaron parte de los eventos. Desde hacía horas, cerca de seis mil deportistas de veintitrés delegaciones distintas habían llegado a la ciudad para participar; solo Francia envió a más de mil quinientos atletas. Prometían una Olimpiada Popular abierta al mundo, sin restricciones por razones de nacionalidad —incluso llegaron deportistas de países aún no reconocidos como Palestina o Argelia—, raza, religión o sexo, donde a las competiciones de atletismo, ajedrez, ping-pong, fútbol o pelota vasca se les sumaban espectáculos folclóricos de baile escocés, canto tirolés o teatro suizo.

Al pasar ante el Palau de la Música, vieron salir de su interior a un grupo cargado con instrumentos musicales: eran los miembros de la Orquesta Pau Casals, que habían estado ensayando la Novena sinfonía de Beethoven con la que pensaban inaugurar la Olimpiada Popular en el teatro Grec en tan solo unas horas. Las noticias sobre el levantamiento militar les habían arruinado la interpretación de la «Oda a la alegría», convirtiéndola, más que nunca, en el último movimiento. Cerca de ellos, África distinguió a un joven que formaba parte del Comité Organizador de la Olimpiada, un muchacho simpático, guapo y deportista, de nombre Ramón Mercader, al que había conocido hacía unos días cuando los presentó una compañera de partido, mientras tomaban un vermut en un bar de la calle Guifré. Ya entonces le llamó la atención su personalidad arrolladora, su verborrea incontrolada, su intención de agradar y su físico atlético encerrado en su más de metro ochenta de estatura. Cuando el joven abandonó el lugar, su acompañante le dijo que era el hijo de Caridad Mercader, una conocida militante comunista, combativa y muy bien relacionada, que pertenecía a una importante familia de la burguesía catalana a la que había dado la espalda por el movimiento revolucionario. A Ramón le habían detenido en junio de 1935 en el mismo bar donde se hallaban, el Joaquín Costa, cuando estaba reunido con otros miembros de las Juventudes Comunistas de Barcelona bajo la tapadera de ser una asociación cultural: la Peña Artística y Recreativa Miguel de Cervantes. Lo enviaron a la prisión valenciana de San Miguel de los Reyes, de donde había salido hacía cinco meses, como casi todos los presos políticos, gracias a la amnistía decretada por el Gobierno. «Y se lo rifan todas las mujeres de Barcelona —añadió la acompañante como parte del perfil biográfico—. Pero supongo que eso a ti no te importa. Tú tienes a Luis», añadió con cierta sorna.

Aquella tarde de sábado, África notó a Ramón algo excitado y contrariado al mismo tiempo.

—Acaban de suspender la inauguración oficial de la Olimpiada Popular. Esta mañana hemos hecho alguna prueba, pero Pau Casals acaba de interrumpir el ensayo del concierto programado para mañana. Lo han aplazado todo al martes, pero no sé si en cuatro días... Todo este trabajo, para nada. Tengo a los deportistas nacionales e internacionales que no saben qué hacer, si salir del país o quedarse; de hecho, muchos no han podido entrar en Barcelona, unos por miedo, otros por precaución y muchos porque no los han dejado. Algunos se preguntan si esto habrá sido cosa de los fascistas, que no quieren que celebremos esta olimpiada. Esta noche algunos nos quedaremos en el Estadio Olímpico por si podemos ayudar en algo. No sé qué va a pasar, lo que sí sé es que algo gordo va a suceder —le explicó mientras se detenía un poco más en la belleza de sus facciones, algo que había intentado evitar el día que los presentaron—. ¿Y tú? ¿Te quedas o te vas?

—Yo siempre estoy donde tengo que estar —aseguró África, que había comenzado a contagiarse de la excitación callejera.

No esquivó aquella mirada inquisidora de Ramón, incluso le divirtió su abierto descaro. En ese momento, y sin encontrarle una clara explicación, deseó que la orquesta siguiera tocando la Novena sinfonía en el Palau y que Ramón la hubiera invitado a los ensayos.

—Entonces, supongo que nos veremos por aquí —apostilló el joven Mercader a modo de despedida, quizá un poco apresurada al ver cómo se acercaban Luis y Antonio. Los saludó y les estrechó la mano antes de alejarse de ellos.

África le siguió con la mirada hasta que desapareció entre el gentío. Se preguntó dónde iría, ya que las calles laterales estaban casi todas bloqueadas y cortadas.

—Es buen chaval, aunque su madre le tiene un poco perdido. A él y a todos sus hijos, a los cinco —reveló Antonio, que consideró que se había quedado corto e intentó remediarlo—: En realidad, a toda la familia. La Mercader es mucha Mercader; quizá demasiado.

El recuerdo de las notas de la Novena sinfonía en re menor acompañó a África en su caminar por Barcelona, musicalizando cada visión, cada rostro, cada palabra, cada gesto. El carácter revolucionario de sus cuatro movimientos —por primera vez en una sinfonía el compositor introdujo la percusión y la voz humana en forma de coro y cuatro solistas, en el emocionante momento de la «Oda a la alegría»— comulgaba con el espíritu rebelde y convulso que invadía cada rincón de la ciudad. Los contrastes, el dramatismo, la violencia y el carácter liberador y explosivo parecían traspasar la partitura y asentarse en las calles, entrando en cada edificio y barnizando cada adoquín. Su sordera no le impidió a Beethoven escuchar el bramido revolucionario que impregnaba los tiempos en que la compuso: principios del XIX. Él mismo dirigió el estreno de su Novena sinfonía cuando ya estaba sordo, por lo que no pudo oír los aplausos del público al terminar el cuarto movimiento; sus músicos tuvieron que advertirle de que se girara en su púlpito de director de orquesta y recibiera las loas. El hombre que había iniciado y escrito la revolución musical no pudo escucharla, pero permitió a otros sentirla. Ahí nació su leyenda. África de las Heras no quería que le sucediera lo mismo. Quería ser parte de aquella revolución social y vivirla con los cinco sentidos.

Al día siguiente, la radio volvía a colocar la realidad en la calle. África no había pasado buena noche. Estaba inquieta. Apenas había podido dormir. No gozaba del sueño profundo y reparador de Luis, que quizá se había acostumbrado a los ruidos ambientales durante su estancia en prisión. Por un instante, agradeció que sus ronquidos sofocaran otros sonidos de la noche, cargada de notas bélicas. Cuando el reloj marcaba algo más de las cinco de la madrugada, le pareció escuchar el eco de unos disparos lejanos y algunas explosiones. Elucubró si serían en el Estadio Olímpico de Montjuïc. Pensó en Ramón Mercader. En su cabeza, Beethoven ya no sonaba.

El locutor de Radio Barcelona empleaba un tono épico, quizá innato o quién sabe si llevado por los acontecimientos o por alguna consigna dada antes de situarse ante el micrófono: «Barceloneses, el momento tan temido ha llegado. El Ejército, traicionando su palabra y su honor, se ha levantado contra la República. Para los ciudadanos de Barcelona ha llegado la hora de las grandes decisiones y los grandes sacrificios: destruir este Ejército faccioso. Que cada ciudadano cumpla su deber».

África entró en la habitación que compartía con Luis, y vio que continuaba durmiendo. Pensó en despertarlos, a él y a Antonio, y contarles lo que estaba diciendo la radio. Ambos habían estado la noche anterior reunidos junto a otros compañeros de la UGT, sentando las líneas de actuación en el probable caso de que el golpe militar se hiciera fuerte en Barcelona, mientras otros del sindicato preparaban bombas caseras con la dinamita conseguida en el puerto. Finalmente, decidió dejarles dormir. Se convenció de que no tenía tiempo que perder. Una revolución la esperaba en el exterior. Ya se unirían ellos más tarde.

Las calles de Barcelona aparecieron cosidas con barricadas, algunas zurcidas de manera irregular, siguiendo patrones artesanales. Los vecinos habían utilizado para levantarlas todo tipo de objetos, no solo los habituales sacos de arena, sino muebles, maletas, libros, tablones de madera, tiendas de campaña, puertas de casa, mostradores de tiendas, armarios enteros, piedras y hasta tablas de planchar, y muchos habían empezado a arrancar los adoquines de las calles, dejando grandes calvas en el pavimento. En su caminar, se cruzó con grupos de personas organizadas en milicias civiles, la mayoría hombres, algunos con fusiles al hombro que, junto a las fuerzas leales a la República, se desplazaban de un lado a otro de la ciudad, según las indicaciones que iban recibiendo; muchos de ellos, guiándose por el ruido de alguna explosión, de los disparos de fusil o incluso de algún cañonazo. Ataviada con un vestido blanco sin mangas y unas alpargatas planas, África avanzaba sorteando motos, coches particulares —sobre cuyas carrocerías oscuras habían dibujado con pintura blanca las siglas FAI o CNT—, camiones, autobuses —que iban llenos, incluso en la baca superior, que lucía repleta de paquetes, maletas y otros trastos—, bicicletas... Subía y bajaba de las aceras esquivando a la gente y los continuos cortes de calle realizados a golpe de barricada que iban saliéndole al paso. Le dio la impresión de estar inmersa en el decorado de una película, donde entraban y salían personas, casas, vehículos, edificios... Todo filmado con un falso travelling y sin director aparente. No supo en qué momento las calles se llenaron. Le sorprendió que hubiera tantas personas, hasta niños a los que sus madres acababan de comprar un helado y que observaban la escena, al igual que ella, como si fuera la pista central de un circo. No dejaba de mirar en todas las direcciones, no porque tuviera miedo a lo que pudiera encontrar, sino porque no quería perderse nada. Los ríos de gente seguían aumentando su cauce; se iban haciendo más bravos y caudalosos por minutos. Vio a varios deportistas que estaban en la ciudad para las Olimpiadas. Algunos de ellos caminaban con la espalda pegada a las fachadas de los edificios. No se fiaban de los silbidos de los disparos que cruzaban como fantasmas la ciudad y que los habían despertado a primera hora de la mañana, cuando muchos aún dormían en el Estadio Olímpico.

No supo cuánto había caminado. El sol llevaba tiempo calentando, hacía calor y el cielo comenzaba a llenarse de columnas de humo grisáceas, todavía lejanas, pero que no costaba ver prendidas en el horizonte de un cielo azul bebé. Qué distinto del cielo gris plomo de Asturias, pensó. Se pasó la palma de la mano por la frente, deslizándola rápidamente por el rostro hasta llegar al cuello: el recuerdo de la revolución de 1934 le había arrancado un sudor frío que resbalaba por su nuca. Dobló una esquina, abandonando la avenida principal por la que transitaba, y entró en una calle más pequeña, mucho menos concurrida y en sombra gracias a los árboles que la resguardaban.

—Así que es verdad. Aquí estás.

Cuando se giró para descubrir al propietario de aquella voz, se encontró con Ramón Mercader. No le sorprendió verle allí, aunque sí lo hizo su atuendo, muy distinto al que vestía la tarde anterior. Parecía haber trabajado su imagen de miliciano pero, incluso con ese atavío, no perdía su elegancia natural. Le llamó la atención especialmente la camisa abierta hasta la mitad del pecho, metida con fórceps en el interior de su pantalón de campaña, amarrado con una pretina que marcaba su cintura. Se sabía atractivo con su físico de deportista, lo que facilitaba que se sintiera cómodo en su papel de seductor. En realidad, tenía planta de militar, algo en lo que el joven soñó convertirse durante mucho tiempo, pero cuando solicitó el ingreso en el Ejército lo rechazaron por su afiliación comunista, motivo por el que había entrado en prisión. Había hecho el servicio militar como cabo de gastadores, según contaban, en el regimiento de infantería de Jaén. Para él, la autoridad y el mando eran algo innato, pero aquella detención del 12 de junio de 1935 y aquella ficha policial en la que quedaron registradas sus huellas dactilares, sus datos personales y sus fotografías no lo ayudaron a conseguir su sueño. Los que le conocían sabían que era inteligente, culto, que hablaba a la perfección varios idiomas —francés e inglés como si fueran su propia lengua—, gracias a la formación burguesa de su familia y también al tiempo que pasó en Francia junto a su madre, cuando ella se separó de su padre y huyó a las localidades de Dax y Toulouse con sus hijos. Allí Ramón trabajó como maître de restaurante, lo que a su regreso a Barcelona le vino bien para trabajar como ayudante de cocina.

Pero aquella era otra historia que tardaría en conocer. De momento, sus vidas se cruzaban en aquella pequeña travesía, escoltada por la sombra de los árboles.

—Claro que estoy aquí —respondió África a su insinuación—. Yo no miento.

—Mejor. Aunque para aprender a mentir, como para amar, siempre hay tiempo —le dijo el joven con una sonrisa encantadora que ni siquiera tuvo que ensayar—. El día va a ser largo. Vamos a tomarnos un café. Sé dónde lo ponen con una rodaja de limón y mucho hielo. Eso te quita la sed para todo el día.

—¿Ahora? ¿Con la que se está organizando?

—Las revoluciones hay que hacerlas bien alimentados y armados; de lo contrario, no salen bien. ¿No te darán miedo unas cuantas balas?

—¿Miedo? Si tú supieras qué he hecho yo con el miedo...

—Estoy deseando saberlo.

Se tomaron ese café con hielo y limón en el Joaquín Costa. El propietario conocía a Ramón y les permitió entrar al local mientras sus camareros cubrían los ventanales con cartones y papel de periódico.

—¿Dónde has dejado a tus amigos? —preguntó el joven Mercader, antes de llevarse el vaso a la boca, como si con ese gesto tapara el rastro de curiosidad en sus labios.

—Y tú, ¿dónde has dejado a tus deportistas? Porque me temo que no hay Olimpiada Popular.

—Aquí nos gusta llamarla Espartaquiada. Ya sabes, por Espartaco, el hombre que lideró la rebelión de los esclavos que se alzaron contra la República de Roma —añadió ante el gesto de asombro de África—. Aunque, en realidad, y no quiero mentirte en nuestro primer encuentro importante, es una idea soviética. Los rusos lo hicieron antes. No querían participar en los Juegos Olímpicos que organizaba el Comité Olímpico Internacional, donde siempre los miraban con desconfianza por ser comunistas, o directamente los boicoteaban. Así que en 1921 decidieron crear la Internacional del Deporte Rojo, el Sportintern, por spartak en ruso, ya sabes... —le reveló a su compañera, que parecía estar disfrutando con la disquisición histórica—. La primera Espartaquiada la celebraron en Moscú y la hicieron coincidir con los Juegos Olímpicos, que se celebraban en Ámsterdam. Tenían la imagen que querían: proletarios contra burgueses. Fue todo un éxito. Y así, hasta nuestros días. Por eso nos apropiamos del nombre: Espartaquiada. Para ser honesto, debo decir que los soviéticos se lo copiaron a los alemanes, que también organizaban olimpiadas obreras. Pero ¡qué más da! Las buenas ideas son internacionales y no somos partidarios de la propiedad privada, ¿no es así?... La colectivización y toda esta historia. Siempre está bien que haya alguien que te guíe cuando entras en terrenos que desconoces, ¿no te parece?

—Yo es que de romanos... —contestó, evitando entrar en su provocación, antes de dar un nuevo sorbo a su café con hielo.

—Hablaba de los soviéticos.

—Eso ya me agrada más. Y dime, ¿tú no participas en la Espartaquiada? Pareces en forma. Y por lo que veo, te gusta mostrarlo.

—Estás ante el capitán del equipo de equitación. Y también hago anillas y barras, no se me da mal. Pero ¿sabes en lo que soy realmente bueno? —preguntó, mientras metía la mano en uno de los bolsillos delanteros del pantalón, del que extrajo una moneda. Se la enseñó, sujetándola entre el pulgar y el índice—. Puedo doblar una moneda de cobre con estos tres dedos. ¿Quieres verlo?

La moneda se dobló, tal y como había dicho Ramón.

—¿También bailas sardanas? —preguntó irónica África, que recordaba haber visto anunciadas exhibiciones de distintas regiones dentro de la Olimpiada Popular.

—Eso es un baile burgués. Me parece tan despreciable como el cabaret.

—Pues a ver cómo se lo explicas a los del canto tirolés...

Mientras Ramón ayudaba al dueño del bar a colocar una especie de cinta adhesiva en forma de cruz sobre las ventanas —para reforzar los cristales del local en previsión de que los acontecimientos se radicalizaran—, África apuraba su café, servido en vaso alto, como a ella le gustaba. Lo agradeció, porque había salido de casa en ayunas, y de eso hacía ya unas horas.

—No tengas prisa, que el día va a ser largo —le aconsejó por segunda vez Ramón.

Sabía que la ciudad era un hervidero. Él estaba en el Estadio de Montjuïc cuando se produjeron los primeros disparos y las explosiones que África había escuchado desde casa. Había sido testigo de los primeros conatos de enfrentamiento en la plaza Universidad, que tuvieron su réplica en varias calles. Pese a la oposición de la Guardia de Asalto, de la Guardia Civil, de los militares que se mantenían fieles al Gobierno de la República y de las cada vez más numerosas unidades milicianas obreras, los militares rebeldes fueron tomando posiciones estratégicas como el Círculo del Ejército y la Armada, el hotel Colón y el edificio Telefónica. Sin embargo, la respuesta a esa sublevación militar estaba a punto de llegar y esa era la que les interesaba a ellos.

—Sí que la tengo. He quedado con tu madre: no quiero llegar tarde.

—¿Conoces a mi madre?

—¿Quién no conoce a la Mercader?

—En realidad, no la conoce nadie —tiró él de ironía, pero evitando entrar en detalle. Las cuestiones personales, incluyendo los trapos sucios de una familia, debían quedar en el interior del hogar. Lo malo, pensó, es que esa rama de los Mercader no tenía un hogar propiamente dicho—. Me alegro de que ya conozcas a la familia. Si quieres nos acercamos juntos, sé dónde están.

Ese plural incluía a las tres mujeres con las que era habitual ver a su madre, Caridad Mercader. Una era Fanny Schoonheyt, una joven holandesa nacida en Róterdam a la que rápidamente apodaron la Reina de la Metralleta por su buena puntería; había llegado en 1934 a Barcelona, donde llamó la atención no solo por su físico —era una mujer guapa, alta, rubia y con los ojos muy claros, de un color indefinido entre azul y verde—, sino porque llegó fumando en un tiempo en el que muy pocas se atrevían a encender un cigarrillo en público. Otra era Lena Imbert, una joven menuda, de no más de metro cincuenta de estatura, morena, con enormes ojos negros, con buena oratoria y muy temperamental, con la que Ramón Mercader mantenía una discreta relación que rebasaba el límite de la mera amistad, aunque siempre supeditada a los intereses del Partido; era maestra, hija de una familia de trabajadores inmigrantes, se sabía de memoria la historia de la Revolución rusa y, quizá por eso, no pasaba una en su ideario revolucionario. La tercera mujer era Lina Odena, otra joven comunista que ya había mostrado su valor y su coraje en los sucesos de 1934 y que solía acompañar a Dolores Ibárruri; la rebelión militar la había sorprendido en Almería, por lo que África no podría verla ese día.

Les costó más de lo previsto llegar al punto de encuentro, debido a los numerosos enfrentamientos entre las milicias obreras y los rebeldes militares que fueron hallando en el camino y a los que no dudaron en unirse en muchas ocasiones. La ciudad se había convertido en un campo de batalla. Los combates se encarnizaban en Universidad, plaza de Cataluña, Paralelo, Capitanía, Ensanche... Aunque veían a muchas personas correr encorvadas de un lado a otro para refugiarse en los portales de la lluvia de disparos que caía sobre sus cabezas, África y Ramón no esquivaron las pugnas callejeras. Escucharon con nitidez la orden, dada en un perfecto castellano, que salía de una de las barricadas ante un edificio ocupado por los militares sublevados: «Compañeros, atención: al primero que se le vea asomar por la ventana, abrimos fuego sobre él». Muchas de las calles, las más cercanas al lugar donde se producían los enfrentamientos más virulentos, estaban sembradas de cadáveres y de heridos, tanto de un bando como de otro. A África le impresionó la cantidad de caballos y de mulos muertos sobre el asfalto, caídos por el fuego armado. En cada rincón hallaba una imagen que la sorprendía. Sobre la cabina de una camioneta, vio a un hombre armar una ametralladora, protegiéndola con colchones.

Un poco antes de la hora en la que debería haber comenzado la Olimpiada Popular, las fuerzas de seguridad que participaban en la represión de la sublevación militar y los milicianos —después de armarse pese a la negativa de la Generalitat de Companys de ofrecerles armas, obligándolos a conseguirlas en armerías y arsenales particulares, o incautando el armamento perdido por los rebeldes militares—, empezaron a recuperar la ciudad: el castillo de Montjuïc, la plaza de España, el hotel Ritz, el edificio Telefónica, con los milicianos de la CNT de Buenaventura Durruti al frente... De vez en cuando, los propios milicianos iban informando de la situación: «La Guardia de Asalto les ha cortado el paso en Correos, en el paseo de Gracia, el palacio del Palau, en la comisaría de vía Laietana...»; «Ha caído un regimiento de caballería en la Diagonal»; «Guardias de asalto y sindicalistas han reprimido a un regimiento de artillería en la avenida Icària con barricadas hechas de bobinas de papel de prensa»; «Han parado un regimiento de artillería en Diputación y otro de infantería en la calle Wellington»; «La Guardia de Asalto les ha impedido entrar en Ciutat Vella»; «Los de la CNT se han hecho fuertes en la Rambla, Sants y Paralelo»; «Doscientos guardias de asalto han salido de las bocas del metro en plaza Cataluña y se han hecho con ella»; «Ochocientos guardias civiles han bajado por vía Laietana y se han puesto a las órdenes de Companys. Están yendo hacia la plaza Cataluña y Universidad»...

El humo dificultaba la visión en algunas calles. Desde hacía horas, África sujetaba su Star como si fuera una prolongación de su brazo. En una de las calles se toparon con varios milicianos que habían logrado hacerse con un puñado de armas y las estaban cargando en un camión. Ramón reconoció a un compañero de partido que había ingresado en el Ejército y que sabía lo que tenía entre las manos, al contrario que muchos de los milicianos que lo acompañaban. Le mostró orgulloso el interior del vehículo: varias carabinas tigre, fusiles de caza y Winchester, pistolas Mauser, bombas de mano, una ametralladora Hotchkiss de 7 milímetros modelo 1914 de fabricación nacional, «originalmente era de 8 milímetros, como las francesas, pero aquí la recalibramos para poder utilizar los cartuchos del Mauser de 1983 —le explicó—. Y mira lo que tengo aquí: una St. Étienne, una mejora de la ametralladora francesa Puteaux, complicada de manejar, y este fusil ametrallador Chauchat, que no sé de dónde lo habrán sacado, pero aquí ninguno sabe usarlo. Esta puede que sí: una Colt modelo 1914/15; esta ha venido de la guerra de África, seguro». Ramón logró hacerse con un fusil y varias armas que, después de realizar algunos disparos, entregó a los milicianos que seguían desarmados. Uno de ellos, prácticamente a gritos y con los ojos llorosos a causa del humo, fue quien le informó de la noticia que llevaban horas esperando:

—El general Goded acaba de arribar a Barcelona y se ha ido directo a Capitanía General. Lo han visto los compañeros que están en el paseo Colón. Ha llegado al puerto en un hidroavión desde Mallorca.

Al escuchar ese nombre, África se acordó de Luis y de su reacción del día anterior cuando escuchó en la radio la noticia del levantamiento militar en Melilla: «¡Joder! El puto Franco otra vez. Solo nos falta que aparezca el general Goded con toda la tropa como hicieron en el 34, y mañana mismo tenemos a los regulares y a la Legión en las calles». No había fallado en sus previsiones. Goded ya estaba allí. Se preguntó dónde estaría Luis. Llevaba todo el día con Ramón y no tenía noticias de él ni de Antonio. La voz chillona del informante la arrancó de sus cábalas:

—Al parecer, ha llamado al general Aranguren para que la Guardia Civil se una al golpe, y él le ha mandado a esparragar. Goded no lo ve nada claro. Es ahora o nunca, Ramón. O actuamos ahora o nos comen. Tu madre ya ha ido hacia allí con un grupo de hombres.

Ramón miró a África. Había cambio de planes.

—Si todavía quieres encontrarte con la Mercader, ya sabemos dónde hay que ir —dijo con una sonrisa.

Llegaron justo en el momento en el que un tremendo fogonazo se produjo en la plaza. Alguien gritó que un obús acababa de explotar en la puerta principal del edificio de Capitanía y que había muchos muertos en la calle. En realidad, fue el cañón que unos milicianos habían llevado para franquear la puerta. Ramón y África intentaron entrar en el edificio, pero se lo impidieron. «Tu madre está dentro», le informaron unos desconocidos, que parecían saber quién era. La tensión era máxima y la confusión todavía más. Se seguían escuchando explosiones y disparos. Nadie sabía qué estaba sucediendo dentro del inmueble. No podían imaginar que en ese instante un grupo de obreros y guardias de asalto accedía al despacho que Goded ocupaba desde hacía unas horas y sorprendía al general mientras este estudiaba las tácticas de combate inclinado sobre un plano de la ciudad de Barcelona. Unos minutos después, en el exterior del edificio alguien gritó algo señalando hacia uno de los balcones de la fachada principal. Acababan de colocar una bandera blanca. Fue la señal para que algunos intentaran acceder al inmueble mientras otros permanecían fuera, pidiendo a gritos la muerte de Goded. Ramón y África estaban entre los primeros, pero al llegar a la puerta, desistieron de hacerlo.

Una mujer de espesa cabellera blanca, vestida con un mono azul de miliciano, fusil al hombro y pistola en la mano, apareció liderando a un grupo de milicianos que sacaba a Goded del edificio. Era Caridad Mercader. Con un cigarrillo entre los labios, sin necesidad de utilizar los dedos para sujetarlo, reclamó calma a los presentes, que pedían a gritos la ejecución del general, y dio la orden de introducirlo en un coche. Se disponía a entrar en el vehículo cuando los vio.

—¡Casi os lo perdéis! —Les guiñó un ojo—. Nos lo llevamos ante Companys. Que nadie diga que somos unos salvajes. Nos vemos allí —gritó refiriéndose al palacio de la Generalitat como su destino inmediato.

Acto seguido, se sentó en el asiento del copiloto, se puso el fusil entre las rodillas, bajó el cristal de la ventanilla para poder sacar el brazo y alzó el puño, soliviantando a los presentes, que no tardaron en responder con una asonada de gritos y de vivas a la República.

—Ahí la tienes. —Ramón levantó el mentón al paso del vehículo en el que viajaba su madre con el general Goded, al que se le veía cabizbajo y completamente lívido—. La Mercader. Conociéndola como la conozco, dirá que ella sola reprimió la revuelta militar.

—De momento, si no llega a ser por ella, al general le matan aquí mismo.

—Si lo hubieran matado, mi madre no podría aparecer en los periódicos de mañana contando que evitó la ejecución del militar al mando de la sublevación en Barcelona. Y eso sí sería una torpeza. Si no vendes bien una victoria, es como si hubieras perdido la batalla.

Ramón estaba en lo cierto. Conocía bien a su madre y también cómo funcionaban los periódicos y los aparatos de propaganda. La imagen de Caridad Mercader apareció en varias fotografías publicadas en la revista francesa L’Illustration, en su número de agosto, con el titular «Caridad Mercader conduce a sus milicianos hacia el edificio de Correos», un texto en el que se narraba la épica de aquella mujer que había liderado a los revolucionarios en su asalto al edificio de Correos, más tarde a la Capitanía General y, un día después, al cuartel de las Atarazanas.

—¿Vamos? —preguntó África.

—¿Adónde? Allí ya no hacemos nada. —Ramón parecía tener planes distintos, que no estaban en dirección al palacio de la Generalitat—. ¿No eras tú la que decía que siempre estás donde debes estar? —preguntó con sorna—. Todavía quedan tres focos que apagar: hay una columna de caballería escondida en el convento de los Carmelitas Descalzos, en la Diagonal. Y otros dos en el cuartel de las Atarazanas, en el puerto, y el de San Andrés. Y este último es importante, no porque esté el 7.º Regimiento ligero de Artillería, sino porque hay armas que nos pueden venir muy bien.

África le miró. No se le notaba cansado después de horas pateando la ciudad, esquivando balas y cadáveres, disparando parapetado tras una barricada o desde la esquina de una calle. Ni siquiera su vestimenta, con algún rastro de suciedad pero no hecha jirones como el mono azul de Caridad, había perdido la compostura que provee la elegancia innata. Ella tampoco sentía el cansancio, aunque su vestido blanco estaba sombreado de manchas grises. De hecho, todavía le quedaban fuerzas para enfrentarse a lo que proponía el joven Mercader. Se disponía a hacerlo cuando la voz de una mujer los obligó a girarse.

—¡Ramón! —gritaba una joven que intentaba llamar su atención, mientras saludaba agitando de lado a lado una gorra de color verde—. ¡África! ¡Aquí! —Era Lena Imbert, sonriente, excitada y rebelde.

Ramón miró a África, y ella le regaló una sonrisa que enseguida tornó en un amago de carcajada.

—¿También conoces a Lena? —quiso saber él.

—¿A tu novia? Por supuesto. Por eso sé tantas cosas de ti.

—Bueno, «novia» es una palabra demasiado... burguesa.

Lena los alcanzó y lo primero que hizo fue darle un beso en la boca a Ramón, para lo que tuvo que ponerse de puntillas, debido a la pronunciada diferencia de estatura entre ambos. Estaba feliz, pletórica.

—¡Vaya día! Esto se lo contaremos a nuestros hijos. ¿Habéis visto a Fanny? La divisé encaminándose al puerto. Yo voy para allá. ¿Dónde habéis estado vosotros?

—Pregunta más bien dónde no hemos estado —dijo África y la abrazó.

De camino al cuartel de las Atarazanas, escucharon a Goded, a quien el presidente Companys había convencido para grabar un mensaje que se emitió en todas las radios del país. La voz del general sonaba quebrada, a pesar de que intentaba mantener la dignidad: «La suerte me ha sido adversa y he caído prisionero. Si queréis evitar que continúe el derramamiento de sangre, quedáis desligados del compromiso que teníais conmigo».

—¿Ves como no nos perdemos nada? —le dijo Ramón a África—. Las cosas importantes siempre se escuchan por la radio, algo que no parecían saber los militares rebeldes que se fueron muy rápido a Correos y a Telefónica y, sin embargo, se olvidaron de Radio Barcelona y Radio Associació. El pueblo escucha la radio, da lo mismo en qué país del mundo estés. No lo olvides nunca. Si quieres que se sepa algo, si quieres organizar algo realmente grande, usa una radio.

África no imaginó entonces el alcance profético de aquellas palabras.