Abro los ojos; Celeste sigue delante de mí esperando una respuesta. Suspiro pensando en cómo explicarle todo esto sin sentirme débil. Sin llorar. Sin duda es lo que más me importa en este momento. Me fijo en cada una de las plantas colgantes que tiene colocadas en la estantería y las repaso con atención para descubrir si son artificiales o no.
Siento un amor enorme por las plantas y pienso en mi terraza: la he llenado de tantas plantas que ya no hay espacio para dos personas. Me disgusta descubrir que son artificiales. «Bueno, por lo menos consiguen transmitir vida en esta sala», pienso. Giro la cabeza; en el escritorio de madera clara hay un ordenador medio abierto, una alfombrilla de color rosa plateado, un pequeño teclado, un ratón y unos cuantos folios. Me centro en todo lo demás para que las lágrimas que acuden a mis ojos se mantengan ahí y no caigan. Necesito olvidarme de ellas y de todo lo que he recordado. Agradezco llevar la mascarilla que me tapa media cara y disimula mi expresión. Sin embargo, con lo que me gusta observar a las personas, no llevo muy bien lo de que oculten una parte de su rostro. Cerca del sillón verde turquesa en el que estoy sentada tengo una mesita de la misma madera que el escritorio; en ella descansa un servilletero, también de madera, del que sobresale un pañuelo. «Esto será la llorería de mucha gente», pienso.
Vuelvo a cerrar los ojos buscando a la Lunja de cinco años. Necesito cogerla de la mano y avisarla de que aquello va a ser el inicio de un camino muy duro que la llevará a rechazar todo lo que ha aprendido en casa —su identidad, su nombre, su familia, su lengua—, pero que aquí me tiene. La veo cada vez más borrosa, sentada con el pelo recogido por una docena de clips a una mesa redonda con otros niños y niñas. Tiene los brazos cruzados en la mesa y la cabeza apoyada en ellos. Desconcertada.
—Creo que el primer sentimiento de rechazo fue por mi nombre, en el colegio —respondo después de varios minutos. Lo hago mirando al techo y ahorrándome todos los detalles. Odio mostrar mis sentimientos a la gente. Incluso a mí misma. Huyo de ellos.
—¿Qué sentimiento te viene al pensar en esa niña, Lunja?
Pienso un rato. Me cuesta dar nombre a mis sentimientos, así que digo lo primero que se me ocurre.
—Me da pena. —Sin poder evitarlo se me llenan los ojos de lágrimas y miro hacia arriba para que vuelvan a entrar. Aún sigo utilizando mi técnica «antilloros».
—Piensa en cómo te sientes, en aquella niña, y cierra los ojos —me dice calmada y con la mirada vidriosa.
Me empieza a dar toquecitos en las piernas con las manos. El EMDR es una de las técnicas que se utilizan en terapia para tratar los traumas. El primer día que entré casi sin poder respirar en esta sala pequeñita y acogedora, Celeste me explicó que los recuerdos que nos perturban mucho son traumas y se deben tratar. La verdad es que quise probar la técnica de los toquecitos por curiosidad. Como le ocurrió al gato, la curiosidad —y mi cabezonería—, me va a matar algún día, o eso me dice mi madre. Y si lo acompañamos de la desconfianza que aprendí desde pequeña, apaga y vámonos.
Intento concentrarme en aquel recuerdo y sentimiento mientras me pregunto si esto va a funcionar. Aprieto los párpados y lucho para que sigan cerrados. Me cuesta volver a recordar el pasado y me pierdo pensando en que ni mi familia ni mis amigas saben que vengo aquí. ¡Cómo se lo voy a decir si hasta ayer lo usábamos como insulto y mandábamos a los ex que estaban locos aquí! No soy de dar explicaciones, y, para ellas, esto la exigiría. Sobre todo, para mi familia.
Estaba en el patio pequeño del colegio jugando a hacer un castillo. Alcé la mirada y vi que un grupo de tres niñas y dos niños se acercaban. Bajaban del patio de arriba, donde jugaban los de primero y segundo, por lo que eran mayores que yo. Por la altura parecían de segundo. Me señalaban y se reían. Dejé la pala junto al castillo y levanté la mano sonriendo para saludarlos también.
—¿Qué te pasa en el pelo? ¿No te peinan en casa? —me dijo la más alta del grupo mientras me lo tocaba. El suyo era liso, suave y bonito, como el de la mayoría de las niñas. Lo sujetaba una diadema rosa con una flor blanca en medio.
Se me borró la sonrisa de la cara porque entendí enseguida que no venían a jugar conmigo. Aun así, me gustaba su pelo, era el que yo quería tener y el que siempre había querido tener mi familia.
—Mira, es de color caca, ¿será por eso por lo que hueles mal? —comentó otro niño, tocándome el moflete.
Los demás empezaron a reírse.
—Sí, sí —contestó el otro, que para ir a segundo no era muy alto.
«No vas a llorar Lunja, no vas a llorar —me decía a mí misma mientras aplicaba mi técnica “antilloros”—. ¿No te dice tu familia que eres la leona Lunja?», me preguntaba para animarme. Intentaba evitar las lágrimas, pero notaba que se me llenaban los ojos y se me formaba un nudo en la garganta que no dejaba pasar las palabras. Me preocupaba que la técnica no funcionase, pero funcionó. Fui corriendo a unas profesoras que estaban en el patio vigilando mientras se comían su bocadillo y les comenté lo que me habían dicho. Ellos subieron corriendo de vuelta a su patio antes de que los pillaran donde no les tocaba. Una de las profesoras me dijo que tan solo se trataba de bromas, y la otra asintió.
Tiré la mochila en la habitación y me tumbé en la litera. Udad dormía en la cama de abajo y yo, en la de arriba. Por fin se habían ido de casa la tía Damya y el tío Amezyan. Hacía poco que se habían casado con sus respectivas parejas y se habían trasladado a sus nuevos hogares, no muy lejos de nuestra casa. Antes de que se fueran dormíamos en la habitación con nuestros padres. Era la más pequeña de las tres, porque el tío Amezyan había dicho que, como mi padre no trabajaba ni aportaba mucho dinero a la casa, nos tocaba dormir en la pequeña. La abuela Lalla nos quiso dar la suya, pero mi madre se lo había impedido. No me gustaba dormir con mis padres, tenía que estar todo el rato con los ojos cerrados. Sobre todo desde aquella mañana que pillé a mi padre acariciando a mi madre al mirar por un agujerito que le había hecho a una manta que pesaba un quintal. La habían comprado en una carnicería marroquí que, además de vender carne y alimentos, tenía una sección de productos provenientes de Marruecos. Aquella mañana, observé con atención la escena: era de las que no podíamos presenciar y se hacía en secreto, a escondidas. En cuanto se dio cuenta de que lo estaba mirando, mi padre dejó de acariciar a mi madre y me dijo que me diera la vuelta. Sentí muchísima vergüenza; seguro que él también. Eso no se hacía, eran cosas malas, nos decían siempre. Y cuando estábamos viendo la tele todos juntos y salía una escena de pareja, cambiaban rápido de canal y se levantaban todos del sofá o se tapaban la cara. Aunque solo fueran besos.
Nuestro piso era muy pequeño, de tres habitaciones, pero, aun así, habíamos convivido once personas juntas. Por eso, que se fueran también el tío Amezyan y la tía Damya había sido un alivio. Sobre todo para mi madre, que lo tenía que hacer todo: cuidar de mis abuelos y de nosotros, y mantener la casa.
Tocaba ir a visitar a la tía Tameqrant. De vez en cuando íbamos a su casa. Ella también había vivido con nosotros, pero hacía más de un año que se había mudado con su marido, el tío Ikken, a un pequeño piso que no estaba muy lejos, a quince minutos andando. Se habían casado en las fiestas de Navidad; cuando lo había visto aparecer en la boda subido en un trono —que cargaban sobre los hombros cuatro hombres totalmente vestidos de blanco—, con su barba negra y ese color de piel, pensé que era el rey Baltasar. Desde allí arriba nos tiraba caramelos. La tía Tameqrant iba subida en otro trono y a ella la aguantaban cuatro mujeres, también vestidas de blanco. Llevaba una peluca larga para tapar su pelo de estropajo y le habían pintado la cara de color tan blanco que contrastaba mucho con su cuello marrón. Enseguida nos habíamos dado cuenta de que aquello era parte de la celebración y que no se habían colado los Reyes Magos. Aun así, Udad y yo lo llamábamos Baltasar desde entonces.
Nada más abrirnos la puerta vimos la mesa con la tetera, los vasos y los dulces. El tío Ikken estaba de pie con la tetera en la mano y, desde esa altura, vertía té en los vasos que estaban en la mesa. Ni una gota caía fuera de los vasos. En casa yo había intentado levantar la tetera y verter el té en los vasos de la misma forma, pero todas las veces que lo había hecho había acabado en desgracia y mi madre se había enfadado. Tras llenar dos vasos, los volvió a verter en la tetera; era un truco para que se mezclara bien. Repitió aquella escena dos veces más.
—¿Podemos probar? —le pregunté al tío Ikken, que seguía concentrado mientras la tía Tameqrant hacía viajes de ida y vuelta a la cocina transportando platos llenos de comida.
—El té tiene que reposar para que esté bueno. Y se tiene que mezclar muy bien —le comentó a mi padre. Ignoró mi pregunta y dejó en la bandeja plateada con patas la tetera y los vasos vacíos, también con adornos plateados.
La tía Tameqrant salió por última vez de la cocina con un plato de rmsemmen (una pasta salada muy típica) y un bote de miel. Nos encantaba untar esas delicias con miel o nocilla. Ella no entendía que le pusiéramos nocilla, pero, aun así, cada vez que iba al supermercado que tenía enfrente de casa la compraba y la guardaba en uno de los muebles antiguos y desvencijados de la cocina.
Después de dejarlos en la mesa, se sentó a mi lado y me empezó a tocar el pelo. Cada vez me lo estiraba más, desde la raíz hasta las puntas.
—Este pelo que tienes, hija, hay que arreglarlo —dijo con el morro levantado, mientras me estiraba el pelo hasta el punto casi de arrancarlo—. Parece un estropajo, mira, como el mío — añadió mientras se quitaba la tahataut de la cabeza, un pañuelo blanco casero con líneas rojas que sirve para ir por casa, secar el pelo después del baño o apretarlo fuerte con láminas de patata para quitar el dolor de cabeza.
Mi pelo era diferente; el suyo era negro como el carbón y sus rizos eran muy muy cerrados, tan pegados unos a otros que casi no se veían. El mío tenía el rizo un poco más abierto. Entonces empecé a saltar de alegría porque mi tía me estaba diciendo que me arreglaría el pelo. Recordé los momentos del colegio en los que nos tocaban el pelo solamente a mí y a mis compañeras, los insultos, y enseguida hice planes en mi cabeza sobre los peinados que llevaría y lo que me haría a la vuelta al cole: les demostraría a todos que ya no tenían motivo para reírse porque mi pelo era igual al suyo.
—¡Sí, ‘enti! Arréglame el pelo, por favor —le gritaba, mientras saltaba ilusionada y le estiraba la thaqnadath rosa que llevaba arremangada hasta las bragas.
Como las thaqnadaths de estar por casa son un poco largas, siempre que las llevan se las arremangan hasta las bragas y así se pueden mover con más facilidad. Mi madre me había contado que, en Marruecos, de jovencitas, siempre que salían de casa se las arremangaban para ligar y que hoy en día lo siguen haciendo las chicas.
El tío Ikken dio un sorbo largo al vaso de té y se dirigió al baño. Abrió el armario blanco y sacó una mochila pequeña. Cogió una silla de las que estaban al revés sobre la mesa porque mi tía había fregado el comedor y la puso en el centro. Miró a Udad, que estaba toqueteando los vasos antiguos de la vitrina, y le indicó con el dedo índice y sin abrir la boca que se sentara. Me parecía bastante curiosa la manera de comunicarse del tío Ikken y de algunos hombres de mi familia: hablaban muy poco y lo que podían lo decían con gestos. De la mochila sacó una máquina y cuando se la pasó poco a poco por la cabeza a Udad, empezó a caer pelo al suelo. Entendí que era una máquina para cortar el pelo. Yo jugaba con el pelo de Udad, me lo ponía en la frente simulando un flequillo e imaginaba miles de peinados nuevos. No sabía cómo iban a arreglarme el pelo.
—Tu turno, Leona —me dijo con su voz grave, mientras sonreía con los ojos.
Tenía una sonrisa particular, aunque sonreía muy poco. La larga barba y el bigote le tapaban la expresión de la parte inferior del rostro, pero yo sabía que estaba sonriendo cuando los ojos se le empequeñecían, hasta el punto de que casi no podía abrirlos, y se le formaban unas arrugas debajo de ellos. Eso y la voz le daban el aire de un hombre bastante serio.
Al ver que también me indicaba con el dedo índice que me sentara allí, tiré los cabellos de Udad y me fui al sofá. Me senté con los brazos cruzados y negué con la cabeza y el ceño fruncido. Mi padre se rio y le dijo que me dejara en paz si yo no quería que me cortara también el pelo. Mi negativa fue tan clara que, cuando dejé de mover la cabeza, los rizos todavía iban de un lado a otro saltando.
—No, yo no quiero que me cortes el pelo así, como un chico —le dije.
—No, ijji —dijo mi tía, acariciándome el pelo. Era muy común que nos llamaran «hija» a las más pequeñas; a los niños también se lo decían en femenino—, la única manera de arreglártelo y de que no lo tengas así, como un estropajo, es rapándote como a tu hermano Udad. Volverá a crecer, pero esta vez te saldrá suave como el de todas las niñas thirumiyyen que ves en la calle y en el colegio. Ya lo verás.
Se me llenaron los ojos de lágrimas al pensar que arreglarme el pelo conllevaba deshacerme totalmente de él.
—No te preocupes por el cole, ijji. Ahora estamos en verano y en tres meses te va a crecer mucho y mejor. Lo tendrás por las orejas, como lo llevan siempre las thirumiyyen.
—No arrugues la frente, ah, Tairat —me dijo el tío Ikken. Me estiraba la frente con los dedos, pero automáticamente volvía a su estado casi natural.
Sentía pena, vergüenza, tristeza y felicidad a partes iguales. Pena por haber nacido con el pelo estropeado; vergüenza por tener que rapármelo como un chico y por si alguien me veía; tristeza porque, cuando estaba en casa, veía formas bonitas en mi pelo, y felicidad porque ya nadie se metería conmigo. Mi tía tenía razón: tenía tres meses hasta que el pelo me volviera a crecer y además lo haría bien. Me daba igual pasarme todos los días en casa sin salir a jugar con Guillem y Ferran. También cabía la posibilidad de ponerme una tahataut y salir si me aburría mucho.
Las baldosas blancas se empezaron a llenar de muelles, formas de ese, medialunas, círculos, y otras figuras diferentes. Me encantaban las formas irregulares que mi pelo tenía en el suelo. Con cada mechón que caía soltaba una lágrima. Saqué las manos de la capa negra que el tío Ikken me había puesto para que el pelo no me cayera en la ropa y las puse con las palmas hacia arriba para sujetar los pelos. Decidí llevármelos a casa. Nada más entrar por la puerta, mi madre se sentó en el sofá con las manos en la cabeza y le empezó a gritar a mi padre para que le explicara todo aquello. Udad y yo parecíamos mellizos. Después de contarle a mi madre lo que había ocurrido, me encerré en la habitación y me puse a dibujar. Era una de las cosas que más me gustaba hacer. Dibujé a una niña pequeña y, con pegamento, le puse el pelo que había recogido. A ella le quedaba muy bien, sonreía y se lo tocaba. No dibujé a nadie más a su lado para que no se rieran de ella.
Ya había pasado el verano. Había sido muy aburrido y caluroso. Estábamos en la habitación grande cuando mi madre cerró la puerta de un portazo, se arrancó la tahataut de la cabeza y se sentó en uno de los colchones que había en el suelo.
—¡Uf! —suspiró fuertemente—, estos hombres —añadió mientras le guiñaba el ojo a Zeiga.
—Idos por ahí, anda —gritó mi prima mientras miraba en dirección a la puerta y le guiñaba a mi madre el ojo de vuelta.
Todas las mujeres soltaron una carcajada.
—Wellahila —contestó una mujer que llevaba un velo rojo con numerosas tiras que le caían por la frente como si fueran un flequillo.
Mi madre volvió a sonreír, lo que hizo que se le marcaran en la barbilla dos hoyuelos, uno en cada lado. Como los míos. A las dos se nos formaban esos hoyuelos extraños cuando sonreíamos. Hacía unos días que el ambiente en casa era diferente; mis tías llevaban semanas turnándose para bañarse en el rhammam y para que mi madre las exfoliara. Llegaban paquetes de Marruecos con ropas largas y brillantes. Zeiga se casaba, por lo que yo estaba bastante triste. Hacía unos años que vivía con nosotros y la quería muchísimo. Había logrado cruzar la frontera de Marruecos en los bajos de un camión porque no soportaba la presión que ejercían sobre ella. Las conversaciones y los cotilleos del pueblo solo giraban en torno a ella. Que si se le había pasado la edad de casarse. Que si nadie la aceptaría. Que si seguro que tendría algún defecto. Tenía que ir a trabajar a casa de todos sus familiares de manera gratuita: se la turnaban y, encima, le tocaba aguantar críticas negativas. No la dejaban salir a ninguna parte si no era a casa de sus familiares, pues con la edad que tenía seguro que deseaba mucho a un hombre. «Seguro que me hacen todo eso porque soy huérfana de madre», le contaba a mi madre llorando. Las dos lloraban. Mi madre la entendía porque ella también había sido huérfana de madre y eso era un infierno. Porque las madrastras las maltrataban. «Cuando el padre trae a otra mujer a casa, tú pasas a un segundo plano», decían. Un día decidió irse de casa y, para su sorpresa, al llegar a la ciudad se encontró con otras chicas jóvenes que habían huido de situaciones parecidas o peores. Esperaban en la ciudad portuaria de Beni Enzar, donde la mayoría eran chicos, para ver si algún día podían colarse al otro lado. La gente buena les llevaba comida. Algunas mujeres lloraban y se lamentaban al verlas en esa situación; se imaginaban que, si ellas faltaban algún día, sus hijas e hijos podrían acabar allí. Mi prima y las otras chicas se habían llevado palizas de los makhzen (hombres vestidos con uniforme verde y botas negras que seguían las órdenes de sus superiores para evitar que cruzaran la frontera) y de la policía española. Las insultaban, las despreciaban, les escupían. Incluso las toqueteaban o, peor aún, «jugaban en ellas». Habían visto a niños pequeños colándose en los bajos de los camiones y consumiendo pastillas y cola para que el viaje se les hiciera menos duro. En la frontera, por desgracia, las chicas y los niños más pequeños se enfrentaban en la mayoría de los casos a otros compañeros o a la propia policía. Decían que «jugaban en ellos», lo que significaba que les hacían cosas malas y prohibidas. Cada vez que explicaba cómo había llegado aquí, no podía dejar de llorar. Mi madre y yo llorábamos con ella. Mi técnica «antilloros» no funcionaba y me escondía entre las almohadas.
Aquí tampoco es que viviera diferente. Iba siempre a casa de las tías a limpiar y solo podía descansar cuando venía a nuestra casa. Tenía casi la edad de mi madre y se llevaban muy bien. Nos peinaba, nos cuidaba y jugaba conmigo mientras mi madre cuidaba de mi abuela.
Un día que venía de limpiar la casa de la tía Damya se cruzó con Brahim, uno de los chicos de la frontera de Beni Enzar. Habían perdido el contacto, pero a la tía Zeiga nunca se le había olvidado cómo la había protegido y cuidado durante el tiempo que había pasado en la ciudad portuaria. Tampoco se le habían olvidado sus ojos de color miel, su sonrisa tímida y aquel cuerpo con músculos que parecían haber sido definidos a la perfección. Brahim había conseguido cruzar el Estrecho unos meses después que Zeiga, también en los bajos de un camión. Al llegar a España él había continuado, como hacían muchos, el recorrido hasta lo que llamaban la «Europa de verdad»: Francia, Bélgica, Alemania e Italia. Había acabado en Bélgica, donde había podido quedarse con unos familiares y, posteriormente, trabajar e independizarse. Había venido a pasar las vacaciones de verano en España y a visitar a unos primos que vivían en Segur de Calafell. Nunca habían imaginado que volverían a encontrarse. No se lo pensaron demasiado a la hora de decidir casarse e irse a vivir juntos.
Empezaron a sonar los tambores: las mujeres, sincronizadas, tocaban el instrumento con la palma de la mano derecha mientras lo aguantaban con la izquierda en vertical. Las que no tenían tambores se arrancaron el pañuelo de la cabeza sin deshacerse el nudo de la garganta. Estiraban el pañuelo de la frente y en un segundo ya estaba fuera. Cuántas veces les habrían exigido los irumiyyen que descubrieran el pelo y los peinados, me preguntaba. Nadie se podía imaginar los peinados que se escondían, todos trenzados. Algunas llevaban dos trenzas sueltas a cada lado, otras se las sujetaban en la frente con clips y, algunas, llevaban una trenza enrollada en la frente que, al ponerse el pañuelo, parecía un bulto enorme. Me había fijado en que las mujeres más mayores, todas con tatuajes en la cara, también llevaban el mismo peinado: una trenza a cada lado enrolladas en la cabeza, que se aguantaban con un pequeño nudo a la altura de la frente. Como el planeta Saturno. Como si se hubieran puesto en la cabeza un anillo de trenzas. Su cabello se parecía al de la niña que yo había dibujado. «Al que yo tenía antes, seguro que ahora no lo tendré como ellas», me decía a mí misma sentada enfrente del espejo de la habitación. Todavía no me había crecido lo suficiente para confirmar que estaba arreglado, como me había dicho la tía Tameqrant, pero estaba segura de que sí. Mientras tocaban los tambores y cantaban, la tía Tameqrant estaba junto a mi madre mezclando un polvo verdoso con agua para formar una masa líquida de color marrón, el rhenne. Así se llama en amazigh a la jena. Enseguida se les tiñeron las manos de color rojizo.
Se empezaron a oír gritos y bastante jaleo fuera de la habitación. Cada vez sonaban más cerca, como si estuvieran detrás de aquella puerta gigante de color negro, pintada expresamente de ese color porque mi madre estaba cansada de nuestros garabatos y no había castigo que nos frenara. La puerta se abrió: la tía Damya y la tía Titrit cogían cada una de una mano a una persona completamente tapada por una especie de sábana dorada de encajes. Me levanté e intenté reconocer quién se escondía allí, pero no había manera. Las mujeres de la habitación empezaron a cantar «Slat o slam ‘la rassol llah ila jah ilajah sidna Muhammad, Allah m’a jah al’ali». Al finalizar, la tía Damya y la tía Titrit se pararon en seco y, junto a las demás mujeres, se pusieron la mano derecha encima del labio superior con la palma de la mano hacia abajo, tras lo cual reprodujeron un sonido, «youyouyouyouyouyouiiiiii», que yo no podía imitar. Intentaba mirarlas a todas poniéndome justo enfrente de ellas: les llegaba por debajo del pecho y alzaba la cabeza para verles la cara y los movimientos.
El sonido, fuerte como ellas mismas, les salía de lo más profundo de la garganta y parecía detener todo el sonido del pequeño pueblo. Movían la lengua de un lado a otro, como si esta cobrase vida propia para entrecortar el sonido fuerte de la garganta. Quizá la mano encima del labio superior hacía que todo sonase más fuerte. Cuando todo aquello paró, salí corriendo lo más rápido que pude para que nadie me lo impidiese y me metí debajo de la sábana para averiguar quién se escondía allí. Era Zeiga. No entendía qué hacía llorando debajo de la sábana y lo único que se me ocurrió fue arrancársela para salvarla. No me había dado cuenta de que no debería haberlo hecho hasta que volví a mirar a Zeiga: se le había desencajado la cara. Se formó un silencio que hizo que entrara el sonido del pueblo, de los trenes, de la carretera. Mi madre se acercó corriendo con las manos anaranjadas recién sacadas del barro que había estado mezclando y me apartó, con lo que me manchó el vestido blanco. Me dijo que aquello era una celebración ancestral y que Zeiga tenía que estar debajo de la sábana hasta que se sentase. No le pasaba nada a Zeiga, así era la celebración del día del Rhenne y tenía que entrar de aquel modo.
Cuando llegó al sitio que le tenían preparado, rodeado de velas y pétalos, se sentó e hizo un gesto para que me acercara a ella. Al parecer, se había apiadado de mí por la bronca que me habían echado. Le quitaron la sábana dorada y volvieron a hacer el sonido con la boca. Zeiga llevaba una trenza larga a cada lado, atadas con lazos blancos. Eran tan largas que al sentarse se doblaron igual que sus piernas. La tía Tameqrant cogió el cubo del baño, echó el rhenne líquido (a mí me parecía barro) y sumergió los pies de Zeiga en él. Con las manos le subía el rhenne hasta los tobillos. Llevaba en cada pie una tobillera hecha de conchas del mar. También un anillo de conchas atadas con un hilo rojo, y en el pelo, unas cuantas más junto con monedas de plata. Eran para proteger del mal de ojo. Después mi madre repitió el mismo proceso, pero esta vez sumergiendo las manos de Zeiga. La tía Tameqrant empezó a cantar como si estuviera llorando; después se quedaba en silencio y las demás mujeres, sincronizadas, repetían sus frases. Zeiga y casi todas las mujeres lloraban.
—¿No quieres casarte, Zeiga? Pues quédate con nosotras, no te vayas —le dije preocupada mientras la cogía del brazo. No podía tocarle la mano.
Zeiga dejó de llorar y comenzó a reírse a carcajadas, como hacía ella. Cuando se reía lo hacía con el cuerpo entero y a veces mi padre le preguntaba de broma si había pasado un terremoto para que le vibrara todo el cuerpo. Su risa era contagiosa y, por ello, todas las mujeres que antes lloraban se sorprendieron porque la novia normalmente no se ríe así de fuerte el día del Rhenne, que es un día nostálgico y triste porque la novia abandonará la casa familiar, pero después también empezaron a reírse a carcajadas.
—Ijji, esto son izuran que cantamos las mujeres amazigh el día del Rhenne y, como son cánticos tristes, todas las novias y las familias lloran —contestó mi madre dulcemente mientras me aplicaba rhenne en las manos.
Cuando ya nos habían puesto rhenne a todas en las manos —a algunas incluso en los pies—, el ritmo de los tambores empezó a cambiar. Añadieron otros tambores con anillas. Se levantaron unas cuantas mujeres, las que no tenían rhenne en los pies. Llevaban atados a la cintura, encima de las brillantes túnicas, los velos que antes les cubrían los cabellos y que ahora tenían la función de marcarles los glúteos para que se notaran sus movimientos. Movían las caderas al mismo tiempo que los hombros y los pechos. Movimientos sincronizados. No había visto nunca tanta sincronización a la vez en un mismo cuerpo. Enseguida un grupo de mujeres empezó a aplaudir mientras estiraban los brazos hacia fuera y hacia dentro. Hasta sus aplausos eran diferentes de los de los irumiyyen. Empezaron a chillar y a animar a las bailarinas gritando; algunas incluso aplaudían acercándose a los culos de las que bailaban, para indicar que lo estaban haciendo muy bien, y, entonces, parecía que había subido la temperatura. Con el sonido de los tambores incrustados en el cuerpo, las mujeres —la mayoría de ellas de curvas voluptuosas, porque estar delgada era sinónimo de enfermedad— agacharon la cabeza y empezaron a moverla de un lado a otro, algunas de pie y otras de rodillas. En alguna ocasión pensé que se les iba a romper el cuello o que la cabeza les saldría volando por la única ventana que tenía la habitación. El pelo les tocaba el suelo y volteaban la cabeza hacia todos los lados: arriba, derecha, abajo, izquierda y al revés. Algunas, las que tenían el pelo más corto, la sacudían solo de arriba abajo. Parecía que sus cuerpos ya no les pertenecían, como si los controlaran los tambores y las mujeres que cantaban. Las cabelleras que antes reposaban bajo el velo, habían cobrado vida propia y volaban de un lado a otro con comodidad, disfrutando del ambiente libre que habían creado. Algunas mujeres fueron a controlar a sus hijas, que parecían haber sido poseídas por el baile. La abuela Lalla me había explicado que en el thzaucht de su pueblo, cuando hacían reuniones, las mujeres, poseídas por los espíritus, danzaban con la cabeza para liberarse de ellos. Había casos de mujeres que habían muerto porque su espíritu era más fuerte y no quería salir de su cuerpo. Las demás las intentaban parar, pero ellas eran capaces de cualquier cosa para seguir bailando; había un punto en el trance que, si se traspasaba, era de no retorno. Quizá por ello aquellas mujeres fueron a levantar a sus hijas del suelo. Una de ellas, la de la melena corta de color caoba que zarandeaba la cabeza hacia arriba y hacia abajo, no parecía dispuesta a parar hasta que su madre, asustada por si la habían poseído los espíritus, le pegó una bofetada. El resto de las mujeres observaban la situación, expectantes; algunas reían enseñando los dientes con corona de plata y de oro, a juego con las joyas que ocupaban sus brazos hasta los codos. La chica, ofendida, se alzó rápidamente y salió de la habitación. Udad y yo nos miramos y empezamos a reírnos.
Cuando levantaron a Zeiga, volvió a detenerse el sonido de los tambores y los cánticos se silenciaron. Un grupo de mujeres volvieron a reproducir otro asrorou que acompañó a Zeiga hasta la puerta: era el más largo de todos y, quizá porque era el último, me pareció infinito. Cuando se abrió la puerta se volvió a cantar «Slat o slam ‘la rassol llah ila jah ilajah sidna Muhammad, Allah m’a jah al’ali». Cerraron la ceremonia como la habían abierto, con un saludo al Profeta para bendecir el matrimonio de Zeiga. Algunos decían que no estaba bien hacerlo, pero en muchas familias había tradiciones que pesaban más. Algunas de esas tradiciones eran muy buenas, otras no tanto y había que deshacerse de ellas. Durante la ceremonia no había dejado de preguntarme de dónde sacaban aquella fuerza que atravesaba la garganta y cómo hacían ese sonido con la lengua.
—Esa fuerza es la que nos caracteriza a las mujeres, hija, por eso el asrorou solo lo podemos hacer las mujeres. Es un sonido que nos pertenece solo a nosotras. Un sonido de guerra. De felicidad. De denuncia. De sororidad. De llanto. De muerte. Y lo traspasamos de unas a otras. Cuando seas mayor te enseñaré a ulular como una loba —me dijo mi madre, acariciándome el poco pelo que tenía.