Capítulo 4
Haber visto mucho y no tener nada es tener
los ojos ricos y pobres las manos.
—COMO LES GUSTE, IV, i
Papi, no me dejes aquí. Estoy cansada y está demasiado lejos para ir andando.
El césped se ondulaba como una alfombra voladora verde claro con dorados tonos pálidos, transportando la enorme finca como si de un agasajado pasajero se tratara.
He cogido estas flores. ¿No te gustan, papi? Las he cogido para ti.
Como una dama blanca con los brazos extendidos para recibir a todos los recién llegados, la finca relucía con sus amplios flancos bajo la luz del sol. Los árboles cubiertos de escarcha otoñal se inclinaban protectores a su alrededor; la maleza perenne la decoraba.
Yo no lo he cogido, papi. No me dejes sola. Papi, por favor, estoy asustada. Tengo miedo, papi, por favor, papi, por favor...
—Qué muchacha tan encantadora.
Rosie dio un brinco tan brusco que su ramillete de flores saltó por los aires. La visión confusa que se había apoderado de su mente se desvaneció de súbito. Aunque intentó retenerla igual que intentas recordar un sueño, desapareció tan rápido como le había sobrevenido.
Aquel alto hombre cogió las flores con destreza mientras surgía de detrás del extremo de la carreta. Con una sonrisa encantadora e inclinándose con elegancia, le ofreció las flores de nuevo.
—Mis ojos están embriagados con su belleza, milady, y hasta me cuesta recordar mi propio nombre, pero juraría que nunca nos habíamos encontrado hasta este momento.
—¿Quién? ¿Quién? —tartamudeó ella llevándose la mano al pecho en un intento de contener los fuertes latidos del corazón.
—Soy sir Anthony Rycliffe.
Ella le observó, todavía agitada y perdida.
—Su anfitrión —apuntó.
—Oh.
Oh, era sir Anthony, y ella... ella era... era...
Sacudió la cabeza intentando espantar las imágenes.
Ella era Rosie. Rosencrantz. La hija de sir Danny y también su hijo a tiempo parcial. Se encontraba frente a sir Anthony Rycliffe, la persona que les había contratado. Intentando comportarse con decoro, hizo una reverencia.
—Es un honor, señor.
Con masculinidad y una seguridad abrumadoras, su anfitrión le tomó la mano y le besó el dorso con la misma delicadeza que a una reina.
—Habla muy bajito, pero no hay necesidad de ser tímida, muchacha. Sólo con que me diga el nombre de su padre, acudiré a él al momento y le rogaré que me permita hacerle la corte, pues su frescura compite con la brisa de la primavera y su atractivo me... —Vaciló, como un actor que olvida su frase, y encogió aquellos hombros enormes con un movimiento ella diría que avergonzado—. Dígame el nombre de su padre y le haré la corte como jamás hombre alguno haya cortejado doncella.
Ella se quedó boquiabierta. Pese a saber que parecía una tonta, su asombro era excesivo como para controlarlo.
—Me toma el pelo, señor.
—No haría bromas con un regalo de los dioses, no fuera que Júpiter me lo arrebatara mientras lo tengo delante. Dígame el nombre de su padre para que pueda demostrar mis buenas intenciones.
Por lo visto él no era consciente de quién era ella. Pensaba que era una mujer.
Y por supuesto lo era, pero la mayoría de hombres la privaban del disfraz y veían lo que esperaban: un muchacho de mala reputación, un vagabundo, un actor.
¿Veía este hombre menos que la mayoría de hombres, o más?
Alto y rubio, de carisma deslumbrante y hospitalidad abrumadora: ¿qué quería de ella?
Su sonrisa no vaciló en ningún momento, de hecho, ahondó los hoyuelos de sus mejillas y aportó un centelleo a sus ojos azules.
—Muchacha, actúas como si ningún hombre te hubiera entregado el corazón, y sé que tu encanto habrá exaltado a quienes son más precavidos que yo.
Por instinto, ella reconoció una intención arrogante. Era un hombre que se había encaprichado de una doncella. Más que eso, era un hombre a quien ninguna doncella rechazaría jamás.
—Sir Anthony —empezó a decir.
Pero él le puso el dedo en los labios.
—Llámame Tony.
Ella eludió su dedo sacudiendo la cabeza.
—Respetado señor, no me atrevo a hablarle con tal familiaridad.
Él apoyó un codo en el carromato, al lado de su cabeza.
—Entonces llámame Anthony. O querido o cielo o amor, te lo ruego.
Se encorvó sobre ella: demasiado alto, demasiado grande, demasiado desenvuelto, demasiado masculino. Una capa de terciopelo carmesí colgaba de sus hombros, tan brillante que hacía daño a la vista. Sus medias de seda con costura y liga de cinta mostraban unas piernas con musculatura ondulada. Su jubón negro relucía con un bordado de hilo dorado, y en medio de su amplio pecho resplandecía un colgante de oro macizo, el cual proclamaba que este hombre comandaba la Guardia de la Reina.
Le hizo recordar los hombres de armas de Essex, dispuestos a matarla con sus espadas.
No obstante, la espada de sir Anthony Rycliffe tenía otra punta: era un arma usada sólo con mujeres, para placer de éstas y suyo propio. Pero nunca un hombre la había mirado con complicidad ni la había rondado con provocación ni la había deseado. Todo aquello la asustaba.
—No puedo llamarle de ninguna de esas maneras. Su rango es una barrera.
—No permitiría a mi futura esposa instalar barrera alguna entre nosotros. Ni palabras ni... —sondeó con la mirada las profundidades de su corpiño, elevando la temperatura de su piel— ropa.
Rosie se llevó la mano al escote para tapárselo, pero él no iba a aceptar nada de eso. Tomó de nuevo su mano y la besó, pero esta vez acarició la palma con los labios. Luego le cerró los dedos sobre la caricia y susurró:
—Guárdate esto para recordarme cuando no esté cerca. Abre tu mano y ponte mi beso en tu mejilla, en tus labios, en tu cuerpo, e imagina que estoy contigo. Porque, en verdad, lo estaré.
Maravillada y desorientada, se preguntó sobre su propia identidad, los objetivos del hombre y sobre ese estado que tanto la confundía. Él parecía esperar alguna señal por su parte, pero la indecisión la tenía paralizada y su instinto se enfrentaba al hábito.
—Querido señor —susurró, y él se lo tomó como un permiso.
—No me llames señor —susurró mientras se inclinaba un poco más, acorralándola entre sus brazos en una dirección y entre su cuerpo y el carromato en la otra. Rosie se quedó mirando aquellos labios que se movían al hablar.
—Soy Tony.
Su boca, demasiado ancha para ser hermosa, prometía placeres prohibidos hasta ahora. Cuando empezó a juguetear con su barbilla y su mejilla, y le cerró los ojos con un movimiento de aquella lengua, la promesa se hizo realidad. Sin aliento, Rosie esperó, aguantó y se maravilló.
—Dilo —ordenó—. Di mi nombre.
—Tony —susurró.
Como recompensa a la obediencia, dejó reposar su boca en sus labios. El beso, el primero para ella, debería de ser una lección del maestro, pero no fue así. Anthony prestó atención a las señales del cuerpo de la joven, y prosiguió en su avance sólo cuando ella lo anheló, tocándola con la lengua y retirándose, incitándola a seguir su ejemplo. Ella hizo lo que él deseaba, movida por la curiosidad.
Tenía que ser curiosidad, nada más podía explicar su locura.
Aun así, como sílex contra el metal, su curiosidad y la paciencia de él hicieron saltar la chispa. Tony se rió en voz baja mientras la chispa la sacudía.
—Así es —murmuró contra su boca—. Esto nos hará entrar en calor.
¿La habría fascinado con su paciencia?, se preguntó. Pero la llama creciente anulaba cualquier rastro de su control.
—Entrégate —exigió, codicioso como un niño—. Entrégate.
Sus besos la obligaron a volver la cabeza hacia la carreta. La peluca se deslizó y él la empujó para apartarla. Cayó una única trenza larga y densa, sujeta por un cordón que él soltó. Rosie se estremeció al sentir el tirón de los dedos peinando su pelo, soltando la trama que mantenía la abundante melena marrón tan sujeta, y la besó como disculpa. Volvió a besarla mientras creaba su propia trenza: los dedos y aquel pelo enredados para mantenerla cerca, sujeta como si pudiera salir corriendo.
—Más.
Como si eso fuera posible. Como si sus rodillas pudieran sostenerla siquiera. Con la otra mano, Anthony le levantó la gorguera de tul y recorrió su cuello, luego ahondó bajo el corsé inexorable del corpiño y ocupó su mano con aquel cuerpo. Ella gimió cuando el pulgar le rozó el pezón y él murmuró.
—Ese gemido. La serenata de mi amante. Mi amante.
El tono de su voz la inundó con aquella satisfacción de su anfitrión, y esa satisfacción fue como un jarro de agua fría. ¿Qué estaba haciendo? Abrió los ojos y la humillación le abofeteó la conciencia.
La brillante luz del sol iluminaba cada rincón a su alrededor, les iluminaba a ellos también. Cualquiera podría verles.
—Nadie puede vernos. —Tony leyó su mente, suavizó su voz grandilocuente hasta dejarla en un suave canto—. Utilizo mi cuerpo para bloquear la visión a cualquier entrometido que dirija su mirada hacia aquí.
Su seguridad simplista sólo sirvió para desatar más indignación.
—¿Utiliza su cuerpo? —Casi se atraganta—. Sí, claro que lo utiliza, bien dicho. El cuerpo de un truhán lameculos, un apestoso bribón con cerebro de garrapata. —El deseo se mezclaba con la furia, ¿o tal vez era lo mismo? Le dio un manotazo—. Aparta tu pata leprosa de mí si no quieres que saque el puñal y te la corte de cuajo hasta el codo.
Aunque el aristócrata endureció el mentón, no consiguió contener una risita:
—Calma, cielo, mis intenciones no pueden ser mejores.
Su diversión la convenció. Se había comportado como una desgraciada de los muelles. Entonces cerró el puño y le soltó un puñetazo en el cuello.
Él apartó la cabeza hacia atrás y el golpe sólo le alcanzó el hombro. El relleno de la manga desvió la fuerza, pero impaciencia y asombro competían por la supremacía en su semblante.
—Un matrimonio así es lo que deseo, créeme. Esta irritación exquisita que te domina —le tocó con los dedos el pecho— yo la podría curar con facilidad.
Ella le apartó la mano impúdica y consiguió salir de debajo de su sombra. Anthony la siguió con una mano estirada mientras ella recogía su peluca.
—¿Qué habitación te han asignado mis criados? —preguntó—. Sólo con que me lo confieses, la encontraré esta noche. Y te satisfaré con tal entrega que hasta los amores del propio Apolo envidiarán tu buena suerte. Vamos, querida dama.
Rosie se encontró la insistente palma de su mano bajo la nariz; su atractivo era tal que notó la debilidad pese a la rabia creciente.
—Pon tu mano en la mía y sellaremos nuestros destinos para toda la eternidad.
—¡Locura! La luna le hace perder la cabeza, ya no sabe lo que dice.
El ataque no le disuadió en absoluto, le siguió los pasos mientras ella se alejaba.
—¿Locura lunática? No, es locura de amor.
—Fiebre cerebral entonces —contraatacó.
—Fiebre amorosa.
—Es un chiflado y tendría que estar en el hospital de Bethlehem. —Se colocó la peluca en la cabeza, sin importarle que su propio pelo se viera revuelto por debajo, rodeándola como si ella fuera la lunática que acababa de declarar a él—. No sé quién se cree que soy, pero le aseguro —le rodeó, pero de nuevo encontró la palma de su mano extendida— que se horrorizaría —los preciosos ojos del caballero adoraban su semblante como nadie había hecho antes— al descubrir…
Él flexionó los dedos con gesto incitante y ella se quedó mirando aquella mano. La observó y deseó que no hubiera encendido aquella chispa en su ser. Porque seguía ardiendo, cálida y tentadora, y no sabía cómo sofocarla.
Pero sospechaba que él sí.
Con un grito incoherente, salió huyendo y corrió por el cuidado césped, convencida de que la seguiría.
Pero no fue así.
Dominando su impulso depredador, Anthony la observó correr y se rió a viva voz, luego se volvió y saludó a Jean con el brazo.
Su hermana levantó una mano cautelosa, y él regresó tambaleante hacia su mansión. Era una estructura impresionante, con tres plantas de piedra pálida, construida en forma de e mayúscula. La terraza con barandilla sobresalía a lo largo de toda la fachada frontal, y el tejado estaba decorado por chimeneas, estatuas y arcos. Una casa digna y excelente, para él y su dama.
¿Sería ella aquel fino bambú que acababa de huir?
Tal vez sí. Su aspecto no parecía demasiado estimulante desde lejos, aún peor tras un examen de cerca, pero besaba como un sueño y mostraba una confusión tan dulce que le había encandilado. Al fin y al cabo su juventud era su mejor aliado; el atuendo podía mejorarse sin problemas.
Sí, iba a disfrutar fingiendo haber encontrado su amor verdadero. Había disfrutado al encender el fuego en ella y enseñarle cómo prender la llama también en él. Cambió de postura con incomodidad.
Aún más fuego. Las medias calzas le llegaban hasta la rodilla y siempre se preocupaba de que fueran de su talla. Los bombachos cortos superiores, de delicada forma, los había cosido el mejor sastre de Londres, pues su puesto en la Guardia de la Reina de vez en cuando requería esquivar el puñal de algún asesino o luchar en defensa de Su Majestad. Pero ambas prendas resultaban incómodas con la fuerza de su erección, qué extraño.
¿Tanto necesitaba una mujer? ¿O aquella sencilla muchacha tenía un don especial para desatar la pasión en los hombres insensatos?
Volvió a mirar hacia el punto por donde había salido corriendo, en dirección al escenario que los actores habían montado. Tendría que aclarar aquello, ¿no?
La obra había empezado, una breve pieza cómica para entretener a los invitados de buena cuna, para atraerlos junto a la grada y así luego disfrutar de la posterior actuación más larga. Una mirada rápida verificó que la muchacha se había esfumado. Ya lo había previsto así, pues ella intentaría evitarle a toda costa. Se lo permitiría hasta que necesitara defenderse otra vez de Honora.
Ocupando su lugar en un extremo de la concurrencia, Tony no se permitió mirar ni a izquierda ni a derecha; se limitó a sonreír con amabilidad a las muchachas casamenteras que le saludaban.
—¡Anthony! —La voz precisa de Honora habló cerca de su hombro—. Ven a sentarte conmigo en primera fila. Te he guardado sitio en el banco.
Dio un brinco como si se sintiera culpable de algo.
Maldita Jean por mencionar aquella unión diabólica. Hasta entonces era uno de los pocos hombres que trataban a lady Honora con ecuanimidad. Su cuerpo exuberante y sus propiedades inmobiliarias igualmente exuberantes atraían a muchos hombres incautos, pero un semblante poco sonriente, su postura tiesa y su falta de humor les arrojaban en brazos de muchachas más jóvenes y pobres. No había sido consciente de la tragedia hasta este momento en que ya se enfrentaba a la perspectiva de una lady Honora al otro lado de la mesa del desayuno y aleccionándolo con su voz rotunda sobre sus obligaciones. O peor todavía, la perspectiva de lady Honora echada en una cama, aleccionándolo sobre sus obligaciones.
La mujer estaba tan convencida de su superioridad que intimidaba a los mortales inferiores, y en aquel preciso instante le intimidaba a él. Por irónico que pareciera, la misma característica que presumiblemente le había atraído de él iba a ser su ruina.
—Lady Honora, estoy muy cómodo aquí donde me encuentro.
—¡Tonterías! —Agarrándole con una fuerza poco elegante, le zarandeó—. Eres el anfitrión, es tu deber permanecer donde los invitados puedan observarte. Permíteme asesorarte en estas cuestiones, igual que me permitirás guiarte en la cuestión de tu matrimonio.
—¿Mi matrimonio?
—Conmigo. —Apoyó su estrecha mano en la manga de Anthony—. Jean me ha hablado de tus tontas objeciones, pero sé que eres un hombre lógico y estoy segura de que no tardarás en entender el buen juicio de mis planteamientos.
Mirando el tocado enjoyado que cubría la cascada de pelo rubio de la dama, se preguntó si tenía alguna posibilidad contra la determinación de lady Honora y su propia necesidad de prosperidad. Luego recordó a la chica misteriosa y cómo planeaba utilizarla. Sólo tenía que mantenerla en mente y los planes de Honora serían inútiles.
Lady Honora le examinó como si fuera un campesino reclutado por el ejército de Su Majestad. Sin importarle si alguien prestaba atención a la obra, habló en su tono normal.
—Pareces extrañado. Por supuesto querrás que la decisión de nuestro matrimonio sea idea tuya. A los hombres les gusta creer que son dueños de su destino. Pero entretanto, cumple con tus deberes de anfitrión y siéntate en el lugar que te he guardado.
Desbordado por la indignación, Anthony soltó:
—Al cuerno mis deberes de anfitrión y al cuerno...
El público se volvió en bloque y le hizo callar, como si sólo fuera él quien les impedía disfrutar de la obra. Los actores alzaron la voz con elocuencia intensificada para reclamar la atención debida.
Con su propia interpretación inigualable, lady Honora manifestó:
—Ya ves, tengo razón. Quieren que te sientes conmigo.
Volvió a tirar de él y Anthony cedió. Al fin y al cabo, ¿qué importaba dónde se ubicara o qué pensara? La obra avanzaba, pero su trama no podría competir con la que llenaba su mente.
Con muchos murmullos amables, se abrió paso entre la multitud, siguiendo la estela de Honora. En un rincón remoto de su mente captaba las risas que los dos intérpretes arrancaban a los espectadores. Estaba contento de que los actores mantuvieran entretenidos a sus invitados gimiendo apasionadamente por una dama sin corazón, Earlene.
Como si aquellos pensamientos la hubieran invocado, Earlene apareció en escena: la mujer que había besado, la mujer que había deseado, la dama que tal vez iba a cortejar. Salió al estrado y su aparición fue ovacionada con un rugido apreciativo del público.
¿La conocían? Echó un vistazo ansioso a su alrededor. ¿Era alguna dama de la nobleza que pisaba las tablas para hacer una broma?
Pero no, el aprecio del público era burdo e impersonal. Inmersos en la obra, esperaban ansiosos la siguiente frase. ¿Qué significaba todo aquello?
Volvió a mirarla y la vio con otros ojos. Había supuesto que era una dama acuciada por la pobreza y carente de gusto, pero ahora... Notó un retortijón en el vientre. Inclinándose hacia lady Honora, murmuró.
—¿Quién es ella?
—¿Quién es quién? —preguntó lady Honora con tono preciso y austero.
—¿Quién es —hizo un ademán con la cabeza— ella?
Perpleja, lady Honora siguió su mirada.
—Es la esposa que ha puesto los cuernos al marido.
—¡No! —Se pasó el dorso de la mano por los labios y lo intentó de nuevo—. Me refiero a quién es ella de verdad.
—¿De verdad? —Lady Honora se volvió—. ¿De verdad? Es... es un actor, de la compañía de sir Danny. ¿Por qué te...?
El resto de sus palabras se perdieron mientras él se incorporaba tambaleante. No llegó a oír los gritos de que se sentara ni notó los codazos de quienes se hallaban tras él. Sólo sabía una cosa.
Había besado a un muchacho. Había besado a un muchacho.