Capítulo 2
¡Maldad, ya estás en pie!
¡Toma el curso que quieras!
—JULIO CÉSAR, III, ii
Sir Danny Plympton se encuentra aquí. Detened la obra. —Tío Will alertó con una mano a los actores que se encontraban sobre el escenario del teatro Globe y con la otra recogió el guión—. ¡Por el rayo del gran Zeus, parad la obra de inmediato! La memorizará y la pondrá en escena sin que nosotros podamos llevarnos una perra chica.
Los intérpretes se disponían a hacer un alto cuando Rosie se derrumbó contra una de las columnas en la galería de la planta baja. Le temblaban las articulaciones, el agotamiento había dejado sus músculos fláccidos. Inspeccionó sin descanso la estructura circular de tres pisos, sin techo, y examinó cada banco de cada grada. Observó la entrada, atenta al ruido de fuertes pisadas en el exterior, mientras intentaba convencerse de que ella y sir Danny estaban a salvo.
Flexionando sus dedos sucios, observó el movimiento con fascinación. Estaba exhausta. Había dejado impedido al capitán con aquella puñalada, pero no le había matado. Tal vez si hubiera tenido un cuchillo largo y afilado. Tal vez si lo hubiera clavado con más fuerza. Tal vez si sir Danny no se hubiera empeñado en buscar problemas con los brazos abiertos... Se rió, con una risa olvidada que casi la atraganta, y luego un sollozo la cogió desprevenida. Frotándose los ojos con el dorso de la muñeca, supo que mientras sir Danny fuera sir Danny —desbordante, extravagante, escandaloso— nunca estarían a salvo.
—¡Eh, Rosie!
Dickie Justin McBride la saludó y ella bajó la mano. No se atrevía a dejar que los hombres de lord Chamberlain la vieran con lágrimas en los ojos. Todos ellos habían pasado por la compañía de sir Danny en un momento u otro. Todos ellos creían que era un hombre, y unos pocos le acusaban de miedica. No, no se atrevía a dejar que la pillaran llorando.
—¡Eh, Dickie! —gritó a su vez.
Ya de joven había despreciado al guapo actor y seguía haciéndolo ahora. No le gustaba su desagradable tendencia a tomársela con los no tan forzudos; sobre todo con Rosie, y sobre todo cuando estaban a solas. La tenía aterrorizada. Y en aquel instante acababa de bajar de un salto desde el elevado escenario hasta el patio de tierra para el público de a pie y se acercaba arrogante hacia ella.
—No te había visto tan sucia desde que te caíste en la pocilga cuando tenías ocho años. —Dirigió una sonrisa a los actores que descendieron tras él—. Compañeros míos, arrimaos y permitid que os relate cómo chillaba Rosie más fuerte que los cerdos.
Avanzaron hacia Rosie, y ella reconoció su táctica. Juntar una concurrencia de bribones, hacerles formar corro en torno a ella y luego mofarse con burlas y desprecio.
Casi se sintió agradecida cuando Dickie se volvió hacia el otro lado.
—¡Uf! ¿No te has lavado desde que te caíste en esa pocilga?
Todos los hombres hicieron aspavientos mofándose de Rosie con trabajados ruidos atragantados, mientras ella bajaba las palmas sudorosas por la columna. Sí, apestaba, a pesar de que sir Danny y ella se habían ido corriendo hasta el borde del plateado Támesis para rociarse con agua e intentar eliminar la peor parte.
Con una floritura de su brazo extendido, sir Danny proclamó:
—Qué día tan triste para la ciudad de Londres cuando los gusanos de la tierra se mofan de la rosa. Plateadas rociadas de los cielos lavarán la rosa, que volverá a ser la flor más noble. Pero cuando los mismos riegos de color plata alcancen a los gusanos, estos seguirán arrastrando el vientre por el polvo.
—Sí, y si esos gusanos no hacen una pausa para cenar ahora, sus vientres se preguntarán si les han cortado el cuello. —Con el guión en la mano, el tío Will lanzó una mirada fulminante a los actores, que cambiaron de rumbo y se encaminaron hacia la entrada, zarandeándose unos a otros pugnando por salir los primeros. Tío Will se volvió a sir Danny—. Ya se han marchado. ¿Qué quieres?
—¿Qué te hace pensar que quiero algo? —preguntó sir Danny.
—Nunca vienes a menos que quieras algo.
—Malnacido receloso —dijo sir Danny.
—Bellaco pernicioso —contestó Tío Will, que estiró el brazo para revolverle el pelo a Rosie—. Bajo riesgo de que me llamen gusano, debo decir que estás más desaliñado de lo habitual, mozalbete. ¿No te trata bien este depravado?
—A este depravado casi le cortan el cuello. —Rosie sujetó a sir Danny por el codo como si estuviera a punto de desmayarse, y deseó que alguien hiciera lo mismo por ella—. Tenemos que vendarle.
Sir Danny se zafó de ella claramente ofendido.
—¡No es nada, ya te lo he dicho! Y tú has estado a punto de ahogarte. —Retiró a un lado el cuello de la prenda—. Las magulladuras te marcan la piel como manchas de vino en una taza de marfil. Tu juventud será más lamentada que estos restos viejos. La próxima vez que te diga que escapes, hazlo.
—No te entendí.
Sir Danny le dio una sacudida.
—Cuando te diga que escapes, hazlo.
—Sin ti, no —replicó ella con obstinación.
—Cuando te diga que escapes...
—¡No puedo! —Se apartó y le volvió la espalda. Con una mezcla de dolor nuevo y pánico antiguo, se esforzó por controlarse juntando las manos ante el rostro en actitud de orar—. No puedo permitir que te vayas otra vez, papi.
Sir Danny le frotó la espalda.
—Mírame y escucha, Rosencrantz.
—No. No vas a mirarme con esos grandes ojos para quitarme los miedos como haces cuando uno de la compañía acude a ti con dolor de muelas o un cálculo biliar. Nada de trucos conmigo, sir Danny. Prefiero morir contigo que vivir sola.
—Y eso sí que no lo entiendo —le dijo él más bajito.
A veces ni siquiera ella entendía los terrores que la dominaban, dedos sudorosos que la sacaban del mundo real y se la llevaban a un terreno pedregoso y amenazador. Por regla general, los fantasmas aparecían sólo de noche, pero de tanto en tanto los espectros la encaraban a plena luz del día.
Como hoy. Apartándose con brusquedad de su contacto, Rosie masculló:
—No quiero saber nada, papi, no voy a dejar que te vayas.
Tras un momento de silencio, sir Danny se aclaró la garganta:
—Los jóvenes de hoy son unos insolentes, ¿verdad, Tío Will?
—Ojalá mi hijo viviera todavía y fuera tan leal a mí —dijo éste.
Rosie se frotó los brazos, arriba y abajo una y otra vez, intentando eliminar el frío que la entumecía.
Tío Will la estudió y luego adivinó:
—¿Otra vez andáis metidos en problemas?
—Sí —contestó Rosie.
—No —contestó Danny.
—Sí, entonces —decidió Tío Will.
—Algún cobarde podría decir que «sí». —Sir Danny miró con severidad a Rosie, luego masculló en voz baja a Tío Will—. Pero manda un mensaje a Ludovic.
Tío Will se encogió de hombros.
—¿Ludovic? Mejor llamarlo Lázaro. Se mueve como alguien resucitado de entre los muertos.
Sir Danny se llevó un pañuelo perfumado a la nariz.
—Pero me ha sido leal desde que le contraté hace siete años.
—Por lo que recuerdo —dijo Rosie—, él lo decidió así.
—Es un hombre con carácter —admitió sir Danny—. Hay momentos en que le habría despedido, excepto por la sospecha de que se negaría a marcharse.
—¡Tú! —Tío Will indicó a uno de los tramoyistas—. Busca al encargado de sir Danny y dale instrucciones para que traiga su compañía, con carromatos y todo. —Luego se dirigió a sir Danny—: Podéis huir de la ciudad dentro de los carromatos. Vayamos a la taquilla, ahí podremos hablar en privado.
Rosie, todavía poco convencida del buen estado de salud de sir Danny, siguió a los hombres de cerca hasta la minúscula habitación donde guardaban los ingresos. Lo que parecía ser rivalidad y desconfianza entre sir Danny y Tío Will descansaba sobre unos sólidos cimientos de amistad. No era la primera vez que le recordaban a David y Goliat. Eran equiparables en ingenio; en tamaño, el poderío físico de Tío Will ensombrecía al atildado y menudo sir Danny, pero su naturaleza agresiva daba el contrapunto a la melancolía pensativa de Tío Will, quien acudía a sir Danny en busca de inspiración cuando escribía papeles más belicosos.
Tras sacar una gran llave del cinturón, Tío Will abrió la puerta y les hizo pasar.
—¿Y ahora quién te quiere arrancar el corazón?
—Oh. —Sir Danny dio unos golpecitos en la alcancía—. Nadie demasiado importante.
—Sólo el conde de Essex y el conde de Southampton —soltó sin rodeos Rosie.
Incluso en la penumbra de la pequeña habitación, la muchacha pudo ver cómo Tío Will perdía su color rubicundo.
—¿Southampton? Dios del cielo, es mi mecenas.
Sir Danny saltó como una pulga en un circo.
—Es un maldito traidor y merece su ejecución como mínimo.
—Y sir Danny así se lo dijo en la residencia Essex, con el propio Essex sentado cerca —informó Rosie a Tío Will.
Éste se recostó contra la pared, apretándose el pecho con gesto trabajado hasta la perfección en incontables actuaciones teatrales.
—Esto es el desastre. ¡Southampton sabe que somos amigos!
—Así es como empezó todo —dijo Rosie—. Estábamos en la calle y Southampton nos llamó para que te trajéramos un mensaje.
Tío Will dejó el guión en la mesa.
—¿Qué mensaje?
—Quiere que interpretes —sir Danny le lanzó una mirada hostil— el papel de Ricardo II.
Perplejo, Tío Will se tiró de su escasa barba.
—¿Por qué? Es una obra vieja, y no es popular, pues trata de un monarca desposeído.
Sir Danny le agarró del jubón y le sacudió con la agresividad de un terrier ratonero acosando un oso.
—Por eso quiere llevarla a los escenarios. Sin pudor alguno, sin discreción, por Dios, Essex estaba hablando de una insurrección.
—¿Una insurrección?
—Una revuelta. Una rebelión. Una revolución.
—Ya sé qué quiere decir —dijo con irritación Tío Will—. Pero no entiendo.
—¿No entiendes? —Con la mano en la cadera y el dedo indicando el cielo, sir Danny permaneció en pie como un monumento a la indignación—. ¡Quieren que interpretes el papel de Ricardo II para perpetuar una atmósfera de descontento y provocar un motín contra el mismo timonel que guía la embarcación de nuestra isla a través de las aguas turbulentas de la guerra y la paz!
—¿Contra la reina? Te equivocas. —Tío Will recurrió a Rosie—. ¿Verdad que se equivoca?
—Ojalá fuera así. —Rosie anduvo hasta la mesa y se quedó mirando el fajo de papeles—. Pero como bien sabes, la reina Isabel no está contenta con Essex y le ha recortado los ingresos.
Todavía estupefacto, Tío Will dijo:
—Pero ¿insurrección? Essex era su favorito. Tiene que estar loco para pensar que puede tener éxito.
Sir Danny asintió.
—La reina le ha consentido con sus favores, y eso, combinado con su gallardía y riqueza, se le ha subido a la cabeza. Hablaba de nuestra bondadosa monarca con espíritu tan agitado que me pareció un loco. Maldecía la pobreza en que estaba sumido, y le oí afirmar que —bajó la voz— las condiciones a las que le tenía sometido la reina eran tan retorcidas como su encorvado cuerpo.
—Pedirá su cabeza.
Tío Will se agarró la garganta.
—Ruego para que así sea. —Sir Danny empezó a recorrer el pequeño y oscuro cuarto; era un torbellino de emoción que levantaba polvo—. Habló de un levantamiento en Londres y de secuestrar a la reina y obligarla a hacer lo que él pidiera.
—¿Y te contó eso a ti?
Tío Will expresó sus reservas.
—Y con vehemencia —contestó sir Danny—. Ya te he dicho que pensé que estaba loco.
Rosie se frotó la frente y la dejó marcada por una raya de polvo.
—También se lo dijiste a lord Southampton. Les dijiste a ambos que acudirías al palacio de Whitehall e informarías a la reina Isabel de sus planes.
—¿No estás conforme en que es lo que debemos hacer? —preguntó sir Danny.
—Sí, lo creo. Pero la inteligencia menos noble también me dice que deberíamos haber llevado a cabo el plan antes y lanzar peroratas después.
Sin dejar aparentemente que el agravio de Rosie le afectara, sir Danny replicó:
—Necesitamos irnos de Londres.
—Lo antes posible. —Entonces Tío Will se volvió hacia él con ferocidad—: Pero no es eso lo que yo quería.
—Sé qué querías. —Sir Danny sacudió unas partículas invisibles de polvo en su manga—. Ya lo hemos discutido. Es imposible.
Tío Will cogió el guión y lo dejó caer otra vez sobre la mesa con un golpetazo.
—Escribí este papel pensando en ti.
—Que lo interprete Richard —dijo sir Danny.
—Eres mejor actor que Richard Burbage. Lo sabes. Si interpretas este papel, obtendrás el reconocimiento y te harás rico. Pero no puedes, porque has vuelto a ser un bocazas y te has condenado...
—¿Me estás llamando burro?
—... a exiliarte en el campo.
Sir Danny se encogió de hombros.
—Me gusta el campo.
—Detestas el campo —corrigió Tío Will.
Con la cabeza baja, Rosie deseó encontrarse en algún otro sitio. No quería oír hablar del talento de sir Danny, pues reconocía la verdad en aquellas palabras. Cuando sir Danny pisaba las tablas, los hombres sollozaban y los niños escuchaban con atención embelesada. Las mujeres le encontraban irresistible, hasta la reina le aplaudiría. Pero nunca permanecía en un sitio el tiempo suficiente para recibir la aclamación merecida.
Y la causa era ella.
¿Como podía quedarse en un lugar cuando ambos temían que la mascarada de Rosie saliera a la luz por el exceso de familiaridad en su comportamiento? El malgasto de talento la ponía enferma, no obstante no sabía qué pasos dar para poner fin a aquel exilio.
Podría echarse a llorar, no le habría costado nada. Miró el guión que Tío Will había dejado caer. Hojeó las páginas y echó una miradita a los garabatos de tinta que se retorcían sobre el papel como gusanos. Buscaban algún destino y formaban cierta organización, pero no podía descifrarlos. A veces tenía la impresión de ser capaz de recordar las letras. A veces le parecía que había aprendido a leer unas pocas palabras.
Pero suponía que eran más bien fantasías suyas, que había imaginado aquel tiempo en que tenía un tutor y un hogar, y un padre cuyo rostro no conseguía recordar. Todo formaba parte de su deseo de leer, pero ya era demasiado mayor para soñar.
—He utilizado tu nombre en esta obra —le dijo Tío Will.
Ella alzó la vista, y se lo encontró mirándola.
—Eso es, Rosencrantz. No es un gran papel, pero hace unas travesuras deliciosas, y tú podrías interpretarlo.
Indicando el guión, ella preguntó:
—¿Dónde sale?
—¿Tu nombre? —Tío Will pasó las páginas igual que había hecho ella, pero a diferencia de Rosie entendía con claridad la escritura, de un modo que la dejaba asombrada. Indicando, dijo—: Ahí.
La joven se inclinó sobre la página y observó fijamente.
El hombre deletreó en voz alta, luego puso un dedo debajo de un garabato grande y curvado.
—Eso es una «erree mayúscula». Es la primera letra de tu nombre y produce un rumor con su sonido.
Dejó rodar el sonido en su lengua y ella le imitó.
—Erree... —repitió Rosie—. Erree...
—De nuevo observó fijamente memorizando el garabato.
—Sir Danny, mira. —Tío Will hizo un gesto y ella se encogió ante los dos hombres que la contemplaban con atención—. Se queda ahí y observa las páginas porque quiere algo más que la vida que tú le das. Un chaval espabilado como él tendría que saber leer.
—¿Y para qué va a hacerle falta leer? —preguntó sir Danny—. Su memoria está a la altura de la mía. Puedo memorizar cualquier cosa sólo con oírla una vez.
—Sí, sí, y puedes recitar la Biblia de cabo a rabo y al revés. Pero no lo hagas ahora, porque ya te oí en otra ocasión, y resultó ser una verdadera prodigalidad de sagrada escritura.
Sir Danny sacó un peine de la cartera que tenía en un costado y se arregló el cabello que le llegaba a la altura del hombro. Pasara lo que pasara, su vanidad estaba por encima de todo.
—Pero Rosencrantz no es un actor. No como tú. —Tío Will negó con la cabeza adoptando una expresión triste—. Sé que no quieres hacer frente a esto y sé que sólo deseas la excelencia en tu protegido, pero nunca ha interpretado otra cosa que papeles de mujer.
—Rosencrantz tiene sus momentos magníficos —objetó sir Danny.
—Seguidos de algunas medias horas terribles. Pero si fuera capaz de leer, podría conseguir un empleo administrativo. Nunca aprenderá si sigue viajando con esa compañía provinciana.
—Es mi compañía provinciana —le recordó sir Danny.
Tío Will arrugó la nariz con desdén.
—Con carretas para trasladaros de ciudad en ciudad y un andamio como escenario. Tal vez no anheles nada más, pero Rosencrantz lleva contigo quince años...
—Dieciséis.
Sir Danny se quitó la capa y sacudió el barro del terciopelo raído.
—Ya debe de tener casi dieciocho años.
—Tengo veintiuno —insistió Rosie.
—Veintiún años muy delicados por tu aspecto.
Tío Will sonaba como si no se lo creyera.
Rosie alzó su barbilla lampiña.
—Sir Danny dice que tenía cuatro o cinco cuando me encontró, por lo tanto tengo veintiuno.
—Mmm. —Tío Will la miró de arriba abajo—. Es obvio que esos cálculos no cuadran con lo que dices o no tendrías esa pinta de canijo. —Dando muestras de una fina intuición, intentó convencerla—: Rosencrantz, yo mismo te enseñaría a leer si te quedaras en Londres.
—Eso no puede ser. —Sir Danny cogió a Rosie de la mano y le dio un apretón—. Perdí los nervios y tenemos que irnos.
Tío Will, impaciente con él, preguntó:
—¿Qué tal si piensas por una vez en el chaval y no en tus emociones egoístas?
Sir Danny adoptó el papel del noble defensor, y su representación quedó más convincente gracias a su sinceridad.
—Estaba pensando en el chaval. ¿Sabes lo que sucederá si derrocan el gobierno? La reina Isabel ha guiado esta nación durante cuarenta y dos años, nos ha traído la paz y la prosperidad. ¿Qué vida podría esperar Rosencrantz si arrebataran la autoridad a nuestra buena reina Bess?
—¿Sí, qué vida?
A regañadientes, Tío Will coincidió con sir Danny.
—Alguien debería tomar cartas en el asunto —dijo sir Danny— y ese alguien debes ser tú. Tienes que advertir a la reina. Yo lo haría, pero no me atrevo a dejarme ver en la calle.
—Sí, debo advertir a la reina, y al hacerlo habré perdido a mi mecenas. —Nervioso, Tío Will se desenredó los pocos mechones de pelo que cubrían su cuero cabelludo, ofreciendo una visión clara de la calva brillante que ocultaba con tanto esmero—. Roguemos a Dios, sir Danny, para que escuche sin prejuicios a un actor y autor de teatro e ignore la mala reputación que nuestros colegas se han granjeado.
Con un toque de ironía en la boca, sir Danny añadió:
—Hablando de Ludovic, ¿crees que no ha llegado aún? —Abrió la puerta de golpe y dio unos pasos hacia atrás. Rosie soltó un jadeo. Allí estaba Ludovic, alto y ancho, tan inmóvil como una víbora tostándose al sol.
De físico robusto, Ludovic había nacido en algún país extranjero y, por caprichos del destino, había venido a parar a las costas de Inglaterra. Se había vuelto indispensable para la compañía de actores, y también había demostrado ser incapaz de hacer amigos. Ludovic no caía bien a nadie. Todo el mundo le temía, aunque nunca recurriera a la violencia. Nadie vencía a Ludovic. Algo en el gesto cruel de su boca y las cicatrices que le marcaban espalda y pecho disuadían de retarle.
—¡Ludovic!
Sir Danny cogió a Rosie de la mano y le dio un apretón.
—Sir Danny.
Su voz grave y profunda tenía un leve acento, que ahora parecía más marcado. ¿Habría estado escuchando al otro lado de la puerta?
Recuperándose del susto, sir Danny decidió disimularlo.
—He mandado un chico a buscarte. ¿Te ha encontrado?
—Aquí estoy, ¿o no?
—Bien. —Sir Danny se adelantó, aún agarrando de la mano a Rosie, y Ludovic le cedió el paso. Sir Danny y Rosie volvieron a salir al sol de la tarde que calentaba una zona reservada a los espectadores de a pie—. Estoy impaciente por salir de viaje con mi —sir Danny sonaba sarcástico— compañía provinciana. Ludovic, ¿has traído las carretas?
—¿Las carretas? No. —Ludovic les siguió—. Pero iré a buscarlas.
Hizo una inclinación y se alejó, mirando a Rosie con sus ojos un poco saltones. Sir Danny le gritó:
—¡Fuera de aquí!
Ludovic miró con hostilidad, luego se fue cojeando hacia la salida.
—Sir Danny —protestó Rosie—, ¿por qué le gritas? Le has ofendido y sabe que le necesitamos.
Sir Danny contemplaba el lugar por donde había desaparecido Ludovic.
—Lleva mucho tiempo con nosotros, tal vez demasiado. —La miró un momento y luego gritó—: Puedes salir, Will. Ya se ha ido.
Tío Will asomó la cabeza y miró en ambas direcciones antes de salir con cautela. Ansioso por librarse ya de ellos, dijo:
—Os ayudaré hasta donde me permitan mis posibilidades, pero no tengo nada de dinero, así pues...
Sir Danny saltó al instante:
—¿Así pues nos dejarás oír tu nueva obra?
—¡No!
—Pero vamos a irnos al campo. —Sir Danny intentó convencerle—. Muy lejos del público de Londres. Nadie se enterará si la representamos nosotros primero.
—No.
Pero era evidente que estaba bajando la guardia.
—Querido y viejo amigo. —Sir Danny le rodeó el cuello con un brazo—. Un favor mínimo a aquellos que casi entregaron la vida por Su Majestad y por la propia Inglaterra de nuestro Señor. ¿Cómo se llama?
—La llamo Hamlet. —William Shakespeare dio una patada al suelo de tierra con gesto asqueado y luego capituló—. Y a mí me llamo necio. Puedes oírla, pero sólo una vez. —Alzó un largo dedo—. Una sola vez. Luego os marcharéis antes de que aparezca Southampton haciendo indagaciones por aquí. ¿Y a dónde pensáis ir?
Con la sangre fría de un bandolero, sir Danny respondió:
—Vamos a una finca no muy lejos de Londres.
Rosie, sorprendida, soltó la mano del asimiento de sir Danny.
—No, no vamos a ir.
Sir Danny ni le hizo caso.
—Nos han invitado a actuar para sir Anthony Rycliffe y sus invitados en una reunión en su casa de campo.
—No vamos a ir.
Tío Will, perplejo, preguntó:
—¿Por qué no quieres ir, Rosencrantz?
Empujó a sir Danny con un movimiento violento.
—Porque Danny ha perdido el juicio.
—Vamos a tener suerte allí.
Sir Danny sonrió.
—Creo que tramas algo. —Tío Will estaba maravillado—. ¿Qué planeas hacer?
Sir Danny hizo una floritura elaborada con sus dedos.
—Saldremos de los límites de Londres, viajaremos a la finca de lord Anthony Rycliffe y allí respiraremos un poco de aire fresco, comeremos bien, dormiremos a pierna suelta...
Rosie interrumpió.
—Y sacaremos a sir Anthony una buena suma de dinero a base de chantajes.