Otra forma de contarlo

Por alguna razón que acaso tenga que ver con su trágico final, tenemos clara la imagen de Pier Paolo Pasolini. Esta imagen corresponde mayormente a los últimos años, cuando sus películas se convirtieron en objetos de culto de varias generaciones —al menos dos—, y su presencia en los grandes certámenes cinematográficos suponía todo un acontecimiento. Pero treinta años antes de la gloria internacional, Pasolini era un joven de Bolonia interesado en la literatura y con las inquietudes propias de la gente de su edad. Esta apreciación obvia sería superflua si la trayectoria posterior de Pasolini hubiera discurrido por senderos canónicos; pero el poderoso atractivo de su vida proviene, precisamente, de una evolución personal que no estaba, por así decir, en el programa de nadie. Ninguno de quienes lo trataron entonces, ninguno, podía imaginar que Pasolini iba a alcanzar ese lugar mítico donde el apellido de un artista se convierte en adjetivo.

Viajemos al verano de 1940, meses después del estallido de la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué tenemos aquí? Este joven que no es como cualquier otro se encuentra veraneando en Belluno, un pueblo de montaña al norte de Venecia y en la falda de los Dolomitas. Su vida transcurre plácidamente, entre paseos, lecturas y encuentros fugaces. El escenario le complace tibiamente, porque no se parece al universo campesino de Casarsa, el lugar de la madre, ni a su lugar de veraneo habitual, en Riccione, con sus caserones burgueses que miran al Adriático. Desde el frescor de la montaña transmite su estado de ánimo por carta al camarada Franco Farolfi: «Me cuesta habituarme; no sé cómo vestirme ni cómo pensar dentro de mí, ni cómo comportarme con los demás». Pese a esas limitaciones, tiene resuelto algo más importante: «Sin embargo, siento una gran ligereza en el corazón, y soy muy ligero en lo que se refiere a la carne, incluso los pensamientos son ligeros. Soy ligero y como siempre tengo esperanza, sin tener esperanza en nada importante». Estas líneas son el preámbulo para hablar de Emilietta, una medio novia poco agraciada pero muy risueña que es su única compañía. En relación con ella, Pier Paolo se debate entre la amistad y la ternura, entendiendo por ternura una expresión civilizada del sentimiento amoroso.

Como suele ocurrir en los años juveniles, el secreto de nuestros corazones no pasa inadvertido a los mayores. A los pocos días, la tía de Pasolini, probable anfitriona, difunde la noticia entre los miembros del clan, que comienzan a atosigar al presunto enamorado. Quieren saber, le preguntan por Emilietta: «Mi vergüenza era absoluta», recordará. Pero en este proceso nada le impacta tanto como la reacción del padre. Una mañana de julio, Pier Paolo le acompaña a la estación a coger el tren. Durante el trayecto surge el tema Emilietta, y el quinto conde de la Onda comenta sobre ella: «Es poca poesía». El hijo responde: ¿Cómo que poca poesía?». Dice el padre: «Con esa, con esa Emilietta». Pregunta el hijo: «Papá, ¿no creerás los chismes de la tía?». Se hace el silencio. El padre reflexiona y luego le dice: «De todas maneras, no te olvides: poca poesía. Todas las mujeres son iguales; con las mujeres solo hay que pensar en divertirse».

Hemos elegido este verano a conciencia. Nos parece significativo todo lo que cuenta Pasolini en relación con sus peripecias estivales: el retiro de montaña, sus inquietudes y soledades, sus falsos amores, sus primeras poesías, y sobre todo el consejo paterno, en la estación, que le recuerda que las mujeres solo sirven para el gozo. Carnal o festivo. Todo esto va marcando al poeta: un joven tímido y discreto, que ni en el peor de los sueños debería convertirse en el genio atormentado al que asesinarán en Ostia.