Llevo encerrada 264 días.
No tengo conmigo más que una libretita y un bolígrafo roto y los números de mi cabeza para hacerme compañía. 1 ventana. 4 paredes. 4 metros cuadrados de espacio. 26 letras de un alfabeto que no he utilizado durante los 264 días de aislamiento.
6.336 horas desde que toqué a otro ser humano por última vez.
—Tendrás un compañero de celda de habitación —me dijeron.
—Esperamos que te pudras aquí Porque te has comportado muy bien —me dijeron.
—Un chiflado como tú Se acabó el aislamiento —me dijeron.
Son los secuaces del Restablecimiento. La iniciativa que, en teoría, debía ayudar a nuestra sociedad moribunda. La misma gente que me sacó de la casa de mis padres y me encerró en un manicomio por alguna razón que soy incapaz de comprender. A nadie le importa que no supiera lo que podía hacer. Que no supiera lo que hacía.
No tengo ni idea de dónde estoy.
Lo único que sé es que me trajo alguien dentro de una furgoneta blanca que tardó 6 horas y 37 minutos en llegar hasta aquí. Sé que me esposaron al asiento. Sé que me ataron a la silla. Sé que mis padres no se molestaron en despedirse de mí. Sé que no lloré cuando me alejaron de mi familia.
Sé que el cielo se oscurece todas las noches.
El sol se hunde en el océano y proyecta tonalidades marrones y rojas y amarillas y naranjas sobre el mundo que se alza al otro lado de mi ventana. Un millón de hojas de cientos de ramas diferentes se zambullen en el viento y aletean con la falsa promesa de volar. Las ráfagas impulsan sus marchitas alas tan solo para obligarlas a caer, olvidadas, abandonadas, para que las pisoteen los soldados que se encuentran justo debajo.
Ya no hay tantos árboles como antes, o eso dicen los científicos. Dicen que nuestro mundo era verde. Que nuestras nubes eran blancas. Que nuestro sol siempre brillaba en su justa medida. Pero mis recuerdos de ese mundo son muy vagos. No recuerdo demasiadas cosas de esa época. La única existencia que conozco ahora es la que me han proporcionado. Un eco del pasado.
Apoyo la palma de la mano en el pequeño cristal de la ventana y noto cómo el frío rodea mi mano en un abrazo que me resulta familiar. Los dos estamos solos, los dos existimos como la ausencia de otra cosa.
Agarro mi bolígrafo, ya casi inservible, con la poquísima tinta que le queda y que he aprendido a racionar a diario, y lo observo. Cambio de opinión. Abandono el esfuerzo que supone escribir. Tener un compañero de celda puede estar bien. Hablar con un ser humano de carne y hueso quizá facilite las cosas. Practico la voz dando forma con los labios a las palabras conocidas, desconocidas para mi boca. Practico durante todo el día.
Me sorprendo al recordar cómo hablar.
Enrollo la libretita hasta formar un tubo y la meto en un agujero de la pared. Me incorporo en los muelles cubiertos de tela en los que me obligan a dormir. Espero. Me balanceo adelante y atrás, y espero.
Espero demasiado y me quedo dormida.
✥ ✥ ✥
Mis ojos se abren y se encuentran con 2 ojos 2 labios 2 orejas 2 cejas.
Ahogo un grito y la necesidad de soltar el terror paralizante que aferra mis extremidades.
—Eres un-un-un…
—Y tú eres una chica. —Arquea una ceja. Se aparta de mí. Hace una mueca, pero no sonríe, y yo estoy a punto de echarme a llorar; mis ojos, desesperados, aterrorizados, se dirigen a la puerta, que he intentado abrir tantas veces que ya he perdido la cuenta. Me han encerrado con un chico. Con un chico.
Dios santo.
Intentan matarme.
Lo han hecho a propósito.
Para torturarme, para atormentarme, para que no vuelva a conciliar el sueño por la noche. Tiene los brazos tatuados desde el hombro hasta el codo. En la ceja le falta el pendiente que deben de haberle confiscado. Ojos azul oscuro pelo castaño oscuro mandíbula afilada complexión fuerte y esbelta. Guapísimo. Peligroso. Aterrador. Horrible.
Se ríe y me caigo de la cama y me escabullo hacia un rincón.
Sopesa la minúscula almohada de la segunda cama, que esta mañana han metido en una zona vacía de la celda, el delgado colchón y la manta andrajosa, que a duras penas cubriría la mitad superior de su cuerpo. Echa un vistazo hacia mi cama. Echa un vistazo hacia la suya.
Las une con el movimiento de una sola mano. Empuja con el pie las dos estructuras metálicas hacia su lado de la habitación. Se tumba sobre los dos colchones y agarra mi almohada para ahuecársela debajo del cuello. Empiezo a temblar.
Me muerdo el labio y procuro esconderme en el oscuro rincón.
Me ha robado la cama la manta la almohada.
Solamente me queda el suelo.
Solamente me quedará el suelo.
No me defenderé nunca porque estoy demasiado petrificada paralizada paranoica.
—Oye, una cosa: a ti… ¿qué te pasa? ¿Estás loca? ¿Por eso estás aquí?
No estoy loca.
Se incorpora lo necesario para verme la cara. Se ríe de nuevo.
—No voy a hacerte daño.
Me gustaría creerlo. No lo creo.
—¿Cómo te llamas? —me pregunta.
A ti qué te importa. ¿Cómo te llamas tú?
Oigo sus irritantes exhalaciones al respirar. Lo oigo darse la vuelta en la cama que en parte había sido mía. Me paso toda la noche en vela. Me llevo las rodillas hasta la barbilla, me rodeo fuerte el cuerpecito con los brazos; mi larga cabellera castaña es la única cortina que nos separa.
No pienso dormir.
No puedo dormir.
No puedo volver a oír esos gritos.