Capítulo cinco

Harper

Freya, mi dama de compañía, me ata los lazos de un vestido con corsé. El corpiño es de seda blanca, con puntadas rojas y ojales dorados bordeados de rubíes que adornan la capa superior de gasa roja brillante que se derrama sobre las enaguas carmesíes. Los cordones del corpiño son de raso dorado. El escote es bajo y atrevido, y si intento agacharme, experimentaré un fallo de vestuario. Por lo general, en mi armario predominan más los pantalones y los jerséis (los blusones de lana, como los llama Freya), pero tengo docenas de vestidos impresionantes para cuando necesito arreglarme. Sin embargo, esto es, con diferencia, lo más bonito que me he puesto nunca. Incluso mis botas son de cuero rojo con adornos dorados en el tacón.

Rhen envió un mensaje a todos sus Grandes Mariscales hace una semana, y llevo temiendo esta «fiesta» desde el momento en que la mencionó, pero es agradable sentirse guapa durante cinco minutos. Por mucho que intente no pensar en ello, la cicatriz de mi mejilla y mi cojera al andar son un recordatorio constante de que nunca seré una belleza clásica o elegante sin esfuerzo. Confío en mis puntos fuertes, pero eso no significa que no piense en los débiles.

En los últimos tiempos, me he preguntado si el haber elegido quedarme aquí es una debilidad.

Pero ¿a dónde iría? No puedo volver a Washington D. C., y aunque pudiera, ¿qué haría? Desaparecimos en mitad de la noche mientras nos enfrentábamos a un hombre con pistola. Es probable que hayan vaciado el apartamento de nuestra familia y se lo hayan alquilado a otra persona. No tengo carné de identidad, ni documentos, nada.

Sin previo aviso, pienso en mi madre y el recuerdo de su muerte casi me asfixia. La perdimos por culpa del cáncer. Perdimos todo lo demás por culpa de mi padre.

Se me hace un nudo en el pecho y no puedo respirar.

—Aquí, mi señora —dice Freya—. Mire. —Me pone de cara al espejo.

Dice mucho de este vestido que me haya arrancado de la espiral descendente de mis pensamientos. En el espejo, es incluso mejor de lo que parecía sobre la cama.

—Freya —respiro—. ¿Dónde has encontrado esto?

—Lo encargó Su Alteza. —Sus ojos azules se encuentran con los míos en el espejo y baja la voz—. Con los colores de Emberfall.

—Ya veo. —Pierdo la sonrisa. No es solo un vestido bonito. Es una declaración política.

—Por lo que tengo entendido —añade mientras me alisa las faldas—, también encargó un vestido para Zo.

—¿De verdad?

Asiente.

Freya es diez años mayor que yo, y desde que ayudé a rescatarla junto a sus hijos de un ataque de los soldados de Syhl Shallow, ha sido mi dama de compañía en el palacio. En cierto modo, también ha sido como una madre sustituta. Ella sabe lo de Zo y lo que hicimos por Grey. Sabe que eso ha abierto una brecha entre Rhen y yo, y tal vez una brecha entre Zo y yo.

También podría haber causado tensión entre Freya y yo, porque sé lo que siente respecto de Syhl Shallow. Sus soldados destruyeron su casa y los dejaron a ella y a sus niños temblando en la nieve. Los dejaron sin nada hasta que Rhen le ofreció un puesto aquí en el castillo. Pero la noche en que Rhen mandó que les pegaran a Grey y a Tycho, se sintió tan horrorizada como yo. Nunca pronunció una sola palabra contra Rhen, pero recuerdo la tensión de su mandíbula, la forma en que le tembló la respiración.

Tengo que dejar de pensar en eso. Fue hace meses. Tomé una decisión. Me quedé.

Y no es que Grey no esté planeando devolver el golpe.

—¿Por qué ha encargado un vestido para Zo? —pregunto. Zo no tenía pensado asistir a la fiesta. No le gusta estar en una posición que le recuerde que era una guardia, y está muy claro que todavía le gusta menos estar en la misma habitación que Rhen.

Me pregunto cómo se habrá tomado ella el envío del vestido. Peor aún, me pregunto qué intención habrá tenido él. Cuando se trata de planificación estratégica, Rhen puede ser francamente brillante, pero también es capaz de actuar como un imbécil de proporciones épicas.

Freya me acomoda el pelo sobre el hombro y coloca un pasador aquí y allá.

—Bueno, supongo que esperaba que ella asistiera con usted. —Hace una pausa—. Tal vez Su Alteza quiera una guardia-que-no-sea-una-guardia a su lado. Jamison me ha dicho que los soldados están ansiosos porque se rumorea que Syhl Shallow podría atacar en cualquier momento.

Busco la mirada de Freya en el espejo.

—¿Cuándo has hablado con Jamison?

El soldado fue uno de los primeros en prestar apoyo a Rhen y a Grey cuando los convencí de abandonar los terrenos de Ironrose y ayudar a su pueblo. Es otra persona más que odia a Syhl Shallow, después de que uno de sus soldados le cortara el brazo y destruyera la mayor parte de su regimiento cuando estaba destinado en Willminton. Ahora es teniente del regimiento estacionado en las cercanías, pero rara vez está dentro del castillo.

—Cuando llevé a los niños a visitar a Evalyn la semana pasada —dice—. Lo vimos en el camino de vuelta. —Hace una pausa—. Fue muy amable. Nos acompañó al castillo.

—Ah.

No sé qué pensar acerca de eso. Yo solía pasar mucho tiempo con los guardias y soldados. Me entrenaba junto a ellos. Me incluían en sus bromas y chismorreos. Por primera vez en mi vida, nadie me trataba como a un estorbo. Como si fuera inútil. Sentía que formaba parte del grupo.

Ahora, hasta la última interacción que tengo la siento cargada de sospechas. No me había dado cuenta de lo importante que había sido ese sentimiento de pertenencia hasta que desapareció.

Ahora la única persona con la que entreno es Zo.

Me aclaro la garganta. Ojalá hubiera sabido que Freya iba a ver a Evalyn, porque la habría acompañado, aunque solo fuera una excusa para hablar con alguien. Pero a lo mejor no habría sido bienvenida.

Odio esto.

Llaman a mi puerta y contengo el aliento. Es probable que sea Rhen, así que respondo:

—Adelante.

No es Rhen. Es Zo. La puerta se abre y entra con sus característicos pasos largos, con un vestido de un tono carmesí más intenso que el mío, el corpiño tan oscuro que es casi negro y cordones de color rojo cereza. Sus brazos musculosos están desnudos, sus trenzas caen enroscadas por su espalda y le llegan hasta la cintura.

—Vaya —digo.

Zo sonríe y me ofrece una reverencia.

—Tú también.

—No me habías dicho que ibas a venir.

Se encoge un poco de hombros.

—Yo… no estaba segura de si iba a hacerlo. —Acaricia el vestido con la mano y suspira—. Pero sería una tontería volver a ofender al príncipe heredero.

Frunzo el ceño.

—No pongas esa cara —dice—. De todas formas, me pareció que tal vez querrías tener una amiga.

Contra mi voluntad, las lágrimas me inundan los ojos y doy un paso adelante para abrazarla.

Sus brazos ejercen presión contra mi espalda, pero dice:

—Vas a estropear el duro trabajo de Freya.

—Eres una buena amiga —digo—. No te merezco.

Se echa hacia atrás para mirarme a la cara, sus ojos buscan los míos.

—Sí lo mereces.

Freya se adelanta y empieza a entretejer pequeñas flores blancas en mi pelo. También tiene unas rojas en las manos y espero que las añada a mi tocado, pero se vuelve hacia Zo.

—Toma —dice—. El toque final.

Zo se queda quieta, con sus suaves manos sobre las mías.

En otra vida, estaríamos preparándonos para el baile de graduación, no para una fiesta que en realidad es una excusa para establecer alianzas en previsión de la guerra que se cierne sobre nosotros.

La respiración me sale entrecortada.

Los ojos de Zo están fijos en los míos.

—Ya los convenciste una vez —dice en voz baja.

—Esta vez no tengo ningún ejército —susurro—. No tengo nada que ofrecer.

Me mira con seriedad y se inclina para besarme en la mejilla.

—Entonces tampoco tenías ninguno, princesa.

Es cierto. De alguna manera lo había olvidado. Mi respiración se estabiliza.

Cuando llegué aquí por primera vez, sabía lo que era correcto. Arriesgué mi vida por este país. Lo mismo hizo Grey, mil veces. Nunca habría permitido que nadie me hiciera sentir culpable por ayudar a la gente de Emberfall. Nunca habría permitido que nadie me hiciera sentir que ayudar a Grey había sido una mala elección.

Tampoco debería permitirlo ahora.

Cuando nos dirigimos a la puerta, veo nuestro reflejo en el espejo por el rabillo del ojo. Juntos, nuestros vestidos resultan verdaderamente impresionantes, una clara señal de que apoyamos a Emberfall.

Rhen me pidió una vez que fuera su aliada, que presentáramos un frente unido a ojos de su pueblo. Que estuviera a su lado. Esto… esto es diferente. No soy una valla publicitaria.

La ira, familiar y no del todo inoportuna, se acumula en mi vientre, ahuyentando todo lo demás.

—Espera —digo, deteniendo a Zo—. ¿Freya? —Tiro del lazo de mi corpiño para deshacerlo—. Las dos vamos a necesitar otro vestido.

Rhen no ha escatimado en gastos, y teniendo en cuenta que convocó esta «fiesta» hace solo una semana, estoy segura de que no ha salido barata. La llamada a la lealtad hacia Emberfall es evidente en cada mantel rojo, en cada candelabro de oro, en el enorme escudo que cuelga sobre la chimenea del Gran Salón. Los músicos se han colocado en un rincón, y tocan una melodía animada y vibrante, elegida para proyectar confianza. Las puertas del castillo están abiertas, permitiendo que el aire nocturno fluya por la estancia. Los guardias están situados a intervalos, con sus armas y armaduras relucientes, mientras los sirvientes llevan bandejas cargadas hasta las mesas. Puedo oler la comida desde lo alto de la escalera.

Todavía es pronto, así que en el salón solo hay unas pocas docenas de personas. Serán los verdaderamente leales, los Grandes Mariscales y los Senadores de las ciudades que ya han jurado fidelidad a Rhen. Serán los que quieran ser vistos llegando primero, como si formaran parte del círculo íntimo del príncipe, aunque el propio Rhen aún no se haya dignado a reunirse con ellos. También han traído a sus propios guardias, lo cual no es extraño, pero un puñado de hombres y mujeres armados alineados a lo largo de las paredes no es la mejor bienvenida posible.

Un paje que se encuentra en la parte superior de la escalera se adelanta como si quisiera anunciarnos, pero le hago un gesto para que no lo haga. El corazón me late con fuerza en el pecho y aliso mi falda azul marino con las manos. Lo último que necesito es que Rhen oiga que nos anuncian sin él. Él se enfadaría y yo probablemente lo tiraría por las escaleras.

Odio sentirme así.

Zo me estudia y, como siempre, casi puede leerme la mente.

—Todavía no hemos sido anunciadas —murmura—. Podemos volver a tus aposentos. Todavía tenemos tiempo de ponernos los vestidos que ha elegido él.

—No. —La miro y deseo poder leer su mente—. Es decir… podemos. Si tú quieres.

Clava la mirada en la mía.

—No quería ni siquiera antes.

Eso me hace sonreír. Le aprieto la mano y bajo las escaleras.

Como no nos anuncian, no llamamos mucho la atención. Estoy segura de que Rhen puede identificar a todos los presentes por su nombre, pero yo no los conozco a todos, en especial a los que vienen de ciudades más lejanas. Veo a Micah Rennells, un asesor comercial que se reúne con Rhen una vez a la semana. Es una de las personas menos auténticas que he conocido, y los falsos halagos que prodiga a Rhen me dan ganas de meterme los dedos en la garganta. Zo y yo avanzamos en dirección opuesta, hacia una mesa en la que han colocado copas llenas de vino tinto y champán dorado y brillante.

Guau.

—¿Crees que alguien se dará cuenta de que no vestimos de rojo y oro? —le susurro a Zo, y ella sonríe. Elijo una copa para cada una y me resulta tentador vaciar la mía de un solo trago.

Entonces me doy la vuelta y me encuentro cara a cara con un hombre de baja estatura, de piel curtida, pelo canoso y ojos azules preocupados. Si me lo encontrara en Washington D. C., diría que tiene aspecto de ser un militar jubilado, ya que da la talla: está en forma y se mantiene muy erguido. Sus ropas son elegantes, pero también sencillas: una chaqueta oscura abrochada sobre una camisa roja, pantalones de piel de becerro y botas altas y pulidas con cordones desgastados.

—Milady —dice sorprendido, y su voz es áspera y rasposa, pero no antipática. Me ofrece una reverencia y mira más allá de mí antes de volver a sostenerme la mirada—. Perdóneme. No me había dado cuenta de que se había unido a la fiesta.

Cuando me tiende la mano, la tomo y hago una reverencia.

—No llevo mucho tiempo aquí. —Busco su nombre en mi memoria y no encuentro nada. Me muerdo el borde del labio antes de recordarme que debo evitar ese gesto—. Lo siento mucho. No recuerdo si nos hemos visto antes.

Me ofrece una pequeña sonrisa.

—Nos hemos visto, pero eran otros tiempos, y no he viajado a Ironrose desde que Karis Luran fue expulsada de Emberfall. Soy Conrad Macon, el Gran Mariscal de Rillisk.

Rillisk. Me quedo petrificada. Rillisk es donde Grey se escondió después de haber renunciado a su derecho de nacimiento. Cuando pasamos meses creyendo que estaba muerto.

La expresión de Conrad también permanece inmóvil, y esa mirada preocupada vuelve a sus ojos.

—Me sentí aliviado al recibir la invitación de Su Alteza para asistir esta noche. Hemos oído rumores de que Rillisk puede haber caído en desgracia después de… Después de que el falso heredero fuera encontrado escondido en nuestra ciudad. —Hace una pausa, y una pequeña nota de desesperación aparece en su voz—. Siempre hemos sido leales a la Corona, milady, le aseguro que no teníamos ni idea…

—Por supuesto —me apresuro a contestar—. A Rhen no le cabe la menor duda. —Creo. Espero.

El alivio florece en sus ojos.

—Ah. Bueno. Quizá los rumores se acallen. Desde que el heredero… —Tropieza con sus palabras—. Perdóneme, desde que el falso heredero fue capturado en Rillisk, hemos tenido algunos problemas con el comercio y no somos una ciudad portuaria…

—Silvermoon es una ciudad portuaria —interviene otro hombre—, y también estamos teniendo problemas.

Me giro y a este lo reconozco. Es el Gran Mariscal Anscom Perry, de Silvermoon Harbor. Tiene pelo abundante, la piel pálida y una cintura gruesa que le exige mucho a su chaqueta. Me gustó el comportamiento amistoso del Mariscal Perry cuando lo conocimos en Silvermoon, pero luego intentó cerrarle las puertas a Rhen.

Para ser sincera, me sorprende que esté aquí.

—Mariscal Perry —lo saludo con serenidad—. Es un placer volver a verlo.

—Pues no es un placer estar aquí —responde, fanfarrón—. La invitación implicaba que me traerían por la fuerza si no me presentaba por propia voluntad. Y me quedan pocos soldados.

Vacilo y miro a Zo, pero ella me sostiene la mirada y hace un ligero movimiento de cabeza. Ya no forma parte de la Guardia Real. No sabe qué mensajes envió Rhen.

—Estoy segura de que lo entendió mal —empiezo.

—¿Está segura? —me corta una voz de mujer. Mariscal Earla Vail de... uf, no consigo acordarme. Es de algún lugar al norte de aquí, de un pueblo cerca de las montañas que llevan a Syhl Shallow. Tiene más de setenta años, el pelo grueso y canoso y la piel morena. A pesar de su edad, lleva una espada a un lado de la cadera y una daga en el otro—. ¿Igual que estaba segura de que su padre enviaría un ejército para ayudar a proteger Emberfall?

—El ejército de mi padre no era necesario —digo con fuerza. El corazón me late desbocado detrás de las costillas.

—Emberfall solo salió victoriosa gracias a la princesa Harper —interviene Zo, y hay ardor en su voz.

—Pero hubo bajas. Tal vez el ejército de su padre esté listo para ayudar a Syhl Shallow —dice otro hombre, y ya hay suficiente gente arremolinada a mi alrededor como para que ni siquiera pueda ver quién está hablando.

—Sí —dice Conrad—. ¿Han cambiado las alianzas de Dese? Su príncipe heredero se ha unido a esos monstruos de la montaña.

—Tal vez su princesa lo haya hecho también —dice el Mariscal Vail, mirándome fijamente—. Puede que Karis Luran esté muerta, pero esos soldados de Syhl Shallow masacraron a la gente por millares

Inspiro con fuerza.

No soy…

—¿A qué clase de juego está jugando Dese? —pregunta otra mujer—. ¿Está aquí para distraer al príncipe mientras los ejércitos de su padre prestan apoyo a Syhl Shallow?

—Eso no es lo que está sucediendo —dice Zo, con voz grave y tensa.

—Tal vez hayan mantenido a la princesa Harper al margen de las negociaciones —dice el Mariscal Perry.

—No me han mantenido al margen de las negociaciones —digo con brusquedad, pero oigo un resoplido burlón cerca de mi hombro y dos de los Grandes Mariscales intercambian una mirada. Todos empiezan a acercarse, y me gustaría poder llamar a los guardias. Pero desde que ayudé a Grey, los guardias de Rhen han dejado muy claro que le han jurado lealtad a él, no a mí.

—¿Por qué no la acompaña el príncipe? —prosigue el Mariscal Perry.

—Yo… Bueno, él…

—Milady —dice con suavidad el príncipe Rhen a mi espalda, y yo doy un respingo.

La gente que me rodea se aleja tan deprisa que es como si la arrastraran hacia atrás.

—Su Alteza —lo saludan. Los hombres se inclinan. Las damas hacen una reverencia.

Rhen los ignora y sus ojos encuentran los míos. Se adelanta para tomar mi mano y besarme los nudillos, pero soy incapaz de leer nada en su expresión.

—Perdóname —dice, usando mi mano para acercarme. Su voz es cálida y baja de una forma que no he escuchado en… una temporada—. No me había dado cuenta de que me retrasaría tanto.

Trago saliva.

—Perdonado.

Se gira para mirar a la gente, sin dejar de envolverme la mano con la suya.

—La noche es joven. ¿Quizá podamos dedicar una hora a disfrutar de la compañía del otro antes de empezar a discutir sobre política? —Señala con la cabeza a los sirvientes que colocan la comida en las mesas—. O al menos esperar hasta que la comida esté servida. Sería una pena desperdiciar estos manjares. Anscom, el criado que está en la esquina, está sirviendo licores azucarados. Recuerdo lo mucho que disfrutó de una copa con mi padre.

El Mariscal Perry de Silvermoon se aclara la garganta.

—Esto… sí. Por supuesto, Su Alteza.

Rhen les ofrece un asentimiento y luego me mira.

—¿Vamos, milady?

¿A dónde? Pero me ha rescatado y no está siendo un imbécil, así que asiento.

—Sí, por supuesto.

Se vuelve para echar a andar, manteniéndome cerca de él, sus pasos lentos y lánguidos.

Levanto la mirada hasta su rostro.

—¿A dónde vamos?

Me acerca y se inclina un poco, sus labios me rozan la sien de una forma que hace que me sonroje y me estremezca ante lo inesperado del gesto. Había olvidado que podía ser así. Tampoco ha dicho nada sobre el vestido.

Luego dice:

—A bailar.

Casi tropiezo con mis pies.

—Espera. Rhen…

—Chist.

Me lleva hasta la pista de baile con suelo de mármol y apoya la mano en mi cintura.

Estamos rodeados de decenas de personas, muchas de las cuales acaban de acusarme de traición. No me esperaba que fueran… así, y definitivamente no quiero bailar delante de ellas como si nada de eso me hubiera molestado. Pero tampoco quiero montar un espectáculo mayor que el que ya he protagonizado.

—Odio bailar —susurro.

—Lo sé. —Rhen se gira hacia mí y su mano encuentra la mía—. Y yo odio que me metan en maniobras políticas para las que no estoy preparado. Sin embargo, aquí estamos.

Mi boca forma una línea, pero ahora la música es más lenta y no estoy tan desesperada como antes. Dejo que me guie.

—Estás loco.

—¿Lo parezco? —pregunta, afable.

—Ajá.

—Creía que lo estaba ocultando de forma admirable. —Hace una pausa y sus ojos buscan los míos—. ¿Es tu intención que estemos en desacuerdo, milady?

Lo estudio, tratando de entenderlo. Hay una parte de mí que se alegra de que esté enfadado, de que no sea yo la única que está luchando contra el resentimiento.

Hay una parte de mí que también siente una tristeza inconmensurable. Como si pudiera darle un puñetazo en la cara y luego salir corriendo mientras sollozo.

—Si lo es —continúa Rhen—, ojalá hubieras acudido a mí, en lugar de demostrárselo a todo Emberfall.

Frunzo el ceño y aparto la mirada. Puede que él sea capaz de parecer feliz mientras todo esto sucede, pero yo no. La música se arremolina en la habitación y recuerdo aquella primera noche en que me enseñó a bailar en un acantilado de Silvermoon. Cuando le dije: «Quiero asegurarme de que es real». Él también quería que fuera real, y durante mucho tiempo sentí que lo era.

Pero entonces empecé a dudar de mí misma. A dudar de él.

Cuando no digo nada, la voz de Rhen se vuelve cuidadosa.

—¿Te ha disgustado el vestido que he mandado que te enviasen? —Hace una pausa y su voz adquiere cierto matiz—. ¿O la descontenta era Zo?

—Era yo —digo—. Si estás enfadado conmigo, no te desquites con ella.

Parece un poco incrédulo.

—¿Crees que lo haría?

—Creo que harás lo que quieras.

Su mano aprieta la mía y me hace girar con más brusquedad de la necesaria.

—He sido más que justo con Zo.

Es probable que sea cierto, y miro hacia otro lado.

—De acuerdo.

Está callado, pero soy capaz de sentir la tensión de su cuerpo. Nadie más se ha atrevido a entrar en la pista de baile, así que tal vez puedan sentirla también.

—No quiero ser un peón —digo, tensa—. Ese vestido me hace parecer uno.

—Lo dudo bastante.

Supongo que lo dice como un cumplido, pero parece un comentario despectivo.

—Me ha hecho sentir como uno. —Trago saliva y se me forma un nudo en la garganta—. Así que le he pedido a Freya que me buscara otro. —Él toma aire, y yo añado—: Tampoco te desquites con ella.

No se inmuta ante mi mirada.

—No les he hecho nada a tus amigas, milady. Y nunca las haría responsables de tus acciones.

—¿Es una amenaza? —exijo saber.

Parpadea, sorprendido.

—¿Qué? No. Yo no…

—Porque Grey se pasó la vida haciendo todo lo que le pediste, y la primera vez que no lo hizo, lo colgaste de ese muro.

Retrocede como si lo hubiera abofeteado. Ya no estamos bailando. De repente hay una distancia gélida entre nosotros. La música fluye por la pista de baile, pero los dos estamos inmóviles en el centro. El público ha enmudecido y una gran tensión flota en el ambiente.

A mí también me falta el aliento.

Ni yo puedo creerme que haya dicho eso.

Hasta que las palabras han salido de mi boca, nunca me había admitido a mí misma que sentía eso.

La mirada de Rhen podría cortar el acero. También podría la mía, estoy segura.

Zo aparece a mi lado.

—Milady —dice con suavidad—. Hay un asunto que requiere su atención.

Siento que mi cuerpo se ha convertido en piedra. Rhen no se ha movido y yo no puedo respirar. Es probable que una bofetada hubiera suscitado menos interés.

Tal vez tenga razón, debería haberlo hablado con él en privado. Pero no puedo deshacer lo que ya está hecho. No puedo deshacer lo que se ha dicho.

Me agarro las faldas y le hago una reverencia.

—Su Alteza.

Sin esperar una respuesta, sin siquiera una mirada hacia atrás, salgo a zancadas del vestíbulo.