Avanzo por la banda con el balón en los pies.

Oigo el rumor de la grada a mi paso.

Corro con todas mis fuerzas.

No soy el más rápido del equipo.

Este tipo de jugadas no son mi especialidad.

Pero tengo que conseguirlo.

Como sea.

Llegar hasta la línea de fondo y colgar el balón al área.

Es nuestra última oportunidad, el partido está a punto de acabar.

Mis compañeros confían en mí.

Necesitamos marcar un gol.

—¡Vamos, Rana!

—¡Dale, Rana!

—¡Corre, Rana!

Rana soy yo.

Bueno, en realidad me llamo Ramón Naya.

Pero todos me llaman Rana.

Por las iniciales de mi nombre y apellido, por mis ojos saltones y también por otras cosas que ya iré contando.

Los que gritan en la grada son mi padre, mi hermano pequeño y el señor Ruiz, los únicos aficionados de nuestro pueblo que han podido venir a apoyarnos.

Los tres se ponen en pie y exclaman:

—¡Raaaaaaaaaana! ¡Raaaaaaaaaaaaana!

Una defensa rival con cara de malas pulgas sale a cortar mi subida.

Es la número 4.

Corre directa hacia mí.

Parece dispuesta a todo con tal de que no pase.

Llevo el balón pegado a mi pie izquierdo.

La número 4 se lanza al suelo con las piernas por delante.

A su paso, deja dos surcos marcados en el césped.

Si me da con los tacos de las botas, puede provocarme una lesión grave.

No parece importarle lo más mínimo.

Va obsesionada con arrebatarme el balón.

Todo lo demás le da igual.

Pego un salto tremendo.

Intento pasar por encima de ella.

La defensa levanta aún más las plantas de los pies.

Noto sus tacos rozándome el tobillo.

Hago un esfuerzo por encogerme.

Todo ocurre en décimas de segundo.

Da la impresión de que ambos volamos a cámara lenta.

Es una entrada kamikaze.

Me golpea.

Mi tobillo tiembla.

Pero no me ha pillado de lleno.

Tan solo me ha tocado de refilón.

¡Paso por encima de ella!

Aterrizo.

Y sigo adelante con el balón controlado.

De la inercia, la número 4 se empotra contra una valla metálica que rodea el campo.

¡CA-TA-PLAM!

—¡Bravoooooo, Tito Rana es el mejor! —grita mi hermano.

El público se pone en pie.

La expectación es total.

Continúo corriendo pegado a la línea de banda.

Enfilo los últimos metros del campo.

Veo a mis compañeros en al área.

Preparados para rematar.

Allí están Ruth, la delantera centro del Estrella Polar.

Y Jon, el extremo izquierdo.

Y Milton, nuestro central, especialista en remates de cabeza.

Con otros jugadores del equipo, que han subido a la desesperada para tratar de cazar el balón.

Intentan desmarcarse.

Se preparan para el pase que estoy a punto de dar.

Apuro hasta el final.

Nadie me cubre.

Lo voy a conseguir.

Como sea.

Si no marcamos, perderemos el partido.

Todo el enorme esfuerzo de estos días no habrá valido para nada.

Y lo más grave:

Si no marcamos…

A ver cómo lo digo…

Si no metemos gol…

¡Una bomba estallará bajo nuestros pies!

¡El campo saltará por los aires!

Lo voy a repetir por si alguien no lo ha entendido:

Si no metemos gol en esta jugada,

¡ESTALLARÁ UNA BOMBA!

Sé que puede parecer raro.

Muy raro.

Rarísimo.

Ojalá me lo hubiera inventado.

Pero es la verdad.

Ahora no tengo tiempo para explicarlo.

Necesito concentrarme.

—¡Centra de una vez, Rana! —grita Ruth.

Mis compañeros pelean con los defensas rivales.

Tengo que chutar ya.

El tiempo se acaba.

Puedo sentir la cuenta atrás de la bomba.

Tic-tac, tic-tac, tic-tac.

Se confunde con mi propio corazón bombeando a toda velocidad.

Tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac.

Resoplo.

Intento apartar los pensamientos negativos de mi cabeza.

Fijo toda mi atención en el balón.

—¡Voooooooooooooooooooooooy!

El que grita es Pello.

El portero de mi equipo.

Sube corriendo para intentar rematar.

¡Ha dejado la portería y está allí pidiendo el balón!

Pello es un portero muy especial.

No solo porque siempre lleva puesta una gorra que no se quita ni para comer.

Es un poco miedoso.

Cuando los rivales disparan muy fuerte, se aparta.

No es el más ágil del mundo.

En algún partido nos han goleado por su culpa.

Pero, en este torneo, se ha transformado.

Parece otro.

Ha hecho paradas espectaculares.

Gracias a él hemos ganado partidos imposibles.

Y ahora, en el instante decisivo, sube a rematar.

Si marca el gol definitivo, será el gran héroe del equipo, del partido y del torneo.

Muchos hablan ya de la leyenda del portero invencible.

—¡Cuidado! —me advierte Berta, nuestra capitana.

Ahora es la número 9 del equipo rival la que viene a por mí.

Tiene el pelo rapado.

La mirada fija en el balón.

Rabiosa.

Sabe que esta es la jugada decisiva.

Es mucho más rápida que yo.

Si me pilla, esta vez no me escaparé.

O chuto ya o perderé la última oportunidad del partido.

Tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac.

No sé si es la bomba o el latido de mi corazón.

Tiemblo.

—¡Aquíííííííííííííííííííí! —grita Pello, entrando en el área con decisión, levantando la mano.

Aprieto los puños.

Cierro los ojos.

Y justo una milésima antes de que la número 9 me lleve por delante…

Golpeo el balón.