
—Supongo —resolló— que os llegan muchos casos como el mío.
El oficial no contestó. En los diez minutos desde que el señor Imus había sido recibido, el oficial había hablado muy poco, excepto para anunciar sus credenciales y realizar unas cuantas preguntas generales.
El señor Imus se había presentado voluntariamente, por iniciativa propia, en el pórtico del edificio oscuro y poco amistoso, ya entrada la tarde. Le habían invitado a que esperara en una antesala junto al patio interior.
La antesala era fría y solitaria. Los inquietos dedos de individuos que habían sido invitados a esperar ahí anteriormente habían cubierto el yeso blanco con una pátina grasienta, y los pies nerviosos habían paseado hasta gastar el suelo de madera. No había ventanas, pero la luz penetraba por un trío de filtros pringosos. Desde el exterior, muy lejos, al señor Imus le llegaban desde la calle los ruidos de los obreros que regresaban en manada hacia sus habs y sus cenas.
El señor Imus se sentó en una de las viejas sillas de madera que había ahí para tal función.
El primero en atenderle fue un empleado, que condujo al señor Imus a un despacho lateral con paneles de roble oscuro y lo sentó ante un pequeño escritorio.
El empleado estaba encorvado por el peso de un estenograma injertado en el pecho. Se sentó en un taburete, entregó un formulario al señor Imus y le dijo que leyera las preguntas impresas en él y las contestara con sus propias palabras. Mientras el señor Imus hablaba, entrecortadamente al principio, las manos como patitas de pájaro del empleado picoteaban las teclas del estenograma y recogían sus comentarios. El estenograma sonaba como una máquina de sumar, un sonido que hizo sentir una excepcional tristeza al señor Imus. Cuando el formulario estuvo completo, el empleado salió del despacho y, pasados unos minutos, fue reemplazado por un segundo empleado. Este condujo al señor Imus a una sala que olía a calor de máquina y estaba llena de estaciones de chirriantes cogitadores.
El segundo empleado examinó los papeles del señor Imus y copió uno de ellos en los cogitadores. Varias versiones de los detalles de la biografía del señor Imus aparecieron en las múltiples pantallas durante un momento, antes de que estas volvieran lentamente a su apagado brillo verde. Esa lenta y silenciosa disolución de todo lo que él era, le resultó desagradablemente simbólica al señor Imus.
Le volvieron a llevar a la antesala y de nuevo le dejaron solo. La luz del día comenzaba a palidecer. En su ausencia, habían encendido una lamparita. El señor Imus esperó durante veinte minutos, y entonces llegó el oficial.
—¿Johan Imus? —preguntó el oficial al entrar en la sala, leyendo de una tablilla de datos.
El señor Imus se puso en pie.
—Ese soy yo, señor —respondió.
El oficial era un hombre alto y bien proporcionado, de pelo negro. Iba vestido —y eso no fue ninguna sorpresa para Johan Imus— con ropa negra y un abrigo de cuero negro. El oficial miró al señor Imus de arriba abajo con ojos que no revelaban nada, y anunció sus credenciales mientras le mostraba la roseta un instante.
—Has sido recibido para inspección. Sígueme, por favor —le dijo.
El señor Imus le siguió obedientemente por el patio crepuscular, luego entraron cruzando una arcada y subieron inacabables tramos de escalera barnizada. El oficial abrió una puerta e hizo pasar al señor Imus a una sala pequeña. La estancia tenía una gran chimenea ornamental, que parecía no haberse encendido en siglos. Un reloj dorado hacía tictac sobre la repisa. Había una alfombra sobre el suelo de madera y dos sillas sencillas, una a cada lado de un escritorio. En un rincón, se veía un sillón, un mueble cómodo y amistoso en el que el señor Imus nunca llegaría a sentarse.
Tomaron asiento uno a cada lado del escritorio.
—¿Cuál es la naturaleza del crimen que estás confesando? —preguntó el oficial, después de estudiar durante unos minutos la tablilla de datos.
—No es un crimen, como tal —replicó el señor Imus rápidamente.
—¿No?
—Una transgresión. Sí, transgresión es una palabra mejor.
—Entonces, ¿la naturaleza de la transgresión?
—Ya lo he explicado —ofreció el señor Imus—, al empleado.
El oficial fue pasando hacia atrás los archivos de la tablilla.
—¿Has aportado falso testimonio a esta declaración, tal y como la leo?
—No, señor.
—¿Se te ha forzado, animado o insistido para que hicieras este informe?
—No, señor —respondió el señor Imus—. He venido por mi propia voluntad. Yo. Ya lo he dicho.
—Está indicado aquí, insistentemente. Has remarcado ese punto varias veces durante los exámenes preliminares.
—Simplemente quería ser muy claro —explicó el señor Imus—. Fue mi propia conciencia la que me persuadió de venir aquí, nada más.
El oficial guardó silencio durante un momento.
—¿Dices que has sido sobornado por los Poderes Ruinosos, arrastrado hacia el mal y encargado de una tarea impía?
—Supongo —resolló— que os llegan muchos casos como el mío.
—Hay que contabilizarlo todo cuidadosamente —afirmó Johan Imus—. Estoy empleado como contable y soy ciudadano de la Imperial Hesperus, esto último un honor que valoro aún más que mi trabajo en Slocha, Daviov y Cia. Mi padre era el contable de Slocha y Daviov, y su padre antes que él. Mi trabajo, como el de ellos, consiste en el detalle de las cuentas de la compañía, la distribución de los fondos, el escrutinio de las auditorías, y el control diario de los ingresos y gastos financieros. Estoy en este puesto desde hace sesenta y dos años, y dirijo un departamento de dieciocho auxiliares de contable. No, no tengo esposa. Ni familia que importe. Mi trabajo es mi vida.
»¿Slocha y Daviov? Una ilustre casa de subastas, seguramente habrás oído hablar de ella, ¿no? Bueno, tiene oficinas en el Garcel Comercia, justo al lado de la Plaza Catorce de Jumiero. Sobre todo, nos dedicamos a mobiliario antiguo, sedas, porcelanas de Sameterware, maniquís Brashin, y obras de arte. Las salas de subastas están en la calle Varsensson, junto al almacén del elevador. Hay ventas abiertas al público todos los Mayordías, y subastas especializadas cada dos Soldías. De vez en cuando, realizamos eventos para algún cliente particular o por tesoros particulares. El último Gorgondía nos ofrecieron una lista que incluía ocho pequeños bustos de ouslita de Sambriano Kelchi y una serie de humaniquis de las ruinas de Jokaero en Tornish.
»No, señor, no soy un experto. Mi salario no me provee de los fondos necesarios para coleccionar o especular. Pero los fondos son mi negocio. Soy meticuloso y exacto en mi trabajo. No desearía causarles nunca al señor Slocha o al señor Daviov una situación profesionalmente desagradable por haber desplazado una coma decimal o sumar erróneamente una columna de cifras.
»Es por eso por lo que he venido. Yo no cometo errores.
»Ah, bueno, ya que lo pregunta, estamos llegando al meollo de la cuestión, supongo. El último Soldía, me puse a revisar las cuentas del trimestre. Se acerca el fin del año, y la declaración de los diezmos Imperiales debe presentarse correctamente. Encontré un error. Bueno, no tanto un error como una aberración. Algo que no se podía justificar. Al principio fue una simple molestia, pero cuanto más revisé las páginas del libro de contabilidad, más peculiar se fue haciendo.
»Había un vacío, sabes. Un vacío: un agujero o un lugar sin nada en el flujo de las cuentas, que no tenía explicación. Era como si faltaran una página o dos en el libro.
»No, no, en absoluto. Es el libro mayor. Solo yo tengo acceso a él.
»Señor, menosprecias mi trabajo con esa pregunta. Soy contable y he sido contable toda mi vida. Soy una criatura de exactitud. No era simplemente una cuestión de un error que se hubiera colado o de un subtotal fuera de sitio. Faltaban cifras. Simplemente faltaban. Y sin embargo, una página o dos después, los libros cuadraban, sin fisuras, como si no hubiera habido ningún agujero. A eso era a lo que me refería con la palabra “vacío”. Los números son mi idioma, mi vida. Sé cuándo están mintiendo. Había un vacío en las cuentas, y cuanto más me esforzaba en identificarlo, más me lo escondían las cifras. Era como si se cerraran en banda para ocultar la verdad.
»¿Por qué he acudido a vosotros por un error en las cuentas? Señor, otra vez te burlas de mí. No era un error. Lo revisé y lo recalculé. Rehice las cuentas ocho veces. Mientras sumaba esa columna y restaba de aquella otra, los números comenzaron a traicionarme. Pasaron a ser números que yo no entendía.
»Señor, creo que he calculado algo que no debería ser. Creo que he encontrado el Número de la Ruina.
Contempló al señor Johan Imus durante un momento. Un hombrecillo tan pequeño, arrugado por la edad, con sus huesos de jilguero perdidos en pesadas túnicas que sin duda habían sido cortadas a la medida de su padre o su abuelo. El reloj dorado hacía tictac sobre la repisa. Su esfera no tenía manecillas; su sencillo truco de ordo. El tictac constante y mesurado era lo único que importaba. Tic, tac, tic, marcando el tiempo sin ningún rastro de su paso sobre la esfera esmaltada. Al final, la culpa podía con todos.
Imus tenía un rostro pequeño y claro con una amplia boca que podría haber mostrado una sonrisa dentuda de haber sido diferentes las circunstancias. El pelo era desgreñado y blanco, y llevaba gafas de medialuna. Los nudillos se le inflamaban por la artritis.
—¿El Número de la Ruina? —preguntó el oficial.
Imus asintió.
—Esa es mi transgresión. ¿Será indoloro?
—¿Qué será indoloro?
—Mi castigo. Supongo… Bueno, la censura es inadecuada. ¿Será arder? ¿Veneno?
El oficial había ido tomando notas en una pequeña libreta. Hundió la pluma en el cargador del escritorio.
—¿Crees que has cometido un crimen? —preguntó.
—No, no, en absoluto. Pero creo que me he convertido en un crimen. Soy algo criminal.
—Ya veo.
El señor Imus se inclinó hacia delante y se ajustó las gafas.
—Veo que eres un hombre bastante joven, señor. ¿Tendrá que pasar esto por un superior?
—¿Mi superior?
—Sí, señor. Me imagino que algo tan grave…
—El nombre de mi señor es Hapshant. Está indispuesto, una vieja enfermedad. Tengo rango de interrogador, como te he dicho. Puedo ocuparme de este asunto.
—Oh, bien. Eso está bien. Muy bien. ¿Y cómo procederás?
El oficial miró al señor Imus.
—Perdóname, Imus, pero no pareces nada alarmado por todo este proceso.
—¿Alarmado? —repitió Imus—. Claro que estoy alarmado. Estoy aterrorizado. Llevo toda mi vida con miedo a que llegue este día.
—¿Por qué?
—Porque nos pasa a todos, tarde o temprano, ¿no es así? Cada día de mi vida laboral, he ido al trabajo caminando por la calle Sarum y he pasado ante este lugar, tan oscuro y hostil. Nunca lo paso sin estremecerme. Es la mortalidad. Es el destino que nos aguarda a todos si cruzamos la línea. ¿Crees que me ha resultado fácil venir aquí hoy? No, señor. He tardado una semana en conseguir la seguridad necesaria. Esta tarde, mientras alzaba la mano para llamar a la puerta, el valor casi me ha abandonado. Pero soy un auténtico ciudadano de la Imperial Hesperus. Soy un auténtico hijo del Emperador. Era mi obligación informar de esto, sin importar el destino que me aguarde.
El oficial asintió. El reloj siguió con su tictac.
—Explícame qué entiendes tú por «el Número de la Ruina» —dijo el oficial.
El señor Imus se recostó y se encogió de hombros.
—Es un número imposible, una abominación. Es una notación de poder sucio. Verás, los números tienen poder. Mi padre me crio para respetar el tres y el siete, el trece y los triples seises, los primos, las constantes. Pero el Número de la Ruina, ese es el número de…
—¿De?
—De la Disformidad —susurró Imus, mirando a un lado y luego al otro como si tuviera miedo de que los estuvieran escuchando.
El oficial asintió con la cabeza.
—Eso me ha enseñado Hapshant. ¿Puedes mostrarme ese número? ¿Lo puedes escribir?
—¿Estás loco?
—Esta sala está protegida y yo estoy armado. ¿Puedes enseñarme el número?
El señor Imus sacó una tablilla de datos del bolsillo de su túnica. Estaba muy gastada por el uso. La activó y entró una serie de dígitos en la pantalla.
—Estas son las cuentas —dijo, y se detuvo sin todavía entregarle la tablilla—. He seleccionado la parte clave. Por favor, ten cuidado.
El oficial alargó la mano.
—Enséñamelo, por favor.
El señor Imus vaciló.
—¿Cómo has dicho que te llamabas, joven?
—Eisenhorn —contestó el oficial—. Interrogador Eisenhorn de los Santos Ordos del Emperador. ¿Por qué?
—Por favor, por favor, ten cuidado con esto, interrogador Eisenhorn.
El señor Imus le pasó la vieja tablilla de datos al oficial. Este miró la pantalla con el ceño fruncido.
El reloj dorado dejó de sonar. Un extraño silencio llenó la sala.
—Yo… —comenzó a decir el oficial. Y estalló en llamas. Llamas azules, tan calientes como las de un quemador, le consumieron la piel y le quemaron la carne en los huesos hasta que no quedó más que pasta chorreante y oscurecida, y una calavera requemada y retorcida en un rictus por los tendones tensados por el calor. La tablilla de datos cayó sobre la mesa desde una mano esquelética y humeante con un golpe sordo. La ropa del oficial seguía intacta.
Las llamas fueron apagándose y un cadáver requemado se desplomó hacia delante con un crujido de ligamentos secos. Imus se levantó y se echó hacia atrás. Los ojos se le salían de las órbitas. Contuvo un terrible deseo de orinar.
—Alguien —murmuró—, alguien, quien sea… ¡ayudadme! —Llegó a la puerta y trató de abrirla, pero estaba cerrada con seguro. Llamó, tímidamente, como si esperara que alguien al otro lado le pudiera abrir sin tener que esforzarse.
Una mano le cogió el brazo.
—Por favor, siéntate, señor Imus —dijo el oficial.
El señor Imus se sobresaltó y se echó hacia atrás con tal susto que se golpeó los codos y la parte de atrás de la cabeza contra la puerta. El oficial, que no estaba en absoluto quemado, se hallaba ante él.
—¿Señor Imus?
El señor Imus comenzó a temblar. Luego comenzó a hipar. Siguió mirando fijamente al oficial.
—¿Qué has visto? —preguntó el oficial.
—Estabas ardiendo —contestó el señor Imus—. Comenzaste a arder. ¡El fuego te quemó hasta matarte!
—¿Señor Imus?
Johan Imus repitió su comentario previo, esta vez obligando a su voz a que hiciera sonidos de verdad.
—Ah —repuso el oficial—, una ilusión, eso es todo, necesaria para el trabajo.
—¿Necesaria? —preguntó el señor Imus—. ¿Necesaria cómo? ¿Para qué trabajo?
—Para mi trabajo. —El oficial le indicó, con un gesto, la silla de la que Imus se había levantado. Calló un momento. Luego su tono fue más comprensivo—. Me disculpo. Te he asustado, ¿verdad?
El señor Imus se encogió de hombros y consiguió producir una carcajada corta y seca.
—Pues claro. Nunca antes he visto arder a un hombre. Nunca he visto morir a un hombre. ¿Cómo has hecho la ilusión? ¿Qué pretendías asustándome?
El aire comprensivo del oficial desapareció.
—No voy a responder a ninguna pregunta, señor. Yo seré quien las haga todas.
Hubo muchas. Le llegaban con tal velocidad que el señor Imus se puso bastante nervioso. El oficial le preguntó el nombre de sus padres, su número para votar e inquirió sobre su tendencia política. Preguntó al señor Imus dónde se hallaba en ciertas fechas de los últimos dos años. Le preguntó si sabía operar un cogitador, si tenía las llaves del edificio de la casa de subastas, si había estado fuera de su mundo, y de dónde era originalmente su familia. El señor Imus intentó contestar lo mejor que pudo. A veces le llegaba una nueva pregunta antes de haber recitado por completo la respuesta a la anterior. ¿Hay antecedentes de delitos menores en tu familia? ¿Cuánto tiempo llevas viviendo en tu dirección actual? ¿Puedes explicarme tu dieta en términos generales? ¿Estás recibiendo atención médica por alguna aflicción? ¿Has estado alguna vez en Ausolberg? ¿Cuántos idiomas hablas? ¿Cuántos idiomas lees? ¿Sueñas? ¿Sobre qué sueñas? ¿Con cuánta frecuencia asistes a los servicios del templum? ¿Alguna vez has hecho un Test Estándar de Capacidades Psíquicas? ¿Has tenido problemas alguna vez antes?
—¿Tengo problemas ahora? —preguntó el señor Imus.
Le hicieron esperar de nuevo en la antesala. Había caído la noche. La lámpara, casi sin prometio, bailoteaba valientemente.
El oficial fue a buscarlo y lo condujo a la calle. La noche era cálida y húmeda. El señor Imus olía los asados, los cocidos y las frituras que elaboraban en las casas de comidas locales. Unos cuantos peatones pasaron por la acera bajo las farolas.
—¿Adónde vamos? —preguntó el señor Imus.
—¿Qué te he dicho de las preguntas? —replicó el oficial. El señor Imus apretó los labios y se encogió de hombros.
Dos hombres se unieron a ellos desde el oscuro edificio. Uno era un ser viejo y renqueante con una túnica larga y oscura. El otro era un joven de una edad y un modo de vestir más afín a la del oficial. Sin embargo, ese hombre era más atractivo y más expansivo en su comportamiento.
—¿Es este el tipo? —preguntó.
El oficial asintió.
—Procesemos esto, Gregor —pidió el hombre—. Tengo planes para esta noche.
Bajaron la calle. El oficial y el otro joven caminaban uno a cada lado del señor Imus, como una escolta de carceleros llevando a un convicto al cadalso. El hombre viejo y encorvado les seguía.
—Vamos a registrar tu hab —dijo el oficial.
—Naturalmente —repuso el señor Imus—. No está lejos.
Master Imus sacó las llaves y abrió los candados de su puerta uno a uno. Un bebé lloraba con fuerza en el piso de abajo, y el hueco de la escalera olía a col hervida. La señora Elver, del otro lado del descansillo, salió y se puso a barrer su escalón de entrada para poder echar una buena mirada a los hombres de negro que el señor Imus había llevado a su casa.
Cuando el señor Imus acabó de abrir la puerta, el compañero del oficial se volvió para mirar a la señora Elver.
—¿Son estos tus ojos, buena mujer? —dijo—. Porque me los he encontrado pegados en la cabeza.
La señora Elver se achicó y entró en su casa. El joven rio.
—No empieces, Titus —dijo el oficial.
El otro se apoyó en la pared.
—Vieja metomentodo —replicó.
—Cuarenta y ocho —dijo el anciano, que subía tras ellos.
—¿Cuarenta y ocho qué? —preguntó el oficial, volviéndose hacia él.
—Escalones. Dos tramos de veinticuatro. Abeto de Asquar, no local. Vidrio en las pantallas de las lámparas, aunque algunos de ellos han sido sustituidos por alternativas más baratas.
—¿Y esto en qué es pertinente? —inquirió el joven llamado Titus.
El anciano se encogió de hombros con un susurro biónico.
—Oh, no lo es.
El señor Imus abrió la puerta. Se sintió bastante avergonzado por el olor a rancio que salió por ella.
El oficial sacó un impreso.
—Firma esto —dijo al señor Imus.
—¿Qué es?
—Un permiso. El interrogador Endor y yo estamos a punto de registrar tu residencia.
El señor Imus puso sus iniciales en el impreso.
Los dos interrogadores entraron en el hab. El señor Imus los siguió, el viejo fue detrás.
El anciano olisqueó el aire.
—Vinagre reducido y hoja de kay.
—Uso el vinagre para limpiarme los dedos —explicó el señor Imus—. Es la única cosa que te saca la tinta.
—La única cosa que te saca la tinta —repitió el anciano.
—Y uso la hoja de kay, en pasta, para afilar mi pluma.
—Entonces, ¿no te lo fumas? —preguntó el anciano.
—¿Fumármelo? ¿Por qué?
—¿Como un bálsamo contra la inflamación reumática?
—No.
—Ah —dijo el anciano.
Entró en el salón arrastrando los pies, mientras las piernas le crujían como las de un servidor. Estaba muy encorvado, y sus gafas augméticas hacían clic mientras exploraban.
—Deberías. Es muy medicinal. Te ayudaría con la cadera.
—¿La cadera? —preguntó el señor Imus.
—Caminas con una ligera contrarrotación. Dos centímetros corto en cada paso a la derecha. Arrastras un pie, señor. Supongo que es reumatismo.
El señor Imus se sentía bastante abatido. Esos tres hombres se habían metido en su casa. El oficial estaba en su dormitorio, dándole la vuelta al colchón. El otro hombre, Endor, estaba en la pequeña cocina, olisqueando el contenido de varios tarros. Hacía años que nadie nuevo entraba en el hab del señor Imus. Era como una violación.
—¿Eres el inquisidor? —preguntó el señor Imus.
—¿Yo? Bendito seas, no —respondió el anciano—. ¿Qué te hace pensar eso?
—Solo he supuesto…
El anciano arrastró los pies hasta el aparador.
—Albura fijada por fusión. Sin marca del fabricante. Un jarrón.
Cogió el jarrón.
—Por favor, ten cuidado —dijo el señor Imus.
El anciano no le prestó atención. Sujetó el jarrón con sus finos dedos.
—Sameterware. Tercera Dinastía. —Miró en el interior—. Oh, clips de papel.
El oficial salió del dormitorio con varios libros.
—Tienes libros —dijo.
—¿Hay algo malo en eso? —preguntó el señor Imus.
—¿Te gusta la poesía?
—Los Imperiales Tempranos. Los Tácitos. ¿Es eso un crimen?
—Esto lo es —dijo Endor. Salía de la cocina con algo en la mano. Había una mueca fea y casi triunfal en su rostro. El señor Imus se dio cuenta de que lo que al principio le había parecido atractivo en el rostro del compañero del oficial era, de hecho, una cruel arrogancia. El interrogador Endor estaba acostumbrado a ganar.
—¿Qué es? —preguntó el oficial.
—Escondido en el fondo de tu tarro de cafeína —respondió Endor. Extendió la mano. Tenía seis píldoras en la palma.
—Yellodes —dijo.
—De lo más perturbador —dijo el anciano.
—No son mías —dijo el señor Imus.
El señor Imus estaba sentado en el gastado sofá tironeándose la túnica.
—No son mías. No son mías, para nada. Yo no uso esa clase de cosas. Ni siquiera sabría cómo conseguir esa clase de cosas.
—Calle Zespari, o los camellos que frecuentan el almacén —aportó el anciano.
—Guarda silencio, Aemos —dijo el oficial. Miró al señor Imus—. Esto no es bueno para ti. Complica las cosas.
—No son mías. ¿Cuántas veces tendré que repetírtelo?
—Estaban en tu cocina —repuso Endor, que parecía estar disfrutando de la incomodidad del señor Imus.
—Yo no las puse ahí.
—Oh, así que alguien entró y las escondió en tu cafeína, ¿no es así?
—Deben haberlo hecho. No se me ocurre otra explicación.
—Ya he tenido suficiente. Procesémosle.
—Con calma, Titus —dijo el oficial.
—Está metido hasta las orejas.
—Con calma, he dicho.
—Tenía planes para esa noche. —Titus Endor frunció el ceño.
—Fantástico para ti. Dame las píldoras.
Endor dejó caer los yellodes en la mano del oficial. Ese se sentó en el sofá junto al señor Imus.
—Perdeos —dijo a sus compañeros.
Endor salió al descansillo a fumar un pitillo de lho. El anciano se fue a examinar los libros al dormitorio.
—Te seré sincero. Esto se te está poniendo feo, señor —explicó el oficial al señor Imus.
—Me doy cuenta.
—La cuestión de las cuentas es lo principal, pero los yellodes… nos complican el asunto.
—Lo entiendo.
—Son una sustancia prohibida. Eso lo primero. Y lo segundo es que son yellodes.
—No sé qué quieres decir —repuso el señor Imus.
—No es la primera vez que, al inspeccionar el hab de algún individuo, me encuentro con pruebas del uso de drogas. Obscura, gladstones, esa clase de cosas. Pero yellodes… Expanden la mente. Normalmente nos los encontramos en circunstancias relacionadas con actividades de cultos.
—¿Cultos?
—A menudo nos las encontramos junto con textos prohibidos y conocimientos perversos. Un hombre que tiene el Número de la Ruina podría usar los yellodes para que le ayudaran a discernirlo y a dominar su uso.
El señor Imus puso la cabeza entre las manos.
—No son míos.
—¿Y el Ur-Saker es tuyo?
—¿El qué?
—Lo he encontrado entre el Frobisher y los Tácitos tempranos en tu dormitorio.
—No sé qué es un Ur-Saker. No sé lo que significa.
—Un texto proscrito. Define el empleo metodológico de las drogas psicotrópicas para la iluminación gnómica. Así que eso también te lo han puesto ahí, ¿no? ¿Alguien simplemente ha venido y lo ha puesto?
—¡Es lo que deben haber hecho!
El oficial suspiró.
—Señor Imus, tú nos has alertado de cierto asunto, un asunto importante. Los números que me has mostrado en el libro son muy perniciosos.
—¡Y he ido por mi propia voluntad! ¡Recuérdalo!
—Lo hago, y eso me deja con dos posibilidades. O eres un hereje practicante con un deseo patológico de ser atrapado y condenado.
—¿O?
—O, señor Imus, te han tendido una trampa para que pagues por alguien. Solo hay una última cosa que me gustaría hacer. Es necesario, para mi trabajo.
—¿Qué es, señor?
El oficial lo miró. Su rostro ya no era humano. Era un hocico cargado de dientes rancios y rechinantes, amplio y espatulado, con bordes afilados. El hocico se abrió, goteando baba, y parecía ir a arrancarle la cara al señor Imus de un bocado. El señor Johan Imus olió el hedor insondable de la Disformidad y de las sombras de los lugares oscuros que ningún humano transitaba voluntariamente. Vio un horror monstruoso lanzándose sobre él, con pálidos tentáculos agitándose desde el cuello distendido. Gritó aterrado y se meó encima.
—Siento haber tenido que hacer esto, señor Imus —dijo el oficial, secándose la boca.
Titus Endor entró desde el descansillo.
—¡Trono, Gregor! Eso lo he sentido.
—Perdón. ¿Os quedáis aquí Aemos y tú, y le organizáis un poco el hab? ¿Y ayudáis al señor Imus a limpiarse?
—Tenía planes para esta noche —protestó Endor.
—Y ahora yo también tengo planes —replicó el oficial.
Titus Endor se quedó hasta medianoche, luego puso alguna excusa vaga y se marchó. El anciano se quedó con el señor Imus hasta el amanecer. Jugaron al regicidio y hablaron de antigüedades.
El oficial regresó al alba.
—El asunto ya está arreglado —informó—. Gracias por tu cooperación.
Cuando el señor Imus fue al trabajo al día siguiente, se encontró que Slocha, Daviov y Cia. había sido cerrado. «Con efecto inmediato y hasta nuevo aviso», decía el sello colocado en la puerta.
La mayoría del personal se había reunido en la calle, desconcertado y abatido.
—Dispararon al señor Slocha —masculló uno de los contables auxiliares.
—La inquisición le disparó anoche —confirmó otro.
—¡Oh, vaya! —exclamó el señor Imus.
Tres días después, el oficial fue a ver al señor Imus a su hab.
—¿Quieres sentarte, señor? —le invitó el señor Imus.
—He venido a decirte que se te han retirado oficialmente todos los cargos —le informó el oficial.
—¿Incluso el de mi transgresión?
—Incluso de eso.
—Es un gran alivio.
—Tu jefe estaba metido en un mal negocio; negocios heréticos, de hecho. Se dedicaba a la importación de textos ilícitos bajo la tapadera de los asuntos primarios de la casa de subastas. Llevábamos un año tras él. No teníamos pruebas de sus actividades.
—Ya veo.
—Tu jefe sabía que íbamos a por él, claro. Te engañó para que fueras una distracción. Quería que nos concentráramos en ti en vez de en él. Y lo habríamos hecho, si no hubieras sido tan honesto de llamar nuestra atención sobre el asunto.
—¿Mataste al señor Slocha? —inquirió Johan Imus.
—Me temo que sí. —El oficial se puso en pie—. Bueno, tengo que marcharme.
—¿Y qué pasa ahora? —quiso saber el señor Imus.
—¿Qué quieres decir?
—No tengo trabajo al que ir. La casa de subastas está cerrada. ¿Qué será de mí?
—Lo siento, señor. Ese no es mi problema.
El oficial se volvió para irse.
—Creo que, en justicia, se me debe permitir hacer una pregunta —dijo el señor Imus.
—Hazla.
—¿Por qué era necesario?
—¿Por qué era necesario qué? —repuso el oficial.
—¿Por qué era necesario asustarme?
—El miedo simplifica la mente, señor Imus. Es tan fuerte y puro que vacía la cabeza y elimina todas las barreras y las falsedades. Te asusté para poder leer la verdad en tu interior, la parte honesta de ti que no podías disimular. Siento haberlo hecho.
—Entonces, ¿eres un psíquico? —preguntó el señor Imus.
—«Sí».
—Ah, ya veo. Si puedes ver el futuro, dime… No tengo trabajo ni referencias. Soy demasiado viejo y demasiado acostumbrado a mis cosas para poder formarme en otra materia. No tengo ningún medio de vida. Me presenté por mi propia voluntad, ayudé a cazar a un herético y probé mi inocencia, y por todo eso me quedo más pobre que antes. ¿Qué hago ahora?
—«Yo soy telépata, no clarividente».
—Bien. Gracias por tu sinceridad, de todas formas.
—Adiós, señor Imus.
El interrogador Eisenhorn cerró la puerta a su espalda.
El señor Imus se sentó en el gastado sofá. Oía a un bebé llorando en el piso de abajo. Oía al casero llamando a las puertas, yendo de hab en hab para cobrar el alquiler de la semana. El señor Imus tenía el dinero de esa semana en el cajón del aparador. Esa semana y la siguiente, pero nada más.
El señor Imus se alegraba de haber actuado, y se alegraba de haber hablado. El deber era el deber, después de todo. Intentó hincharse el corazón con alguna sensación de orgullo cívico.
Pero deseó, más que cualquier otra cosa, haberse guardado toda su información para sí.