Higuera

—Cuando estés enterrada, vendré a hablar contigo todos los días —dijo Kostas mientras hundía la pala en la tierra; presionó hacia abajo el mango, levantó un terrón y lo tiró al montículo creciente que tenía al lado—. No te sentirás sola.

Ojalá pudiese haberle dicho que la soledad es una invención humana. Los árboles nunca están solos. Los seres humanos creen saber con certeza dónde termina su ser y empieza el de los demás. Con las raíces enredadas y atrapadas bajo tierra, ligadas a hongos y bacterias, los árboles no albergamos ilusiones semejantes. Para nosotros, todo está interconectado.

Aun así, me alegré al saber que Kostas planeaba visitarme con frecuencia. Incliné las ramas hacia él en señal de aprecio. Estaba tan cerca en ese momento que me llegó el olor de su colonia: sándalo, bergamota, ámbar gris. Había memorizado todos los rasgos de su hermosa cara: la frente alta, suave, la nariz prominente, fina y afilada, los ojos claros sombreados por las pestañas que se rizaban con forma de media luna..., las ondas marcadas de su pelo, todavía abundante, todavía oscuro, aunque plateado aquí y allá y encaneciendo en las sienes.

Ese año, el amor, un poco como el insólito invierno, me había sorprendido, tan gradual y sutil en su intensidad que cuando quise darme cuenta de lo que estaba pasando ya era demasiado tarde para protegerme. Estaba enamorada de una forma estúpida, vana, excesiva, de un hombre que jamás pensaría en mí de manera íntima. Me avergonzaba de aquella súbita necesidad que se había apoderado de mí, de aquel anhelo profundo por lo que no podía tener. Me recordé que la vida no era un acuerdo comercial, un calculado toma y daca, y que no era necesario devolver en especie todos los afectos, pero la verdad era que no podía dejar de preguntarme qué pasaría si Kostas Kazantzakis me correspondiese algún día; si un ser humano se podía enamorar de un árbol.

Sé lo que estáis pensando. ¿Cómo era posible que yo, una Ficus carica ordinaria, estuviese enamorada de un Homo sapiens? Lo entiendo, no soy ninguna belleza. Nunca he sido muy atractiva. No soy ningún sakura, el deslumbrante cerezo japonés con sus adorables flores rosas que se extienden en las cuatro direcciones, todo pompa y glamur y arrogancia. No soy ningún arce azucarero, refulgente con sus deslumbrantes tonos de rojo rubí, naranja azafrán y amarillo dorado, bendecido con sus hojas de forma perfecta, un seductor total. Y desde luego no soy ninguna glicina, esa femme fatale morada exquisitamente esculpida. Tampoco soy la perenne gardenia con su perfume embriagador y follaje verde y lustroso, o la buganvilla con su esplendor magenta trepando y desbordándose sobre los muros de adobe bajo el sol abrasador. O la davidia, que se hace esperar muchísimo tiempo y luego ofrece las más encantadoras y románticas brácteas y flores que aletean con la brisa como pañuelos perfumados.

No tengo ninguno de sus encantos, lo admito. Si pasarais por mi lado en la calle, es probable que no me miraseis dos veces. Pero me gustaría creer que soy atractiva a mi encantadora manera. Lo que me falta en belleza y popularidad lo compenso con misterio y fortaleza interior.

A lo largo de la historia he atraído hasta mi copa a multitudes de pájaros, murciélagos, abejas, mariposas, hormigas, ratones, monos, dinosaurios... y también a cierta pareja confusa que vagaba sin rumbo por el jardín del Edén con los ojos vidriosos. No os confundáis: aquello no fue por una manzana. Ya iba siendo hora de que alguien corrigiese ese grave malentendido. Adán y Eva se rindieron al encanto de un higo, la fruta de la tentación, el deseo y la pasión, no al de una manzana crujiente. No es mi intención menospreciar a una colega, pero ¿qué posibilidades tiene una manzana desabrida al lado de un exquisito higo que aun hoy, eones después del pecado original, sabe al paraíso perdido?

Con todo el respeto debido a los creyentes, no tiene ningún sentido asumir que el primer hombre y la primera mujer se viesen tentados al pecado por comerse una sencilla y familiar manzana y que, al verse desnudos, temblorosos y mortificados y a pesar de temer que Dios los pillara en cualquier momento, se diesen sin embargo un paseo por el jardín encantado hasta que se toparon con una higuera y decidieron cubrirse con sus hojas. Es una historia interesante, pero algo no cuadra en ella y sé lo que es: ¡yo! Porque desde el principio fui yo el árbol del bien y del mal, de la luz y de la oscuridad, de la vida y la muerte, del amor y el desamor.

Adán y Eva compartieron un higo tierno, maduro, deliciosamente atrayente, aromático, lo abrieron justo por la mitad y, mientras la carnosa y opulenta dulzura se disolvía en sus lenguas, empezaron a ver el universo que los rodeaba bajo una luz completamente nueva, porque eso es lo que les sucede a los que alcanzan el conocimiento y la sabiduría. Entonces se cubrieron con las hojas del árbol bajo el que casualmente estaban. En cuanto a la manzana, lo siento, ni siquiera figura en la historia.

Si profundizáis en todas las religiones y los credos, allí me encontraréis, presente en cada historia de la creación, siendo testigo de las costumbres de los seres humanos y de sus interminables guerras, combinando mi ADN en tantas formas nuevas que hoy se me puede encontrar en casi todos los continentes del mundo. He tenido amantes y admiradores en abundancia. Algunos se han vuelto locos por mí, lo bastante locos para olvidarse de todo lo demás y quedarse conmigo hasta el final de sus cortas vidas, como mis pequeñitas avispas de los higos.

Aun así, lo entiendo, nada de eso me da derecho a amar a un ser humano y esperar que me corresponda. No es cosa muy sensata, lo admito, enamorarse de alguien que no es de tu especie, alguien que solo te complicará la vida, interrumpirá tu rutina y malogrará tu sensación de estabilidad y arraigo. Pero, por otro lado, cualquiera que espere que el amor sea sensato quizá no haya amado nunca.

—Estarás calentita bajo la tierra, Ficus. Todo va a salir bien —dijo Kostas.

Después de todos estos años en Londres, sigue hablando inglés con marcado acento griego. A mí me resultaban reconfortantemente familiares su r rasposa, su h sibilante, su sh imprecisa, sus vocales truncadas, la cadencia apresurada cuando se sentía ansioso o ralentizada cuando estaba pensativo o inseguro de sí mismo. Yo reconocía cada giro y cada vuelta de su voz cuando se propagaba y vibraba y me inundaba como el agua clara.

—De todas formas, no será durante mucho tiempo —dijo Kostas—, solo unas cuantas semanas.

Estaba acostumbrada a que me hablase, pero nunca tanto como me ha hablado hoy. Me pregunté si, en el fondo, el temporal invernal podría haberle provocado sentimientos de culpa. Fue él, al fin y al cabo, quien me trajo desde Chipre a este país donde no da el sol, escondida en una maleta de cuero negro. Fui, a decir verdad, metida de contrabando en el continente europeo.

En el aeropuerto de Heathrow, mientras Kostas tiraba de la maleta bajo la mirada atenta de un corpulento oficial de aduana, me puse tensa, esperando que en cualquier momento lo retuviesen y lo registraran. Su mujer, mientras tanto, caminaba por delante de nosotros, con zancadas enérgicas, resueltas e impacientes, como siempre. Defne estaba embarazada de Ada en aquel momento, aunque todavía no lo sabían. Creían que solo me estaban trayendo a mí a Inglaterra, ignoraban que también traían a su futura hija.

Cuando se abrieron de par en par las puertas de LLEGADAS, Kostas exclamó, incapaz de contener la emoción:

—¡Estamos aquí, lo hemos conseguido! Bienvenida a tu nueva casa.

¿Le estaba hablando a su mujer o me estaba hablando a mí? Me gustaría pensar que era lo segundo. De cualquier manera, eso fue hace más de dieciséis años. Desde entonces no he vuelto a Chipre.

Sin embargo, sigo llevando la isla conmigo. Los lugares donde nacemos conforman nuestras vidas, incluso cuando estamos lejos de ellos. Sobre todo entonces. De vez en cuando en mis sueños me veo en Nicosia, bajo un sol conocido, mi sombra cayendo contra las piedras, alargándose hasta los arbustos de retamas reventando de flores, cada una tan perfecta y radiante como las monedas doradas de una fábula infantil.

Del pasado que dejamos atrás lo recuerdo todo. El litoral grabado en el terreno arenoso como rayas en la palma de una mano esperando a ser leídas, los coros de cigarras contra el calor creciente, las abejas zumbando sobre los campos de lavanda, las mariposas extendiendo las alas con la primera promesa de luz... Muchos podrán intentarlo, pero nadie pone en práctica el optimismo mejor que las mariposas.

La gente supone que la diferencia entre optimistas y pesimistas es una cuestión de personalidad, pero yo creo que todo es una cuestión de incapacidad para olvidar. Cuanto mayor es la capacidad de retención, más escasas son las posibilidades de ser optimista. Y no estoy aduciendo que las mariposas no tengan recuerdos. Los tienen, probablemente. La mariposa es capaz de recordar lo que aprendió cuando era oruga. Pero a las de mi especie y a mí nos afligen los recuerdos imperecederos, y con eso no me refiero a años o a décadas. Me refiero a siglos.

Una memoria perpetua es una maldición. Cuando las ancianas chipriotas le desean el mal a alguien, no piden que les suceda algo abiertamente malo. No rezan pidiendo rayos, accidentes imprevistos o súbitos reveses de fortuna. Se limitan a decir:

 

Ojalá no seas capaz de olvidar nunca.

Ojalá te vayas a la tumba recordando todavía.

 

Así que supongo que llevo en los genes esta melancolía de la que nunca puedo zafarme por completo. Tallada con un cuchillo invisible en mi piel arborescente.

—Bueno, esto debería bastar —dijo Kostas mientras examinaba la zanja, al parecer satisfecho con su longitud y su profundidad. Enderezó la espalda dolorida y se limpió el barro de las manos con un pañuelo que se sacó del bolsillo.

—Tengo que podarte un poquito, así será más fácil.

Cogió una podadora y recortó mis obstinadas ramas laterales con movimientos diestros, experimentados. Ayudándose de una cuerda de nailon me circundó, ató juntas mis ramas más gruesas. Con cuidado apretó el fardo e hizo un nudo de rizo, lo bastante flojo para evitar dañarme, pero lo bastante ceñido para que yo cupiese en la zanja.

—Casi he terminado —dijo—. Hay que darse prisa. ¡Ese temporal no anda muy lejos!

Pero lo conocía lo bastante bien para darme cuenta de que el temporal inminente no era el único motivo por el que tenía tanta prisa por enterrarme. Quería terminar la tarea antes de que su hija volviese del instituto. No quería que la pequeña Ada presenciara otro entierro.

El día que la mujer de Kostas entró en un coma del que nunca despertó, la pena se instaló en esta casa como un buitre que no se iría hasta que hubiese devorado todo rastro de ligereza y alegría. Durante meses después de la muerte de Defne y todavía de vez en cuando, sobre todo antes de la medianoche, Kostas salía al jardín y se sentaba a mi lado, envuelto en una manta fina, con los ojos rojos e irritados, con movimientos apáticos, como si lo hubiesen dragado contra su voluntad desde el fondo de un lago. Nunca lloraba dentro de la casa porque no quería que su hija lo viese sufrir.

En noches semejantes sentía tanto amor y tanto afecto por él que dolía. Era en esos momentos cuando más me entristecía la diferencia que había entre nosotros. Cómo lamentaba que mis ramas no pudiesen convertirse en brazos para abrazarlo, mis ramitas dedos para acariciarlo, mis hojas mil lenguas para susurrarle sus palabras de vuelta y mi tronco un corazón para acogerlo.

—Bien, ya está todo —dijo Kostas, echando una ojeada alrededor—. Ahora te meteré dentro.

Tenía una expresión de ternura y en los ojos un suave destello que reflejaba el sol que se ponía lentamente allá lejos en el oeste.

—Se te romperán algunas raíces, pero no te preocupes —dijo Kostas—. Las que te queden serán más que suficientes para mantenerte con vida.

Intentando mantener la compostura y no entrar en pánico, mandé una rápida advertencia hacia abajo para informar a mis extremidades subterráneas de que muchas de ellas morirían. Con la misma velocidad, respondieron con cientos de mínimas señales para decirme que sabían lo que venía. Estaban preparadas.

Kostas inhaló con fuerza, se inclinó hacia delante y me empujó hacia abajo en el agujero del suelo. Al principio no cedí. Kostas colocó las palmas de las manos contra mi tronco y lo intentó con más fuerza esta vez, con una presión cuidadosa y equilibrada, pero igual de firme y constante.

—Estarás bien. Confía en mí, querida Ficus —dijo con cariño.

La dulzura de su tono me envolvió y me sostuvo con fuerza en mi sitio; incluso una sola palabra suya de ternura tenía una solemnidad propia que me atraía hacia él.

Despacio, todos mis miedos y mis dudas me abandonaron, se fueron flotando como volutas de bruma. Supe en aquel instante que me desenterraría en cuanto viese que las campanillas de invierno despuntaban de la tierra o que las doradas oropéndolas volaban de regreso por el cielo azul. Supe, con la misma claridad que me conozco a mí misma, que volvería a ver a Kostas Kazantzakis, y que seguiría ahí, detrás de sus hermosos ojos, grabada en su alma, esa tristeza abrasadora que se había instalado en él desde que había perdido a su mujer. Cómo deseaba que me amase igual que la había amado a ella.

«Adiós, Kostaki, hasta la primavera, pues...».

Una sombra de sorpresa le cruzó la cara, tan rápida y fugaz que por un instante pareció que quizá me hubiese oído. Reconocido, casi. Estuvo ahí, luego desapareció.

Sujetándome con más firmeza, Kostas dio un último y enérgico empujón hacia abajo. El mundo se ladeó, el cielo se inclinó y se hundió, las plúmbeas nubes bajas y los terrones de tierra se fundieron en una sola ciénaga fangosa.

Me preparé para la caída mientras oía a mis raíces torcerse y chascarse una a una. Un extraño y apagado crac, crac, crac surgió del suelo que tenía debajo. Si fuese humana, habría sido el sonido de mis huesos al romperse.