CAPÍTULO 2

Una nube de polvo cruzó las calles de Ciudad Cubo. Era Mike, que galopaba hacia la tienda de animales para adoptar a su nuevo amigo. Llegó allí en un tiempo récord. En cambio, Trolli necesitó un buen rato para alcanzarlo y recuperar el aliento.

Mucho-Bicho era una pequeña tiendecilla con el techo de paja y una oveja almorzando en lo más alto. A través de una ventana asomaba la cabeza de un caballo y unas gallinas revoloteaban por ahí cerca. De dentro salían todo tipo de rugidos y en el escaparate había llamativos carteles que anunciaban cosas asombrosas:

«Nuestras cabras son las más obedientes del reino».

«¡¡¡Tenemos sapos bailarines!!!».

«Piedras. ¡La mascota del momento! No ensucia y no consume. ¡Satisfacción garantizada!*

*Solo se garantiza el 0,1 % de satisfacción o menos».

—¡Ayyy! ¡Cuántas cosas! No sé qué quiero. No sé qué quiero. ¿Los sapos? ¡No! ¡Un cerdito!

Mike no paraba de dar volteretas y brincos, y su dueño tuvo que llamarle la atención.

—Compórtate como un perro de verdad o nos meteremos en problemas —le recordó Trolli.

—Jope. Digo… guau, guau —contestó Mike con desgana.

Empujaron la puerta para entrar y, al hacerlo, se activó la campanita que les daba la bienvenida. ¡Clink! Mike alucinó: ¡una puerta con música incorporada! Probó a abrirla de nuevo… Clink. La cerró… Clink, clink. ¡Cómo mola! Mike empezó a abrirla y cerrarla sin control. ¡Clink, clink, clink, clink…!

—Ocho segundos, Mike, has aguantado ¡OCHO SEGUNDOS!

Por dentro aquello parecía una granja... y olía igual. Había animales por todas partes: en jaulas, en peceras, en establos... Había tantos que los dos amigos no sabían ni por dónde empezar a buscar.

«Es una decisión muy importante. Tenemos que elegir bien», se dijo Trolli con seriedad.

—¿Qué te parece esa araña? —Mike señaló al techo, donde había unas polvorientas telarañas.

—Pues no sé yo… —Trolli se rascó la barbilla.

De lejos, una empleada de la tienda observó su llegada. Se colocó bien el uniforme y se acercó a ellos para ofrecerles ayuda.

—No, no me lo diga. Anda usted buscando una mascota, ¿verdad? —dijo ella sin presentarse.

—Obvio, ¿no es una tienda de animales? —respondió Trolli.

—Vaya, vaya… Veo que conoce todos los vendetrucos… Muy listo… —La chica le guiñó el ojo con picardía.

—Así es. —Trollino sacó pecho—. Digamos que conozco bien el sector mascotas. —Se examinó las uñas en plan vacilón—. Por ejemplo, antes me he fijado en esas bonitas arañas. —Señaló el techo—. ¿A cuánto las venden?

—Ejem… No están a la venta. Esas arañas ya estaban ahí cuando inauguramos la tienda…

Trollino enrojeció como un tomate maduro.

—Pero veo que se fija en los detalles… ¿Han visto ya nuestras piedra-mascota de oferta?

—Pues sí, digo no, ¿a ver? —Trollino seguía colorado.

—Cuidado, Trolli… —susurró Mike—. Esta se las sabe todas, te la va a colar…

—¡¿Su perro acaba de hablar?! —exclamó la chica sorprendidísima.

—No, no, solo… está resfriado, ¡eso! —Trolli no sabía dónde meterse.

—¿Aviso a la veterinaria? —se alarmó ella.

—No, no hace falta. Ya verá: Mike, ladra como el perro que eres.

—Gu… —Mike añadió una pausa dramática—. Guau. ¡Guau! ¡Soy un perro! ¡Guau! ¡Guau!

—¿Lo ve? To-to-do normal. Qué calor hace aquí de repente, ¿eh? —dijo Trolli sofocado y ya de color rojo radiactivo.

Con disimulo, zambulló la cabeza en una pecera para refrescarse y volvió chorreando, sin darse cuenta de que tenía un pececito enredado en el pelo.

—¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí! Las piedras... Vamos, vamos, que no se nos escapen.

La dependienta miró a Trolli alucinada.

—Mejor los dejo a su aire… Pero no toquen nada. —La chica recuperó el pececito del pelo de Trolli y lo devolvió al acuario, dejándolos a los dos allí plantados.

—¡Eh, mira! —Trolli señaló un cartel que indicaba dónde encontrar los perros: había tres jaulas, y dentro de cada una, un perro diferente, con un numerito y un pergamino informativo. El primero era muy fuerte, el segundo muy esbelto y el tercero… El tercero era un pequeño chucho de pelo oscuro.

—Quiero el número uno… No, el tres. Ay, no sé cuál elegir. ¡Me gustan todos! ¡Los quiero! ¡Los quiero a los tres! —gritaba Mike entusiasmado.

—Sí, claro, y la tienda entera... —replicó Trollino con sarcasmo.

—¡Eso, eso! ¡La tienda entera!

—Pero ¿tú eres tonto? ¡Pues claro que no! ¡SOLO UNO!

Trolli se acercó a las jaulas para verlos más de cerca. El primero le llamó mucho la atención: era un imponente bulldog, grande y fuerte como una roca, pero a pesar de ello tenía una expresión tranquila y serena.

—Rufus Gladiador —leyó con cierta solemnidad—. Un noble soldado. Perteneció a la mismísima Guardia Real. Dicen que una vez viajó hasta más allá de los muros que protegen el reino. Desde entonces ha entrenado sin parar y ahora es capaz de arrastrar zapatillas de doscientos kilos.

Trolli cerró los ojos dejando volar su imaginación: perdía una moneda debajo del sofá y por mucho que lo intentara no lograba alcanzarla.

—¡Rufus! ¡Rufus!

Rufus aparecía y levantaba el sofá con una sola pata para que Trollino recuperara su preciada moneda.

Trollino se sacudió la cabeza y dejó de imaginar.

—Míralo. Qué figura. Rezuma clase por los cuatro costados. —A Trolli le salían corazoncitos de los ojos.

—Pero si no hace nada —protestó Mike mientras le hacía una mueca a Rufus—. ¡Qué rollo de perro! ¿Y esa serpiente de allí?

¿No te gusta más? —Mike le tiró del brazo para irse de allí y hacerle cambiar de idea.

—¿Serpiente? —Trolli le frenó—. ¿No dijiste un perro?

—Bueno, vale, quiero un perro, pero otro.

—¿Qué te pasa? ¿Demasiado grande? Ya sé… —Se le escapó una risita—. Le tienes miedo…

—Yo soy mucho más fuerte que él —contestó Mike ofendido.

—Pfff, tranquilo, no se lo contaré a nadie —se mofó Trolli—. Miremos otro.

Centraron la atención en el segundo candidato.

Un presumido caniche blanco de morro fino y esquilado con mucho estilo. Trolli alargó la mano, alcanzó el pergamino y lo abrió.

—Don Alejandro —exclamó—. Educado en las mejores escuelas caninas del norte. Formado en protocolo y buenos modales. Obedece órdenes en doce idiomas. Recoge sus propias necesidades y las de los demás.

Trollino visualizó cómo sería su vida con ese animal al lado. Se veía a sí mismo restaurando el cuadro de Roberta con una taza de café en la mano.

—¡Don Alejandro! —decía mientras removía la taza—. Se ha enfriado, trae otro —le ordenaba.

Trollino depositaba la taza encima de su hocico y el perro se retiraba con sorprendente rectitud.

—¡Ah! ¡Sí! Una cosa más. A las siete llegan los invitados. Por favor, recíbelos con canapés, y esta vez no me seas tacaño con el queso...

Trollino sonreía embobado.

—¿Hola? ¿Estás ahí? —Mike, hastiado, le pasó la mano por delante de la cara.

Trolli se sacudió la cabeza y dejó de imaginar.

—Decidido, Don Alejandro, te vienes a casa —anunció satisfecho.

El perro mayordomo salió de la jaula marcialmente y se colocó al lado de su nuevo dueño, listo para obedecer cualquier orden. Pero Mike empezó a gruñirle.

—¿Quién es un buen chico? ¿Eh? ¿Quién es un buen chico? — Trollino lo acariciaba con cariño.

—¡Yo soy un buen chico! ¡Yo soy un buen chico! —se daba Mike por aludido—. ¿Y el tercero? ¡Todavía no lo hemos visto! Vamos a verlo. ¡Míralo, míralo!

Pero Trolli no le escuchó, pues Don Alejandro le estaba sirviendo unas patatas chips y unas olivitas. Mike refunfuñó y se fue directo a la última jaula. De su interior sacó a un cachorro gris de mirada perdida y con aspecto de no ser muy listo. Lo dejó en el suelo y lo observó con curiosidad. Era incapaz de hacer nada interesante, más allá de pestañear, sacar la lengua y mover el rabo. Era peor que él en todos los sentidos y eso era justo lo que buscaba.

—¡Lo quiero! ¡Lo quiero! ¡Lo quiero!

Pero Trolli no le hizo ni pizca de caso: Don Alejandro le ayudaba a resolver unas sumas en un papel.

—¡Gracias, Don Alejandro! Sin tu inteligencia no lo habría logrado. —Trollino abrazó al inteligente caniche.

—Bah, eso lo hace cualquiera —protestó Mike—. En cambio, mira este. ¡Es listísimo! ¡Mira! ¡Mira! —exclamó intentando llamar la atención de Trolli.

Mike echó un vistazo a ambos lados y encontró una pelotita amarilla en el suelo.

—¿La ves, perrito? ¿La ves? —Mike meneó la pelotita—. ¡Corre a por ella!

La lanzó en dirección al perrito gris y pasó rebotando lentamente a su lado. Por un momento, el cachorro siguió la pequeña bola amarilla con la mirada. Y cuando parecía que estaba a punto de salir corriendo tras ella, solo se rascó una oreja.

—Ay, qué mono. ¿No es alucinante, Trolli? Pues espera a ver esto... ¡Siéntate! —le ordenó Mike.

El perro, que ya estaba sentado, se levantó.

—Vamos, perrito, pon de tu parte…

Aunque intentó obligarle a sentarse por la fuerza, el perro se escapó de entre sus manos con la intención de jugar. Mike trató de poner orden, pero era misión imposible. Ese chucho era incluso más desobediente que él. Daba saltitos y ladraba juguetón, hasta que el movimiento de su propia cola le alertó. Sin pensarlo dos veces, empezó una persecución de sí mismo. Daba vueltas y más vueltas… y tras varios giros, se mareó y desistió de su causa. El pobre perrito se tambaleaba desorientado y, como era de esperar, se dio un cabezazo contra una estantería. Eso provocó un pequeño terremoto que tiró al suelo un par de jaulas con iguanas y gallinas, que escaparon de allí armando un buen follón.

—¡Mike! ¿Puedes hacer el favor de estarte quieto?... Me avergüenzas delante de Don Alejandro…

—¡Quiero este, Trolli! —Mike agarró al cachorro y se lo enseñó—. ¿No lo ves? ¡Es genial!

El perrito miró a Trollino y bostezó.

—¡Y sabe hacer más cosas! —Mike lo dejó en el suelo—. Sabe dónde tiene la cola y… mira esto. Perro haz…, mmm, ¿algo?

—Mike, escucha —dijo Trolli mientras miraba a Don Alejandro—. Lo que necesitamos es un perro superobediente. Un perro con PORTE. No a este canijo, que el único porte que tiene es que porta pulgas —sentenció.

Al oír esto, al pequeño cachorro se le rompió el corazón. Se le humedecieron los ojos y, poco a poco, fue encogiendo la mirada mientras le temblaba el hocico.

—No me mires así… —A Trolli se le contagió la tristeza—. Dile que pare…

Pero el perrito seguía mirándolo con los ojos empañados en lágrimas y suspirando. Trolli, sumamente arrepentido de lo que acababa de decir, acabó cediendo.

—Maldito chucho… Está bien, Mike. Nos llevaremos el cachorro.

—¡GUAU! ¡GUAU! ¡GUAU! —Mike y el perrito daban brincos de alegría alrededor de su dueño.

—Bueno, Mike, más te vale portarte bien a partir de ahora. Y lo digo de verdad. No quiero más jaleos.

—Prometido, superprometido, requeteprometido, más prometido que nunca —respondió Mike alborozado.

El perrito también ladró para dar su opinión.

—¡Bien dicho, perrito! —le contestó Mike.

—Vamos a conocerte mejor, renacuajo. —Trolli tomó el pergamino y lo desplegó—. Es un perro. —Dio inicio a su lectura.

Y ya no dijo más. En el papel solo ponía eso.

—¿Perro? ¡Es muy superbuén nombre para un perro!

—¿Qué va a ser eso un nombre?

—¡Bienvenido a la familia, Perro! —exclamó Mike achuchándole.

La dependienta, que pasaba por allí en ese momento, no podía creerlo. Aquel señor había elegido el animal más torpe de la tienda, el que nadie quería. Definitivamente, era muuuy raro. Lo mejor sería atenderlo rápido, antes de que se arrepintiera...