Capítulo 1

NAPOLEÓN: EL IMPERIO DE LAS CIENCIAS

Napoleón Bonaparte (1769-1821) es uno de los grandes nombres de la historia. Su sola mención evoca, aun en aquellos que desconocen qué es lo que realmente hizo, imágenes de grandeza. Y si eso es así en la historia a secas, en la historia «universal», ¿qué será en la de Francia? Fue el más famoso de los generales y gobernantes de Francia, y dio a ésta días inolvidables, años de poder más allá de sus fronteras. Es cierto que aquellos tiempos pasaron, pero el hijo de Charles Bonaparte y Laetitia Ramolini también dejó a su patria otros bienes más permanentes, que dan todavía más relieve y actualidad a su memoria, como, por ejemplo, una Constitución administrativa, a la que Eduardo García de Enterría se ha referido en los siguientes términos:1 «Napoleón acertó a dar a Francia un sistema administrativo que lleva camino de hacerse definitivo. La observación de que al lado de una Constitución política Francia tiene una Constitución administrativa, que ha permanecido inalterada desde Napoleón, haciendo así superficiales los constantes cambios de aquélla, es una observación certera que revela una de las claves de la vida francesa».2

Ningún libro de historia universal debe, por consiguiente, dejar de hablar de él. Tampoco, en consecuencia, ninguno que trate del poder, no en vano el militar y político francés accedió y manejó como pocos los recursos del poder. En sus maravillosas memorias, François René de Chateaubriand escribió a propósito de su admirado corso unas palabras que reflejan perfectamente la intensa relación que Napoleón mantuvo con el poder:3 «Pero este gigante no vinculaba en absoluto su destino al de sus contemporáneos; su genio pertenecía a la edad moderna: su ambición era propia de los tiempos antiguos... Unas veces se precipitaba hacia el porvenir, otras retrocedía hacia el pasado; y ya remontase o siguiese el curso del tiempo, por su fuerza prodigiosa, arrastraba o rechazaba a las multitudes. Los hombres no fueron a sus ojos sino un medio de poder; ninguna afinidad se estableció entre su felicidad y la suya; había prometido liberarlos, y los encadenó; se apartó de ellos y ellos se alejaron de él».

Las anteriores palabras, es cierto, hablan de personas —de personas que se ven sometidas al poder de un hombre—, no de ciencia, y el presente libro trata del poder, pero con relación a la ciencia de los siglos XIX y XX. Pues bien, tampoco en una obra de este tipo debe faltar Napoleón, uno de los políticos de todos los tiempos que más intensamente se relacionó con la ciencia. Por eso, y porque aunque comenzó su andadura política en el siglo XVIII también se adentró en el XIX, es necesario comenzar hablando de él. De él y del Imperio de las Ciencias que intentó construir.

NAPOLEÓN, LA CIENCIA Y LOS CIENTÍFICOS

Aunque la grandeza de Napoleón surgió y se nutrió de la política, es difícil encontrar un personaje que se haya hecho un hueco en la historia de la humanidad, en la historia política, no en la científica, con una relación tan intensa con la ciencia como él. Su biografía muestra el gran interés que tenía por la ciencia y abunda en relaciones con científicos ilustres. Él mismo, de hecho, tuvo cierto protagonismo en el mundo de la ciencia. El 25 de diciembre de 1797 (5 de nevoso del año VI según el calendario establecido por la Revolución), en efecto, fue elegido miembro de la Sección de Mecánica de la Primera Clase («Ciencias físicas y Matemáticas») del Instituto Nacional de Ciencias y Artes —esto es, el Instituto de Francia— creado en 1795 para sustituir a la Academia Francesa y otras Academias reales, la de Ciencias entre ellas, abolidas dos años antes (el 8 de agosto de 1793) por la Convención revolucionaria como viejos testigos de la monarquía contra la que se habían alzado.4 Es preciso, sin embargo, añadir inmediatamente que su elección al Instituto no fue por méritos científicos. Como ha señalado Ken Alder, buen conocedor de la historia política y científica de la época: «Napoleón era un académico muy especial por varias razones. Por una parte, no había publicado jamás un trabajo científico. La principal razón para que se le pudiese considerar merecedor de la fama científica era el hecho de haber sido alumno investigador de Laplace en una academia de artillería. No tenía ninguna pretensión de pasar por un investigador o inventor original. Laplace había propuesto su candidatura (marginando entre otros al maravilloso Lenoir) más bien con la esperanza de aliar a la Academia con la estrella política en ascenso de Francia».5 Nada, como vemos, nuevo en el mundo. De hecho, se trata de una manifestación más de la relación entre la ciencia y el poder, o mejor una manifestación del «poder del poder».

El día de diciembre en que fue recibido en el Instituto, Napoleón, todavía sólo general del ejército de Italia, pronunció unas palabras que se deben entender en clave de política científica:6 «El verdadero poder de la República francesa debe consistir en no permitir que exista una sola nueva idea que no le pertenezca».

Ningún hecho muestra mejor lo orgulloso que Bonaparte se sintió de su pertenencia a esa selecta e histórica institución, en la que, parece, se sentaba al lado de Pierre Simon de Laplace (1749-1827) y del matemático Sylvestre François Lacroix (1765-1843) —con los cuales, por cierto, firmó informes y comunicaciones—,7 que el que hasta 1815 siempre pusiese en el primer lugar de su lista civil: «Tratamiento de su majestad el emperador y rey como miembro del Instituto: 1.500 francos», y que en Egipto se hiciese designar con la fórmula siguiente: «Général-en-chef, Membre de l’Institut» («El general en jefe, miembro del Instituto»). En plena preparación de la campaña de Egipto, atareado como sin duda debía de estar, asistió a varias sesiones del Instituto, y firmó con el matemático Gaspard Monge (1746-1818) y Laplace algunos informes.8

François Arago citó una, evidentemente orgullosa y más que probablemente infundada o desproporcionada, manifestación de Napoleón que conviene recordar:9 «Si no me hubiese convertido en general en jefe... me habría sumergido en el estudio de las ciencias exactas. Habría construido mi camino en la ruta de los Galileo, los Newton. Y como he triunfado constantemente en mis grandes empresas, pues también me habría distinguido mucho con mis trabajos científicos. Habría dejado el recuerdo de bellos descubrimientos. Ninguna otra gloria habría tentado mis ambiciones». Es difícil imaginar que Francisco I o Luis XIV, monarcas que se distinguieron por ejercer un mecenazgo científico de gran envergadura, hubieran dicho algo del estilo.

Se sabe que, por ejemplo, en la Escuela de Artillería se las apañó para leer la Histoire naturelle de Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788), y que al ser reducido a la inactividad en 1795 por Robespierre y sus seguidores, aprovechó para seguir cursos de química, de botánica y de historia, bien en el curso tercero de la École Normale o en el Lycée des Arts (en mayo se había negado a aceptar un despacho en el ejército de Occidente, siendo por ello eliminado el 15 de septiembre de la lista de oficiales, aunque poco duró esta situación, ya que el 30 de septiembre, tras la proclamación de la Constitución republicana del año III, reprimía una sublevación monárquica en París, siendo ascendido a general de división el 16 de octubre). A la isla de Santa Elena, el proscrito emperador se llevó la misma obra de Buffon que acabo de mencionar, junto con otras como la Astronomie théorique et pratique (3 tomos, 1814) de Jean-Baptiste Delambre, el Traité de minéralogie (4 tomos, 1801) de René-Just Haüy, el Système des connaissances chimiques (5 tomos) de Antoine-François Fourcroy y el Cours de mathématiques à l’usage de l’École centrale des Quatre-Nations (9 tomos, 1805) de Lacroix, en cuyo tomo de álgebra se encontraron tres hojas de cálculos realizados por el propio Napoleón.10

En una obra famosa, el libro basado en el cuaderno de apuntes del conde de Las Cases (1766-1847), antiguo chambelán de Napoleón, que permaneció muy cerca de él durante el primer año del destierro del general en la isla de Santa Elena, texto publicado bajo el título de Mémorial de Sainte-Hélène (Memorial de Santa Elena), su autor recordaba que mientras el «emperador se paseaba por el jardín y conversaba sobre diversos temas, se detuvo en el del Instituto, su composición y su espíritu. Cuando se presentó a su regreso del ejército de Italia, podía considerarse entre los de su clase, compuesta por unos cincuenta miembros, como el décimo. Lagrange, Laplace y Monge estaban a la cabeza. Era un espectáculo bastante notable, agregó, y del que se ocupaban mucho los círculos, el ver al joven general del ejército de Italia en las filas del Instituto, discutiendo en público, con sus colegas, sobre temas muy profundos y en extremo metafísicos. Se le llamó entonces el geómetra de las batallas, el mecánico de la victoria».11

Al creer, como sin duda creía, en la utilidad de los conocimientos para el progreso, y estar convencido de que el avance científico y técnico marcha a la par con el desarrollo de la sociedad, Napoleón era heredero del Siglo de las Luces. «Sólo aquellos que quieren engañar a los pueblos y gobernar en su propio interés», escribió el conde de Las Cases citando palabras de Napoleón, «pueden querer mantenerlos en la ignorancia; porque cuanto más ilustrados son, más individuos habrá convencidos de la necesidad de las leyes, de lo conveniente de defenderlas, y más asentada, dichosa y próspera será la sociedad. Y si alguna vez pudiera ocurrir que las luces fuesen perjudiciales para la multitud, esto no será sino cuando el gobierno, en pugna con los intereses del pueblo, lo acorrale en una posición forzada o reduzca la última clase a morir de miseria; porque entonces tendrá más maneras de defenderse o convertirse en criminal.»12

LOGROS CIENTÍFICOS DURANTE LA ÉPOCA DE NAPOLEÓN

Enseguida pasaré a detallar algunos aspectos concretos de la relación de Napoleón con las ciencias, antes, sin embargo, quiero recordar que durante su gobierno Francia vivió una época ciertamente esplendorosa para la ciencia, tan esplendorosa que está justificado hablar del «Imperio de las Ciencias». Fue, en efecto, entonces cuando comenzaron a publicarse los cinco tomos del Traité de mécanique céleste (1799-1827) de Pierre-Simon Laplace, en el que además de desarrollar el sistema celeste newtoniano se erradicaban numerosas anomalías de las explicaciones que Newton había dado de los movimientos de los planetas. Por cierto, es una historia bien conocida que cuando Laplace presentó a Bonaparte los primeros volúmenes de esta obra, el entonces primer cónsul manifestó que los leería «en los primeros seis meses de que pudiese disponer libremente».

También se publicó en vida de Napoleón, el mismo año, 1814, que fue depuesto (2 de abril) por el Senado y que se produjo su primera abdicación (6 de abril), el preludio que le condujo a su exilio en Elba (4 de mayo), otro libro inolvidable de Laplace, su Essai philosophique sur les probabilités (1814), que contiene este famoso y estremecedor pasaje:13

Hemos de considerar el estado actual del universo como el efecto de su estado anterior y como la causa del que ha de seguirle. Una inteligencia que en un momento determinado conociera todas las fuerzas que animan a la naturaleza, así como la situación respectiva de los seres que la componen, si además fuera lo suficientemente amplia como para someter a análisis tales datos, podría abarcar en una sola fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los del átomo más ligero; nada le resultaría incierto y tanto el futuro como el pasado estarían presentes ante sus ojos. El espíritu ofrece, en la perfección que ha sabido dar a la astronomía, un débil esbozo de esta inteligencia. Sus descubrimientos en mecánica y geometría, junto con el de la gravitación universal, le han puesto en condiciones de abarcar en las mismas expresiones analíticas los estados pasados y futuros del sistema del mundo. Aplicando el mismo método a algunos otros objetos de su conocimiento, ha logrado reducir a leyes generales los fenómenos observados y a prever aquellos otros que deben producirse en ciertas circunstancias... La regularidad que la astronomía nos muestra en el movimiento de los cometas tiene lugar, sin ningún género de dudas, en todos los fenómenos. La curva descrita por una simple molécula de aire o de vapor está determinada de una forma tan exacta como las órbitas de los planetas. Entre ellas no hay más diferencia que la derivada de nuestra ignorancia.

Fue durante aquellas décadas cuando Monge introdujo y enseñó una nueva disciplina matemática, la geometría descriptiva. Cuando químicos como Claude Louis Berthollet, Jean Antoine Chaptal, Fourcroy y Nicolas Vauquelin continuaron y ampliaron la obra de Lavoisier, víctima de la Revolución, en dominios como el estudio de las reacciones químicas, la química industrial y la médica. La época en que Joseph Jérôme Lalande, enemigo furibundo de Bonaparte, estudió el movimiento de los astros, y Arago partió junto a Jean-Baptiste Biot hacia las islas Baleares para continuar el gran proyecto de la Revolución de medir un arco del meridiano terrestre, con el fin de producir una medida exacta del metro, tarea que habían iniciado Jean-Baptiste Joseph Delambre y Pierre François-André Méchain,14 aunque hay que recordar que Napoleón se negó en redondo a aprender el sistema métrico, a pesar de que inmediatamente desde el golpe de Estado que le llevó al poder absoluto encargó a Laplace, al que había nombrado ministro del Interior, que impusiese el sistema métrico en toda la nación.15 Las décadas en que Geoffroy Saint-Hilaire exploró el desarrollo embrionario y mantuvo una intensa polémica con Georges Cuvier, Joseph Louis Lagrange continuó sus extraordinarios trabajos en matemáticas y física matemática, Étienne-Louis Malus descubrió la polarización de la luz, que anunció en 1808, el abad Haüy, salvado por los pelos del Terror, clasificó tranquilamente minerales y fundó la cristalografía, Jean-Baptiste Joseph, barón de Fourier, descubrió las leyes que rigen la propagación del calor, y Buffon prosiguió su gigantesca obra descriptiva. Y también fue cuando comenzaron sus carreras científicos del calibre de Joseph-Louis Gay-Lussac, André Marie Ampère, el «Newton de la electricidad», o de un príncipe de las matemáticas como fue Augustin Louis Cauchy.

La era napoleónica también se solapó con la de Jean-Baptiste Lamarck, cuya fama científica se inició sobre todo en 1778, cuando publicó La flore française, una descripción exhaustiva de las especies vegetales conocidas en Francia, por la que fue admitido el año siguiente en la Académie des Sciences. Después vinieron muchas otras obras, como los once volúmenes de su Annuaire météorologique (1799-1810), su Système des animaux sans vertèbres (1801), o su célebre Philosophie zoologique, ou exposition des considérations relatives à l’histoire naturelle des animaux (1809), en la que desarrollaba las ideas sobre la evolución biológica que había presentado en la lección inaugural (21 floral, año IX) del curso de zoología que desarrolló en el Museo de Historia Natural. Lamarck, por cierto, no fue admirado en absoluto por Napoleón. De hecho, cuando el ya viejo naturalista —tenía entonces sesenta y cinco años— fue a ofrecer al emperador su nuevo libro, la Philosophie zoologique, aquél la recibió con las siguientes palabras:16 «¿Qué es esto? Es vuestra absurda meteorología..., ese anuario que deshonra vuestros viejos días: haga usted historia natural, y yo recibiré vuestras producciones con placer. Este libro no lo tomo más que por consideración a vuestros cabellos canos».

Aquí Napoleón —que con sus manifestaciones daba otra muestra de sus conocimientos científicos— se sumaba a un antiguo coro de opositores a Lamarck, que vieron con horror que éste se dedicase a partir de mediados de la década de 1770 a la publicación del Annuaire météorologique. Muchos de sus colegas le consideraron a partir de entonces como un simple autor de almanaques y predicciones.

CIENCIA Y CIENTÍFICOS EN LAS CAMPAÑAS DE ITALIA Y DE EGIPTO

Entre las manifestaciones de la relación entre poder y ciencia, se encuentra la del empleo de la ciencia como instrumento de dominación política de otros países y de colonización cultural de éstos. Pues bien, también nos encontramos con ambos aspectos en el caso de Napoleón, que se sirvió, o recabó la ayuda de la ciencia y de los científicos, en sus campañas de Italia y Egipto.

Cuando se repasa la carrera militar y política de Bonaparte se encuentra que un momento decisivo de ésta se produjo en marzo de 1796, cuando fue nombrado comandante del ejército francés en Italia, al mando de 50.000 hombres, y comenzó la campaña inmediatamente (abril). Le acompañaron, como miembros científicos de una «Comisión del gobierno para buscar objetos de ciencia y arte en los países conquistados por los ejércitos de la República» nombrada por el Directorio, el matemático y profesor de la École Polytechnique,17 Gaspard Monge (1746-1818), y el químico Claude Louis Berthollet (1748-1822), cuyos nombres ya he mencionado. Ambos fueron no sólo magníficos científicos, sino también hombres conscientes del papel de la ciencia en la sociedad. Así, en su Traité de géometrie descriptive, publicado en 1799 y que contenía las lecciones que su autor había dado en la École Normale, Monge escribió:18 «Para librar a la nación francesa de la dependencia a que ha estado sometida hasta ahora de la industria extranjera, es preciso en primer lugar dirigir la educación nacional hacia el conocimiento de los objetos que exigen exactitud, algo que ha estado desatendido hasta el presente».

Las victorias militares de Bonaparte se sucedieron con rapidez: en abril de 1796, su ejército ocupó Génova, en mayo, Milán y en junio, Livorno y Pisa. A mediados del verano de 1797, con el trabajo de la Comisión terminado, Monge, fundador de la geometría descriptiva, ya estaba cansado de Italia y pidió regresar a Francia. Sin embargo, Napoleón no lo aceptó. Prefería, para los momentos de relajación, la conversación con Monge y Berthollet que la de sus colegas militares. De hecho, también intentó ganarse a los científicos italianos: al astrónomo Oriani le aseguró que los hombres de ciencia ganarían con su conquista:19 «Todos los hombres de talento, todos los que han conseguido distinguirse en la república de la ciencia son franceses, sea cual sea su tierra natal».

Derrotados los austríacos (a los que, como compensación por las pérdidas territoriales que habían sufrido les cedió los territorios de la antigua República de Venecia), y establecida la República Cisalpina, Bonaparte regresó a París el 5 de diciembre de 1797, para encontrarse con la adulación y también con la sospecha, si no con el temor, hacia él por parte de los cinco miembros del Directorio, el nuevo régimen que sucedió a la Convención en noviembre de 1795 y que se mantendría hasta 1799. Dominada Italia, sólo Gran Bretaña estaba en guerra con Francia, y el Directorio nombró a Napoleón comandante del ejército formado para arrebatar Egipto a los ingleses. Monge y Berthollet lo acompañaron de nuevo, y con ellos un amplio grupo de científicos e ingenieros que ellos mismos seleccionaron en su mayor parte, una Comisión de Ciencias y Artes formada por 151 hombres, de los que 84 poseían títulos profesionales y 10 eran médicos. Del observatorio de París fueron los astrónomos Nicolas-Auguste Nouet, François Quesnot y Jérome Méchain, hijo del célebre, y ya citado, Pierre-François Méchain. Del Museo de Historia Natural, Geoffroy Saint-Hilaire, los naturalistas Jules-César Lelorgne de Savigny, Hippolyte Nectoux y Alyre Raffeneau-Delile. Algunos no eran todavía muy conocidos, pero lo serían en el futuro, como en el caso de Savigny (1777-1851), autor de obras como Mémoires sur les animaux sans vertèbres (1816).

También fue reclutado el célebre geólogo Déodat de Gratet de Dolomieu (1750-1801), uno de los primeros especialistas en volcanes y temblores sísmicos, miembro del Instituto de Francia desde 1795. Para animarle a emprender el viaje, Berthollet le prometió (no podía decirle todavía el destino): «Allá donde vamos, hay montañas y piedras». Su apellido ha pasado a la historia de al menos dos maneras: descubrió el carbonato de magnesio, que en su honor tomó el nombre de «dolomita», lo mismo que sucedió con los montes Dolomitas, en los que realizó la que fue su última expedición mineralógica poco antes de morir.20 En Egipto estudió la formación del delta del Nilo. No permaneció, sin embargo, demasiado tiempo en ese país, que abandonó, debido a las malas relaciones que mantenía con Bonaparte, el 7 de marzo de 1799. No tuvo, sin embargo, suerte. Retenido en Tarente, fue encerrado en una prisión veintiún meses, por instigación de la Orden de Malta, en la que él mismo había ingresado a la edad de dos años, convirtiéndose más tarde en comendador, aunque la abandonó de mala manera años después. Liberado gracias a la presión de la comunidad científica, falleció, agotado, poco después, el 28 de noviembre de 1801.

De la École Polytechnique fueron 45 alumnos, y también profesores, como Fourier, que actuó de reclutador, y Malus. Y también se requirió a estudiantes de otros centros de educación superior. Muy pocos fueron los que rechazaron participar en la expedición cuando se les pidió que lo hiciesen: Laplace, que se consideraba demasiado viejo, y Cuvier, que respondió que sería más útil a la ciencia permaneciendo en París, en medio de las inmensas y desorganizadas colecciones del Museo de Historia Natural, del que formaba parte desde poco antes (1795).

La fuerza expedicionaria francesa, formada por unos 38.000 hombres, se reunió en Toulon sin conocer cuál iba a ser su destino.21 Antes de partir, el 19 de mayo de 1798, Napoleón animó a sus hombres con unas palabras que merece la pena recordar, porque el poder se magnifica cuando el poderoso une a su capacidad de intervenir en las vidas de otros la habilidad de hacer sentir a éstos partícipes de un gran proyecto:22

Las legiones romanas, a las que habéis imitado a veces, pero a las que todavía no habéis igualado, combatían contra Cartago alternativamente en este mismo mar y en las llanuras de Zama. La victoria no las abandonó nunca, porque constantemente fueron valerosas, pacientes en soportar la fatiga, disciplinadas y estuvieron unidas entre sí.

¡Soldados, Europa tiene la mirada puesta en vosotros! Tenéis grandes destinos que cumplir, batallas que librar, peligros, fatigas que vencer; haréis más de lo que habéis hecho por la prosperidad de la patria, la felicidad de los hombres y vuestra propia gloria.

Animados por esta proclama, el ejército francés desembarcó en Alejandría el 1 de julio.

LA DESCRIPCIÓN DE EGIPTO

Desde el punto de vista de la cultura humanística y científica, los frutos de la expedición fueron importantes. Basta con echar un vistazo a la magna obra en la que se recopilaron una buena parte de esos logros: la Description de l’Égipte, que se abría con un prólogo de Jean-Baptiste Joseph, barón de Fourier (1768-1830), que todavía no había escrito su inolvidable Théorie analytique de la chaleur (Teoría analítica del calor; 1822).23 Esta obra (de la que se imprimieron mil copias) está compuesta por nueve volúmenes infolio de texto, de unas ochocientas páginas cada uno, y once de láminas, que comprenden en total más de 3.000 ilustraciones.24 Su preparación comenzó en 1801, apareciendo el primer volumen en 1809 y el último (un atlas) en 1829. En conjunto, la empresa duró, pues, treinta años, llegando a estar en nómina 36 autores (en 1809-1810). Su presupuesto anual era de 60.000 francos, siendo su coste total 1.500.000 francos. «No se conoce nada comparable a tal escala con anterioridad a la Segunda Guerra Mundial», ha señalado el eminente historiador Charles Gillispie.25

Los primeros tomos, que constituyen la primera parte, están dedicados a «Antiquités», los dos siguientes, al «État moderne», en los que se detallan los artefactos y vida del país desde el tiempo de la conquista árabe en el siglo VII hasta la ocupación francesa de 1798-1801, mientras que los dos últimos, «Histoire naturelle», ilustran la mineralogía, flora y fauna del valle del Nilo y la zona de la costa del mar Rojo. Como ejemplos de artículos dedicados a las ciencias que aparecieron en esta obra mencionaré los siguientes:

1) En el tomo primero de «Antigüedades», Fourier publicó un «Estudio sobre las ciencias y el gobierno de Egipto», y el ingeniero geógrafo Edme-François Jomard uno titulado «El sistema métrico de los antiguos egipcios». En el tomo segundo, el propio Jomard trató de «Observaciones sobre los signos numéricos de los antiguos egipcios» y de «Los monumentos astronómicos de Egipto». Es obligado recordar, aunque no se trata realmente de ciencias naturales, que M. de Corancez presentó «Dieciséis láminas que representan la inscripción intermedia de la piedra de Rosetta». Naturalmente, si es obligado mencionar este ensayo es para recordar uno de los grandes, seguramente el mayor, éxitos de la expedición: el descubrimiento de la piedra Rosetta, al que me referiré más adelante.

2) En el tomo primero de «Estado moderno» nos encontramos con un artículo del astrónomo Nicolas Auguste Nouet sobre «Observaciones astronómicas», una «Noticia sobre los medicamentos usuales de los egipcios» de Rouyer y una «Descripción del arte de fabricar la sal de amoníaco» por Collet-Descotils.

3) Pasando ahora al tomo primero de «Historia natural», tenemos que en él Saint-Hilaire escribió artículos sobre, entre otros temas, los peces del Nilo, el mar Rojo y el Mediterráneo, y los reptiles de Egipto, y el zoólogo Jules Savigny acerca de las aves, cocodrilos, moluscos y anélidos de Egipto y Siria, mientras que en el tomo segundo el astrónomo Nicolas Auguste Nouet firmó un ensayo titulado «Observaciones sobre las variaciones horarias del barómetro. Observaciones meteorológicas e hidrométricas».

EL INSTITUTO DE EGIPTO

Una muestra especialmente destacada de que la dimensión científica no estaba ausente de la expedición napoleónica a Egipto es la creación de un Instituto de Egipto, modelado a imagen y semejanza del Instituto de Francia. El 22 de agosto de 1798, Napoleón promulgó un decreto por el que se creaba: «Habrá en Egipto un Instituto para las ciencias y las artes, cuya sede se establecerá en El Cairo», señalaba, identificando como sus funciones:26

1) El progreso y la propagación de las Luces en Egipto.

2) La investigación, el estudio y la publicación de hechos naturales, industriales e históricos sobre Egipto.

3) Aconsejar sobre las diferentes cuestiones sobre las que sea consultado por el gobierno.

El número total de los miembros del Instituto durante los tres años de ocupación fue de 51. Veintiséis pertenecieron a una u otra de las dos secciones científicas, las de «Matemáticas» (de la que formaron parte Andréossy, Costaz, Fourier, Girard, Le Père, Leroy, Malus, Monge, Nouet, Quenot, Say y el propio Napoleón), y «Física» (Berthollet, Champy, Conté, Descotils, Desgenettes, Dolomieu, Dubois, Saint-Hilaire, Raffeneau-Delile y Savigny), estando las restantes dedicadas a «Economía política» y «Artes y letras».27 Monge fue elegido presidente y Fourier secretario perpetuo.28 En total se celebraron 62 sesiones.

Como ejemplos de las actividades del nuevo Instituto mencionaré que el 29 de julio de 1799 Monge leyó un borrador de una memoria sobre geometría infinitesimal publicada después en el Journal de l’École Polytechnique (1802), el primero de tres artículos incluidos más tarde en su libro Application de l’analyse à la géometrie (1807). Por su parte, Fourier presentó cuatro artículos. El primero, «Notes sur la mécanique genérale», era probablemente producto de uno de los primeros artículos científicos que publicó, una memoria sobre velocidades virtuales en el Journal de l’École Polytechnique (1798), lo único que publicó en toda su vida sobre mecánica clásica. Los tres restantes trataban de teoría de ecuaciones. Malus, discípulo de Monge, leyó una memoria sobre ecuaciones diferenciales; parece que pretendió presentar también una sobre la luz, campo en el que se haría famoso, pero no lo hizo. En cuanto a Berthollet, aportó un trabajo sobre la formación del amoníaco y otro sobre análisis de la atmósfera.

Ninguna de estas u otras aportaciones tuvo la misma importancia que la relación que el Instituto de Egipto mantuvo con la célebre piedra Rosetta, descubierta el 19 de julio de 1799. En realidad, su hallazgo fue fortuito, no fruto de los programas científicos o arqueológicos puestos en marcha por la expedición francesa. La versión más plausible de su descubrimiento es que se encontraba en un antiguo muro que obstaculizaba los trabajos para la ampliación de lo que más tarde sería denominado Fort Julien. El oficial a cargo de la demolición, el teniente François-Xavier Bouchard, se dio cuenta inmediatamente de que las inscripciones trilingües podrían proporcionar la clave para descifrar los jeroglíficos que aparecían en la parte superior y los escritos griegos que se hallaban en la parte inferior. A mediados de agosto, la piedra fue llevada al Instituto, casi al mismo tiempo que Napoleón abandonaba Egipto. Allí, dos orientalistas, Jean-Joseph Marcel y Remi Raige, comenzaron a estudiar las inscripciones con la ayuda de un experto en el mundo clásico, Jacques-Denis Delaporte. Al mismo tiempo que estudiaban los textos, empezó la tarea de copiarlos, comprobándose que no era posible obtener una reproducción perfecta. Sin embargo, Marcel, que era también director de la imprenta del centro, pensó que la propia piedra podría servir de molde, adelantándose en unos diez años a la invención de la litografía. Después de lavarla y derramar tinta sobre la superficie ya seca, se presionó suavemente una lámina que al contacto con las partes que sobresalían produjo una reproducción perfecta del texto, las letras en blanco sobre un fondo negro. También se realizó una copia empleando técnicas que se utilizaban en placas de cobre, y más tarde un molde. Para los franceses fue afortunado que se hicieran todos estos trabajos, ya que de otra manera se habrían quedado sin nada, pues la piedra Rosetta, junto a otros tesoros arqueológicos encontrados por el ejército galo, pasó a manos de los británicos como botín de guerra y terminó en el Museo Británico de Londres.

IMPULSO A LAS CARRERAS DE ALGUNOS CIENTÍFICOS

La expedición a Egipto constituyó un trampolín para algunas carreras científicas. Así, a su regreso de Egipto, Fourier se convirtió en prefecto de Isère, puesto que mantuvo entre 1802 y 1815. Fue mientras ocupaba este cargo cuando presentó (en diciembre de 1807) al Instituto de Francia su monografía sobre la difusión del calor, que, revisada, formaría la base de su ya mencionado Théorie analytique de la chaleur, uno de los clásicos de la ciencia, publicado en 1822. Por su parte, el médico René Nicolas Desgenettes se convirtió, primero, en profesor de la École de Médicine de París, y después (1804) en inspector general del Servicio de Salud de los Ejércitos. Su colega Dominique-Jean Larrey fue designado cirujano jefe de la Grande Armée, cargo que mantuvo hasta Waterloo, en donde fue herido y hecho prisionero. Considerado generalmente como el organizador de la cirugía militar francesa, fue, entre otras cosas, el inventor de las ambulancias móviles y de técnicas especiales para curar fracturas. Miembro del Instituto de Francia, al igual que Desgenettes fue elevado por Napoleón a la nobleza imperial. Las carreras de los ingenieros también se vieron impulsadas, aunque de manera más modesta.29

El ascenso al poder de Laplace, que en 1793 había sido expulsado de la Comisión de Pesas y Medidas por haber expresado su apoyo a Lavoisier (con quien escribió importantes trabajos sobre el calor), fue meteórico. Primero fue ministro del Interior, cargo para el que Napoleón le nombró el 9 de noviembre de 1799, aunque duró muy poco en el puesto, solamente seis semanas; luego miembro del Senado y canciller de esta institución a partir de 1802. En 1808 accedió a la nobleza imperial como conde del imperio y recibió múltiples honores que hicieron de él uno de los personajes más «presentes» de la nueva sociedad. Y los honores iban acompañados de magníficas retribuciones.

Al convertirse en senador, un cargo vitalicio, Laplace comenzó a recibir una gratificación anual de 25.000 francos. Como canciller recibía 6.000 francos más al mes. El químico Jean-Antoine Chaptal, también senador, recibía, gracias a ser también tesorero, 72.000 francos anuales (cuando fue ministro del Interior —Napoleón le designó para este cargo el 6 de noviembre de 1800, en sustitución de Laplace; permaneció en el puesto hasta 1804, organizando la administración napoleónica—, su sueldo era de 36.000 francos, más 12.000 para gastos de representación). En 1806, Monge recibió 100.000 francos como presidente del Senado. En 1812, Berthollet acumuló los puestos de senador (25.000 francos), profesor en la École Polytechnique (6.000 francos), miembro del Instituto (1.500), y gran oficial de la Legión de Honor (5.000). Su relación con Napoleón y el imperio que éste construyó le fue, sin duda, rentable: en 1785 sus ganancias anuales eran de unos 2.000 francos, mientras que en 1812 habían ascendido a 67.500. Para que nos hagamos una idea de lo que todo esto significaba, recordaré que el salario medio de un obrero parisino era de alrededor de 60 francos mensuales.

Otro caso es el de Cuvier. En 1800, el mismo año que sucedió al zoólogo Louis Jean Marie Daubenton,30 como profesor de Historia Natural en el Collège de France, Cuvier se implicó intensamente en la reorganización de la enseñanza superior en Francia. Por entonces también se ganó el respeto y los favores de Napoleón (recordemos que Cuvier había rechazado sumarse a la expedición a Egipto), y cuando en 1808 se estableció la Universidad de París, fue nombrado uno de sus consejeros, teniendo mucho que ver con la reestructuración de la Sorbona y el establecimiento de facultades universitarias en provincias. Más tarde, el emperador le concedió el título de chevalier. Restablecida la monarquía, el prestigio de Cuvier era tan grande que sus relaciones con Bonaparte no le perjudicaron: no sólo se le permitió conservar los cargos que poseía sino que se le nombró consejero de Estado. En 1818 entró a formar parte de la Académie Française, en 1819 recibió el título de barón, y tras la Revolución de 1830 el de par de Francia.

Y no olvidemos que también fueron senadores Cousin, Monge, Lagrange, Darcet, Daubeton, Cabanis y Lacépède. En cuanto a Fourcroy y Chaptal fueron nombrados también consejeros de Estado.

LA SOCIÉTÉ D’ARCUEIL

Otra muestra de las ayudas de Napoleón a la ciencia de su país la encontramos en una aparentemente pequeña institución, que sin embargo ocupa un lugar de importancia en la historia de la ciencia francesa de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX: la Sociedad de Arcueil.31

Poco después de regresar de Egipto con Napoleón en 1799, Berthollet compró una amplia casa de campo en la zona de Arcueil, aproximadamente a una hora de distancia del centro de París. Allí instaló un laboratorio de química y equipó una habitación con instrumentos de física. Insatisfecho con la teoría de afinidades electivas que él mismo había enseñado en la École Normale, Berthollet se planteó obtener un mejor conocimiento físico de la naturaleza de la combinación química, interés que conduciría a su conocido texto en dos volúmenes, Essai de statique chimique (1803), una obra pionera de lo que se convertiría casi un siglo más tarde en la química-física.

Estimulado por la compra realizada por Berthollet, Laplace, que había forjado con aquél una amistad no sólo por intereses científicos comunes y cierta afinidad personal, sino también a través de la conexión que ambos mantuvieron con Bonaparte, adquirió una casa adyacente a la de Berthollet mudándose a ella desde París. Tal fue el origen de la Société d’Arcueil, organizada informalmente en 1807 y cuyas actividades se prolongaron hasta 1815.

Constituida inicialmente por nueve miembros, después se sumaron seis más. Esencialmente, eran jóvenes estudiantes de la École Polytechnique (de cuyo Consejo de Perfeccionamiento formaron parte Berthollet y Laplace durante el período napoleónico), que ambos incorporaron a la Sociedad introduciéndoles en la investigación científica. Por parte de Berthollet, se incorporaron a la Sociedad su hijo Amédée Berthollet (1780-1810), que se distinguió en la industria de los colorantes, Louis Joseph Gay-Lussac (1778-1850), recordado especialmente por su ley de combinación de los gases, y Pierre Louis Dulong (1785-1838), cuya fama está relacionada con leyes del tipo de la conocida como «de Dulong y Petit», mientras que por la de Laplace, tenemos a Jean-Baptiste Biot (1774-1862), Étienne Louis Malus (1775-1812), al que ya me he referido con anterioridad, Siméon Denis Poisson (1781-1840) y François Arago (1786-1853), que realizó contribuciones significativas al estudio de la luz, magnetismo y electricidad. También formaron parte de la agrupación Louis Jacques Thenard (1777-1857), conocido especialmente por sus trabajos sobre el sodio, el potasio y el agua oxigenada, Hippolyte-Victor Descotils (1773-1815), que destacó en la química del platino y al que Berthollet reclutó para la expedición a Egipto (más tarde fue jefe del laboratorio de la École de Mines), Jacques-Étienne Bérad (1789-1869), asociado al nacimiento de la fotoquímica, Chaptal, una vez libre de sus obligaciones ministeriales, y dos notables científicos extranjeros residentes en París: Alexander von Humboldt y Auguste-Pyrame de Candolle.

Desgraciadamente, no puedo entrar en las actividades de la Sociedad, cuyos logros científicos muestran no sólo los nombres de sus miembros, y el hecho de que durante un tiempo éstos encontrasen en Arcueil un lugar acogedor y con estimulante compañía para investigar, sino también los tres volúmenes de Mémoires de physique et de chimie de la Société d’Arcueil, publicados en 1807, 1809 y 1817.

¿Qué tuvo que ver Napoleón con todo esto? Al fin y al cabo, nunca asistió a una de las reuniones que se celebraron en Arcueil. La respuesta tiene que ver con el dinero. Ni Berthollet ni Laplace eran al principio personas con demasiados medios económicos, no desde luego tantos como para haber podido comprar las propiedades e instrumentos que he mencionado, menos aún para apoyar económicamente a los jóvenes científicos que se reunieron en torno a ellos. De hecho, Berthollet resultó ser bastante malo administrando todo el dinero que a través de Napoleón ganó, acumulando un importante número de deudas hacia 1807. Pero Laplace escribió directamente a Napoleón, entonces a la cabeza de su ejército en Prusia, recordándole los servicios de Berthollet y pidiéndole un préstamo de 100.000 o 150.000 francos. Monge se sumó a la petición y Bonaparte respondió inmediatamente, no con un préstamo sino con una ayuda de 150.000 francos. En agradecimiento, Berthollet concluyó su prefacio al primer volumen de las Mémoires con las siguientes palabras:32

El progreso de la física es de gran interés ya que su propósito es descubrir las causas verdaderas de los fenómenos, identificar las fuerzas de la naturaleza y señalar sus aplicaciones a la industria humana.

Ojalá que el celo de la Sociedad de Arcueil para alcanzar semejantes metas merezca la aprobación de la augusta cabeza de nuestro gobierno.

Ojalá la paz, el deseo que durante mucho tiempo ha estado en el corazón del héroe triunfante, permita a su genio extender su fructífera influencia sobre las artes y las ciencias, lo que ya por sí solo habría bastado para asegurar su gloria, incluso si el destino del mundo no hubiese sido puesto en sus manos.

HONORES A CIENTÍFICOS EXTRANJEROS

La ciencia es, tomada en su conjunto y desde una perspectiva global, histórica, una empresa transnacional, aunque, por supuesto, su historia no esté desprovista de episodios en los que las rivalidades nacionales hayan desempeñado algún protagonismo. Napoleón participó de diversas maneras de ese, verdadero, espíritu de la ciencia, que busca superar las fronteras nacionales establecidas por los humanos. La creación del Instituto de Egipto se puede entender desde esa perspectiva, aunque impregnada de los deseos imperialistas franceses (la ciencia, ya lo dije antes, puede ser también un instrumento de imperialismo cultural y político), pero existe al menos otro apartado que muestra la amplitud de miras —no desprovista, como indicaré, de motivaciones políticas— de Bonaparte, el de que su interés o amor por la ciencia le llevaba a reconocer la excelencia cuando se encontraba ante ella.

Alessandro Volta

Un caso especialmente señalado en este sentido es el del científico italiano Alessandro Volta (1747-1827).

En 1800, y relacionado con una polémica que había mantenido con Luigi Galvani sobre la naturaleza de la electricidad que éste observaba en las ancas de ranas colgadas de piezas metálicas, Volta, catedrático de Filosofía Natural en la Universidad de Pavía, culminó la invención de su famosa «pila» ( «batería») eléctrica. Inmediatamente, el italiano envió una carta a Joseph Banks, presidente de la Royal Society, que hizo que fuese publicada (en su original francés) en las Philosophical Transactions, siendo traducida al inglés inmediatamente para su publicación en el Philosophical Magazine.33

La pila construida por Volta se componía de una serie de discos apilados unos sobre otros en el orden siguiente: un disco de cobre, otro de cinc, una rodaja de paño empapada en agua acidulada, luego un disco de cobre, otro de cinc, una nueva rodaja de paño, y así sucesivamente en el mismo orden, cuidando de sostener los discos mediante tres cilindros aislantes de vidrio. Se trataba de un instrumento revolucionario, ya que producía corriente eléctrica de manera continua, y no mediante descargas, como sucedía en las tan difundidas entonces «botellas de Leiden», y ello abría de par en par las puertas al estudio de los fenómenos eléctricos. En más de un sentido se puede y debe decir que la ciencia del siglo XIX, uno de cuyos pivotes fue la física de la electricidad y el magnetismo, comenzó —o se hizo posible— con la pila de Volta.

En el artículo que acabo de mencionar, Volta presentaba su hallazgo con las siguientes palabras:34

Después de un largo silencio, por el cual no ofrezco ninguna excusa, tengo el placer de comunicarle a usted, y a través de usted a la Royal Society, algunos resultados notables que he obtenido continuando con mis experimentos sobre la electricidad excitada por el mero contacto mutuo entre diferentes tipos de metales, e incluso por el de otros conductores, también diferentes entre sí, ya sean líquidos o contengan algún líquido, a los que se debe propiamente su poder conductor. El principal de estos resultados, que prácticamente comprende todo el resto, es la construcción de un aparato que se parece en sus efectos (esto es, en la conmoción que es capaz de producir en los brazos, y otras experiencias) a la botella de Leiden, o, más bien, a una batería eléctrica cargada débilmente que actúa incesantemente, y que se cargase a sí misma después de cada explosión; en una palabra, que tuviese una carga inagotable, una acción o impulso perpetuo o impulso sobre el fluido eléctrico.

En septiembre de 1801, Volta partió hacia París con el objetivo de difundir su descubrimiento. No era, en absoluto, un francófilo, sino un anglófilo, como demuestra el que enviase las primeras noticias de su pila a Inglaterra. De hecho, su comportamiento únicamente se puede entender en clave política. Así, cuando anunció al presidente de la Royal Society inglesa su descubrimiento, Austria, aliada de los británicos, había recuperado momentáneamente el control de Lombardía, donde Volta enseñaba, tras la invasión de los franceses en la primavera de 1796.35 Y cuando viajó a París en el otoño de 1800, las tropas galas habían reestablecido el control por parte de Francia de Italia. También, por supuesto, hay que tener en cuenta que entonces a ojos de muchos era París, y no otras ciudades como Londres, el centro de la ciencia mundial. En caso de Volta, en consecuencia, nos muestra una faceta, en la que prima el interés personal y no otros más «desprendidos», que no escasea entre los científicos (al igual que en cualquier otro profesional), dándose con más frecuencia cuando mayores son las posibilidades de beneficio personal, posibilidad que se ha incrementado especialmente a partir de las últimas décadas del siglo XX.

En París, Volta se entrevistó con Chaptal, Berthollet, Monge, Fourcroy y Cuvier, siendo asimismo invitado a asistir a las reuniones de Arcueil, al igual que a presentar sus resultados en el Instituto de Francia. Napoleón asistió a las tres demostraciones que realizó Volta en el Instituto, y quedó tan impresionado que concedió al científico italiano una medalla de oro del Instituto de Francia y un premio de 6.000 francos.

«Quedó tan impresionado», he dicho, y sin duda es cierto, pero ello no nos debe hacer interpretar las decisiones de Napoleón sólo en clave científica, como el justo reconocimiento a un descubrimiento científico de gran importancia. Hubo también motivaciones políticas. Recordemos en este sentido que Napoleón presentó al Instituto la propuesta de la medalla a Volta, dos días antes de que tuviese lugar la ceremonia oficial (prevista para el 9 de noviembre de 1801) de las celebraciones por el tratado de paz de Lunéville que se había firmado con Austria en febrero de 1801. De hecho, en la declaración que acompañó a la concesión de la medalla, se señalaba que Volta era el primer científico extranjero que había participado en una sesión del Instituto de Francia tras la firma del tratado de paz. No es aventurado, por consiguiente, suponer que la recompensa pretendía mostrar que el Instituto —y Francia— estaba dispuesto a recibir contribuciones de científicos extranjeros una vez establecida la paz, promoviendo de esta manera entre las élites europeas la imagen de Napoleón como un benefactor de las ciencias.36 Otras claves eran evidentes: Volta había servido a Austria durante veintiún años, había presentado su descubrimiento en Inglaterra (aunque, bien es cierto, en francés), pero ahora era un ciudadano de la República Cisalpina, que estaba bajo la influencia de Francia, que reconocía sus méritos.

El Instituto, por cierto, cumplió con los deseos de Bonaparte, concediendo a Volta la medalla en la sesión del 17 de noviembre.

En junio del año siguiente, 1802, Napoleón anunció que establecería una medalla de oro y un premio de 3.000 francos anuales para el mejor experimento que se realizase cada año sobre el «fluido galvánico». Más aún, creó un premio de 60.000 francos, que se otorgaría una sola vez, para quien llevase a cabo descubrimientos en electricidad y galvanismo comparables a los realizados por Benjamin Franklin y Volta.

Humphry Davy

Humphry Davy (1778-1829) fue uno de los que recibieron el premio de la medalla de oro y los 3.000 francos, en 1806, en reconocimiento de sus trabajos en los que había utilizado la pila de Volta para descomponer el agua en oxígeno e hidrógeno, así como por haber descubierto el potasio y el sodio utilizando el mismo método, el de la electrolisis. Es relevante señalar que Davy era súbdito de una nación, Gran Bretaña, en guerra con Francia desde 1793. En marzo de 1802, es cierto, se firmó un tratado de paz, en Amiens, pero a la postre éste sólo proporcionó un breve período de respiro, ya que las hostilidades se reanudaron en mayo de 1803, momento en que virtualmente todos los ciudadanos británicos que vivían en Francia se convirtieron en prisioneros de guerra o en civiles detenidos. Hubo, no obstante, algunos contactos, pocos desde luego, especialmente a partir de 1813, el año, precisamente, en el que Davy viajó a París para recoger su premio. Por cierto, que en aquel viaje Davy llevó con él, más como una especie de ayuda de cámara que como ayudante científico, a Michael Faraday (con el que nos volveremos a encontrar en el capítulo siguiente), que hacía muy poco se había convertido en su ayudante en la Royal Institution de Londres. Faraday compuso un diario del viaje, en el que podemos leer algunas de sus impresiones de lo que vio en aquella Francia en la que todavía reinaba Napoleón, aunque en una posición bastante debilitada tras las severas pérdidas que su ejército había sufrido después de la retirada de Moscú a finales de 1812; de hecho, su situación empeoró en octubre de 1813, cuando fue derrotado en la batalla de las Naciones en Leipzig, aunque sólo fue obligado a abdicar, con el éxito de la coalición de aliados en contra suya, en abril de 1814, exiliándose en la isla de Elba, de la que escapó, para regresar a Francia el 1 de marzo de 1815. Finalmente, como es bien sabido, la gran derrota le llegó el 18 de junio de 1815, en la famosa batalla de Waterloo.

Una de las anotaciones del diario de Faraday que muestran lo excepcional de la visita de Davy es la siguiente, fechada el 9 de noviembre (1813):37

Fui a la Prefectura de Policía para [obtener] un pasaporte, ya que no está permitido para nadie que no sea un habitante de París, y cuyo nombre no esté registrado como tal, estar en la ciudad sin uno... Al entrar vi una gran sala en la que estaban unos veinte administrativos con enormes libros delante de ellos y mucha gente fuera de las mesas, todos los cuales estaban allí por cuestiones relacionadas con pasaportes. El mío era un caso peculiar y pronto me prestaron atención ya que excepto sir H. Davy no había ningún otro pasaporte en sus libros para un inglés libre. Un americano que estaba allí y que (dándose cuenta de que yo no comprendía el francés) me había hablado, me dijo que apenas daba crédito a sus ojos cuando les vio preparar el papel para un inglés libre.

EL GOBERNANTE FRENTE AL CIENTÍFICO LIBREPENSADOR

Es famosa la anécdota según la cual Napoleón preguntó a Laplace el motivo por el que en su gran Traité de mécanique céleste no aparecía la noción de Dios. «Sire, es una hipótesis de la que no tengo necesidad», dicen que le contestó el físico y matemático. No creo que al emperador le molestase la opinión de Laplace. Es posible, incluso, que comprendiese bien que un científico pensase de tal forma. Llegaría, no obstante, el momento en que Bonaparte no mostró la misma comprensión. Y me interesa recordar una de las ocasiones en que no la demostró, porque ilustra la tensión, acaso una tensión esencial, que puede llegar a producirse entre el gobernante y el científico, aunque se trate de un gobernante tan interesado por la ciencia como Napoleón.

Si tenemos en cuenta que los primeros tomos del Traité de mécanique céleste aparecieron en 1799, es de suponer que la pregunta de Napoleón y la respuesta de Laplace se produjeron por entonces. Sin embargo, las responsabilidades políticas de Bonaparte no hicieron sino crecer desde entonces, culminando en 1804, cuando fue proclamado emperador hereditario (el año siguiente fue coronado en Milán rey de Italia). Pero desde las alturas que proporciona un trono, no se contemplan necesariamente con la misma benevolencia las manifestaciones de un científico que pueden ser interpretadas como, por ejemplo, en defensa del ateísmo. Y el ya emperador vio que algunos científicos no se recataban en este punto, entre ellos uno de sus enemigos, Joseph Jérôme Lefrançais de Lalande, profesor del Collège de France desde 1760, autor de un voluminoso Traité d’astronomie editado por primera vez en 1764, de nuevo en 1771 y revisado en 1792, que todavía en 1800 constituía la base obligada para los estudios de los futuros astrónomos. El político, el monarca, no podía permitir tal comportamiento, y el 13 de diciembre de 1805, Napoleón escribió a su ministro del Interior, Champagny, lo siguiente:38 «Es con un sentimiento de dolor como me entero de que un miembro del Instituto, célebre por sus conocimientos, pero que ha vuelto hoy a la infancia, no tiene la suficiente sabiduría para callarse y busca que se hable de él, tanto por manifestaciones indignas de su antigua reputación y del cuerpo al que pertenece como por profesar el ateísmo, principio destructor de toda organización social, que quita al hombre todos sus consuelos y todas sus esperanzas. Mi intención es que llame usted al presidente y al secretario del Instituto, para que se encarguen de hacer saber a este ilustre cuerpo, del que tengo honor de formar parte, que debe ordenar a Lalande... que no publique nada más, y no oscurezca en sus años postreros lo que hizo en sus días de más vigor para obtener la estima de los sabios; y si estas invitaciones fraternales no fuesen suficientes, me vería obligado a recordarme que mi primer deber es impedir que se envenene la moral de mi pueblo. Porque el ateísmo es destructor de toda moral, si no en los individuos, al menos en las naciones».

Y terminaba con una fórmula habitual en las cartas de los antiguos reyes: «Sur ce, je prie Dieu qu’il vous ait en sa sainte garde» («Sobre esto, ruego a Dios que os tenga en su santa guarda»).

En la confrontación entre las necesidades políticas y los argumentos científicos, una de las manifestaciones de la relación entre poder y ciencia, venció en este caso —como en muchos otros— la política.

VALORACIÓN DE LA IMPORTANCIA DE NAPOLEÓN PARA LA CIENCIA FRANCESA DE SU ÉPOCA

A pesar de todo lo que he dicho hasta el momento, cuando se analiza lo que Napoleón aportó a la ciencia francesa, encontramos que no hizo prácticamente nada en favor del Museo Nacional de Historia Natural, ni por la Facultad de Medicina; nada, desde luego, que la Convención o el Directorio no hubiesen hecho. Así, el Museo de Historia Natural había surgido de la transformación del antiguo Jardin du Roi en 1793. Por otra parte, el Collège de France había reemplazado al Royal College en 1795, el mismo año en el que el Instituto Nacional de Ciencias y Artes había sustituido a la vieja Academia Francesa y otras instituciones reales, abolidas dos años antes. Es cierto, no obstante, que instituciones como éstas continuaron disfrutando de su favor, aunque también en ocasiones de alguna represalia: en enero de 1803, por ejemplo, reorganizó —se podría decir también que disolvió y recreó— el Instituto Nacional cuando los miembros de la Segunda Clase, constituida por los denominados «Ideologues», la de «Moral y Ciencias Políticas», tuvieron conflictos con él con motivo del Concordato firmado en junio de 1801 con el papa Pío VII, así como del establecimiento de tribunales especiales y la abolición de las Écoles Centrales. A partir de entonces el Instituto se organizó en cuatro clases, estando dedicada la nueva Segunda Clase a «Lengua y literatura francesa», compuesta por cuarenta «Inmortales», entre los que se encontraban varios de los antiguos académicos. En este sentido, se le puede considerar como el fundador del Instituto de Francia tal y como lo conocemos.

En lo que Napoleón estaba realmente interesado era en las ciencias exactas. Fue él, por ejemplo, quien dio a la École Polytechnique, creada por la Revolución como una alternativa a la Academia de Ciencias (que, por otra parte, el propio Bonaparte restauró), la dimensión elitista, y fuertemente matemática, que finalmente la ha caracterizado. La militarizó en 1805. Fueron sobre todo matemáticos, físicos y químicos a los que honró y recurrió para que colaboraran en la construcción del Estado que deseaba establecer. Como hemos visto, al hacerlo enriqueció y dio un gran poder a algunos científicos, pero ¿podemos entender esto como dar poder a la ciencia? No necesariamente, puesto que el poder que aquellos científicos ejercieron fue, sobre todo, poder político, no científico. Es posible, de hecho, argumentar que al instalar a esos científicos en el poder político, limitase la obra científica que podrían, en otras circunstancias, haber acaso producido. En cualquier caso, de lo que no hay duda es de que Napoleón Bonaparte fue un político que amó como probablemente ningún otro a la ciencia. Aunque también le ayudó el tiempo en el que vivió. Por mucho que a la postre negase algunas de las premisas más básicas, y más democráticas, de la Revolución Francesa, estuvo firmemente entroncada con ella. Y la Revolución y los revolucionarios veían en la ciencia un instrumento vital para la liberación de los hombres y los pueblos.

EPÍLOGO: NAPOLEÓN Y LA «VERDAD» HISTÓRICA

Como epílogo a este capítulo, me aprovecharé del caso de Napoleón para abordar un punto al que ningún historiador ni libro de historia puede ser ajeno.

La historia pretende recuperar el pasado, mostrarnos lo que ocurrió entonces, pero esto es algo que, obviamente, sólo se puede lograr mediante un proceso de «reconstrucción»: interpretamos datos, documentos, para construir narraciones que llamamos «historia». No puede ser, por supuesto, de otra manera, y nos afanamos por evitar las interpretaciones erróneas. Pero los riesgos son muchos. No pretendo enumerarlos aquí, pero puesto que este primer capítulo está dedicado a Napoleón Bonaparte, voy a recurrir a él para realizar un breve comentario sobre la dificultad inherente a la reconstrucción histórica, lo elusivo que es la búsqueda de la verdad en la historia. En el ya citado Memorial de Santa Elena, el conde de Las Cases recordaba algo que el antiguo todopoderoso emperador de Francia le había dicho:39

Se atribuirá con frecuencia mucha profundidad y sutileza de mi parte a lo que quizá no fue sino lo más simple del mundo; se me supondrán proyectos que no tuve jamás. Se preguntarán si yo tendía en efecto a la monarquía universal o no. Se razonará largamente para saber si mi autoridad absoluta y mis actos arbitrarios derivaban de mi carácter o de mis cálculos; si los producía mi inclinación o la fuerza de las circunstancias; si mis guerras constantes procedieron de mi afición, o sólo fui llevado a ellas de mala gana; si mi inmensa ambición, tan reprochada, tenía por guía la avidez del dominio, la sed de gloria o la necesidad del orden o el amor al bienestar general; porque merece ser contemplada desde diversos aspectos... Con frecuencia se alambicará, se retorcerá lo que fue completamente natural y enteramente recto. No me correspondía a mí tratar aquí especialmente todos estos alegatos, y los desdeño. Si en lo que he dictado sobre las materias generales, la rectitud y la sagacidad de los historiadores encuentran algo con que formarse una opinión precisa y verdadera sobre lo que no menciono, tanto mejor. Pero al lado de esos débiles destellos, ¡cuántas falsas luces los asaltarán!... Desde las fábulas y los embustes de los grandes intrigantes, cada uno de los cuales tuvo su fin y realizó maniobras, negociaciones particulares que, identificándose con el hilo verdadero, complican el total de una manera inextricable, hasta las revelaciones, ... las afirmaciones mismas de mis ministros, hombres de bien que sin embargo dirán mucho menos lo que sucedió que lo que ellos creyeron que sucedió; porque, ¿hay alguno que tuviera completo mi pensamiento general? Su porción especial no era, la mayoría de las veces, más que los elementos del gran conjunto que ellos no sospechaban. No habrán, visto, pues, más que el lado del prisma que les corresponde: y además, ¡cómo lo habrán captado! ¿Lo habrán visto pleno y entero? ¿No estaba en sí mismo dividido? Y sin embargo no hay probablemente ni uno solo que, por los detalles que le hayan llegado, no dé como mi verdadero sistema el resultado fantástico de sus propias combinaciones; y de ahí además la fábula convenida que se llamará historia.

Espero, no obstante, que lo que el astuto y emprendedor militar corso señaló en la cita anterior no se aplique al contenido de este libro.