La pasión según Caicedo
A las cinco, la algarabía de los animales es insoportable en Caicedo. Azulejos, colibríes, guacharacas, silgas, sinsontes, garrapateros, toches y turpiales producen música mientras que el cielo pasa de negro a violeta, de violeta a rojo, de rojo a naranja, de naranja a azul mañanero. Los cantos se esfuman cuando el cansado campanario parroquial anuncia el rezo silente, perseverante y urgente de quienes madrugan.
En las goteras del pueblo, donde ya el mundo de los vivos se cruza con el de los muertos, ladran los hijos de Maravilla, la difunta perra de Alicia Moreno Cano. A juzgar por sus toscas y apelmazadas pelambres, por el tono lastimero de sus aullidos y por los cauces que ya han formado las lágrimas, hace años que los dos cazadores negros dejaron de ser críos.
Alicia no olvida el momento en que huérfanos, porque Maravilla se despeñó en su aventura de atravesar abismos en compañía de exploradores de domingo, los halló en convulsiones de saliva y sangre: «Los dejó de trece días... uno los cogía y era como levantar unos trapos. Entonces dije: “Voy a tener que hacer una bebida de cogollo de verbena con naranja agria y darles jugo de naranja dulce...”. Trece días después pasó lo mismo: una diarrea de pura sangre, un vómito de sangre, una saliva de sangre. Y yo: “Se van a morir estos malparidos... les voy a tener que dar orines, miaos...”. Entonces oriné en una coca de esas viejas y les embutí dos, tres totumadas de agua con orines y véalos ahí, cuál de los dos más petaco».
«¿Esa mujer por qué anda con esos perros a toda hora?», preguntan los que no saben que ella es su nana. «¿Esos perros por qué persiguen a esa mujer a toda hora?», preguntan los que no saben que ellos bebieron agua de su vientre.
Cuando los perros se calman porque ya está entrada la mañana, Alicia se levanta de un lecho improvisado al lado de un fogón ajeno. Es flaca y por eso parece alta. Solo lleva las piernas y el rostro desnudos. Cubre la cabeza, de cabellos largos y canos, con un gorro formado con un suéter azul turquesa, el cuerpo con un traje negro de dos piezas, y los pies con zapatos de tacones desconchados. Adelante van sus perros abriendo paso. Y murmurando, inventando, recordando, va Alicia; para muchos un ser fuera de este mundo.
«¡Viuda de negro!», le gritan los soldados recluidos en una escuela convertida en cuartel mientras ella, como todas las mañanas, saluda a los muertos. Hoy les reza desde la puerta del cementerio porque, como es Viernes Santo, los ritos funerarios están suspendidos. La última bendición se la echa en nombre de los Tres Dulces Nombres: la Virgen del Carmen, los Ángeles y las Ánimas Benditas del Purgatorio, con dos ramas, una de laurel y una de curazao, arrancadas del jardín de los difuntos. Una vez da su espalda al cementerio y su rostro a Caicedo, las ramas sagradas se convierten en rejos para apurar el paso de los perros que se entretienen con alguna porquería.
Los soldados la ven pasar por la calle empinada y le aúllan una vez más la viudez que solo sirve para evocar su eterna soltería. Ella se detiene frente a una puerta desde donde puede contemplar a los muchachos que salen de la ducha. Los mira con esos ojos negros bordeados con lápiz cosmético, sonríe, murmura y sigue calle arriba, riendo después de cada insulto. En el borde de su labio sostiene un cigarrillo Pielroja que le quita el aliento. Cada diez pasos se detiene, repara al campesino que baja, a la mula cargada que sube, y al niño madrugador, el único que detiene la marcha para mirarla.
En La Salazar, vereda famosa porque allí el Suroeste se confunde con el Occidente de Antioquia, nació Alicia Moreno Cano en una Semana Santa ya lejana.
—Yo nací fue en marzo, no recuerdo si fue el 20 de marzo o qué.
—¿De qué año, Alicia?
—No te digo que nací en plena Semana Santa en esas cañadas, por allá en las cuevas de La Salazar.
De La Salazar venía Alicia la primera vez que pisó las calles de Caicedo: «¡Avemaría! Cuando yo estaba pequeña, esto era un empedrado de aquí para abajo. La iglesia no era sino pura tabla y ¡un polvero! Esto era una cosa lo más de fea, esto no era sino piedra». Hoy Caicedo es un tejido de calles de cemento donde los campesinos secan los últimos granos de la cosecha cafetera, disminuida por la peste de la broca y por los rigores del fenómeno climático de El Niño.
Alicia entra en la plaza solitaria. A pesar de que es el día del viacrucis, una jornada de lutos y silencios, la taberna ofrece licor y la peluquería está atestada. Una clientela acostumbrada a que Ligia Mariaca la llame por teléfono para ofrecerle los servicios de corte y cepillado, se agolpa en las escalas del local para peluquearse antes de que todo el pueblo emprenda el camino del calvario. Así como las creencias populares sentencian que el castigo para los amantes de los viernes santos es quedarse pegados para siempre, aseguran que quienes se corten el pelo ese día tendrán belleza durante todo el año.
Ligia madruga los viernes santos para responder a las exigencias de los clientes, pero a las diez y treinta de la mañana suspende el servicio a pesar de los ruegos. La peluquera es una mujer alta, morena, de cabello ensortijado y madre de dos muchachas que le heredaron la belleza. Lleva un vestido de seda negra con encajes en el cuello y en los puños, y un peinado alto que le deja ver el cuello. Es Mariaca, de los que en décadas llenaron el pueblo de Mariaca Silva, Mariaca Mariaca, Mariaca Brown. De los mismos Mariaca que un día ya lejano vendieron su casa de la plaza sin intuir que años después sería negociada por cincuenta millones de pesos para convertirla en cuartel de policías, en depósito de armas, en dormitorio de uniformados, en blanco de la guerra.
Cuando el sonido seco y continuo de la matraca llama insistentemente al viacrucis, Ligia Mariaca desconecta los secadores de pelo, guarda las tijeras, desocupa los aerosoles, cuelga su bata de peluquera, llama por teléfono a Luz Marina Ruiz para recordarle que es hora de salir, y se dirige a la iglesia parroquial donde Alicia Moreno Cano reposa después de la larga caminada.
Luz Marina, que esperaba impaciente el guiño de su amiga, revisa por última vez el largo de su traje negro, asegura el broche de una cadenita que le sirve de escapulario y empieza a descender los escalones que la conducen directamente de su casa a la plaza. Cuando camina por las callecitas remendadas de su pueblo —adonde regresa religiosamente cada año— no puede evitar que sus tacones tropiecen con los parches de cemento. Así de inseguros deben ser los pasos de quienes regresan del exilio. Atraviesa el parque y, sin detener la marcha, saluda a Orfalina Montoya, la rubia urraeña que aún mantiene abierta su tienda aunque es la hora del viacrucis.
Desde el atrio, donde los fieles forman una multitud, Luz Marina escucha las notas fúnebres que salen de las tubas, trombones, bombardinos y trompetas de la banda municipal. Delicadamente abre paso, se levanta sobre las puntas de sus pies y busca con mirada inquieta el lugar apropiado para escuchar el sermón y ver la salida del Nazareno que en pocos minutos recorrerá, como cada año, las calles de Caicedo.
Una puerta de madera comunica el altar con la sacristía convertida en depósito de santos. Entre ellos, hombrecitos de cuerpos toscos y caras pulidas, se mueve Balmores Tamayo acosado por el seco llamado de la matraca. A la una de la mañana, cuando terminaron las visitas al cuerpo de Cristo, Balmores comenzó la extenuante tarea de construir quince pasos para representar las quince estaciones que vivió Jesús en su camino al monte Calvario. Un hormiguero de niños ensaya cómo vestir a la Verónica o cómo clavar la corona de espinas en la cabeza del único Jesús disponible hoy en Caicedo, obligado a pasar de la escena a la tras escena para cumplir la misión de caer tres veces.
El Jesús que espera detrás de los telones está preparado para caer la primera vez cuando sea vencido por los latigazos que le descargarán mientras que Caifás lo envía a Herodes y Herodes a Pilatos y Pilatos, el que se lava las manos, lo deja a juicio del enardecido pueblo judío. Una vez de pie, el Jesús de Caicedo deberá salir de la procesión y rápidamente disponerse a caer por segunda vez agobiado por el peso de la cruz. De nuevo, el Nazareno tendrá que salir del cuadro, correr en hombros de los cargueros del pueblo, y estar listo para caer por tercera vez al pie del sitio elegido para su crucifixión.
Después de diez horas de trabajo continuo, sumadas a una semana de procesiones, Balmores se ve cansado y a veces vocifera malhumorado. Veinte, de sus veintiocho años, los ha pasado entre sacristías y procesiones, y, todavía, no logra dominar los nervios del día del viacrucis. Los juegos de la infancia, vestir santos y jugar al padrecito, son ahora rituales sagrados. Tres veces cada año —Semana Santa, fiestas patronales y Navidad— los caicedeños ven a Balmores —antes empleado de una fábrica de estufas y hoy estudiante de dibujo arquitectónico— regresar a cumplir una cita con su pasado de monaguillo.
El crucificado de Caicedo yace envuelto en una sábana blanca como esperaban encontrarlo las mujeres en su tumba de Jerusalén. Balmores lo desenvuelve lenta y suavemente como si al desprender las gasas pudiera lastimar las heridas del costado, las rodillas y las sienes. Lo desnuda. Levanta el cuerpo de madera maciza para quitar las sábanas que le protegen la espalda y lo deja sobre el tablón que le sirve de cama durante todo el año. Lo contempla en silencio. La certeza de encontrarse ante la imagen de Jesucristo y frente a una obra de arte lo lleva al extrañamiento. La luz de la mañana entra por una claraboya de la sacristía y deja a la vista la talla magistral. Jesús pide clemencia. Balmores se inclina con reverencia y lo levanta hasta lograr la posición que llevará durante la procesión de crucifixión.
En el templo parroquial de Caicedo no cabe un alma. Los campesinos recostados en las columnas oran en espera de la aparición del santo Cristo: Alicia Moreno Cano, ataviada con su turbante de cirineo, expulsa a los hijos de Maravilla que insisten en permanecer a su lado durante las oraciones. Orfalina Montoya, la rubia urraeña que vino de paseo hace más de veinte años y se quedó, ocupa, a pesar de su tardanza, uno de los rincones protegidos por la sombra de las columnas. Luz Marina Ruiz, encargada de organizar el transporte de pasajeros en los buses de la empresa Rápido Ochoa, encuentra un espacio al lado de Ligia Mariaca, la peluquera.
Don Francisco Montoya, el hombre que a los noventa años narra la historia de Caicedo desde la llegada del mariscal español Jorge Robledo hasta nuestros días, sostiene el sombrero con las manos, espera el viacrucis con los ojos cerrados y, así, encabeza la triste ceremonia. Nació y creció en la Anocozca, una veredita fría sembrada de maíz, fríjol y granadilla, donde construyó su casa, su capilla y su cementerio. Su casa, de tapias amarillentas y baldosas de colores, fue el lugar que su adorada Aurora llenó de hijos y rodeó de jardines; la capilla, el punto de encuentro de las humildes familias que lentamente poblaban el paisaje; y el cementerio, el lecho eterno de sus padres, de sus tíos, de su esposa, de su descendencia.
El padre Ómar, el más joven de la parroquia, amplifica su voz por el megáfono en busca de voluntarios: «Necesitamos cargueros. Hay unos, pero muy flacos. Los que están allá con Samuelito Arboleda, vengan. No sean perezosos». El padre José Gabriel Segura, vestido con túnica morada, ingresa al templo con paso lento y rostro apesadumbrado para reconstruir el juicio y la sentencia.
—Jesús es condenado a muerte —anuncia con voz recia el padre Segura—. Adorámoste Cristo y bendecímoste —clama el sacerdote.
El santo Cristo de Caicedo aparece por la puertecita de madera. El sol de las once de la mañana magnifica sus llagas. Los fieles de Caicedo caen de rodillas y a una voz responden:
—Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
El organista da el pie de entrada y dos cantantes entonan el majestuoso Viacrucis:
Por mí, Señor, inclinas
el cuello a la sentencia,
que a tanto la clemencia
pudo llegar de Dios.
Los fieles se incorporan mientras que el santo Cristo se abre paso entre la multitud.
Oye el pregón, oh madre,
llevado por el viento,
y al doloroso acento
ven del amado en pos.
Responde el pueblo mientras se levanta con la mirada puesta en el cielo, en el cielo azul y transparente de marzo que se ve a través del destechado templo de Caicedo.
Una bandera blanca ondea en el atrio y dice que la centenaria iglesia no cayó por el peso de sus años. En Colombia las banderas blancas no son símbolos de paz, sino certeras señales de guerra. La bandera blanca se levanta entre las ruinas del templo para anunciar que Caicedo, fundado en la cordillera que hoy es cruce de caminos entre el Suroeste, el Occidente y el Urabá antioqueños, es escenario en disputa. Guerrilleros de las FARC —el grupo subversivo más antiguo de Colombia—, paramilitares de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá —con raíces en la década del ochenta— y hombres de las Fuerzas Armadas colombianas intentan controlar un poblado campesino, pobre y frío, que les daría paso hacia regiones que prometen selvas vírgenes con toda su riqueza o caminos a los océanos o acceso al centro del país.
Una bandera blanca ondea en el atrio y dice que la centenaria iglesia no cayó por el peso de sus años. La torre del campanario sigue en pie a pesar de que las balas destrozaron el enchape y las cargas de dinamita derribaron uno de los cargueros. La estructura de cemento que servía de marco y cielorraso a la entrada de una de las naves laterales permanece vencida, a punto de caer. Amenazado por el peso de la plancha averiada que se balancea con el viento, un angelito de mármol, encargado de acunar una concha de mar llena de agua bendita, sigue atado a la columna que lo ha sostenido desde hace setenta años. Solo unos cuantos pasos adelante de la plancha amenazante, el pueblo de Caicedo reza bajo el agresivo sol del Viernes Santo.
De la nave central solo quedan las columnas alguna vez rematadas por arcos. En ellas, huérfanas de la rectitud de otros tiempos, se apoyan algunos fieles mientras el padre Segura intenta romper la multitud para ponerse al frente de la procesión. Otros, escuchan el padrenuestro sentados en sillas de metal, de madera o de espuma que han traído para hacer menos doloroso el sacrificio de escuchar la Palabra de Dios en un templo destruido. Solo el altar se salvó de quedar a la intemperie. De la cúpula octogonal cuelga una lámpara de cristal, evidencia solitaria de la epopeya que fue construir un templo en 1887. La pila bautismal de granito se conserva intacta y detrás de ella, por el boquete que dejó en la pared una explosión, se ve la cordillera cubierta por cafetales en flor.
Los nichos destinados a los santos permanecen vacíos. Ellos yacen en la sacristía alrededor del tablón que sirve de cama al santo Cristo de Caicedo. La luz de la claraboya los ilumina y solo Balmores, que los conoce desde que era un niño, puede identificarlos. De san Francisco quedó la cabeza. La Dolorosa partida en tres le arranca un suspiro. El eccehomo, macizo y musculoso, quedó reducido a un hombro y a un trozo de cabeza. De las quince estaciones solo quedaron pedazos de yeso. El Divino Niño es hoy apenas una tela de algodón donde se insinúan las formas de un bebé rosado y robusto. María Auxiliadora y la Santísima Trinidad se fundieron en una masa de cal. El Señor Caído, que custodiaba los linderos con el cuartel de la Policía, quedó en trizas. Santa Ana, de noventa años; san Gabriel; san Antonio y el pesebre ya no existen. Solo el santo Cristo, tallado en cedro rojo hace ciento tres años, pudo recuperarse después de rodar cien metros por un despeñadero sembrado de café.
La procesión del Viernes Santo deja lentamente el atrio y toma la calle que va al hotel El Único y a uno de los abandonados cuarteles de la Policía. Los fieles se persignan al pasar frente al desvencijado comando símbolo del propio calvario de Caicedo.
Oh, pecador ingrato
mira a tu Dios caído:
Ven a llorar herido de contrición, aquí
levántame a tus brazos;
oh, bondadoso Padre;
ve de la tierna madre
llanto correr por mí.
Canta el pueblo de Caicedo, guiado por el corista, delgado y pálido, traído especialmente de Urrao, cuando el padre Segura anuncia que Jesús cae por primera vez.
Sentado en el escalón de cemento que sirve de entrada a la casa vecina del viejo comando, un hombre, que desgaja un ramo de uvas verdes, recuerda la trágica noche del 13 de abril de 1996. «Yo estaba casi a las once de la noche viendo televisión en la casa, cuando sentí la primera explosión: ¡rann!, me levantaron ese comando arriba, pobrecitas esas tiendas de arriba, pensé. Cuando ¡tran!, la otra. Y dije yo: “Sí, señor, mataron la policía allá”». Sobre el cemento de la calle empinada yacía el cuerpo del dragoneante Luis Alfonso García Ocampo. Tiros de fusil rompieron su tórax cuando salió, impulsado por la valentía que da el licor, a enfrentar en solitario a los atacantes.
Los guerrilleros del frente 34 de las FARC tomaron posiciones para controlar el comando, instalado después de la primera toma guerrillera en la humilde casa destinada a dar cobijo a los campesinos que, ultrajados por largos viajes, necesitaban descansar. Los guerrilleros, ciento veinte calcularon los expertos de la Policía Antioquia y seiscientos rumoraban los pobladores, rodearon el comando desde un cafetal sembrado en la barranca trasera y parapetados en la terraza del sexto piso del hotel El Único. Por detrás y desde arriba los guerrilleros dispararon sin tregua sobre la casa donde once agentes de policía intentaban tomar posiciones, pues el ataque los sorprendió cuando veían un partido de fútbol por televisión. La casa, que siempre miraron con desconfianza, pues más que una estación de la Policía parecía una caja de sardinas, podría ser su trinchera o su tumba.
Una casa agujereada, un muro a punto de caer, una plancha vencida y el cadáver del dragoneante Luis García Ocampo, jubilado que prestaba algunos meses de servicio adicional, fue lo que encontró monseñor Libardo López cuando bajó por la misma callecita donde ahora se detiene el viacrucis. Se ubicó frente al sitiado comando para convencer a los agentes de que se rindieran. Sentado en un sillón forrado en paño en su casa de retiro, el sacerdote de setenta y nueve años revive ese momento: «Los guerrilleros me buscaron en la casa cural. Salí como ellos me ordenaron. Bajamos en medio de una oscuridad muy tenebrosa y cuando hubo silencio yo comencé a decirles que se entregaran que era la única manera de salvar sus vidas».
Después de unos minutos los agentes salieron de uno en uno. Monseñor López dice que entregaron sus fusiles y obligados por los guerrilleros se sentaron en unas graditas de cemento: «Entonces, yo me senté con ellos ahí… a esperar para conocer la voluntad de los guerrilleros». Uno de los guerrilleros sacó de su mochila cuchillas de afeitar, se las repartió a sus compañeros y se acercó amenazante, con esa pequeña arma, a uno de los agentes. Lo sujetó con fuerza por el cuello de la camisa y empezó a deslizar la cuchilla por la tela. En pocos minutos los uniformes de todos los agentes quedaron en hilachas. Monseñor López continuó ahí, como guardián de un grupo de agentes vencidos, sedientos y andrajosos.
Una vez los guerrilleros consiguieron dos carros de escalera y un picop dijeron: «Padre, ahí tiene a sus policías, nosotros nos vamos». A los quince minutos del día 14 de abril, los guerrilleros dejaron Caicedo por las trochas que llevan al vecino pueblo de Frontino y se llevaron catorce fusiles galil, cincuenta y cinco proveedores y cuatro revólveres Smith and Wesson calibre 38: la dotación completa del comando de la Policía de Caicedo.
Los primeros periodistas en llegar encontraron catres de madera a la intemperie, colchones cafetal abajo, una grabadora roja con los cables al aire, una nevera despachurrada y sus tomates, cebollas, remolachas y lechugas revueltos con la carne, y esta a punto de malograr las minutas de la Policía. Además, de entre las ruinas, dos ancianos rescataban sus ollas que salieron disparadas de la cocina cuando una granada les tumbó el techo.
La procesión del viacrucis continúa por una calle polvorienta en estos días de verano que, como si fuera una circunvalar, bordea el pueblo. En sus orillas está, intacta, la Cooperativa de Cafeteros; en ruinas, la casa de la familia Álvarez Bravo, y, abandonados, los restos de los gigantes tubos del acueducto que nunca fueron enterrados. Los desniveles de la calle son atractivos para los niños que no van al viacrucis por ensayar piques en bicicletas sin amortiguadores y con frenos de contrapedal. Por allí se va a las escuelas convertidas en cuarteles por el Batallón Nutibara de la Cuarta Brigada del Ejército de Colombia y al cementerio de pabellones bajos y bóvedas plagadas de mosquitos. La circunvalar da vuelta cuando se cruza con la carretera árida y rocosa que lleva al pueblo de Santa Fe de Antioquia.
Al tomar la calle principal ya Jesús ha llorado con su madre, entregado la cruz al Cirineo y plasmado su rostro en el manto de la Verónica. Jesús cae por segunda vez en la esquina de la plaza desde donde, por su altura, son más evidentes las huellas de la guerra. Al frente están las ruinas del templo y la averiada tienda de Orfalina; a la derecha la tambaleante casa de Érika Piedrahita; y a la izquierda, la banca de los fusilados y el Palacio Municipal baleado, derrumbado.
Yace el divino Dueño
segunda vez postrado;
deteste yo el pecado
desecho en contrición.
Oh, Virgen, pide amante
que borre tanta ofensa
misericordia inmensa,
pródiga de perdón.
Cantan los cientos de caicedeños que recorren su pueblo con la pesadumbre de quienes saben que su camino está sembrado de espinas.
Quince meses antes del ataque a la caja de sardinas donde once policías veían televisión mientras que un centinela prestaba su servicio borracho, Caicedo había vivido su primera noche de horror. Fue a las diez y quince de la noche del 13 de enero de 1995 cuando monseñor Libardo López escuchó un tiro en cada uno de los puntos cardinales de la población y pensó que se trataba de una señal de guerra. Unos minutos después, un tiroteo atronador se apoderó de la plaza principal.
«Nosotros estábamos en una cantina —cuenta el hombre que desgaja uvas verdes— jugando billar. Por ahí a las diez de la noche sentimos primero un tra tra tra, y la gente corría, se escondía en las casas. Nosotros bajamos la cortina de la cantina y quedamos encerrados». Mientras los hombres presos del miedo buscaban refugio detrás de cajas de cerveza y debajo de las mesas de juego y dos policías intentaban esconderse en la bodega y desde allí planear su huida por los boquetes que dejaron en el techo los petardos, los guerrilleros de los frentes 5 y 34 se encargaban de destruir el despacho del alcalde, el recinto del Concejo, las sedes de las oficinas de los servicios de energía y telefonía y veinte viviendas en busca de los agentes de policía que intentaban huir por techos, pasillos y solares de las casas vecinas al comando, ubicado en el mismo edificio del gobierno municipal.
Ligia Mariaca, que durante el viacrucis se cubre del sol con una sombrilla negra en la que hay espacio para su amiga Luz Marina, recuerda la fuga de los agentes: «Los agentes se salieron por la parte de atrás y se escondieron en esas casas. Solo algunos se quedaron en la terraza dando plomo desde trincheras muy bien ubicadas. Por eso los guerrilleros destruyeron tantas casas, la de una profesora, Gema Cifuentes, quedó derrumbada por completo, porque unos cubrían muy bien la retirada de los otros».
A la medianoche, cuando los agentes esperaban la oportunidad para fugarse protegidos por uno de los muros derrumbados en la casa de la maestra, los hombres del billar presintieron su muerte. El hombre de las uvas lo narra así:
«Por ahí como a las doce de la noche, más o menos, nos llegó un olor a gasolina. Y dije yo: “Quién sabe qué prendieron por ahí hermano, que huele a gasolina. Por ahí prendieron un carro. Aquí nos vamos a asar nosotros encerrados en este negocio”. Lo único que se oía era bala y explosiones. Después sentimos a unos de los muchachos que fueron a meterle una bomba a la cantina, entonces ya nosotros hablamos:
—Muchachos, somos civiles, no vayan a hacer eso que aquí estamos un poco de civiles y ya hay dos mujeres heridas.
—Ah ¿sí?… salgan con las manos en alto.
Y fuimos saliendo nosotros con las manos en alto.
—Vayan para aquella esquina.
Nos fuimos para la esquina. Ya esa alcaldía estaba ardiendo».
Las llamas iluminaban el parque cuando los guerrilleros tumbaron a patadas la puerta de la casa cural. Monseñor Libardo López los esperó en su habitación del segundo piso, sentado en su cama en la misma posición que había conservado desde el inicio de la toma. Los sintió subir las escaleras, tropezar con las sillas del pasillo, respirar agitados, empujar la puerta de su cuarto y ordenarle salir rápidamente. El cura, entonces de setenta y cuatro años, bajó como pudo las escaleras acosado por cuatro guerrilleros e impedido por la oscuridad. Atravesó la plaza con la respiración agitada, vio a los hombres de la cantina tirados contra la esquina, y frente a la alcaldía instó a los policías a rendirse, pero solo el fuego respondió con los rugidos devoradores de sus lenguas.
—¡Ahí no están los agentes!
Aseguró monseñor.
—Entonces, a buscarlos al hospital.
Ordenó el guerrillero.
Camino al hospital, guerrilleros informaron por radio de la presencia de un helicóptero. Uno de ellos ordenó abrir fuego. Monseñor López solo escuchó la balacera y el sonido de un helicóptero alejarse. Después, subversivos ubicados en un centro de comunicaciones aseguraron que uno de los tiros impactó la pierna de un soldado y el helicóptero debió regresar. Con la tranquilidad de quienes tienen controlado el territorio, los guerrilleros se dedicaron a asaltar la farmacia en presencia del cura que aún no sabe si servía de testigo o de rehén.
A las seis de la mañana, cuando ya no se escuchaban ráfagas ni gritos, los caicedeños comenzaron a salir de sus casas. Algunos guerrilleros descansaban en el parque después de una extenuante noche y otros enjuiciaban al agente Antonio González, el único que permaneció en el comando hasta el amanecer, el que combatió hasta cuando le duró la munición, el que cubrió la huida de sus compañeros, el que esperaba el nacimiento de su tercer hijo. Contra el paredón, el agente héroe, el artesano que fabricaba juguetes de madera para alegrar la Navidad de los pobres, el decorador que montaba un pesebre en cualquier manga, el muchacho que cumplía religiosamente la cita en la peluquería de Ligia Mariaca, respiraba agitado por el pánico.
Los guerrilleros apuntaban hacia el agente, y los caicedeños, paralizados por el miedo, solo podían mirar aquella escena sin parpadear. Lo obligaron a caminar con los brazos en alto y cuando estuvo al frente de la tienda de Orfalina Montoya le dispararon por la espalda. El cuerpo del fusilado cayó vencido en la plaza de Caicedo.
En su huida los guerrilleros se llevaron tres fusiles galil, tres revólveres Smith and Wesson calibre 38 largo, un par de esposas metálicas y treinta proveedores para los fusiles; y dejaron a Caicedo semidestruido, una niña herida, un agente moribundo entre las ruinas de la alcaldía y otro fusilado en el parque, cuatro cadáveres de guerrilleros entre los escombros y un pueblo que esa mañana solo era capaz de decir: Hoy comenzó la muerte de Caicedo.
Los fieles se postran de rodillas cuando tres pálidas jovencitas de yeso ocupan el octavo lugar en la procesión. Las mujeres de Jerusalén lloran y las de Caicedo cantan:
Matronas doloridas
que al justo lamentáis;
¿por qué si os lastimáis
la causa no llorar?
Y pues la cruz le dimos
todos los delincuentes
broten los ojos fuentes
de angustia y de pesar.
Las madres de Caicedo invocan los nombres de sus hijos muertos. Ellas son las mujeres atribuladas y sus hombres, los nazarenos caídos el 20 de abril de 1996 en esa misma plaza.
No se reponía Caicedo del ataque a la caja de sardinas que servía de estación de policía, cuando el terror irrumpió otra vez a las nueve y veinte de la noche de un sábado repleto de campesinos que intentaban reanudar las parrandas del fin de semana. Luz Marina Ruiz, recostada en el umbral de su casa, recuerda:
«Yo estaba en la casa, dormida. Sentí los tiros y ahí mismo pensé: guerrilla no puede ser otra vez. Más tiros y oí que insultaban. Entonces llamé por teléfono a una amiga:
—¿Qué pasó?
—Parece que son paramilitares.
Los hombres coparon la plaza del pueblo, entraron a cantinas y heladerías y ordenaron a todos los clientes filarse en la calle. Según le contaron a Ligia Mariaca, comenzaron a leer los nombres de sus víctimas. “Empezaron a llamar a las personas —recuenta Ligia— y nadie salía al frente. Entonces comenzaron a pedir las cédulas”».
Antes de desconectar el teléfono, el timbre y la energía, Luz Marina habló con otra mujer. «Allá los tienen, a todos, filados en la plaza», le aseguró. En ese instante Luz Marina decidió asomarse por las rendijas de un muro que separa su casa de la plaza en busca de su hermano: «Yo solo veía como a cien paramilitares y a los otros ahí en tumulto como sombras».
Como las cédulas no correspondían a los nombres de los buscados, el jefe ordenó sacar a las víctimas de sus casas. Cuando comenzó la movilización de la tropa, dos jóvenes atemorizados, aprovechando el ruido y la agitación, salieron velozmente del tumulto, pero las balas interrumpieron su carrera.
A Jorge Eliécer Castro, que estaba armado, le descargaron dos proveedores de pistola y murió en plena plaza cuando apenas comenzaba la carrera. Isaías González logró tomar la calle Alfonso López y alejarse una cuadra cuando lo alcanzó un tiro que no fue mortal inmediatamente. Cuando los verdugos se alejaron, el muchacho se levantó y deshizo el camino de su fuga. Adolorido y temeroso llegó de nuevo a la plaza. A quienes lo vieron aparecer en medio de la oscuridad todavía los sobresalta el recuerdo del muchacho tambaleante, ensangrentado y moribundo que pedía ayuda a una multitud que no se atrevía a socorrerlo. Los comandos armados salieron en busca de tres comerciantes: Claudiano González, Daniel Restrepo y Fanny Arboleda.
Fanny Arboleda, una eficiente negociante de Caicedo, fue reconocida entre la multitud. A empujones la sacaron del marco de la plaza y la tiraron contra un muro. La iban a matar, como a otros, por responder a las extorsiones de la guerrilla. Su juicio duró apenas unos segundos y cuando uno de los hombres se disponía a dispararle, un joven aguerrido se interpuso entre victimario y víctima. A pesar de la agresividad de su aparición, de su boca no salieron insultos sino súplicas. Edwin Mariaca pedía que le perdonaran la vida a su madre con tal turbación que los paramilitares decidieron cambiarle la sentencia de muerte por la de destierro. Para salvar su vida, en menos de doce horas la mujer debía abandonar, con todos los suyos, el pueblo.
Al hotel El Único, desde donde alguna vez habían combatido los hombres de las FARC a la Policía, se desplazaron cuatro paramilitares en busca de Daniel Restrepo. Lo encontraron en el primer piso entretenido intentado reparar una puerta. A la mujer que abrió la puerta le ordenaron llamar a Daniel, pero él respondió que no saldría. «Yo sé que vienen a matarme —cuentan en el pueblo que afirmó—, yo no voy a ninguna parte. Si van a matarme, háganlo aquí». Dos de los hombres subieron las escaleras forradas en baldosas brillantes, se acercaron al hombre pequeño y de manos gruesas que había levantado fortuna en un pueblo ajeno y le dispararon. Todavía hoy, a los visitantes del hotel les muestran las huellas que las balas dejaron en la puerta y la habitación donde murió.
Mientras Claudiano González descansaba en su cama, dos de sus hijos y su esposa conversaban en el comedor. Coloreaban la última página de un álbum que la niña de quince años debía presentar a la mañana siguiente en la escuela de Urrao donde se preparaba para ser maestra, del mismo modo que lo habían hecho su madre y sus tías. Ana María Ríos, amiga de la familia, supo que a los González les pareció escuchar un escándalo en la plaza, pero se tranquilizaron porque no siguieron gritos ni lamentos.
Unos minutos después algunos toques fuertes, que no significaban urgencia, interrumpieron la concentración de las mujeres en la pintura y del hombre en la televisión. Fabiola Montoya, la esposa, dejó los colores sobre la mesa y bajó las escalas para ver quién llamaba. Uno de los muchachos la acompañó. Abrieron la puerta y frente a ellos vieron a un grupo de hombres desconocidos que preguntaban por Claudiano González.
Ante la voz segura e imperativa de quien parecía el jefe, Fabiola Montoya respondió con amabilidad y regresó al segundo piso a buscar a su esposo. Entró a la habitación, lo despertó, como siempre, con su dulce: «Claudio, Claudio, te buscan». Claudiano se puso de pie rápidamente y se apresuró a salir. Se despidió de su esposa con un beso y lamentó dejar la cama cuando estaba a punto de dormir.
Claudiano González cerró la puerta de la casa y bajó por la calle que lleva a la plaza abrigado con su ruana de lana. Atravesó el parque de extremo a extremo escoltado por los hombres que lo buscaron. Seguido por la mirada atónita de medio pueblo, se dejó caer en la banca de cemento que le señalaron y ahí, delante de aquellos que lo respetaron y lo quisieron, escuchó su juicio y vio cómo le apuntaban con un fusil a su cabeza. El tirador no le dio tiempo ni de hablar ni de defenderse. Con una serenidad pasmosa, apretó el gatillo.
Como los González no lograron concentrarse de nuevo en sus labores, subieron a la terraza del tercer piso para tratar de ver qué pasaba en la plaza. La oscuridad, los árboles y los muros de algunas casas les impedían ver. Como escuchaban murmullos, suspiros y carreras supieron que algo extraño ocurría, pero solo descifraron la razón de su zozobra cuando otro de los hijos, que sobrevivió a la escena de la plaza, llegó agitado en busca de su papá. No esperó a que su madre balbuceante terminara de responderle para gritar a todo pulmón que acababan de matarlo.
Fabiola, la niña y los tres muchachos salieron en carrera calle abajo. A la esposa, algunas mujeres lograron detenerla en el camino. Los hijos se abrieron paso entre la multitud y se arrojaron sobre el cuerpo, aún tibio, del papá. Esa escena todavía es un recuerdo desgarrador en Caicedo. Sobre una banca de cemento, que tantas veces fue asiento de intensos conversadores de domingo, yacía el cuerpo de un hombre menudo, moreno y de enormes pestañas que hizo el bien a cuantos pudo; y sobre él, gemían cuatro adolescentes a quienes acababan de arrebatarles el origen de su orgullo, de su seguridad.
La niña acariciaba el cuerpo de su padre muerto cubierto con la ruana que minutos antes lo protegía del frío y sollozaba con un llanto ahogado en la garganta. A veces, antes de que las lágrimas aparecieran, sacudía a su papá con la esperanza de resucitarlo, como él le contó que había zarandeado a su abuela cuando se le murió en los brazos siendo apenas un niño.
Cuando a las diez y media los hombres encapuchados abandonaron a Caicedo, monseñor Libardo López salió de la casa cural acompañado por un seminarista y el alcalde. Recorrió de nuevo esas calles de dolor y aplicó los santos óleos a cada uno de los cuatro muertos: a Claudiano en su banca de fusilado; a Daniel en la habitación de su hotel; a Jorge Eliécer en la plaza y a Isaías, que agonizaba a bocanadas de sangre, mientras esperaba que la ambulancia lo recogiera de su lecho de cemento.
En la madrugada, recuerda Luz Marina Ruiz, «en este pueblo no había alguien que no llorara» y nadie que no mirara horrorizado los letreros dejados por los asesinos identificándose como un grupo de autodefensas campesinas: «Muerte a los sapos de la guerrilla: ACCU».
Las lágrimas de los días siguientes no alcanzaron para borrar los rastros de sangre pegados del pavimento ni la tristeza que se sentía en la casa de Claudiano González. Los rezos por el difunto se prolongaron nueve días, durante los cuales los hijos pudieron explicar algunos misterios que rodearon la vida familiar. Ana María Ríos, a la mesa en un moderno restaurante de Medellín, cuenta que durante muchos años los González recibieron inquietantes llamadas a las que Fabiola y Claudiano restaban importancia, pero que generaban inesperados viajes: «Yo siempre supe de esas llamadas, de esos viajes tan raros que ellos nunca explicaban. Doña Fabiola decía que eran cosas de don Claudiano y con eso se cancelaba el tema».
En los meses anteriores al asesinato, las llamadas se volvieron tan frecuentes que ellos, acostumbrados como estaban a las extorsiones de los guerrilleros, se angustiaron. Algunos allegados a la familia se enteraron del nerviosismo de ambos porque en la Semana Santa anterior se mostraron extrañamente reservados con la mayoría de sus vecinos y conversadores con algunos visitantes. Dijeron que las llamadas los iban a enloquecer: en unas les exigían el pago de la vacuna y en otras los acusaban de colaboradores y les prohibían con severidad responder a las exigencias de la guerrilla.
Las conversaciones espontáneas que se tejían después de cada rezo fueron suficientes para que los hijos de Claudiano reconocieran el fardo que cargó su padre sin quejarse siquiera y la dimensión de la tristeza que ya secaba el cuerpo de su madre. Dos, tres días fueron suficientes para que en el rostro de Fabiola aparecieran los estragos de la viudez. Cuando el novenario terminó, los varones intentaron continuar sus estudios universitarios y asumir el manejo de los negocios; la niña regresó a la escuela Normal a pesar del dolor que le producía dejar a su madre; y Fabiola, la mujer que amó a Claudiano desde cuando lo vio en un retrato, decidió dejarse morir.
Desde el 20 de abril de 1996, día del asesinato de Claudiano, Fabiola dejó de comer, de dormir, de reír, y declaró que prefería morir a seguir soportando ese dolor en el alma. Mientras que sus hijos trataron de retomar las rutinas escolares, Fabiola se internó en el mundo de los recuerdos, de las nostalgias, de las culpas. Recuerdos de cuando reconoció a Claudiano como el bello muchacho que un vendedor de baratijas le mostró en un retrato; nostalgia del viaje familiar a Guasabra con el propósito de recuperar los pasos infantiles de Claudiano; culpa por entregarlo a los asesinos.
«Si yo lo hubiera negado —le decía Fabiola a una de sus hermanas— no estaría muerto». Y a esa frase ensartaba situaciones imaginarias que quizá le hubiesen salvado la vida: esconderlo, obligarlo a huir por los solares, hacerlo en la finca o en Medellín, entregarse a cambio de él. «¿Por qué no hice nada para salvarlo?», se quejaba, se golpeaba, se castigaba, se dolía. A ese paso dejó de pensar en presente y olvidó que el futuro era un tiempo posible de vivir.
Después de unas semanas en Medellín donde médicos y psiquiatras trataron de recuperarla de la depresión severa que la atrapó, Fabiola regresó a Caicedo presionada por los deberes escolares. A sus alumnos de la escuela pública les enseñó canciones de amor para que cantaran mañana y tarde. Los cuadernos tomaron la apariencia de los viejos cancioneros que llenaban las jovencitas enamoradas. Con el cantante José Luis Perales, cuarenta niños de primero elemental aprendieron el significado de algunas palabras y durante semanas arrullaron a la maestra adolorida, vestida de negro, que día tras día esperó sus canciones.
Los niños, los últimos a los que Fabiola Montoya enseñó a leer en Caicedo, asumieron como propio el duelo de su maestra. Todos los días la esperaron en el portón de su casa; la acompañaron a la escuela sin pasar por la plaza del pueblo, pues ella no volvió a pisar ese lugar; esperaron a que se sentara en su sillita de madera y le cantaron hasta que ella terminara de llorar y les dijera que era hora de regresar.
Una vez en la casa, después de que cada jornada le consumía algo de sus escasas fuerzas, Fabiola contemplaba, desolada, a la Virgen. Aunque las únicas palabras que salían de su boca eran: «¡Mi Claudio!», su gesto expresaba un lamento. Egidia Montoya, filósofa, profesora universitaria y hermana menor de Fabiola, se atreve a poner letras a ese rostro: «Ella le reclamaba a Dios por el abandono, por el sufrimiento, por la muerte del hombre que amó, por la desgracia de sus hijos, por su viudez. Ella no comprendía por qué… dejó de ir a la iglesia, no ponía un pie en el atrio. Su turbación y su incertidumbre eran enormes».
El día de su muerte, Fabiola despertó alegre. Sus padres, su hermana y sus hijos creyeron en el poder curativo del paseo del día anterior a la finca familiar de la Anocozca, la veredita donde habían nacido sus padres, sus abuelos, ella y sus hermanos y donde seguían naciendo sus sobrinos. Tomó la iniciativa del desayuno y a cada uno le sirvió de acuerdo con sus caprichos. Aseó la casa, conversó y por primera vez en tres meses sonrió. Se negó a ir a misa con cualquier pretexto. Mientras los demás rezaban, preparó la comida y cocinó una bebida de hierbas aromáticas que a todos les devolvió la fe en la recuperación de la hermana mayor, de la mamá, de la experta cocinera.
Después de los besos y los abrazos que la familia acostumbraba intercambiar antes de ir a dormir, Fabiola decidió cambiar de habitación. Durante tres meses había regresado al rincón de Aurora, su mamá, para que le diera calor, seguridad y cariño. Esa noche se acostó con su hija para ser ella quien le diera por última vez amor. En pocos minutos la familia dormía. La abuela y la tía en un cuarto, Fabiola y la niña en otro, los muchachos en el del extremo y el abuelo en su favorito, uno de los dos del tercer piso que le encantaba porque dejaba ver directamente la luna llena que coronaba el cielo.
A las tres de la mañana del lunes 14 de julio, la niña despertó. Como no vio a su madre en la cama saltó hasta el cuarto donde la tía y la abuela dormían. Las mujeres inspeccionaron la casa en busca de Fabiola. Egidia revive esos minutos: «Nos fuimos las tres… buscamos en el balcón, en las escalas, en la cocina, en los rincones del segundo piso y no la encontramos». Decidieron subir a la terraza donde esperaban encontrarla recibiendo el viento frío del amanecer. Por la puerta entreabierta contemplaron al abuelo de ochenta y ocho años dormido en su cama. Ya pensaban buscarla en la calle cuando el grito desgarrador de la niña les anunció la tragedia. En el segundo cuarto de la terraza, destinado a oficios domésticos como plan-char la ropa, colgaba el cuerpo delgado y lívido de Fabiola.
Egidia, agitada, exaltada, fuera de sí, se subió en la misma silla escogida por Fabiola y la cargó para evitar que la cuerda le hiciera más daño. Cuando la tocó la sintió caliente y al mirarla le vio resbalar una lagrimita por el pómulo. Gritó con tal fuerza que los muchachos la escucharon desde el cuarto. Uno de ellos cortó la cuerda con un cuchillo y ayudó a Egidia a ponerla sobre una cama. El abuelo le dio aire por la boca y Egidia le hizo masajes en el pecho porque creyó que respiraba. Solo dejó de resucitarla cuando el médico aseguró que llevaba por lo menos media hora sin respirar y cuando el cura apareció para consolarlos.
Don Francisco Montoya, el abuelo, el hombre que cuenta la historia de Caicedo sin obviar detalle, se dejó caer sobre la cama. Lloró como un niño y gimió como un padre. «Mi muchacha», se lamentaba. Esas y una cadena de avemarías fueron las únicas palabras que el viejo logró sacarle a su aflicción. Al lado de Aurora, su esposa, rezó y rezó mientras que el ajetreo, la locura y después la desolación se apoderaron de la casa.
Los vecinos, que escucharon los gritos esa madrugada, colmaron la casa. Se encargaron de los muchachos, a quienes la falta de oxígeno les produjo desmayos, el dolor por la mamá muerta les provocó deseos de morirse en ese instante, y el desquicio de la orfandad los impulsó a quebrar los cristales y a intentar cortarse las venas. Las maestras, las amigas del alma de Fabiola, se ocuparon de los abuelos que necesitaban sosiego para continuar sus oraciones, y una de ellas, Teresita, se dio a la tarea de vestir a Fabiola que ya empezaba a enfriarse.
Mientras el pueblo visitaba la casa de los González, otra vez adoloridos, los muchachos subieron a la terraza en busca de soledad. Hablaron de los sueños de las últimas noches: en ellos Claudiano regresaba a la casa, de noche, y le pedía a Fabiola que lo acompañara. Ella sonreía y le tendía la mano. Él la tomaba delicadamente de sus dedos y sin esfuerzo la levantaba del piso. Ella, desprovista del peso de su cuerpo, ascendía asida a la mano de su esposo sin mirar atrás. De esos sueños reconfortantes hablaban cuando vieron que en el firmamento dos luces muy brillantes se fundieron en una. Por eso escribieron en la tumba de su madre: «Los que enseñan a otros a ser buenos, brillarán en el cielo como estrellas por toda la eternidad». «Yo creo que me voy a ir —les escribió ella en una nota de despedida que no alcanzó a terminar—, yo creo que me voy a ir… si la gente pregunta por qué, digan que estaba enferma del corazón y que me dolía el alma».
A punto de llegar al atrio, el viacrucis revive la última caída de Jesús.
Al suelo derribado
tercera vez el fuerte,
nos alza de la muerte
a la inmortal salud.
Mortales, ¿qué otro exceso
pedimos de clemencia?
No más indiferencia,
no más ingratitud.
Mientras que los cantos se extinguen, los peregrinos de Caicedo, sedientos y sudorosos, van hacia el templo en ruinas, la gran cicatriz de sus heridas.
La tarde del 16 de octubre de 1997 se despidió con vientos fríos. A las siete de la noche algunos transeúntes cruzaban veloces el parque en busca de refugio pues el viento del invierno les helaba los huesos y porque, además, desde el primero de agosto, día de la inauguración de un nuevo comando de la Policía, corría la voz de que la guerrilla atacaría antes de Navidad. Los pueblos acostumbrados a vivir bajo amenaza aprenden a dormir temprano y a reconocer el peligro en simples señales: durante el atardecer los perros ladraron con una persistencia inusual y siguieron haciéndolo mientras las familias veían las telenovelas de las ocho.
Las risas de los asistentes a la tienda de Orfalina Montoya, ubicada en el sótano del atrio parroquial, ahogaron los ladridos de los perros, y por eso la fiesta no se interrumpió por los malos agüeros. Desde el mostrador, Orfalina despachaba aguardientes dobles con la misma destreza con la que durante el día vendía libras de arroz, cajas de Triguisar, cubos de caldo de gallina, bombones o cuadros de jabón. Nueve personas, entre ellas el alcalde, un concejal y dos menores de edad, se trenzaban en una de esas jocosas conversaciones necesarias para soportar las nochecitas frías, rutinarias y monótonas de los pueblos trepados en la montaña.
No alcanzaron los relojes a marcar las ocho y media cuando comenzó el tiroteo. Orfalina, recostada en el mostrador de su arruinada tienda, habla así de ese momento: «Ya me van a hacer recordar. Esa fue una noche muy negra, es que eso es inexplicable, eso es tan maluco contarlo, eso fue una noche muy negra para todo Caicedo, no para uno, sino para todo el pueblo, nadie pensó que amanecía vivo. Eso comenzó por ahí a las ocho y media de la noche, estábamos aquí, estaba el alcalde, un concejal, el señor Rodríguez, la borracha, una menor de edad, un niño de ocho años, dos hombres que me ayudan en la tienda y yo. Éramos nueve en total. Eso no tiene ni comienzo ni fin. Estábamos departiendo lo más de bueno cuando sonaron los primeros tiros, todo el mundo cerró las rejas, eso fue como a las ocho y media de la noche más o menos, ya ni modo de salir, se sentían las balas. Por ahí como a las diez de la noche comenzaron las bombas. Eso fue tremendo, esto como que se levantaba y volvía y caía; pasaba una bomba y nosotros decíamos, esperemos la otra explosión a ver si podemos arrancar...».
A media cuadra de la tienda de Orfalina, don Francisco Montoya dormía en la misma habitación desde donde se puede ver la luna cuando está llena, un pequeño cuarto que él mismo construyó en el tercer piso de su casa para tener dónde pasar las noches cuando venía de la Anocozca. Todavía rumiaba los últimos padrenuestros cuando el ruido de los disparos lo sacó del entresueño. Mientras recibe el sol en el atrio de la devastada iglesia de Caicedo recuerda qué se veía en el pueblo cuando despertó: «Escuché la primera explosión. Me levanté en calzoncillos y bajé al segundo piso. Los niños de la inquilina —yo tenía el resto de la casa alquilada—, se me pegaban de las piernas. Por la ventana vi que en la plaza había una batalla, que estaba llena de guerrilleros. Entonces me escondí con los niños en la parte de atrás de la casa».
Ligia Mariaca escuchó los primeros tiros desde su casa. Acostumbrada ya a las tomas guerrilleras y prevenida como estaba por los rumores no dudó en decir a sus hijas: «Muchachas, la tercera toma». Mientras fabrica «la plancha», la moda en cortes de pelo para adolescentes, en la cabeza de su sobrino de doce años, recuerda el comienzo: «Eso fue terrible, eso empezó más o menos a las ocho y veinticinco minutos, eso empezó a sonar bala por todos los lados, cargas dinamiteras que sonaban por todas partes, ya nosotros estamos un poquito acostumbrados al sonido de las balas, nos parece horrible. Una toma más y ¿qué vamos a hacer? Tocaba esperar toda la noche a que rumbara la bala, a que rumbara todo. Y pasar la noche pidiéndole a Dios que nos protegiera de una granada».
Si la plaza estaba ya tomada por los guerrilleros era porque los cuatro puntos cardinales de la población estaban cubiertos. El frente 34 de las FARC controlaba todos los accesos a la población desde la tarde anterior, cuando los perros empezaron a ladrar porque sentían los pasos y los movimientos de la tropa entre los cafetales que rodean a Caicedo. Al sur, en una casa en construcción, la familia Álvarez Bravo discutía porque los niños insistían en sacarle piques a la bicicleta pese a las repetidas y perentorias órdenes de los padres de acostarse. Wilson, de siete años, encaramado en uno de los ya inservibles tubos del acueducto, narra el comienzo de la toma: «Ellos llegaron y por ese cafetal para arriba se subieron, y derecho de aquel palo de guamo. Por ahí a las siete u ocho empezó el tiroteo. Cuando el primer tiro, nosotros llegamos y nos encerramos en una pieza. Allá al frente de un palo que hay alto de aquellos, pasó una bala y la pegó contra ese palo».
Alicia Moreno Cano no concilió el sueño porque ella sí sabía interpretar la inquietud de los animales. Los hijos de Maravilla raspaban la puerta del rancho donde Alicia se protegía de los vientos fríos. En el nororiente de la población, en cercanías al cementerio, todo era oscuridad y silencio. Contemplando el parque de Caicedo desde el balcón de la casa cural reconstruye los minutos iniciales de la toma: «¡Avemaría! hasta una espiga voló a la mierda, pasó por encima de esa casa, yo sentí cuando fiiiii pasó por encima. Y yo dije: “Yo estoy muy cansada porque he estado trabajando. Ah, yo no me voy a levantar”. Y no me levanté. Y esa gente se alborotó: “Que ay por Dios, que no sé qué, que Avemaría, que qué miedo”, y se entraron para la cocina, al ladito mío. Y yo no me levanté, yo estaba acostada, no me moví para ninguna parte».
El ataque de la columna guerrillera estaba dirigido al comando de la Policía construido con ciento sesenta millones de pesos al lado de la iglesia, donde antes quedaba la casa de la familia Mariaca. Dentro del edificio, orgullo de los ingenieros que se esmeraron en levantar una construcción de cien metros cuadrados resistente a la guerra, cuatro patrulleros, trece agentes y un subcomisario, todos con reentrenamiento en contraguerrilla, tomaron posiciones de defensa, apagaron la luz de la estación y establecieron comunicación directa con la sede de la Policía Antioquia donde el comandante seguía paso a paso la operación.
La tienda de Orfalina, por estar ubicada en la plaza de Caicedo, en el sótano de la iglesia y, prácticamente, por debajo de la acera del comando de la Policía, estaba en medio del fuego. Los contertulios convirtieron los rincones del pequeño local en sus propias trincheras de protección. El alcalde, temiendo que los guerrilleros lo secuestraran, se escondió en el baño ubicado en la parte trasera del local. Y aunque los demás quedaban directamente expuestos a las balas si los atacantes decidían derribar la puerta, estuvieron de acuerdo en que el alcalde debía cubrirse. El poyo, una simple mesa de cemento donde se incrusta el lavaplatos y se dispone la vajilla, sirvió de defensa al concejal y a los hombres temblorosos, pálidos y alicorados. Orfalina y los niños buscaron protección en el rincón que forma la estantería llena de cervezas con el mostrador que sirve también de refrigerador para quesitos, salchichones y gaseosas. Ya estaba Orfalina acomodada en su escondite cuando escuchó unos gritos: «Eso fue muy horrible, toda la santa noche bombas, gritos, lamentos. Allá, al frente, vivía una señora con una niña y uno oía que lloraban y gritaban que las sacaran de ahí, pero por dónde. Uno no podía salir en medio de las balas».
En la casa de los Álvarez Bravo no hubo silencio. Los lamentos de los niños acentuaron el temor de la madre y el padre aseguraba que por esos chillidos los guerrilleros podrían encontrarlos y hacerles daño. La orden de silencio absoluto no pudo ser acatada porque los niños eran incapaces de controlar sus nervios y sollozaban y gemían sin consuelo. Wilson recuerda que la casa, por estar ubicada en la parte trasera del comando y al pie del cafetal por donde un grupo de guerrilleros pasó, fue el blanco de incontables balas. «Cuando las balas estaban rompiendo las tejas de la sala todos nos tiramos para la pieza de atrás, pero Elizabeth no alcanzó a correr. Entonces mi papá se arrastró por el suelo para cogerla porque ya las balas estaban rompiendo los muros».
Alicia Moreno Cano, entregada a la voluntad de Dios y de la Virgen, permaneció hasta la madrugada tendida sobre la estera que le servía de cama. No durmió porque el alboroto de los perros y los gritos histéricos de las muchachas de la casa no le permitían relajarse. Tenía miedo, pero estaba segura de que nada, ni siquiera la guerra, ocurría sin la voluntad del Señor. Así que mientras rezaba una cadena de avemarías, con esa voz desgastada de quien ha fumado durante más de cincuenta años, lanzaba unos cuantos insultos: «“¡Dejen que caiga el tierrero!”. Y esa gente, mejor dicho, se metía en una sola cama, brincaban por allá a la cocina y me llamaban, y yo: “¡Acuéstense; dejen esa bobada, dejen esa joda, hombre, que parecen chiquitos!”».
Aunque los agentes procuraban defenderse atrincherados en un edificio indestructible, la fuerza del ataque los hizo cambiar en varias ocasiones de posición. Al comienzo, los policías dispararon contra los hombres que los sofocaban desde la plaza, pero pronto fue evidente que la rudeza del ataque se concentraba en la parte trasera colindante con un cafetal, muy cerca del patio donde los policías acostumbraban tender la ropa recién lavada.
Divididos en dos grupos, los agentes atendían los dos frentes, mientras que uno de ellos trepó como un gato a la torre de la iglesia y desde allí intentó, en solitario, menguar la fuerza de los trescientos hombres que los atacaban. Como un gladiador, parapetado en el campanario del templo, atacó a los guerrilleros que sembraban cargas explosivas en el cafetal posterior al templo, a los que desde los árboles de la plaza lanzaban granadas con el propósito de vencer la estructura del edificio y a los que recorrían el pueblo en busca de las esposas de los policías para secuestrarlas y usarlas como carnada.
Solo a las diez y cuarenta y cinco minutos de la noche, dos horas y cuarto después de iniciado el ataque, los mandos de la Policía Antioquia dieron la orden de enviar hombres por tierra para reforzar a los dieciséis agentes que, exhaustos, mantenían todavía el control del puesto de la Policía. Un convoy y dos tanquetas blindadas tomaron el camino solitario que lleva de Santa Fe de Antioquia a Caicedo.
En el comando de la Policía, los agentes empezaron a comprobar las fallas en la construcción del que hasta esa noche fue considerado como el mejor construido y dotado en Antioquia para la guerra. La carencia de mallas antigranadas permitía que estas, al alcanzar una altura moderada, cayeran directamente sobre el techo sin obstáculo alguno. Sin muros de contención, las ondas expansivas de las cargas golpeaban directamente el interior del comando. A falta de zanjas de arrastre, los agentes se trasladaban dentro del comando caminando y ello los convertía en blanco de quienes disparaban desde sitios estratégicos. El exceso de confianza en la inmunidad del edificio se convirtió en desánimo cuando los agentes comprobaron que era vulnerable. Además, la carencia de túneles de evacuación impedía la salida de los heridos y hacía poco probable escapar en caso de que el combate fuera insostenible.
En la tienda de Orfalina la situación era dramática. Algunos hombres lloraban, los niños gritaban y Orfalina rezaba en voz baja. Después de cada explosión venía otro sartal de súplicas y arrepentimientos porque estaba convencida de que había llegado la hora de la muerte: «Eso fue muy horrible, yo creo que si la gente es considerada sabe que los que más sufrimos fuimos nosotros que estábamos en medio de los dos fuegos porque los que estaban combatiendo estaban en su combate, pero nosotros estábamos a merced de lo que hicieran con nosotros».
Un poco después de la una de la mañana, animada porque escuchó la voz de algunos guerrilleros muy cerca a la puerta de su tienda, Orfalina salió de su escondite. Logró que los niños se quedaran en el rincón de las cervezas a salvo de las balas y se arrastró por el piso sembrado de fragmentos de vidrio. Los brazos gruesos, de campesina fuerte, le sirvieron de palanca para desplazar su cuerpo silenciosamente. Cuando alguno de sus contertulios quiso impedir que pasara hacia el salón, le respondió con un insulto. Su traje, mojado en los mares de cerveza derramada en el piso y estropeado por los trozos de cristal, quedó convertido en jirones. Con el último aliento logró llegar hasta la puerta y gritar: «¡Déjennos salir, aquí hay niños, somos nueve civiles!», y se desplomó. Nadie respondió a sus súplicas. Solo minutos más tarde algunas palabras rompieron la monotonía de las balas, pero no eran mensajeras de esperanza: «Uno oía era lamentos de las personas, de los civiles: ¡no disparen más... hay niños... no nos eliminen... no acaben con Caicedo! Uno sentía las voces de señoras, de señores que gritaban, pero no más. Sinceramente es como uno morirse y volver a nacer».
Los agujeros que las balas labraron en las paredes y el techo de la casa de la familia Álvarez dejaron el combate al descubierto. Después de que una granada explotó a pocos metros del muro trasero, el padre decidió evacuar la habitación donde se refugiaban. Una breve inspección de las paredes le indicó que otra granada los enterraría debajo de su propia casa y por ello comenzó a idear cómo salir de allí. Subido en una cama y ayudado por una vara, golpeó insistentemente el techo hasta derribar algunas tejas. Sacó la cabeza por el orificio, descargó su cuerpo en el muro medianero, corrió las tejas de la casa vecina, y procedió a pasar a cada uno de sus hijos protegiéndolos entre sus brazos. Wilson recuerda esas horas terribles del amanecer: «Entonces nos pasamos para la otra casa porque a la casa de nosotros le fue muy mal, eso le entraron muchas balas. Entonces nos quedamos en la otra casa. De allá vimos a un señor que subió de por allá abajo, entonces subió a dar una razón y cuando vio la gente armada así de frente arrancó de para abajo. Y allí, junto al kínder, se metió en una casa, los guerrilleros le dijeron que se metiera ahí, él se metió ahí y ya no pudo volver a salir».
Para los Álvarez Bravo los momentos más angustiosos de la noche terminaron con la evacuación de su casa. La familia vecina se encargó de improvisar camas para los niños y de preparar café caliente para los adultos. El piso de cemento sirvió de asiento a los más viejos y las roñosas tapias de respaldo para las cansadas espaldas. Las sombras proyectadas contra los muros por la luz de una veladora dedicada a la Virgen del Carmen distrajeron a los niños por algunos minutos; y el delicado almíbar que deja en el paladar el café hervido en agua de panela acompañó a los adultos hasta después de la medianoche cuando los disparos se hicieron más esporádicos.
Mientras las familias de las afueras de la población creían que la toma estaba a punto de terminar, las que sentían las explosiones de las granadas como en su propia piel sabían que no había un vencedor. Algunas personas, escondidas debajo de las camas de las casas principales, reconocieron la voz de un agente alertando a sus compañeros sobre la necesidad de resistir unos minutos más, pues los refuerzos estaban próximos a llegar por aire y tierra. Durante aquel silencio de fusiles, Orfalina, de regreso en su trinchera de cajas de cerveza, escuchó los pasos y las voces de los guerrilleros. Caminaban alrededor de su tienda, lo que quería decir que estaban en el atrio; y pedían, a gritos, que los policías se rindieran. «Por ahí a la una de la mañana escuché que le gritaban a la policía que se entregara: “Entréguense, hijueyonosequé, entréguense que no les hacemos nada”».
Después de un largo silencio, en el que no se oyeron disparos, ni voces, ni pasos, una explosión ensordecedora sacudió a todo Caicedo. Una luz amarilla, intensa, iluminó la plaza y una fuerza desconocida dejó al descubierto a los agentes que se defendían desde el interior del puesto de policía. Todavía no pasaba el resplandor cuando el subcomisario Luis Ramos, encargado de la Estación de Policía de Caicedo, levantó la mirada y vio a varios santas y santos disparados hacía el cielo.
Orfalina se creyó enterrada en vida. La explosión tiró sobre su tienda una avalancha de tierra y palos suficiente para cubrirla como a una tumba. La onda arrancó de tajo las rejas y rasgó las puertas. Ligia Mariaca, que presentía concluida la toma, caminaba con alivio hacia la cocina de su casa cuando la combinación de ruido, fuerza y luz la tiró contra una pared y luego contra el piso. Tendida, bocabajo, la peluquera logró arrastrarse hasta un rincón del comedor y allí permaneció sollozando, vencida por el miedo. Impulsados por el pánico, los Álvarez Bravo y sus vecinos se tiraron unos contra otros cuando comprobaron que la explosión les había quitado medio techo. Alicia Moreno, convencida de que un ruido tan potente solo podría ser autorizado por Dios y la Virgen, salió a la acera de su casa, encendió un cigarrillo y se dispuso a ver pasar a los ángeles arreando a las ánimas benditas del purgatorio que debían estar de fiesta. Después del sacudón, don Francisco Montoya regresó a la trinchera que la familia inquilina había improvisado en la cocina y calculó que solo una arroba de dinamita podía zarandear así a Caicedo.
El subcomisario Luis Ramos no comprendía aún lo que acababa de ver cuando una arremetida de cartuchos y granadas lanzadas por un costado le hizo saber que el templo, su gran barricada, era ahora su gran debilidad. Los guerrilleros ocuparon el muro medianero entre el comando de policía y el templo parroquial, y desde allí bombardeaban, sin pausa, la ya averiada casa donde se refugiaban los agentes. Días después, el subcomisario Ramos escribió así su versión oficial sobre este instante: «El ataque fue realizado por el frente 34 de las FARC, reforzado por otros dos frentes que hasta ahora desconozco, quienes al constatar la resistencia tenida por los agentes integrantes de la estación de policía y ver que la estructura de la iglesia impedía que el comando fuera objeto de blanco, optaron por iniciar un intento de ataque a la iglesia del pueblo, lanzando granadas de fusil y de mano. Así mismo, colocando cargas de dinamita que hicieron ceder la estructura del templo».
Prácticamente vencidos, los agentes disparaban con menos frecuencia para economizar munición. Seguros de que los refuerzos estaban a la vuelta de la esquina buscaban protegerse dentro de las ruinas para no entregarse. A esa misma hora, las tres de la mañana, las dos tanquetas que se trasladaban por tierra intentaban recorrer doce kilómetros sembrados de explosivos. Los campesinos de la vereda El Plan escucharon espantados las doce descargas de metralleta que siguieron a las doce detonaciones de dinamita que intentaban impedir la llegada de refuerzos a la plaza de Caicedo.
Una hora más soportó Orfalina su condición de muerta en vida detrás de un mostrador: «Ya al amanecer, a las cuatro y media de la mañana, yo le dije a esa gente: “¡Yo no voy a aguantarme más aquí, ustedes verán si se quedan, yo me hago morir mejor de un tiro, me voy!”. Y salí en medio de las balas. Salí con Benjamín, uno que me ayuda acá, que vive en mi casa. Nos fuimos con la niñita de la borracha. Nos fuimos. Y allá afuera un guerrillero: “Que allá hay policías”. Y nosotros: “No, allá no hay policías”. Y ellos: “Anoche vimos al alcalde con unos policías”. Y nosotros: “Allá habíamos puros civiles. Si quieren vayan, comprueben”».
El guerrillero se quedó mirándolos. Ellos atravesaron la plaza lentamente. La luz que apenas despuntaba por el oriente no les ayudaba a ver los pedazos de vidrios, los trozos de árboles y los pedazos de tejas que pisaban en su huida. Cuando alcanzaron la esquina de la plaza y doblaron empezaron a correr hasta encontrarse en la puerta de la casa donde pudieron mirarse otra vez a la cara.
El ruido de un helicóptero y los destellos de las luces de bengala que lanzaba mantuvieron en pánico a las familias hacinadas en la vieja casita de tapias. Sin saber si se trataba de un bombardeo o de ayuda para los policías, los niños gritaban histéricos: «Ángel de la guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día...».
Pese a los sobrevuelos, los guerrilleros no se dispersaban. Por el contrario, luchaban por tomar el control del puesto de policía. Adentro, el subcomisario Ramos intentaba alentar a sus hombres, pero la mayoría no podía combatir. El oficial sabía que varios estaban heridos o muertos. Por cuestiones de honor era incapaz de rendirse, pero ya estaba convencido de que solo podía luchar para que les respetaran la vida. Así describió los momentos finales: «A medida que transcurría el tiempo, el ataque se hacía más fuerte y desde distancias más cercanas... Siendo aproximadamente las seis horas y treinta se produjo la última explosión agregando que esto era el otro día y que quizá fue más fuerte porque debilitó toda la parte que aún se sostenía en pie y que daba señas de desplomarse contra el piso... Cuando se creía que todo estaba perdido, porque no había rendición por parte de ningún agente, siendo aproximadamente las siete y treinta horas, entró el párroco de Caicedo a solicitar que no hubiera más derramamiento de sangre... que la guerrilla estaba colocando más cargas en la parte que aún estaba sostenida y que protegía a quienes aún se encontraban con vida... Como comandante de la estación me negaba, pero después de insistir, el personal que se encontraba herido comenzó a salir. En ese momento se observó que todo lo que quedaba de la estación estaba cubierto por guerrilleros y que apuntaban en dirección de los agentes. A medida que el personal herido salía, le quitaban el armamento. Como comandante me negaba a salir del lugar donde me encontraba y tras comprobar que no había otra alternativa comencé a esconder el radio portátil de comunicaciones y posteriormente a hacer lo mismo con el fusil cuando me sorprendió un jefe guerrillero propinándome un golpe con una pistola en el estómago y preguntándome por el teniente».
Con la rendición de Ramos comenzó la desbandada de guerrilleros, quienes antes de retirarse hicieron sus últimas demostraciones de guerra. Don Francisco Montoya vio desde el balcón de su casa a un guerrillero disparar contra un colchón con la sevicia de quien cree que en él se esconde el último enemigo. Y el subcomisario Ramos presenció cómo un guerrillero les disparaba a las palomas que a esa hora ya reclamaban su lugar en los árboles del parque.
El rumor sobre la rendición de los agentes corrió por las calles de Caicedo. Esa mañana los pasos de los guerrilleros en retirada y sus gritos de victoria no dejaron oír la algarabía de los pájaros. Con mucho temor y un asomo de curiosidad, los rostros de los caicedeños comenzaron a aparecer en los mar-cos de las ventanas, y minutos después varias figuras lánguidas se abrieron paso entre los árboles derruidos en la plaza de la población. Los primeros que se atrevieron a salir llevaban en sus rostros las huellas de una noche de sufrimiento. Sus ojeras se acentuaron con las lágrimas que empezaron a brotarles cuando contemplaron la gran evidencia de la batalla nocturna: el campanario de la iglesia se mantenía en pie, solitario, en medio de las ruinas de un templo de más de cien años.
Los gritos de una mujer le anunciaron al pueblo que la iglesia estaba en ruinas. Como loca pasó por el frente de la casa de Orfalina diciendo: «¡Tumbaron la iglesia... tumbaron la iglesia!». Después de algunos segundos, Orfalina decidió salir: «Al otro día todavía nosotros estábamos en la casa y entonces yo le decía a mi mamá: “Vámonos para la tienda”. “¿Cuál tienda? Eso debe estar en escombros”, me decía ella. Cuando dijeron que la iglesia estaba en el suelo, yo no había visto nada cuando me salí porque estaba muy oscuro, me entró un desesperó y salí corriendo. Tierra, vidrios en el suelo, cosas caídas y... la iglesia en ruinas. Yo sentí que tenía las manos vacías. Nos había pasado lo más triste que le puede pasar a un pueblo».
La noticia del templo caído llegó rápidamente a la calle por donde Alicia Moreno Cano esperaba ver pasar a los ángeles. «Todas esas mujeres alborotadas. Yo estaba muy ocupada, estaba pilando un maíz, pero organicé y salí. En verdad, vine y todo eso desbaratado ahí. Una pared colgando, los policías muertos... Y pensé que debía ser un castigo de Dios y la Virgen también. Es que si Dios y la Virgen no quieren, no pasa nada, porque ellos son los que dan la fuerza del pensamiento, ellos son los que dan la fuerza. Entonces uno por qué va a echar culpas. Nada, es que ellos son los que dan la fuerza, el aliento, y dan esos nervios afuera para que tengan fuerza de disparar. Esas son cosas de Dios y de la Virgen, porque si ellos quieren hasta de debajo de una piedra lo sacan y le dan».
Cuando Orfalina llegó al atrio ya varias personas se abrazaban y lloraban: «Como a las seis y media, salimos de las casas cuando ya no quedaba qué hacer. Solo mirar a los agentes muertos, muy triste... un cuadro muy horrible. Es que Caicedo, sinceramente, murió esa noche. Sí, porque en un pueblo chiquito uno a todos los distingue. Ellos compraban un tinto y se iban para su puesto, los queríamos mucho, estábamos muy contentos con la policía, ya Caicedo estaba contento porque iba a comenzar de nuevo, y mire que de la noche a la mañana nos dejaron sin policía».
Ligia Mariaca recorrió la plaza con paso lento. Desde una de las esquinas opuestas a la del comando de la Policía vio la iglesia en ruinas. De rodillas, sobre el pavimento tapizado de esquirlas, lloró con las manos apretadas contra el pecho. Pensó en los Mariaca viejos que no habrían sobrevivido a ver su casa de la plaza convertida en comando de policía. Se encomendó a las ánimas benditas del purgatorio y continúo su recorrido. La casa roja de la plaza, donde Érika Piedrahíta vivía con la madre y la abuela, parecía sobreviviente de un cataclismo. Sobre el revoque de sus paredes de tierra y guadua aparecieron las escamas propias de una tapia sacudida por un terremoto. Las puertas rojas, brillantes, que siempre fueron su atractivo, perdieron todo el encanto ante la evidencia de sus destrozos. La anciana saludó a Ligia desde una de las ventanas del segundo piso, como si se despidiera a bordo de un barco a punto de zarpar.
Ligia se despidió de la mujer con el brazo en alto y siguió tambaleante. Tenía miedo de acercarse a la iglesia derrumbada, tenía miedo de presenciar lo que finalmente ocurrió ante sus ojos: «Cuando llegué estaban sacando de las ruinas de la iglesia a un agente que, según dicen, guerreó toda la noche desde la torre de la iglesia. Seguramente a las tres de la mañana, cuando cayó, lo tumbaron también a él. Quedó como un monstruo. Lo sacaron delante de mí. En esta toma eran dieciocho policías. Seis de ellos quedaron muertos, seis quedaron heridos y seis se salvaron milagrosamente, no les pasó nada, de pronto esquirlas, rasguños, algunos malheridos. En los civiles no hubo desgracias qué lamentar pero sí unos quedaron con fractura de una pierna, otros con esquirlas en la cara, la cabeza toda desangrada, pero no fue más. Y sí, muy patriotas, aguantar toda la noche ahí metidos. No los necesitaba el de arriba todavía».
Los cadáveres de los agentes reposaban uno junto al otro, y el subcomisario Ramos, sobreviviente de esa noche de horror, escribía en una libreta oficial los nombres de sus compañeros sacrificados: «Los patrulleros: Arévalo Vergara Gean Andrés, Dávila Ramos Onando y los agentes: Castrillón López Héctor, Londoño Londoño Elkin, Balcázar Narváez José Luis, Lozano Martínez Juan murieron por las heridas causadas por paredones destruidos por impactos de rockets y granadas. En la carretera, mientras se dirigían a prestar servicio de refuerzo, murieron los patrulleros: Cárdenas Luis Enrique y Piarpuezan Tipas Barney».
Después de rezar un padrenuestro por cada uno de los muertos, Orfalina Montoya se arriesgó a entrar a su tienda. «Yo le di gracias a mi Dios, yo veía todo eso totiao, esa pared de para allá. Ahí se ve: son cuatro centímetros que tiene de desvío el muro, pero las columnas están intactas. Por aquí filtra el agua, vea ahí la oscuridad. Esto no es obra del hombre, sino obra de Dios que yo esté aquí. Nosotros ya no contábamos con el negocio. Ese templo que hay ahí de pie, ese frontis, como lo llamamos, es obra de mi Dios. Donde ese frontis se caiga aquí nos terminan a todos. Cuando estaba reparando la tienda llegó el alcalde. Él era callado, qué iba a decir viendo su pueblo así».
Las mujeres de la tienda se dedicaron a ordenar y a escuchar la noticia que desde el amanecer transmitía la radio. «En toma guerrillera de Caicedo vuelan iglesia para atacar a la Policía. Desde el 1 de agosto cuando fue inaugurado el comando de policía, la guerrilla formuló amenazas de toma del municipio, distante doscientos dos kilómetros al occidente de Medellín. A las ocho y treinta del 16 de octubre fue colocada una carga de dinamita que hizo desplomar el techo del templo parroquial. Murieron seis agentes». Orfalina y su madre corrigieron algunos datos transmitidos apresuradamente por la radio y luego, en silencio, rumiaron todo su miedo mientras empacaban los escombros en cajas de aguardiente.
En esas estaban cuando un helicóptero aterrizó en la canchita de fútbol y la dejó sembrada de soldados y de policías. Wilson, quien ya a las siete de la mañana había recorrido el pueblo con sus amigos, corrió a dar cuenta de sus hallazgos. A un policía le dijo: «Cuando ya estaba amaneciendo vi pasar a un guerrillero con una ruana. Ahí en la cafetera que hay al lado de mi casa se encontró con otros, conversaron, empacaron unas cosas y se fueron por aquel palo de aguacate. Al momentito, la cosa que dejaron en el piso echó un humo negro y explotó: Bumm. Era una bomba. Entonces nosotros nos fuimos a mirar. Por el cafetal había muchos santos. El Señor Caído, el grande que sacan en las procesiones, quedó junto de mi casa. Nos pusimos a mover los escombros y encontré un coso así, redondo, y en toda la punta llevaba un cosito. Al momentico me encontré un tarrito amarillito que olía a pólvora. Empezamos a sacar todo cuando ya llegó todo el mundo: los helicópteros con los policías y los periodistas».
Cuando las cámaras de televisión comenzaron a grabar las ruinas de la iglesia y las labores de rescate de algunos santos, el padre Alberto León Mejía ya estaba en el atrio consolando a un pueblo que parecía viudo. Con las primeras luces salió de Santa Fe de Antioquia después de una madrugada de insomnio. En medio de la balacera de la noche anterior, un viejo amigo del pueblo lo advirtió sobre la toma, pero después de la medianoche la comunicación con Caicedo fue imposible. En medio de la oscuridad pensó en sus amigos escondidos debajo de las camas, repasó una a una las calles del pueblo como tratando de que no se fueran de su memoria, y recordó de uno en uno los diez años que pasó como párroco en Caicedo.
Entre 1984 y 1994 el padre Alberto dedicó todos sus días a la restauración del templo comenzada por un cura anterior. «De pronto más de la mitad del templo lo reconstruimos. Lo único que conservamos fueron las paredes laterales y aquella cúpula». Tal vez por haber acariciado cada uno de los adobes de esa iglesia, el sacerdote sintió un dolor fuerte en el pecho mientras recorrió la carretera empedrada que separa a Antioquia de Caicedo.
En el centro de las ruinas del templo el padre Alberto León Mejía habla de la tragedia: «En Antioquia me confirmaron que habían tumbado el templo, entonces encendí el Jeep y salí para acá como un loco. Me detuve en el atrio y sentí mucha nostalgia porque recordé el sacrificio de la gente campesina que me traía una puchita de café para que yo lo realizará, otro que traía cien pesitos, o sea, que yo aquí vi que el esfuerzo de mucha gente lo habían tirado por la borda».
A Balmores Tamayo las imágenes de la televisión lo dejaron sin aliento en una cafetería del centro de Medellín. Al mediodía estaba enterado de que una vez más la guerrilla había atacado el puesto de policía de Caicedo, pero convencido, como estaba, de que ese búnker era impenetrable no se sobresaltó. Por eso las imágenes del noticiero lo dejaron sin palabras hasta cuando logró, el viernes, conseguir un puesto en el bus de Rápido Ochoa. «Cuando llegué a la media mañana del viernes todavía los bombardeos se escuchaban desde la carretera. En el viaje no hablé con nadie. Cuando el bus entró nadie tenía palabras. La primera mirada fue hacia acá. Se me encharcaron los ojos. A los amigos ni siquiera los saludé porque de saber en qué situación habían pasado casi dos noches no se me ocurría qué decirles. Inmediatamente guardé el bolsito y le dije al padre: “Cuente conmigo”. Lo que más me impactó fue ver que al Santísimo no le pasó nada. Y comencé a buscar santos entre los escombros. Logré recuperar la principal que fue la del Señor Caído, pero a la del santo eccehomo, una imagen de 1,90 de estatura, la encontré en ripios».
Luz Marina Ruiz se enteró de la noticia muy temprano, pero solo la creyó cuando el noticiero de la noche mostró el templo destruido. «Yo estaba en Medellín y lo vimos en televisión. En la casa todos nos enloquecimos y todos a llorar. Como a los quince días vine y sentí que en este pueblo habían matado a mil personas. Toda la gente estaba triste. Era como si el pueblito ya no existiera. Me encerré y lloré casi toda la noche. Al otro día fui al templo y le pedí al Señor que los perdonara: “¿Qué más podía pensar, qué más podía hacer?”».
Cinco meses después de la toma guerrillera, el templo en ruinas es el punto de llegada del viacrucis. Hacia él se dirige el pueblo jadeante, con el polvo amarillo del camino pegado de los zapatos, unido por el dolor, cargando en hombros el martirizado cuerpo de Cristo. El padre Segura prolonga oraciones por encima de la décima estación. Los vistosos trajes de los doce apóstoles relumbran bajo el calcinante sol del mediodía y la voz de los cantantes se extingue en su propio cansancio.
En el templo de Caicedo no cabe un alma. El sacerdote ocupa su lugar en el altar protegido por la única cúpula en pie, de donde cuelga la amenazante lámpara de cristal balanceada por el viento. Los campesinos buscan apoyo en las inestables columnas en espera de la muerte de Jesús que, creen, traerá redención, descanso y tranquilidad para su pueblo castigado y conmovido por la guerra.
Alicia Moreno, abandonada por sus cachorros, se hinca para honrar a Jesús crucificado; Ligia se seca el sudor de los labios con un ademán imperceptible; Luz Marina cierra los párpados con fuerza inusual; Orfalina recibe de frente el viento que viene de las montañas y pasa por las grietas de un muro; Balmores se interna en la pieza rústica que sirve de hospedaje a los santos; los niños pueblerinos rellenan los nichos destinados a las imágenes sagradas; y Don Francisco Montoya, que espera las palabras del sacerdote con la devoción propia de los hombres de otro tiempo, repasa los versos que su hermano sacerdote escribió cuando la imagen del templo derrumbado le provocó una catarata de lágrimas:
Quédate, torre, ahí, cual la silueta de un gigante
perdido en los desiertos,
héroe antiguo que suena la trompeta
y, del Dios inmortal como el profeta,
grita: «De pie los muertos».
Una vez los cargueros dejan a Jesús en el calvario improvisado con cartones y musgos, los fieles abandonan lentamente el templo en ruinas. Jesús está crucificado en el madero que Balmores Tamayo levantó contra el único muro lateral en pie. Los caicedeños se despiden con la señal de la cruz, recorren pesadamente los camellones que antes fueran naves, intentan mojar las puntas de sus dedos en el agua bendita que un angelito de mármol sostiene en una concha, cruzan el atrio y se van a casa en busca de un descanso que les relaje el cuerpo y les reconforte el alma antes de regresar para conmemorar la muerte del que ahora está crucificado.
Don Francisco Montoya solo abandona el calvario cuando llegan los monaguillos encargados de prestar guardia al Señor Crucificado. Arrastra delicadamente las suelas sobre el piso empolvado, apoya sus pasos en un bastón de madera lustrado por el uso, regresa el sombrero blanco a su cabeza cuando llega al atrio, se despide de algunos conocidos y toma plaza abajo, en busca de la calle que lleva al cementerio.
Recorre su pueblo a paso lento, viéndolo a través de gruesos espejuelos: calles cementadas, perros durmiendo al sol, palomas encaramadas en los techos de zinc, gallinas picoteando granos de café, mujeres asomadas en las ventanas, niños descalzos, hombres apretándose las manos... don Francisco intenta apurar el paso pero los vecinos lo detienen, lo sacan de sus pensamientos: «Aurorita, en la Anocozca, sí, señor... Dios le pague», le responde al zapatero que sonríe, a la modista que se acerca, a la maestra que saluda.
Después de preguntar por alguien, sigue su camino con la última sonrisa pegada a sus labios como si fuera la más dulce, como si fuera la más grata. Sonríe mientras da algunos pasos y luego vuelve a sus murmullos, a sus rezos, a sus observaciones: huellas de balas en las puertas, tapias averiadas, muros marcados con letras amenazantes, soldados en la plaza, soldados en las esquinas.
El viejo desciende por la calle por donde hace rato pasó el viacrucis y se detiene frente a la puerta abierta de la escuela que sirve de alojamiento militar. Al fondo, en lo que hasta hace poco era el patio de recreo, ve a los soldados vencidos por el ardoroso sol del clima frío. En la casa de los militares no se mueve una hoja, ni se agita un alma. El silencio del Viernes Santo los ha tocado y de la algarabía de la hora de la ducha no queda sino el recuerdo del agua fresca. El soldado de guardia saluda al viejo con una reverencial inclinación de cabeza y don Francisco le sonríe una vez ha secado el sudor de su cara morena con un pañuelo blanco.
A pocos pasos, la calle desemboca en el cementerio abierto ya para los primeros peregrinos. Antes de poner un pie en el camposanto, don Francisco se quita el sombrero, baja la cabeza, masculla algunos rezos frente al ángel del silencio, se persigna y entra en ese universo de mariposas, garrapateros, cucarrones, zancudos, florecitas amarillas, esculturas mutiladas, azulejos, canarios, cruces marcadas sobre lápidas blancas y nombres, y cruces y dolorosas fechas.
Don Francisco se pasea entre los pabellones donde a esa hora se siente un vientecito frío que refresca. Se detiene ante algunas bóvedas y les habla de frente como si en realidad esperara una respuesta. Repasa los nichos de los amigos que se le adelantaron en el viaje final, recuerda las fechas de los adioses de algunos conocidos, acaricia los rostros virginales tallados en el mármol, compone los tallos marchitos que cuelgan de algunos floreros.
Al filo de las tres, cuando de nuevo se reúnen los caicedeños en su templo destechado, don Francisco busca la sombra de un árbol para descansar. Al llegar a la duodécima estación, la voz del padre Segura se torna trémula: «Jesús muere en la cruz... Adorámoste Cristo y bendecímoste». Don Francisco, desde el cementerio, acompaña las palabras del sacerdote y repite de memoria, el evangelio: «En ese momento el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo, la tierra tembló, las peñas se resquebrajaron, se abrieron las tumbas y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron. Y salidos de sus tumbas, después de la resurrección de Jesús, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos».
Es don Francisco quien se aparece frente a las tumbas de Fabiola, su hija, y Claudiano, su yerno. A él lo cuida la Virgen del Carmen; y a ella, la frase escrita por sus hijos después de que vieron el encuentro intenso y fugaz de dos estrellas en el cielo. El viejo recorre la lápida con sus dedos y recita uno de los versos que compuso su hermano sacerdote para los suicidas antes de 1950:
Ya va a asomar el sol; espera un poco
él te hablará de besos y cariño
en tu adorada casa.
Hay que estar vivo para ver su rostro
que provoca en tus nietos y en tus hijos
alegres carcajadas.
Cuando una lagrimita cae por su párpado, don Francisco decide regresar. Cree que las palabras del sacerdote sembrarán en su corazón la fortaleza para sobrevivir a su prolongado sábado de soledad y disfrutar, al fin, de un domingo de luz en su florecido y eterno lecho de la Anocozca.
MEDELLÍN, 1998-2002
* Con la ayuda de la Gobernación de Antioquia, el Comité de Cafeteros, la iglesia católica alemana y cientos de caicedeños residentes en todo el territorio colombiano, Caicedo construyó un nuevo templo en 1999.