INTRODUCCIÓN

Un cambio de clima

Prodigiosas piedras de granizo golpeaban la tierra dura. Los relámpagos convirtieron la noche en día, 73 700 de ellos en un sábado tempestuoso, según el parte del Observatorio Nacional. Y, entre las tormentas, el calor era tan intenso que el mismo cielo parecía hecho de fuego. El día en que el Tour de Francia 2019 llegó a los Alpes, ochenta de los noventa y seis departamentos de la Francia continental estaban en alerta por condiciones climatológicas extremas. Deslizamientos de tierra atraparon a un centenar de viajeros a treinta y cinco kilómetros del final de la etapa en Valloire, mientras que, en los Campos Elíseos, en París, los turistas se marchitaban bajo un calor de cuarenta y dos grados Celsius.

Fue un verano de extremos.

Sin embargo, en Saint-Jean-de-Maurienne, al inicio de la etapa diecinueve del Tour, el cielo azul les dio la bienvenida a los corredores y se cernió sobre ellos durante ochenta y cinco kilómetros. Solo en lo alto del Col de l’Iseran las sombras perdieron su nitidez. Nubes oscuras se gestaban más allá del puerto, pero, con cuarenta y cuatro kilómetros aún por recorrer, Egan Bernal tenía otras cosas en mente.

Era el ciclista más joven de la carrera. En marzo había ganado la París-Niza, y después había ocupado el tercer lugar en la Volta a Catalunya. Luego había regresado a su casa en Colombia, donde se preparó, en las montañas, para el Giro d’Italia. El sábado 4 de mayo, en Andorra, se le atravesó un rayo metafórico en la bajada del Port d’Envalira. Supo al instante que no iría a Italia.

Detrás de él iba su entrenador Xabier Artetxe.

«Cuando lo alcancé, estaba en el suelo. Me dijo: “Lo siento, Xavi. La clavícula está rota”. Ni siquiera se mencionó el Giro. Esa noche, incluso antes de que lo operaran, quería hablar sobre un programa de entrenamiento que lo llevaría al Tour en plena forma. Nuestro objetivo era llegar a la última semana lo más fuertes posible».

En el Iseran, Wout Poels, su compañero de equipo, marcó un ritmo vertiginoso y alineó al grupo de contendores en una costura cuidadosamente cosida. Atrás, las puntadas empezaban a deshacerse a medida que el grupo disminuía ciclista por ciclista. Otro compañero de equipo, Geraint Thomas, el actual campeón del Tour, estaba metido en la estela de Poels. Luego vino Egan y, detrás de él, un nudo que de alguna manera tenían que desenredar.

Julian Alaphilippe no había pasado su temporada preparándose para el esfuerzo sostenido de las grandes vueltas de tres semanas. Había pasado la primavera europea ganando etapas y carreras de un día explosivas y reñidas. Luego vino el Tour y se había llevado dos espectaculares victorias de etapa, desechando la teoría actual sobre la eficiencia energética necesaria que se considera imprescindible para triunfar en las grandes vueltas. Era tan bueno que planteaba la pregunta: ¿podría estar equivocada la sabiduría actual?

Era cierto que había dado muestras de debilidad en el Col du Galibier veinticuatro horas antes. Cruzó el puerto unos segundos por detrás de sus rivales, pero en el largo descenso a Valloire conectó de nuevo con el grupo de favoritos y, al entrar a la etapa diecinueve, todavía le llevaba a Bernal un minuto y treinta segundos en la clasificación general, con Thomas cinco segundos atrás. Thomas y Bernal lo superaban en número y tuvieron que hacer valer su ventaja sin permitir que otros se beneficiaran de su trabajo. Pero ¿cómo? Si no se lograba distanciar a Alaphilippe, y de manera decisiva, había muchas posibilidades de que ganara el Tour.

Con una pendiente de 9,3 por ciento y 43,4 kilómetros restantes en la etapa, Thomas partió en busca de una respuesta. Saltó por delante de Poels y se alejó. Egan se abrió, dejando a Alaphilippe por delante y ubicándose en su rueda. Vería cómo se desarrollaría el próximo episodio de la carrera desde allí.

El austriaco Gregor Mühlberger guio a su compañero de equipo, Emanuel Buchmann, y a los otros favoritos de vuelta a la rueda de Thomas. Luego, el holandés Steven Kruijswijk se escapó y lanzó una mirada hacia atrás que parecía invitar a una respuesta. Thomas aceleró, Mühlberger volvió a perseguirlo y luego, un poco más atrás, apareció una brecha.

Parado en pedales, moviendo laboriosamente su bicicleta de un lado a otro, Alaphilippe tenía dificultades.

Egan lo larga por la derecha, trazando una curva amplia alrededor de la descompuesta camisa amarilla, y cruzando en un instante hacia Buchmann. Mühlberg, Thomas y Kruijswijk miraron hacia atrás sucesivamente, y Bernal volvió a acelerar.

Todavía sentado, pasa a toda velocidad a Kruijswijk. Para cerrar la brecha, el holandés se levanta del sillín durante doce laboriosas vueltas de pedales. Luego él también se sienta y lanza una mirada hacia abajo disfrazando el dolor y su rendición. El esfuerzo lo ha llevado a tener una profunda falta de oxígeno. Con poco movimiento corporal, Egan se aleja. Quedaban 42,5 kilómetros de etapa y cinco hasta la cima del Iseran.

Durante los siguientes cuatro kilómetros adelantó a los mejores corredores de la fuga anterior: campeones consumados como Vincenzo Nibali, Simon Yates, Warren Barguil y su compatriota Rigoberto Urán. Algunos igualaron su ritmo por un momento. Todos eventualmente perdieron su rueda. Cruzó la cima solo, ganando así una deducción de ocho segundos. Cincuenta y ocho segundos después, Thomas, Kruijswijk y Buchmann cruzan en la estela de Laurens De Plus, el ayudante de montaña de Kruijswijk. Alaphilippe llegó al puerto dos minutos y siete segundos después de Bernal: a 48 segundos del liderato de la carrera, aunque con 15 kilómetros de descenso antes de la última subida de 7,4 kilómetros hasta la meta en Tignes. El día aún podría tener muchas sorpresas.

Sin embargo, mientras los ciclistas subían por el lado sur del Iseran, el clima empeoraba hacia el norte. En quince minutos torrenciales, nubes oscuras depositaron quince centímetros de agua helada en el recorrido de la carrera. Los quitanieves de respuesta rápida despejaron el agua de la inundación de la carretera, solo para que se acumulara más detrás de ellos. Y, peor aún, a 13,5 kilómetros de la línea de meta, más allá del túnel de Brevières, un deslizamiento de tierra había enterrado la carretera bajo medio metro de escombros. No podía haber ascenso final, ni final de etapa en Tignes. Se detuvo la etapa, se informó a los corredores, y los intervalos de tiempo en el Col d’Iseran confirmaron lo que todos sabían: Egan Bernal vestía el maillot amarillo. Dos días después, en los Campos Elíseos, se celebró la primera victoria de Colombia y de América Latina en el Tour de Francia.

Había sido el más extraño de los Tours, marcado no solo por un frente meteorológico anormal, sino por un verdadero cam-bio climático. Y Egan Bernal, con apenas veintidós años y ciento noventa y cinco días, era el ganador más joven del Tour de Francia en ciento diez años.

Con jóvenes ciclistas tan talentosos como Daniel Martínez, Sergio Higuita e Iván Sosa, sin mencionar al ecuatoriano Jhonatan Narváez, quienes también se abrieron paso en el WorldTour del ciclismo élite, y un ejército de jóvenes aspirantes detrás de ellos, parecía ser una era que podría durar mucho tiempo, una década o más. Excepto, por supuesto, que ya había empezado. Después de todo, la victoria de Egan en el Tour de Francia siguió a la victoria de Richard Carapaz en el Giro d’Italia 2019, un ecuatoriano que participó en la escena nacional colombiana antes de mudarse a Europa (de hecho, vivía tan cerca de la frontera con Colombia que la cruzaba varias veces al día durante sus entrenamientos). Y, antes que él, en las seis temporadas entre 2013 y 2018, un cuarteto de compatriotas de Egan: Nairo Quintana, Rigoberto Urán, Esteban Chaves y Miguel Ángel López, acumularon nada más y nada menos que trece podios en las grandes vueltas de tres semanas de Italia, Francia y España.

A veces se piensa que es más fácil ver el inicio de las cosas que el final, pero los comienzos los identificamos solo después de los hechos, y la victoria de Egan podía verse como la cosecha de lo que habían sembrado un buen número de predecesores. Dado que, en el 2013, cuando Nairo Quintana, de veintitrés años, se convirtió en el primer subcampeón de Colombia en el Tour, se podía decir que una victoria colombiana era inminente. Lo mismo se sintió en 1988, cuando Fabio Parra se convirtió en el primero en subir al podio. Los tres, Fabio, Nairo y Egan, provienen de la misma meseta de gran altitud al norte de Bogotá. Si los miras uno al lado del otro, podrían perdonarte por pensar que son familiares.

Pero hay otros inicios, pues fue un hijo de la ciudad natal de Egan, Zipaquirá, a unos cuarenta kilómetros al norte de la capital, quien, en 1949, leyó sobre el Tour de Francia y propuso una carrera nacional por etapas. Fue Efraín Forero Triviño, hijo de un farmacéutico y medallista de oro en la persecución por equipos en los Juegos Centroamericanos y del Caribe de 1950, quien llamó la atención del corresponsal de deportes del diario nacional El Tiempo. Su perseverancia se vio recompensada en octubre de 1950, cuando se le pidió que demostrara que podía ser posible escalar el formidable Alto de Letras de más de ochenta kilómetros. Salió acompañado por un camión del Ministerio de Obras Públicas. El camión se atascó en el barro. Forero llegó a Manizales, el pueblo en el hombro de la subida. Allí, informados de su hazaña, la gente del pueblo lo levantó por encima de sus cabezas y lo cargó alrededor de la plaza.

El director de El Tiempo, Enrique Santos Castillo (cuyo hijo, Juan Manuel Santos, como presidente de la República, ganaría en 2016 el Premio Nobel de la Paz y recibiría a Nairo Quintana y a Esteban Chaves en el palacio presidencial), estaba convencido. Pero la historia estaba en contra del proyecto, o lo habría estado en cualquier otro lugar. El país estaba profundamente dividido en dos facciones opuestas: los liberales y los conservadores. En las comunidades rurales, donde la afiliación a un partido era más una cuestión de identidad colectiva que de elección personal, las relaciones entre ellos consistían, en el mejor de los casos, en un enfrentamiento callado. En 1946, cuando un conservador asumió la presidencia, a pesar de las mayorías liberales en ambas cámaras, la lucha estalló. El asesinato en el centro de Bogotá, el 9 de abril de 1948, del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, provocó un conflicto nacional.

Los historiadores llaman a los años entre 1946 y 1958 la Violencia. Quizás ciento ochenta mil personas murieron y dos millones fueron desplazadas. Las condiciones hacían imposible una carrera ciclística nacional. Sin embargo, en una paradoja histórica que dice mucho acerca de este país de sorpresas y del lugar del ciclismo dentro de él, la primera Vuelta a Colombia se desarrolló, como estaba previsto, en enero de 1951. Al ganarla, Efraín Forero se convirtió en la primera estrella del ciclismo en el país. Zipaquirá ya era bien conocida por sus minas de sal, que la habían convertido en un importante centro económico incluso antes de la llegada de los conquistadores. De hecho, a pesar de su habilidad como trabajadores del oro, la plata y el cobre, se cree que los indígenas muyscas utilizaban la sal del pueblo como moneda. Efraín Forero asoció indeleblemente el pueblo con algo más: la destreza ciclística, manifestada en su nom de guerre: «el Indomable Zipa» (un zipa o, más propiamente, un psihipqua, era un líder muysca de un poder espiritual tan intenso que solo podía abordarse dándole la espalda: contemplarlo de frente podría dejar al imprudente suplicante ciego o algo peor). Así, el miércoles 7 de agosto de 2019, Efraín Forero, de ochenta y nueve años, se subió a la tarima de la plaza de Zipaquirá junto a Egan Bernal para celebrar su triunfo en el Tour de Francia. El ciclismo colombiano había cerrado el círculo.

Las primeras Vueltas a Colombia de Forero atrajeron a enormes multitudes. Más que solo captar la imaginación nacional, demostraron que tal imaginación podía existir. Permitieron que una nación se descubriera a sí misma y les abriera nuevos horizontes a comunidades que no veían más allá de la vista desde la cima de la montaña más cercana. En un país que más tarde se caracterizó, debido a su introversión, conservadurismo y a la mera dificultad de las comunicaciones, como «el Tíbet de América del Sur», las carreras fueron brutales: los ciclistas sufrían horribles lesiones mientras recorrían las carreteras destapadas. Parecían cargar la cruz de su patria, profundamente católica, a las montañas, como si el pago de la penitencia por los pecados de Colombia recayera sobre ellos. El ciclismo comenzó en Colombia como un asunto íntimamente nacional y sorprendentemente espiritual.

Al mismo tiempo, en Colombia el deporte ha ofrecido durante muchos años una puerta de entrada a la comunidad internacional. En 1953, Forero lideró el primer equipo de su país en la Route de France (ahora Tour de l’Avenir, una especie de mini Tour de Francia para los menores de veintitrés años). Mal preparados y mal equipados, sus compañeros de equipo y él quedaron fuera de la carrera después de solo cuatro etapas. Forero fue luego al Campeonato Mundial de 1953 en Lugano, Suiza, e integró la escapada decisiva hasta que un pinchazo inoportuno acabó con sus esperanzas.

En diciembre de 1957, los ganadores del Tour de Francia, Fausto Coppi y Hugo Koblet, quienes estaban a punto de retirarse y pensando en futuras oportunidades de negocio, realizaron una gira por América Central y del Sur. Allí conocieron al extraordinario Ramón Hoyos, ganador de cinco Vueltas a Colombia, la Vuelta a Puerto Rico de 1954 y de la prueba de ruta de los Juegos Panamericanos de 1955. Coppi trató de asegurarle la participación en la prueba de ruta del Campeonato del Mundo amateur de 1958 en Reims. Parecía haber sido diseñada para él, dijo. Pero el patrocinador de Hoyos, el fabricante sueco de bicicletas Monark, lo quería en los Seis Días de Estocolmo y lo obligó a cumplir su contrato.

El ciclismo se transformó rápidamente en un medio de proyección nacional. En 1966, el principal ciclista de ruta y pista del país, Martín Emilio Rodríguez, conocido por su apodo de infancia: «Cochise», ganó la primera Vuelta al Táchira en Venezuela. En 1967, su rival Álvaro Pachón ganó la Vuelta a México. En 1970, los colombianos ganaron otra carrera venezolana, la Vuelta a Barinas, y la Vuelta a Costa Rica. En 1972, fue la Vuelta a Guadalupe. A mediados de la década de 1970 ganaban en todo el continente americano.

Luego se cruzó otro umbral. Cochise Rodríguez casi se había retirado de las carreras en 1970 cuando rompió el récord de la hora mundial amateur. Un año después se convirtió en el campeón mundial amateur de la persecución individual. Mientras se preparaba para los Juegos Olímpicos de Múnich fue acusado de actuar como profesional en lo aficionado y excluido, por lo que se unió al equipo Bianchi en Italia, con el que logró las dos primeras victorias de etapa de Colombia en el Giro d’Italia y luego se convirtió en el primer colombiano en participar en el Tour de Francia.

Cochise abrió su camino en gran parte solo. No fue hasta 1980, cuando Alfonso Flores ganó el Tour de l’Avenir al frente de la selección nacional, que finalmente se abrieron las puertas del más grande evento de ciclismo. En 1983, con la esperanza de atraer equipos de Europa del Este y de América Latina, el Tour de Francia se declaró abierto a los amateurs. Solo aparecieron los colombianos. Un año después lograron su primera victoria de etapa, nada menos que en el sagrado ascenso al Alpe d’Huez, gracias a la primera superestrella del ciclismo internacional del país, Luis Herrera, un hombre con una figura tan pequeña que parecía una escultura de alambre de acero ensamblada en un pueblo cuyo nombre indígena, Fusagasugá, hacía nudos en las lenguas europeas. En 1987, dos años después de que su compatriota Francisco Rodríguez terminara tercero en la Vuelta a España, Herrera lo alcanzó para convertirse en el primer corredor de los países en vías de desarrollo en ganar un Grand Tour, y lo hizo llevando los colores de la marca insignia de la nación: Café de Colombia. Un año después, Fabio Parra, nacido en Sogamoso, un centro precolombino donde se adoraba al Sol, se ubicó entre los tres primeros en el Tour de Francia. En 1989, quedó segundo en la Vuelta a España, un puesto por delante de otro colombiano, Óscar Vargas.

Luego el sol parecía desaparecer detrás de una nube. Café de Colombia retiró su patrocinio del ciclismo a finales de 1991, seguido por otros patrocinadores nacionales de muchos años como las marcas de refrescos Glacial, Manzana Postobón y Pony Malta. Algunas empresas regionales llenaron el vacío: las loterías, las autoridades públicas, los organismos deportivos y los titulares de las licencias regionales que producían ron y aguardiente. Un puñado de empresas privadas —proveedoras de servicios digitales, productoras de jugos de frutas, empresas de mensajería— eran las que patrocinaban a los equipos, pero había muy poco desarrollo deportivo estructurado. A medida que el uso de sustancias prohibidas para mejorar el rendimiento alcanzaba proporciones epidémicas, el ciclismo colombiano, que alguna vez fue un vector clave de comunicación internacional, se aisló del mundo.

Y era el menor de los problemas del país.

* * *

En 1960, las principales causas de muerte en Colombia eran las infecciones intestinales, respiratorias y perinatales. En la década de 1970 eran el cáncer y las enfermedades cardíacas y cerebrovasculares. Una década después, al menos entre los hombres, la causa más común era el asesinato. El multimillonario narcotraficante Pablo Escobar, manifestando su preferencia por una tumba en Colombia a una prisión en Estados Unidos, empezó a asesinar jueces, periodistas, abogados y policías —los héroes de todos los días que se negaron a la corrupción de Escobar— y terminó colocando bombas en las calles de las principales ciudades del país.

En una versión moderna y globalizada de la Prohibición de Estados Unidos, en la que un grupo de países financiaba la violencia en otro a través de la compra de drogas; Colombia se desgarró. Ningún país ha sufrido más en la guerra contra los narcóticos.

Los colombianos que pertenecieron a la generación de ciclistas descrita en este libro eran muy jóvenes o aún no habían nacido cuando Escobar fue capturado y asesinado, y aún niños cuando se supo que el cartel de Cali, que para entonces suministraba alrededor del 80 por ciento de la cocaína estadounidense y europea, había financiado la exitosa campaña de Ernesto Samper, presidente de Colombia de 1994 a 1998. Pero ellos y su generación fueron estigmatizados en todo el mundo por los crímenes de unos pocos, lo que dejó a Colombia descertificada como socio antidrogas por la administración Clinton, con la economía en la cuerda floja, las instituciones cooptadas, el presidente en desgracia y los grupos armados ilegales controlando vastos territorios del país.

Sin embargo, la economía se mantuvo robusta. En la década de 1980, cuando la hiperinflación y el decrecimiento arrasaron América Latina, una inflación del 30 por ciento y un crecimiento del 1,4 por ciento hicieron de Colombia una excepción en el hemisferio. Aun así, cuando el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional prescribieron una reforma económica completa de ese hemisferio, Colombia no se salvó. Entonces, en febrero de 1990 (cuando Nairo Quintana, por ejemplo, tenía dos semanas de nacido) se abolieron las licencias de importación, se redujeron drásticamente los aranceles, se desreguló el empleo y se abrió la economía colombiana a la inversión internacional. Lo que se perdió para una industria debilitada se compensó con creces con el impulso del comercio y de los servicios, al menos en las ciudades. En el campo, los cultivos de exportación como la palma africana, la madera, el cacao y los árboles frutales florecieron, lo que infló los precios de los combustibles, la energía y los agroquímicos más allá del alcance de los pequeños agricultores y campesinos del país, un cuarto de millón de los cuales quedaron desempleados entre 1991 y 1993.

Para complicar aún más las cosas, se redactó una nueva Constitución política incluyente y con reformas modernizadoras que pretendía reformar al antiguo sistema bipartidista. Cuando entró en vigor, en 1991, entregó el poder político a las regiones, financiadas con transferencias del centro que ascendieron al ocho por ciento del PIB. Los grupos guerrilleros y paramilitares de las regiones periféricas se apropiaron tanto del dinero como de la influencia. El Estado terminó siendo el financiador central de su propia subversión.

Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que pretendían tomar el Estado, pero no tenían un programa que pudieran articular en un manifiesto coherente, contaban con ricas fuentes de ingresos por medio de secuestros, extorsiones y control de zonas de narcotráfico, y pronto desplegaron frentes de mil combatientes que se tomaron bases militares enteras. Mal armados, mal entrenados y repetidamente humillados, algunos elementos del ejército forjaron vínculos con escuadrones paramilitares que competían con las FARC por el control del tráfico de drogas. En agosto de 1998, el comandante militar le dijo al sucesor presidencial de Samper, Andrés Pastrana: «Señor presidente, estamos perdiendo la guerra».

Entre 1996 y 2001, un millón de nacionales se trasladaron al extranjero. Muchos colombianos del campo huyeron a las ciudades. Una pequeña minoría, atrapada por la geografía o el sueño de la riqueza fácil, buscaba ganarse la vida con cultivos ilícitos o en los grupos armados ilegales. Para el año 2000, Colombia era el mayor productor mundial de hoja de coca. El 30 por ciento de sus pueblos y aldeas estaban ocupados por las FARC o su rival guerrillero, el Ejército de Liberación Nacional (ELN), y otro 30 por ciento estaba bajo el control de grupos paramilitares. Se pensaba que las FARC tenían dieciocho mil soldados, el ELN otros seis mil y los paramilitares de diez a catorce mil, si bien podrían haber sido muchos más. En 2010, el presidente Álvaro Uribe afirmó que cincuenta y dos mil subversivos de todos los colores se desmovilizaron durante sus ocho años en el poder.

El desmantelamiento de los grupos armados ilegales fue solo parte de un cambio notable. Hoy en día, Colombia es un país complejo, multicultural, de ingresos medios a altos con una población diversa, una esfera pública vibrante, una prensa combativa e independiente y tratados de libre comercio con Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea y la Asociación Europea de Libre Comercio; abastece al mundo de aguacates, bananos, café, flores cortadas, petróleo crudo, incluso de danza, porque la salsa le debe a la migración colombiana gran parte de su propagación mundial. Además de ser el mayor productor mundial de esmeraldas, Colombia también exporta oro, plata, platino, níquel y coltán. Si la historia hubiera tomado un camino diferente, la palabra Colombia evocaría instantáneamente orquídeas, colibríes y anfibios de colores brillantes. El biólogo E. O. Wilson escribió que Colombia debería contarse como «uno de los países de la megadiversidad de la Tierra, con una fauna y una flora cuya riqueza solo es comparable a la de Brasil».

La inversión extranjera y los turistas están inundando sus ciudades de estilo occidental y sus playas de postal. Los ciclistas Peter Sagan y Chris Froome fueron solo dos de los 3,1 millones de visitantes extranjeros que pasaron sus vacaciones allí en 2018, frente a poco menos de dos millones en 2014. Mientras tanto, los periódicos proclaman: «¡Adiós a las armas! El desarme de las FARC en Colombia señala una nueva era» (The New York Times); «Colombia: una nación transformada» (Miami Herald); «Colombia: de un Estado fallido a una potencia latinoamericana» (Daily Telegraph).

Desde diciembre de 2015, los viajeros colombianos, en algún momento rechazados, han sido bienvenidos en el espacio Schengen sin necesidad de visado.

Es difícil imaginar que el éxito de sus ciclistas no haya jugado ningún papel en este cambio. Desde que Rigoberto Urán se mudó a Europa en el 2006 y Nairo Quintana ganara el Tour de l’Avenir en el 2010, muchos ciclistas colombianos talentosos han aparecido en las competencias mundiales del ciclismo élite y en las pantallas de televisión del mundo. Uno de los principales conductos para esta corriente de talento fue el proyecto de ciclismo lanzado bajo el auspicio de una campaña nacional de cambio de marca llamada «Colombia es Pasión».

El jefe de esta campaña fue Luis Guillermo Plata, presidente de Proexport (la agencia gubernamental responsable de impulsar el turismo y el comercio colombianos, hoy ProColombia) bajo el gobierno del presidente Álvaro Uribe (2002 a 2010). En un restaurante del elegante barrio bogotano de Usaquén, explicó su génesis:

La idea era encontrar algo único, algo muy colombiano, una marca que pudiéramos utilizar en muchas áreas. Algo como que haces una camiseta y le pones: «Hecho en Colombia con pasión». O vendes café o fruta o lo que sea y dices: «Cultivado con pasión en Colombia» Y ese se convirtió en el lema de la organización paraguas para el turismo, la inversión y los negocios.

Lanzamos la campaña en algún momento del 2005, y Coldeportes, el ministerio estatal de deportes, más o menos dijo: «¿Por qué no elegimos un deporte y lo usamos para promover a Colombia?». Así que les dije: «Gran idea. Vamos bien en el fútbol, pero no somos Brasil ni Argentina. El único deporte en el que realmente nos destacamos es el ciclismo. Patrocinemos un equipo».

Nairo Quintana, Esteban Chaves, Darwin Atapuma, Jarlinson Pantano, Sergio Luis Henao, Fabio Duarte y Sergio Higuita pasaron por Colombia es Pasión o por sus posteriores manifestaciones, 4-72 Colombia y Manzana Postobón. Ayudaron a volver frecuente la presencia de ciclistas colombianos en los equipos WorldTour. De Colombia es Pasión surgieron dos equipos más: el Team Colombia y Claro-Coldeportes, que cultivaron a Sebastián Henao y a los velocistas Fernando Gaviria y Álvaro Hodeg.

Sus logros representan una forma de soft power o «poder blando» que ha ayudado a impulsar la integración de su país en la economía mundial. La ironía es que la mayoría de los ciclistas colombianos del circuito mundial internacional —la gran mayoría, si incluimos a sus padres y abuelos— salen de un grupo social cuya forma de vida no representa la idea de desarrollo de nadie: la de los campesinos y los agricultores, los habitantes, por lo general, de parcelas familiares en tierras pobres y marginales con baja tecnología, donde las creencias religiosas aún son muy profundas y la libertad individual ha estado tradicionalmente subordinada a restricciones comunitarias más amplias. La historia del ciclismo colombiano es ineludiblemente la historia del campesinado colombiano y su respuesta a una época de crisis.

En Europa occidental y América del Norte el campesinado ha desaparecido en gran medida. De hecho, las grandes vueltas de tres semanas por Italia, Francia y España, con sus finales en Milán, París o Madrid, pueden leerse como una celebración de su fallecimiento: recreaciones anuales del cambio de la población de lo rural a lo urbano, una declaración, en el lenguaje del deporte, de que el futuro está dentro de las murallas de la ciudad.

Sin embargo, en América Latina el campesinado ha sobrevivido y tiene una fascinante identidad híbrida. Por supuesto, bajo el dominio europeo, los antiguos habitantes perdieron sus mejores tierras, suministros de agua, complejidad social y la mayor parte de su población. Aun así, la Corona española buscó limitar la independencia de los conquistadores. Los historiadores incluso hablan de una segunda conquista que siguió a la primera, la de los conquistadores por parte de la Corona. Al ser la máxima autoridad ante la adquisición y el asentamiento territorial, el monarca español también insistió en retener el control sobre la protección de sus comunidades indígenas y la salvación de sus almas. Para ello les concedió cierto grado de autonomía. Esta equívoca protección les permitió perdurar como comunidades a veces conocidas con el término compuesto campesindio, de campesino e indio, producto erróneo de la incertidumbre geográfica de Colón.

Durante siglos, el campesinado ha sido controlado, explotado y mantenido lejos del poder político. Bajo la presión de los acuerdos de libre comercio y los atractivos numinosos de los teléfonos inteligentes y de la conectividad urbana, la economía rural colapsó y, con ella, las identidades campesinas, puesto que, en las naciones que prefieren que se las considere como emergentes, la forma de vida campesina tiene algo de vergüenza. Esto, a su vez, es un reflejo de las formas contradictorias en las que los colombianos, incluso los educados, se relacionan no solo con el mundo rural de la infancia de sus ciclistas, sino con la integración en el mundo más amplio que representan sus éxitos deportivos, como si Colombia fijara sus objetivos en el desarrollo y la incorporación al orden internacional, aunque vea sus instintos más verdaderos, su mejor yo, en esos orígenes rurales.

Sin embargo, sin ser reconocidos por la industria del deporte mundial, los hijos del campesinado han encontrado en el ciclismo un refugio al declive rural, un lugar donde pueden aplicar las virtudes tradicionales campesinas de la paciencia y la perseverancia, la observación lúcida y la estoica tolerancia al dolor físico. Les ha permitido hacer la transición al corazón del capitalismo global y ganarse un sustento considerable en los brazos del marketing de las empresas que buscan vender sus productos a los mercados nacionales e internacionales. Algunos incluso le han dado la vuelta al deporte global en contra de las fuerzas de la uniformización y lo han utilizado para fortalecer sus propias identidades locales. Unos pocos hasta tienen al presidente de la República en sus teléfonos. Y en un país que ha visto un cam-bio tan repentino y desorientador, su éxito y estatus está entrelazado con la construcción de la nación colombiana. Esa es la historia que exploraremos en este libro.

Es cierto, por supuesto, que la adaptación a la altitud no podría haber dejado de desempeñar su papel en la historia del ciclismo colombiano. El sociólogo colombiano Orlando Fals Borda escribió, en los años cincuenta, acerca de una comunidad campesina que vivía en el pueblo de Saucío al norte de Bogotá, a una altitud de 2689 metros:

«El mestizo de Saucío tiene unas características especiales. Al vivir en una atmósfera enrarecida con una presión parcial de oxígeno de solo unos 120 milímetros (en comparación con los 153 milímetros al nivel del mar), está equipado con una notable capacidad pulmonar. Los hombres tienen pecho y hombros anchos, una resistencia física inusual y son excelentes corredores de largas distancias. La frecuencia cardíaca tiende a ser lenta (bradicardia); el saucita tiene muchas de las características de un atleta».

Habría sido posible, y tal vez más acorde con los tiempos, tejer una fábula de divulgación científica —podría haberse llamado el gen muysca— que ensalzara solo la herencia genética y que mencionara solo de pasada el impulso y el deseo individuales, e ignorara por completo factores culturales más amplios. Pero el gen muysca ignoraría los otros lugares altos del mundo que no producen ciclistas campeones, y no menciona la sabiduría actual de que dormir en altura es beneficioso, pero que el entrenamiento es mejor a nivel del mar.

Este libro, en cambio, empieza con la vida de los ciclistas. Los veremos en el contexto de sus familias y de las comunidades que los formaron, mientras el comercio, el desarrollo, las tecnologías digitales y las nuevas formas de identidad transformaban a su país y al mundo en general. Veremos en cada uno de esos individuos un universo, uno en el que la nueva Colombia puede verse emerger como un manantial de agua dulce de los que son tan marcadamente abundantes en ese país. Y todo ello nos lleva a otros contextos y a periodos más largos: al de la historia del campesinado, a las relaciones de Colombia con Europa y el resto del mundo, y a la llegada al altiplano andino de los primeros europeos hace medio milenio, o hace solo un instante.