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Energía fría
Con el parpadeo de un relámpago, la veloz noche tropical envuelve las montañas de Iguaque que se elevan como una gran ola sobre la vereda La Concepción. La noche es fría aquí en el departamento de Boyacá y a tres mil metros sobre el nivel del mar uno suspira involuntariamente después de cada movimiento.
La creciente oscuridad ensombrece la laguna de la que, según la mitología muysca, surgió Bachué, la mujer primordial, en la época de los ancestros para poblar la Tierra. Más abajo se encuentran las laderas por donde, en lo que solo podemos llamar marzo de 1537 (el otro calendario en este intercambio, el Muysca, está perdido) apareció un caminante barbudo llamado Gonzalo Jiménez de Quesada al mando de ciento setenta españoles medio muertos del hambre.
Los conquistadores aspirantes habían abandonado la costa caribeña once meses antes. Seiscientos de sus hombres habían sucumbido al agotamiento y a la enfermedad, antes de que los pacíficos muyscas les ofrecieran su cautelosa ayuda. Pero la expedición fue solo una de las ocho que dominarían estas tierras altas antes de 1550. Los únicos vestigios de su cultura que quedan hoy, evidentes para el observador casual, son los nombres de los lugares. La vereda La Concepción se encuentra en una ladera a unos seis kilómetros del pueblo de Cómbita que, se cree, quiere decir «Garra del tigre» o «Fortaleza de la cumbre».
Le pregunté a Nairo por todo esto: Bachué, la madre primigenia; Bochica, el legislador; Chía, la diosa de la luna. ¿Qué significan hoy las viejas historias ancestrales?
«Es lo que somos», me dijo.
Pero, a medida que pasan los siglos, parece que entendemos cada vez menos de los muyscas. Se cree que el último hablante nativo de su idioma murió alrededor de 1870, y que la mayor parte de lo que queda de esta lengua está contenida en dos documentos enviados desde el Nuevo Mundo a finales del siglo xviii para su inclusión en el Diccionario de todas las lenguas conocidas que estaba preparando Catalina la Grande. Cuando fueron recibidos por Carlos III, quien había ordenado la erradicación de las lenguas indígenas en sus dominios, decidió no enviarlas a San Petersburgo, sino conservarlas en su Librería de Cámara. Es decir, los idiomas descritos en esos pergaminos invaluables fueron extintos por su coleccionista.
Bien podría ser que los gobernantes coloniales simplemente acorralaran a una docena de grupos distintos en campamentos y unieran una serie de dialectos complejos en una amalgama elemental. Si es así, lo que pensamos que sabíamos de su idioma no era tal, y la Conquista no destruyó tanto a los muyscas, sino que los creó.
* * *
La puerta de entrada se abre a un invernadero vacío y de allí a la casa. Emiro López, de unos sesenta años, se encuentra en el umbral entre la cocina y la habitación donde su esposa, Isabel Monroy, conocida como mamá Chavita, quien ha dirigido durante muchos años el jardín infantil Pato Lucas. Los ojos de Emiro brillan mientras viaja un cuarto de siglo atrás en el tiempo.
«Se arrastraba lentamente por el suelo justo aquí —dice—. Lo recogí —simula que toma a un niño pequeño para encontrarse con una mirada desprovista de todo reconocimiento— y le dije a Isabel: “No tiene vida en él. El niño se va a morir”».
Nairito, de ocho meses, estaba demacrado y débil con diarrea. Su estómago estaba hinchado. Pocos creían que sobreviviría a la infancia.
De pie frente a Emiro, de espaldas a la estufa, está mamá Chavita. Me dice en un bello español campesino:
«Tentaron de ese tiempo que lo había tentado era antes de difunto». Que yo entiendo que significa algo como: «Por esa época fue tentado por un cadáver». En otras palabras, Nairo había sido de alguna manera cortejado, o puesto a prueba, por una extraña fuerza de atracción que emanaba de la mujer muerta.
Había venido al mundo el 4 de febrero de 1990, hijo de Luis Quintana, comerciante de la vecina vereda Salvial, y de su esposa Eloísa Rojas. Sus rostros cuentan la historia de estas colinas: Luis de mejillas sonrojadas, piel clara y ojos verdes; Eloísa tiene el pelo largo y liso, y rasgos muyscas oscuros. Cuando era joven, Luis había alquilado una cabaña al lado de una carretera muy transitada donde empezó a vender alimentos. Es fácil de encontrar: solo hay que abrir cualquier mapa en línea y buscar Tienda La Villita. La imponente casa que encontramos ahora es prueba de la perspicacia de Luis: la tienda le permitió comprar la tierra, parte de la cual dedicó a la agricultura, extender la propiedad y casarse con Eloísa Rojas, una clienta de la vereda San Rafael, al otro lado de la calle.
A los veinte años, Eloísa estaba embarazada de Willington Alfredo, llamado así en honor al futbolista Willington Ortiz, quien jugó cuarenta y nueve partidos con la selección Colombia; aunque todo el mundo lo llama Alfredo. Luego vinieron Esperanza y Leidy, un nombre que se volvió común después de que la princesa Diana se casara con el príncipe Carlos en 1981. Alfredo cree que sus padres encontraron en los periódicos los nombres de su cuarto y quinto hermano: Nairo Alexander y Dayer Uberney.
Eloísa había sido abandonada de niña. Me dijo:
«Yo era una de ocho hijos, aunque me enteré hace poco. Me crio una mujer llamada Sagrario Rojas que me amaba como a su propia hija».
Sagrario murió pocos meses después del nacimiento de Nairo. Eloísa fue a presentar sus respetos y se llevó al bebé con ella.
«La enfermedad comenzó tres días después —dijo Eloísa—. El hombre que había vestido al cadáver debió haber tocado al pequeño Nairo».
Más tarde, Nairo me habló de un sistema de creencias que se remonta a muchos años atrás, según el cual los cadáveres emiten una energía fría que, al contacto, impregna a los niños a punto de nacer o a los bebés de brazos.
«Solo se pueden utilizar remedios naturales para tratarla. No es una cuestión de medicina científica».
Como deportista, Nairo ha estado sometido al método científico desde su adolescencia y entiende exactamente lo que implica: que la ciencia y la medicina moderna, a pesar de todo el bien que hacen a la humanidad, pertenecen a una forma de vida que ha forzado al mundo del pensamiento de su propia infancia a quedar relegado, lo cual hace de la enfermedad y de la supervivencia de Nairo, más que hechos médicos o biográficos, marcadores de identidad, incluso formas de resistencia.
«Los antiguos —me dice Isabel Monroy, refiriéndose a los ancianos de la comunidad— le dijeron a doña Eloísa que recolectara los brotes de nueve plantas medicinales, las hirviera y con ellas bañara a Nairito en el agua».
No me quedó claro si el ritual de recolectar los brotes no era en sí mismo parte de la cura.
* * *
Los niños Quintana a duras penas vieron un televisor. Como resultado, el lenguaje fílmico de los gestos y de la expresión, una segunda naturaleza para quienes socializaron ante la pantalla chica, les resultaba algo totalmente ajeno. Tampoco tenían mucho tiempo para la música y la danza, si bien los cerros de Cómbita resonaban al son de tiples y requintos tocando un género de música conocido por la gente del mundo exterior como la carranga, interpretada por cantantes como Jorge Velosa e Ildefonzo Barrera, quienes, muchos años después, compondrían canciones sobre Nairo.
Incorporada a esta cultura de la música y la danza local existe una forma de discurso improvisado en versos de cuatro líneas llamado coplas. El estudio de Orlando Fals Borda sobre Saucío pone como ejemplo un baile llamado el tres, en el que tres juerguistas trazan una figura de ocho en el suelo: «Cuando un bailarín “corta”, es decir, pasa entre sus dos compañeros, se espera que “cante” una copla, o cancioncilla, de cuatro versos rimados a-b-c-b. En el momento en que el bailarín gira su camino para trazar su próximo “ocho”, ha terminado de cantar y uno de los otros compañeros toma su turno».
Elba Rosa Camargo, una reconocida profesora local quien ganó el título como Maestra del Año en Colombia en el 2015, me enseñó más acerca de las coplas. Contratada en el 2006 por el Instituto Técnico Ambiental de la vereda Sote Panelas, cerca de la casa donde creció Nairo, un poco más arriba y más lejos de la carretera principal, me dijo:
«Yo había estado trabajando en Tunja en una escuela urbana donde los niños hablaban alto y con libertad. De repente me encontré en una comunidad muy tranquila, que vivía en casas muy apartadas, y que se incomodaba con las visitas en casa. Estaba a solo veinte minutos de Tunja, pero me sentía como extraña. Encontraba el silencio como algo terrible».
Las coplas le proporcionaron un medio para romper el silencio helado de su salón de clases. Ante sus niños recitó una de su invención:
Dame un besito, mi vida,
como siempre me lo dabas,
con un tricito de lengua
con nariz, mocos y babas.
Preparada con experticia para provocar sorpresa y disgusto entre sus jóvenes alumnos, de inmediato llamó por completo su atención. «¿Alguno de ustedes conoce una copla?», preguntó. Un niño levantó la mano:
Allá arriba, en aquel alto,
y abajo, allá en aquel otro,
se ríen las gallinas de ver
el gallo empeloto.
«Los otros niños se rieron. Luego se levantó otra mano y otra. Pronto todos levantaron las manos».
Entusiasmados se jactaron: «Mi padre se sabe mil coplas», «mi madre dos mil», y así rompieron el hielo.
Con un formato de humor a veces salpicado de obscenidades, las coplas son también la biblioteca del campesino de Boyacá. Las formas tradicionales del conocimiento, como el uso de plantas medicinales, no se conservan en libros, sino en las coplas. Fueron parte de la educación de Nairo y nos dan una idea de su vida interior.
Al respecto me dijo: «Me han gustado los poemas y las coplas desde que era muy pequeño. Solía inventar pequeños dichos que riman. Lo hago a veces todavía».
Pero cuando les pedí a él y a su hermano Alfredo que me recitaran algunos, se negaron. Solo después me di cuenta de que les había estado pidiendo que escenificaran su mundo de la infancia, el que los había dotado con sus identidades, como si fuera una especie de performance.
* * *
Además de las coplas medicinales reunidas por sus alumnos, Elba Rosa Camargo descubrió que gran parte de la vegetación alrededor de Sote Panelas se usa en tratamientos tradicionales. «Solo van al médico cuando no han podido curar la dolencia con su propia medicina tradicional».
Luis Quintana había sufrido problemas de movilidad desde niño y se vio obligado a realizar frecuentes visitas al hospital. «Cuando tenía siete años, mi padre fue atropellado por un automóvil y se fracturó la cadera y las piernas». Su padre estaba en el ejército, por lo que lo llevaron a un Hospital Militar. La cirugía no salió bien y estuvo enyesado mucho tiempo. Como todavía estaba creciendo, un pie se le atrofió. Luego tuvo otro accidente cuando jugaba en la escuela y hubo más fracturas. «Ha caminado con muletas y ha vivido con dolor desde entonces», dice Nairo. Y Alfredo complementa: «Querían amputarle la pierna mala. Mi madre y mis tíos lo acompañaron al hospital y el médico explicó su razonamiento, pero la familia no lo permitió».
Después de la escuela primaria en la vereda San Rafael, Alfredo y Esperanza asistieron al Colegio Normal en Tunja. Sin embargo, cuando Leidy, la tercera de los hermanos, tenía la edad para ir, no existía una manera fácil de llegar a la escuela en Tunja. Pero sí había un servicio de buses directo a la Institución Educativa Técnica Alejandro de Humboldt en el pueblo de Arcabuco, a 16,5 kilómetros cuesta abajo desde la vereda La Concepción, por lo que Leidy fue allí y sus hermanos menores la siguieron en su momento.
Las finanzas familiares fluctuaban con la economía rural, y el crédito que otorgaban a sus clientes en los años buenos se convertía en deuda cuando los tiempos se tornaban difíciles. Una de estas crisis se produjo poco después de que Nairo empezara la escuela secundaria.
Me explicó: «Éramos pequeños productores, pero la economía rural estaba en crisis. Varias plagas habían atacado y la tierra que habíamos dedicado a la agricultura fue embargada. Abandonamos la agricultura y, a partir de ese momento, solo cultivamos alimentos para nosotros mismos».
La maestra del jardín infantil, Isabel Monroy, recuerda a la madre de Nairo llamando a la puerta temprano una mañana en el día de un viaje escolar. «Señora Chavita, ¿por casualidad no tiene un par de zapatos de uno de sus niños? Se llevan a Nairo y no tengo zapatos para él».
Los Quintana respondieron a la crisis rural con incesantes rondas en los mercados locales. La semana de Nairo durante sus dos primeros años en la escuela Humboldt de Arcabuco, cuando tenía doce y trece años, es agotadora con solo mirarla:
Empezábamos a cargar el camión tarde los lunes por la noche. Teníamos que estar en el mercado mayorista de Tunja a las tres de la mañana para comprar frutas y verduras. Llegaba a la casa después de cargar y tenía una hora para bañarme y prepararme antes de ir a la escuela. Terminaba las clases a la hora del almuerzo, me unía a mi padre en la plaza de mercado y comía en el puesto. A las diez de la noche teníamos que cargar de nuevo e irnos, porque había un tipo de mercado diferente en Moniquirá, lo que significaba otra despertada a las tres de la mañana para empezar a recoger provisiones.
Tomaba el bus para Arcabuco, iba a la escuela, tomaba el bus de regreso y trabajaba hasta las once de la noche, aunque había momentos en que no estábamos en la casa hasta las cuatro de la mañana. Tenía que estar listo para irme a la escuela a las seis. Los jueves no trabajábamos, pero los viernes nos levantábamos temprano para ir al mercado de Tunja, luego nos íbamos a la escuela, volvíamos a la hora del almuerzo, trabajábamos duro hasta las ocho o nueve y volvíamos a la casa a las diez. Si no había mercado en Barbosa, teníamos los sábados libres, pero los domingos volvíamos a la plaza de Tuta.
Para hacer que el puesto del mercado fuera lo más atractivo posible, Nairo arreglaba la fruta meticulosamente y luego empezaba con las entregas a domicilio. Cuando el mercado cerraba, transportaba los productos no vendidos por las calles menos transitadas y los vendía más baratos.
El mundo del silencio rural que Elba Rosa Camargo había descrito era uno al que los Quintana pertenecían a medias. Vivían en una comunidad en la cual las formas antiguas —como el uso de las plantas medicinales y las enfermedades ligadas a la cultura, como la enfermedad infantil de Nairo— todavía estaban relativamente intactas, pero, al mismo tiempo, vivían en la carretera principal, comerciaban con los automovilistas que pasaban y viajaban a los mercados de las ciudades y pueblos de los alrededores trayendo comida, sal, azúcar, noticias y conversación. Todo esto les dio un cierto estatus. Todavía era imposible oír una palabra de Nairo cuando era niño, pero la posición especial de su familia como intermediaria quizás le proporcionó la convicción que necesitaba para perseguir el proyecto de vida que eligió.
Mientras tanto, Alfredo aprendió a manejar solo y contribuyó a los fondos familiares conduciendo un taxi de noche. Para que la Policía Nacional no pudiera ver que era menor de edad, Nairo, con no más de diez años, pero muy observador y astuto, le hacía compañía y le aconsejaba a quién recoger y a quién no. Luego Nairo empezó a encontrar trabajos por su cuenta: en un momento trabajaba con Dayer en una estación de gasolina, en otro, recogía chatarra. Y encontraron formas creativas de hacer unos pesos: en Navidad hacían regalos derritiendo residuos plásticos y vertiéndolos en moldes.
Mirando hacia atrás, Nairo reconoce que fue una infancia exigente. «Dayer y yo tuvimos suerte de poder ir a una buena escuela y sacar nuestros certificados escolares. Muchos niños que crecen en circunstancias difíciles y exigentes tienen que trabajar tan duro, tan jóvenes, que terminan bebiendo o en problemas».
Pero de alguna manera los niños Quintana tenían los recursos mentales para hacerle frente a la vida. Nairo, en particular, tenía una especie de genio: una vida interior estructurada que le permitió, apenas en bachillerato, casi hacerse cargo de su familia e infundirle su impulso y enfoque internos. Alfredo habla de él con gran admiración: «Era sensible, orgulloso, concentrado, ambicioso. Un líder en la escuela y en la casa, muy ordenado y disciplinado, con grandes planes y su propia visión de las cosas».
Todo esto lo preparó para su futura carrera como deportista. Entonces ocurrió algo imprevisto que cambió el rumbo de sus vidas. De la pequeña mesada que les daban a Nairo y Dayer para pagar los gastos escolares, Nairo, con catorce años, ahorró lo suficiente para comprar una vieja bicicleta de montaña. En ese mundo campesino de limitadas oportunidades, obtuvo un medio para autorrealizarse, y parecía haber empezado a ver esa bicicleta como una suerte de compañera cercana, casi humana. Como dice Alfredo: «Se parecía más a su mano derecha que a un medio de transporte».
Después de dominarla, Nairo le enseñó a su hermano menor: «A la antigua —dice Dayer—. ¡Empujándome por una montaña!». Tres días después de su iniciación, Dayer se las arregló para conseguir una bicicleta propia y los dos niños tramaron un plan: bajar los 16,5 kilómetros hasta la escuela y luego volver a subir.
«Teníamos bicicletas pesadas, jeans y mochilas. A duras penas lo logramos», dice Dayer.
Luego lo volvieron a hacer. Y otra vez.
«A partir de ese momento —dice Nairo—, no cogimos más el bus. —Anticipándose a la conclusión que yo podría sacar, agrega—: No era porque no nos lo pudiéramos permitir: eran solo mil pesos ida y vuelta. Lo hacía porque tenía una bicicleta y me gustaba».
Pasaron las semanas y vecinos y amigos de la escuela se unieron a ellos, formando finalmente un grupo en total de diez o doce.
«Cubrimos nuestras bicicletas con calcomanías, reflectores y luces —dice Dayer—. Era todo un espectáculo».
Pero Nairo fue el más dedicado de ellos. Alfredo recuerda cómo, cuando llovía, Nairo llegaba mojado y sucio al colegio. Sus profesores fueron indulgentes con él y lo limpiaban cuando se caía. También lo eran los conductores de bus, quienes lo llevaban a él, y a su bicicleta, a casa sin cobrarle.
En una de sus primeras salidas Nairo se estrelló cerca de su casa: «No tenía casco ni nada de eso. Estuve inconsciente por un tiempo, pero no fui al hospital».
El hecho de que continuara muestra cuán comprometido estaba con su nueva pasión.
Un año después, en Tunja, un taxi lo atropelló y, esta vez, lo hospitalizaron.
Alfredo dice: «Nos preocupábamos por él, pero también lo apoyábamos». Su familia entendió que el ciclismo tenía un significado especial para Nairo.
Los peligros de la carretera Tunja-Arcabuco no pasaron desapercibidos para la familia de otro alumno del Humboldt, quien llevó a Nairo al siguiente logro en su carrera como ciclista: las competencias. Cayetano Sarmiento, hijo de una familia campesina que vivía cerca de un manantial de agua dulce llamado Agua Varuna, a mitad de camino de la subida de Arcabuco a la vereda La Concepción, me dijo: «Mi padre cultivaba papas y criaba ganado, y lo ayudaba con la cosecha y el ordeño, y luego vendíamos nuestras papas en un puesto de la plaza de mercado. En ese momento, la carretera Tunja-Arcabuco era la vía principal hacia [el departamento de] Santander. Era muy peligroso para un niño, así que mi padre no me dejó ir a la escuela hasta los siete años, y no saqué mi diploma de la escuela secundaria hasta los diecisiete».
Nairo, Dayer y él se hicieron grandes amigos, aunque Nairo era tres años más joven y Dayer cinco. Eso fue en 2004, cuando un joven alcalde amante del deporte, llamado Víctor Hugo Silva, fue elegido en Arcabuco y llevó allí los Juegos Intercolegiados Departamentales. Semanas antes del torneo de mayo, el coordinador deportivo de Silva, Rusbel Achagua, visitó la escuela. Cayetano recuerda: «Levanté la mano para ciclismo».
Achagua le dio a Cayetano unos consejos básicos acerca del entrenamiento y Nairo sintió curiosidad. «Empecé a entrenarme con él —me dijo—, y nos animábamos el uno al otro».
A pesar de su salida tardía, Cayetano ganó el Giro d’Italia sub-23 en el 2009, y luego compitió profesionalmente en Europa durante cinco temporadas.
Cayetano también le regaló a Nairo su primera pantaloneta de ciclismo con badana. Nairo la usó hasta que el color se desvaneció y la badana se aplanó, luego se la entregó a Dayer, quien la usó hasta que se rompió por las costuras.
* * *
Arcabuco tenía otro joven ciclista, Camilo Moyano, quien ganaría una medalla de plata en el ómnium de los Juegos Panamericanos de 2007 y pasaría el 2009 en Europa compitiendo para Colombia es Pasión. Su padre dirigió la primera bicicletería de renombre de Arcabuco, si bien Cayetano, Nairo y Dayer encontraron apoyo en un establecimiento más modesto.
Un empresario local, llamado Héctor Garabito, quien embotella agua mineral natural de uno de los muchos manantiales que brotan alrededor del pueblo, alquiló una tienda vacía cerca a la iglesia de Arcabuco a un hombre llamado Raúl Malagón, que era mecánico de bicicletas y apicultor.
«Cuando empecé —me dijo Nairo—, fui al taller de Raúl para ajustar mi bicicleta y a aprender. Solía reparar nuestras máquinas y hablarnos de ciclismo. A cambio lavábamos bicicletas y reparábamos pinchazos».
Raúl desarrolló estrategias de entrenamiento adecuadas para el momento y el lugar. Acondicionó a Nairo con una bicicleta pesada para fortalecerlo. Y, recuerda Nairo, «nos alimentó con polen y jalea real, ponía agua en una caramañola y una solución de miel en otra».
La hermana de Raúl, Maribel Malagón, quien todavía se hace cargo de un almacén en Arcabuco, recuerda: «Mi hermano tenía trece o catorce jóvenes ciclistas, aunque Nairo era el más prometedor de todos. Raúl hizo rifas y matachines para recaudar fondos. Después de una, le compró una bicicleta a Nairo».
Nairo, dice Maribel, era «pequeño, tímido y noble».
Raúl presentó a Nairo al alcalde Silva, a su coordinador deportivo Rusbel Achagua y a un concejal joven y entusiasta llamado Jaime Poveda. «Tuvimos suerte de tenerlos —recuerda Nairo—. Cuando necesitábamos algo, siempre estaban ahí para nosotros, brindándonos tanto apoyo como las circunstancias se los permitían».
Durante los días escolares Nairo viajaba a Arcabuco, iba al taller y hacía una sesión sobre un juego de rodillos que habían sido reparados tantas veces que se podían considerar caseros. Regresaba después de la escuela, pasaba otra media hora en los rodillos y luego hacía una contrarreloj hasta Agua Varuna. «El bus escolar partía y se detenía de vez en cuando para dejar que los estudiantes se bajaran. Empezábamos uno a la vez, con intervalos de dos o tres minutos, e intentábamos ganarle al bus. Raúl, Rusbel o el concejal subían en carro o en moto y tomaban nuestros tiempos, si lo lograban».
Pedro Camargo, un agrónomo de la alcaldía que todavía es voluntario del club de ciclismo, recuerda la primera vez que Nairo se unió a su grupo: «Se podía ver que era especial. Era joven y pequeño, y no estaba entrenado, pero era imposible soltarlo».
El pueblo se unió para apoyar a sus ciclistas nacientes. Héctor Garabito me dijo: «Todos hicimos pequeñas donaciones. Los comerciantes y las pequeñas empresas. La emisora de radio local, Radio Estéreo, organizó carreras y recaudó fondos para cubrir los gastos de las competencias y los repuestos de las bicicletas. Cayetano Sarmiento participó en la Vuelta al Porvenir con piezas de bicicleta donadas por Radio Estéreo y ruedas donadas por equipos de ciclismo nacionales como UNE y Colombia es Pasión. Después los repuestos fueron a Nairo y a Dayer».
Nairo empezó a participar en carreras en los pueblos cada cierto tiempo. Maribel Malagón sacó un trofeo de plástico y lo puso en el mostrador de su tienda. Tiene inscrito: 1.ra Copa de Ciclomontañismo Moniquirá 2/05-06.
«Fue su primera victoria. Nairo se lo dio a Raúl en agradecimiento».
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Los hijos mayores de las familias campesinas tenían cosas más importantes para hacer que andar en bicicleta. El 24 de noviembre de 2003, una fecha grabada en su mente, Alfredo siguió los pasos de su abuelo y tomó la tradicional trayectoria profesional de los hijos de los pobres: se enlistó en el Ejército Nacional. Era un momento propicio para las Fuerzas Armadas de Colombia.
A mediados de la década de 1990, el 60 por ciento del ejército colombiano provenía de bachilleres, y el equipamiento militar era básico. Pero ir a apoyar a las tropas que estaban bajo el ataque de las FARC en áreas aisladas era casi imposible. Los militares querían helicópteros Black Hawk, pero bajo el desacreditado presidente Ernesto Samper el apoyo militar por parte de Estados Unidos fue denegado. Con la llegada en 1998 de su sucesor, Andrés Pastrana, educado en Harvard, se propuso un ambicioso plan financiado internacionalmente como lo fue en su momento el Plan Marshall. Bajo la administración Clinton, la ayuda estadounidense se duplicó a doscientos ochenta millones de dólares. En agosto de 1998, una semana después del inicio del mandato de Pastrana, el ejército colombiano compró el primero de catorce Black Hawks. Las fuerzas armadas empezaron a reemplazar a los reclutas por soldados profesionales, mejoraron sus servicios de inteligencia y se deshicieron de los oficiales con conexiones paramilitares.
Las dos políticas principales de Pastrana fueron la responsabilidad compartida en la guerra contra las drogas entre países productores y consumidores, y las negociaciones de paz con las FARC. Sin embargo, esta guerrilla, que cada vez tenía más fondos gracias al dinero recibido de la droga, no vio ninguna necesidad urgente de buscar la paz y puso como condición, antes de iniciar las conversaciones, el despeje de una zona más grande que Suiza. Pastrana, inexplicablemente, aceptó. No obstante, el 7 de enero de 1999, día de la ceremonia inaugural, el veterano líder de las FARC, Manuel Marulanda, no se presentó y dejó solo a Pastrana, junto a una silla vacía, posando para los fotógrafos. Cuando finalmente empezaron las negociaciones, las FARC continuaron secuestrando, asesinando, construyendo pistas de aterrizaje y sembrando coca.
El 20 de febrero del 2002, secuestradores de las FARC obligaron a un vuelo programado a aterrizar cerca de la zona de distensión y secuestraron a uno de sus pasajeros, Jorge Eduardo Géchem, presidente de la Comisión de Paz del Senado colombiano. Pastrana puso fin a las negociaciones, envió a trece mil soldados para volver a ocupar la zona desmilitarizada y le escribió una carta abierta y ácida a Marulanda que decía: «Le di mi palabra y la cumplí hasta el final, pero usted abusó de mi buena fe y de la de todos los colombianos».
Las FARC reaccionaron secuestrando a la candidata presidencial Ingrid Betancourt y a su jefa de campaña Clara Rojas. Bombardearon oleoductos, torres eléctricas y plantas de tratamiento de agua, asesinaron al arzobispo de la ciudad de Cali, secuestraron a doce diputados del Valle del Cauca y, lo más notorio, durante un atentado en un pequeño municipio cerca de la costa del Pacífico llamado Bojayá, lanzaron un cilindro de gas como una bomba contra una iglesia, matando a ciento diecisiete personas, entre ellas, cuarenta y ocho niños.
Hasta esa explosión de violencia, el intransigente Álvaro Uribe Vélez, cuyo padre fue asesinado por las FARC, no era visto como un futuro jefe de Estado. Educado en Oxford, fue alcalde de Medellín y gobernador de Antioquia, y era sospechoso de tener conexiones con grupos y líderes paramilitares; había dejado el Partido Liberal para hacer campaña por la Presidencia de la República. Los dos últimos candidatos importantes que hicieron lo mismo, Jorge Eliécer Gaitán en la década de 1940 y Luis Carlos Galán en la década de 1980, habían sido asesinados.
Pero en las elecciones de mayo de 2002 una ola de indignación pública llevó a Uribe al poder. Años después de sus administraciones, pruebas de abusos masivos de los derechos humanos salieron a la luz, pero durante sus gobiernos gozó de una enorme aprobación pública. El día de su investidura, el 6 de agosto del 2002, dispararon granadas de mortero contra la guardia presidencial y detonaron una bomba cilíndrica cerca del palacio de gobierno, matando a diecisiete personas.
Uribe se propuso fortalecer a las Fuerzas Armadas y a la Policía, desmantelar a los paramilitares y hacerle guerra a la guerrilla. Alfredo Quintana estuvo pronto combatiendo en las Fuerzas Especiales durante lo peor de los enfrentamientos de ese año. Gracias al dinero que enviaba a su casa, ese aumento del presupuesto militar de Colombia hizo una pequeña contribución a los inicios de la carrera de Nairo como ciclista.
* * *
Las muchas amistades que Nairo hizo al pasar de las competencias locales a las nacionales e internacionales son tan fuertes hoy como nunca. Durante una de nuestras entrevistas le comenté: «Nairo, eres como América. Mucha gente dice que te descubrió». Respondió con sencillez: «Hubo mucha gente involucrada».
Rusbel Achagua fue un ejemplo. Achagua es otro nombre aborigen: pequeñas comunidades de Achagua sobreviven en reservas en el departamento de Casanare. Pero Rusbel nació en Arcabuco y, como coordinador deportivo del alcalde Silva, se convirtió en parte del implacable programa de trabajo, estudio y competición de Nairo.
«Lo apoyamos en todo lo que pudimos —me dijo Rusbel—. Lo llevamos a la piscina y al gimnasio. Algunos días, cuando caía la noche y lo pillaba desprevenido, se quedaba en Arcabuco con nosotros. En la bicicleta era reconocible al instante. No tenía ningún movimiento corporal y no se podía decir por su cara si se sentía bien o mal».
Nairo era bien conocido por su reticencia y, sin embargo, cuando comenzó a correr, a la edad de quince años, había perfeccionado una llamada de patrocinio que recitaba las mañanas de los días de carrera en tiendas, panaderías y cafés locales: «Señores y señoras, buenos días. Estamos aquí para las carreras de ciclismo del pueblo. Tenemos muchas posibilidades de ganar. Hemos tomado el bus desde Arcabuco, la entrada es de diez mil pesos y necesitamos comer, así que nos puedes patrocinar con veinte mil pesos y, si ganamos, te mencionaremos en la entrevista radial en el podio. ¡Muchas gracias!».
Por toda respuesta escuchaban: «No, gracias» o «Tome esto, chinito» o «Ahora vaya y gane la carrera, ¿me oyó?», y a la hora de la firma estaría registrado como: «Nairo Quintana, de tal y tal panadería».
Sin embargo, insiste, incluso en esta etapa de su vida no sabía que existía el ciclismo profesional o el Tour de Francia. Su departamento natal, Boyacá, había producido decenas de ciclistas profesionales. Dos de ellos (Fabio Parra, de Sogamoso, a setenta y cinco kilómetros de la casa de Nairo en la Tienda La Villita, y Francisco Rodríguez, de Duitama, a sesenta kilómetros) se habían parado en los podios de las grandes vueltas. Nairo nunca había oído hablar de ninguno de ellos, ni de los Grand Tours. Todavía vivía en el diminuto y cerrado mundo de su infancia. Un muro invisible cultural lo separaba del mundo donde algún día probaría su suerte. «Nunca fuimos fanáticos de los deportes —dice Nairo—. No teníamos el tiempo. La idea de convertirme en ciclista profesional nunca me pasó por la cabeza. Solo más tarde vi que la gente se ganaba la vida haciendo lo que estábamos haciendo».
Pero todo eso iba a cambiar pronto.
En 2005, el alcalde Silva apoyó la creación de un equipo de ciclismo: Alcaldía de Arcabuco, patrocinado por la alcaldía del municipio. Nairo se estableció rápidamente como su líder. En octubre de ese año, el padre de Nairo, don Luis, gastó trescientos sesenta mil pesos en una máquina celeste con el marco en acero para Nairo, y una calcomanía que decía Giant, la prestigiosa marca con la que claramente no tenía ninguna conexión. Rusbel Achagua me dice: «Era tan pesada que la gente se asombraba de que pudiera ganar en ella».
Poco después en Agua Varuna y con una cerveza en la mano, acompañado por un carpintero de Arcabuco llamado Belarmino Rojas, don Luis entabló conversación con el padre de otro naciente ciclista. Juan Guzmán abrigaba grandes esperanzas para su hijo Jhon, también conocido como «Pistolas». Jhon había participado ocasionalmente con el equipo de la Alcaldía de Arcabuco, pero no era un miembro habitual y mucho menos su líder. Aun así, Guzmán desafió a Luis: doscientos mil pesos a que Jhon vencería a Nairo en una carrera de Arcabuco al alto del Sote, de regreso a Arcabuco, y luego de regreso a Agua Varuna, a mitad de camino de la montaña. Don Luis estaba corto de efectivo por la compra de la bicicleta de Nairo, pero Belarmino Rojas cubrió la apuesta y empezó la carrera.
Rusbel conducía el auto detrás de los ciclistas, con Luis y Juan Guzmán. «Ambos eran padres orgullosos. «Pistolas» tenía una bicicleta mejor y un uniforme adecuado, pero Nairo lo dejó desde el principio».
Luego Luis se reunió con Belarmino Rojas para devolver el préstamo. Belarmino le dijo que le diera el dinero a Nairo: «El muchacho se lo merece».
En el folclor local existe esa famosa apuesta como la primera gran prueba de Nairo, si bien Nairo la minimiza: «Fue solo una apuesta entre un par de quinceañeros, o sus padres. Y gané».
«Y así —me dijo Rusbel Achagua—, pasamos de carreras de pueblo a carreras departamentales, y Nairo empezó a hacerse un nombre».
El padre de Nairo asistió a la mayor cantidad de carreras que le era posible. Otro padre, Rodrigo Anacona, cuyo hijo Winner tenía un año y medio más que Nairo, recuerda: «Las carreras solían ser de circuitos, así que los veíamos pasar y luego corríamos dos o tres cuadras para volver a verlos y animarlos. A pesar de sus muletas, don Luis corría con el resto de nosotros. Recuerdo la emoción que mostraba cuando Nairo ganaba. Lo consideraba admirable».
Pronto Nairo estaba ganando carreras contra ciclistas de categorías superiores. «Pagaban más que en la categoría de mi edad. Quedé de tercero en una contrarreloj de montaña para ciclistas élite en Cómbita, a la que le siguió una carrera de circuito. Uno de los directores se quejó porque yo solo tenía diecisiete años y me echaron».
Sus ganancias las dividía en tres: una parte para su familia, otra para los repuestos de la bicicleta y una para él. Sin duda, fue en estas carreras de pueblo, contra jóvenes ciclistas inspirados por los sueños de ganar el Giro, el Tour y la Vuelta, en las que los horizontes de la vida de Nairo empezaron a ampliarse vertiginosamente.
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En noviembre del 2007, la fragilidad de la vida se hizo sentir en casa cuando Raúl Malagón fue hallado muerto en la carretera entre Arcabuco y sus panales de abejas en La Palma. Utilizaba una pesada bicicleta de panadero con un soporte que le permitía llevar bandejas con tarros de miel, engranajes pequeños y guardabarros. Nadie supo con exactitud lo que había sucedido; es posible que uno de los guardabarros se hubiera doblado contra la rueda delantera y lo hubiera tirado de cabeza a la carretera.
Pedro Camargo recuerda: «Todos decían en el pueblo: “Esos pobres muchachos Quintana. ¿Qué van a hacer ahora?”».
Raúl fue la primera persona que Nairo perdió en su juventud. «Nos golpeó duro —recuerda, buscando palabras—. Éramos amigos. Teníamos… una afinidad. Nos daba gusto y nos enseñó cosas que recordaremos durante el resto de nuestras carreras deportivas».
En su tienda de Arcabuco, la hermana de Raúl, Maribel, me dijo: «Cuando Nairo regresó a Arcabuco después de ganar el Tour de l’Avenir (en 2010) dijo en su discurso: “Le debo esta victoria a alguien que ya no está aquí”. Comencé a llorar, miré a mi alrededor y vi que todos lloraban conmigo. Todos sabíamos a quién se estaba refiriendo».
La huella de Raúl Malagón puede sentirse en la brillante carrera de Nairo, pero también en la pronunciación de su nombre. En Arcabuco, Nairo se pronuncia invariablemente «Nairon». Todos mis entrevistados pronunciaron su nombre de esa manera. De hecho, uno de los apodos que a veces se le pone, «Naironman», solo tiene sentido en la dicción del pueblo, ya que la «n» permite la rima con la pronunciación española de «Ironman». Nadie parece ser capaz de explicar esta anomalía. Llegué a sospechar que tenía su origen en Raúl, cuyo sobrino, el hijo de su hermana Maribel, se llamaba Byron. Quizás, hablando animadamente con la gente sobre su notable protegido, sin darse cuenta añadió la «n» final (como si Nairo fuera una variación de Byron) y, entusiasmados por sus emociones, todo el pueblo siguió su ejemplo.
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Hernán Darío Casas era el entrenador asistente del equipo de pista de Boyacá cuando conoció a Nairo:
«Eso fue como en el 2008. Yo venía de Duitama en mi moto y me lo encontré. Entonces yo le dije: “Qué, mijo, vamos, vamos, métase detrás de la moto y yo lo voy llevando hasta que llegue a Tunja porque este viento se lo lleva a usted...”, y él se metió detrás de la moto. Yo lo subía a un muy buen ritmo, pero llegó aquí a Tunja como si nada, bueno, y así se fue, cogió por Cómbita. Desde ya se veía la ambición. Era un pelado muy serio, muy puestecito, muy en lo que era. Llegué yo a la casa y dije: “Papá, encontré un chino negrito, negrito, negrito, pero qué berraco de bueno. Ese pelado va a ser un fenómeno”».
Guiado por Hernán, Nairo empezó a entrenar y a competir en pista. En la Copa Nacional de Pista en Duitama, en marzo del 2008, Nairo participó en la carrera por puntos.
«Puse una rueda Zipp atrás y, ¡ay!, ilusionado por lo de su primer enterizo, estaba todo ilusionado porque tenía pocos uniformes —me dijo Hernán Casas—. Me acuerdo de que le puse 51-14 porque él me decía: “No, profe, póngame el 52-14 que eso yo voy bien”».
Hernán le respondió: «Hijo, no se trata de mover todo el rollo, sino de que en pista se necesita más cadencia y más agilidad. Usted tranquilo».
En el primer embalaje Nairo quedó entre los últimos. En el segundo embalaje igual. Luego, Hernán Casas, usando señales con las manos y silbidos, lo envió al ataque, pero lo detuvo antes de ganar una vuelta. Embalaje tras embalaje Nairo ganó los puntos máximos y tomó el liderazgo de la carrera incluso antes de tomarle vuelta al grupo.
Fue una rara reducción de la distancia que Nairo prefería mantener de los equipos establecidos y de las estructuras departamentales. Se había unido a regañadientes a la Escuela de Ciclismo de Tunja, patrocinada por un impresor local llamado Ediciones Mar, para obtener su licencia de carreras. Pero consideraba al régimen de licencias como una estafa.
«Para obtener una licencia de la Federación Colombiana de Ciclismo tenías que pertenecer a la Liga, y para pertenecer a la Liga deberías tener un club. Entonces muchos de esos clubes tenían cuotas de membresía altas y no te daban nada por ellas más que un uniforme con el nombre de un patrocinador escrito por todos lados. Si no tenías un cierto nivel económico era difícil encontrar cupo, a menos de que fueras un gran fichaje. Yo no pertenecía a ninguno de los dos grupos, por lo que preferí no involucrarme».
En cambio corrió para el mejor postor. Como resultado, hay fotografías del joven Nairo en camisetas de muchos equipos diferentes. Si en su vida futura se convertiría en un activista experto en cuestiones rurales que afectaban al campesinado, e incluso se enfrentaría a la Federación de Ciclismo, esta negativa a conformarse fue una señal temprana.
En particular, no se unió al equipo más importante de Tunja, el Chocolate Sol, el equipo con el que Mauricio Soler, el futuro ganador de etapa y la clasificación de la montaña del Tour de Francia de 2007, había ganado la Vuelta al Porvenir en 2001.
Dayer Quintana recuerda: «Chocolate Sol traía gente de Nariño, traía gente de Boyacá, y le daban a uno guerra, entonces eran 8, 9 corredores contra Nairo solo. Estaba Darwin Pantoja, Michael Rodríguez, Edward Beltrán y así muchos corredores más. Nairo a menudo corría solo, y ganaba. Se veía que era fuerte».
Pero Nairo no se llevaba bien con el director del equipo, Serafín Bernal. «No me gustaba su carácter ni la forma en la que trataba a otras personas, así que no quise estar en su equipo. Y yo tampoco le agradaba a él».
Sin embargo, el primer viaje de Nairo más allá de las fronteras de Colombia fue con Chocolate Sol. En junio de 2008, cuando tenía dieciocho años, salió de casa con su fiel y pesada bicicleta sobre la espalda, subió a un bus rumbo a Cúcuta, en la frontera, para encontrarse con un carro del equipo que se dirigía a la cercana localidad venezolana de San Cristóbal para participar en la Vuelta a de la Juventud de Venezuela, una carrera de cinco días.
Serafín Bernal había encontrado patrocinio adicional solo para una carrera en una tienda de artículos deportivos de Cúcuta llamada Zapatillas Ulloa. El tío de Nairo, José, un conductor de bus en Cúcuta, se encargó de que Nairo fuera parte del trato. Fue un arreglo extraño que personificó el sentido de independencia de Nairo: en la documentación de la carrera sus compañeros de equipo figuraban como ciclistas de Zapatillas Ulloa-Chocolate Sol. El nombre de Nairo apareció junto a Ulloa Deportes.
Le dieron una bicicleta más moderna y liviana para correr. Lloró cuando tuvo que renunciar a su bicicleta, aun así ayudó al líder del equipo, Heiner Parra, a ganar la carrera, mientras Nairo terminaba cómodamente entre los diez primeros en la general y de segundo en la contrarreloj.
Pero no le había pedido permiso a su escuela para ir. Su profesor de ciencias sociales, Leonardo Cárdenas, me mostró el aula donde Nairo tenía su pupitre, junto a la pared del fondo. «Don Luis vino a hablar con el director, quien le dijo que no podía autorizar el viaje. Luis le dijo: “Demasiado tarde, ya se fue”».
Luego, su profesor de Educación Física le hizo perder la materia y el director le ordenó que se disculpara ante sus compañeros en un discurso público. Pero, en cambio, Nairo los cautivó con las historias de su aventura, en las que incluyó cómo había ganado una pelea contra un grupo de ciclistas venezolanos que lo habían atacado durante la carrera. «No era tonto —dice su antiguo maestro Leonardo Cárdenas—. Nunca dejó que nadie se le impusiera. Nunca fue acosado. Tenía buenos modales, pero no era un cobarde. Era noble».
A pesar de los desacuerdos, Nairo le guarda cariño a su antigua escuela y regresa con regularidad para hablar con los niños, si bien nunca pasó Educación Física.
Por esa misma época Nairo dejó de ir a los mercados de los viernes y los domingos en Tuta y Tunja y lanzó un nuevo emprendimiento: «Colocamos una panadería en la casa y tocaba llegar del colegio, preparar pan, y si se vendía, pues tocaba hasta las diez u once de la noche». Esto no le ayudó a mejorar sus patrones de sueño: «Cuando comencé el ciclismo, terminaba de hacer el pan a las cuatro de la mañana, y a las seis de la mañana íbamos al municipio donde tocaba correr».
Hernán Casas me dice: «Mi papá era panadero, entonces Nairo iba mucho y mi papá le enseñaba. Le decía: “Bueno, quiero que me enseñe tal cosa, bueno, la otra”, y él lo hacía». Desde ese momento Nairo ha sido un cocinero entusiasta y hábil en la cocina familiar.
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Un mes después de su viaje a Venezuela, el 20 de julio del 2008, Nairo se dirigió a la localidad de Sogamoso, a setenta kilómetros al noreste de Tunja, para la carrera anual del Día de la Independencia. Allí se acercó a Jenaro Leguízamo. Nativo de Sogamoso, Jenaro había corrido con el equipo amateur de Café de Colombia hasta 1991, cuando el patrocinio se acabó y el ciclismo colombiano entró en un declive de diez años. Comenzó a entrenar a jóvenes corredores, se licenció en Educación Física y luego fue un pionero en las ciencias del deporte en Boyacá. En 2008, Leguízamo se incorporó a Colombia Es Pasión como entrenador del equipo.
Diez años después, en su estudio de la casa donde creció, Jenaro recordó el momento en que ese niño campesino tímido y decidido se le acercó. «Profesor Jenaro, quiero pedirle un favor. Lo que pasa es que yo voy a correr ahorita, y vuelvo a correr en quince días la carrera de don Serafín. Y yo quisiera que usted me hiciera el favor de mirarme y si ve que doy la talla, me ayude a entrar al equipo». Jenaro sintió curiosidad. «Cualquier otra persona se acerca diciendo: “Profe, ayúdame, no tengo equipo, yo quiero entrar...”. No, él se acercó diferente: bien parado, bien puesto: “Quiero que me mire y, si soy bueno, que me ayude”».
Aunque no recuerda el resultado de aquella carrera del 20 de julio, no ha podido olvidarse de su actuación una semana después en el clásico Club Deportivo Boyacá, una carrera de tres días con una contrarreloj y dos etapas de montaña. Era la carrera de casa de Chocolate Sol y Nairo se enfrentó a su líder Darwin Ferney Pantoja, siete meses menor que él, pero quien había ganado la Vuelta del Futuro del 2007, la carrera nacional por etapas para jóvenes entre quince y dieciséis años.
En la contrarreloj de apertura, Nairo llegó sexto. En la segunda etapa terminó segundo detrás de Pantoja, quien se llevó la camiseta de líder por treinta y siete segundos. La etapa final, de Moniquirá a Tunja, incluyó la escalada que Nairo realizaba todos los días después de clases. Atacó en las pendientes menos pronunciadas y soltó a Pantoja. En la vereda La Concepción, su madre Eloísa arrojó pétalos de rosa en la carretera bajo sus ruedas. Rusbel Achagua lo grabó para la posteridad desde el asiento del conductor de un Chevrolet Jimny rojo que pertenecía a la alcaldía, mientras el sentimental don Luis, entre lágrimas, gritaba: «Vamos, mi chinito. Eso es mi negrito», desde la ventana abierta.
Nairo entró solo en la plaza de Bolívar de Tunja para ganar la etapa, la clasificación general y las camisas de montaña y de puntos. El video y la camiseta del ganador de la carrera, ahora enmarcada en su pared, se encuentran entre las posesiones más preciadas de Rusbel Achagua.
Después de desmantelar solo al equipo más fuerte del departamento, incluido al famoso Darwin Pantoja, Nairo vio cómo se abrían nuevos caminos.