LAS

CICATRICES

SE LLEVAN

DENTRO

 

 

YZ

—¿No te duele la cabeza, David?

Hecho una bola en el suelo frío y húmedo, vi cómo mis dos vecinos me miraban horrorizados mientras se oía caer con un ruido sordo el palo de golf ensangrentado sobre el césped recién cortado de su patio trasero.

—Eh, creo que sí… —dije apenas consciente del golpe mientras me tocaba la parte de atrás de la cabeza, sin darme cuenta de que ya tenía el pelo enmarañado y empapado por la sangre que brotaba de la enorme herida que el palo de golf de su padre me había hecho en el cráneo con tan solo nueve años.

—D-d-deberías irte a casa… —tartamudearon al mismo tiempo.

Un poco mareado, pero sin que me doliera nada, reuní fuerzas, me levanté del suelo y eché a andar, dispuesto a recorrer los ciento cuarenta metros que me separaban de casa. Era una soleada tarde de sábado y, como casi todos los fines de semana, nuestro idílico callejón rebosaba de actividad. Ya fuera por el ruido de los cortacéspedes en la distancia, los timbres de bicicleta resonando al unísono o los gritos que acompañaban a una patada perfecta al balón, nuestro barrio siempre sonaba como un coro de niños jugando alegremente al aire libre. Era el tipo exacto de mierda americana que inspiró series de televisión como Días felices y La tribu de los Brady. Al fin y al cabo, North Springfield era una comunidad diseñada, después de la Segunda Guerra Mundial, exactamente con esa estética: hileras de casitas de ladrillo lo suficientemente grandes como para que la generación del baby boom pudiera mantener a una familia de cuatro con sus magros salarios federales; unas hileras que se extendían en kilómetros de cuadrículas de césped bien cuidado, aceras agrietadas y altos robles blancos. A unos minutos de la capital del país, en la parada de autobús de la esquina siempre había una larga fila de hombres calvos con gabardinas y maletines marrones que leían el Washington Post mientras esperaban a que los llevaran al Pentágono u otros edificios federales monolíticos y anónimos para afrontar un día más detrás de una mesa. La vida consistía en esa monotonía de nueve a cinco que nunca falla. Una carrera de ratas del día de la marmota con poco más que un reloj de oro esperándolos en la meta. Para los que tenían el cerebro lavado por el síndrome de la «casita de vallas de madera blanca», esa era la cómoda recompensa de la seguridad y la estabilidad. Para los chicos traviesos e hiperactivos como yo, era el patio del diablo.

Los sábados por la mañana solían comenzar con unos dibujos animados y un tazón de cereales antes de mirar por la ventana del salón para ver qué estaba pasando en la calle. Si creía que podía encontrar algo de acción, me ponía mis Toughskins (unos vaqueros baratos de Sears, de toda una serie de colores repulsivos) con la prisa de un bombero ante una emergencia y salía de casa despidiéndome a voz en grito: «¡Adiós, mama! ¡Luego vuelvo!». Lo de ser un niño casero no iba conmigo. Yo prefería las innumerables aventuras que siempre me estaban esperando al aire libre, como arrastrarme por las tuberías húmedas de un desagüe, saltar desde los tejados o lanzarles manzanas a los coches desde los arbustos que bordeaban la carretera (una broma desaconsejable que solía terminar en una persecución frenética que me obligaba a cruzar por los patios de las casas saltando vallas metálicas a una velocidad olímpica para escapar de algún tipo de castigo por maleante). Desde muy temprano hasta que se encendían las luces de la calle, deambulaba por las aceras en busca de emociones hasta que acababa con agujeros en mis zapatillas especiales, que me habían modificado con un alza en el pie izquierdo para corregir una desviación de columna.

Pero aquel día, mis dos mejores amigos, Johnny y Tae, estaban metiendo los palos de golf en el maletero del coche de su padre. «¿Golf? —pensé—. Nosotros no jugamos al golf. Esa mierda es para niños ricos y burgueses.» ¡Nosotros teníamos palos, piedras y ríos llenos de langostas! ¿Qué íbamos a hacer nosotros con sombreros tontos y pantalones de cuadros? Me vestí muy rápido y salté a su jardín para ver qué pasaba, y descubrí que tenían planeado pasar el día en familia en el campo de golf, con lo que me dejaron tristemente abandonado a mis cosas. Me despedí decepcionado, me di media vuelta y volví a mi casa enfurruñado, donde esperé con impaciencia a que regresaran mientras me dedicaba a las temidas tareas de rastrillar las hojas y ordenar mi cuarto (lo que siempre resultaba ser completamente inútil, puesto que no tenía ningún sentido del orden o la limpieza en aquella época; ahora he mejorado un poco, pero solo un poco).

Las horas fueron pasando muy despacio hasta que por fin vi su Cadillac azul subiendo por la calle. Dejé inmediatamente lo que estaba haciendo y corrí a su casa, donde los encontré en el patio de atrás, golpeando violentamente la bola de golf con una cuerda y un poste que habían clavado en el suelo como en el juego de la pelota atada. ¡Qué chulo! Cuando me acerqué, me quedé flipado al ver cómo le daban leñazos a la bola levantando puñados de tierra que salían disparados por el patio. Como nunca había probado suerte con este nuevo deporte, esperé pacientemente mi turno al tiempo que reunía toda la disciplina de la que era capaz, hasta que por fin me dieron el palo viejo y oxidado. «Esto pesa un montón», pensé mientras levantaba los brazos para balancearme lo más fuerte que podía. Al aire. Nada. Al aire. Nada. Trozos gigantes de césped salieron disparados por todas partes como metralla, hasta que por fin acerté y, con un golpe perfecto, la bola dibujó un círculo alrededor del poste, dejándome con una sensación de satisfacción indescriptible. Mi corazón se llenó de orgullo. «¡Me toca!», gritó Tae mientras me quitaba el palo de las manos y ponía la bola en su sitio. «Le he dado muy fuerte. Voy a ver si el poste sigue bien clavado…», pensé, me agaché para asegurarlo en la tierra húmeda y…

¡ZAS!

Si te has dado alguna vez un golpe en la cabeza con mucha fuerza, seguramente recuerdas el sonido del impacto cuando resuena en el cráneo. Se parece al rebote de un balón de baloncesto o el golpe de un melón poco maduro (el mío). Una vez que la has experimentado, es una sensación que no te abandona. Y el silencio que sigue, normalmente acompañado por unas cuantas estrellitas, es ensordecedor. A mí me acababa de golpear con todas sus fuerzas un niño con un palo de adulto diseñado para producir «un tiro de alta trayectoria» en el campo. En la cabeza de un niño de nueve años, el golpe produce un efecto muy distinto: un puto Helter Skelter.

Yo no sabía que me habían abierto la cabeza como una calabaza mucho después del día de truco o trato. No sentía nada. Nada de nada. Johnny y Tae me dijeron que sería mejor que volviera a casa, así que me fui silbando un poco intranquilo y pensando: «En qué lío me he metido», sin darme cuenta de la gravedad de lo que acababa de ocurrir. Aquel día llevaba mi camiseta preferida, una Ringer blanca con la S de Superman en el pecho. Mientras cruzaba la calle, me miré el logo rojo y amarillo, y me sorprendí al ver que aquella había dejado de ser mi preciosa camiseta de Superman. Ahora estaba llena de una masa pegajosa y coagulada de sangre, cuero cabelludo y pelo. Cuando llegué al jardín, aceleré el paso nerviosísimo. Todavía no me dolía nada, pero sabía que una gota de sangre en la alfombra sería un quebradero de cabeza (no me he podido resistir). Al subir los pequeños escalones que llevaban a la casa, oí que mi madre estaba pasando la aspiradora, así que en vez de entrar por la puerta como una exhalación empapado de sangre y gritando, me paré y llamé a la puerta suavemente, haciendo todo lo posible por disipar la histeria inminente.

—Mamá, ¿puedes salir un momento? —le pedí con la voz más tranquila y dulce del «niño que esta vez la ha cagado de verdad».

—Un momento… —contestó ajena al terror que la esperaba fuera mientras terminaba de pasar la aspiradora en otra habitación.

—Eh…, creo que es importante —gimoteé.

La cara que puso mi madre cuando apareció y se encontró a su hijo pequeño en la puerta cubierto de sangre se me ha quedado grabada en la memoria. Aunque no me dolía nada, sentía su dolor.

Pero, a decir verdad, no era la primera vez.

Siempre bromeábamos diciendo que los médicos del hospital público del condado de Fairfax me conocían por mi nombre de pila. Como si fuera el Norm de Cheers, todos gritaron: «¡David!», mientras me metían en urgencias sentado en la silla de ruedas con otra herida que necesitaría otro montón de puntos negros. Con el paso del tiempo, dejó de impresionarme el pinchazo de una nueva inyección de novocaína y la sensación de que la piel se estiraba cuando un médico tiraba con fuerza de un hilo fino de nailon para cerrar una herida. Se convirtió en una costumbre. Por ahora, nunca me he afeitado la cabeza por completo, pero imagino que debajo de mi mata de pelo oscuro tiene que haber algo parecido a un mapa del metro de Londres, con un montón de líneas que se entrecruzan en una maraña de cicatrices. Manos, rodillas, dedos, piernas, labios, frente…, sea lo que sea, si está conectado con mi cuerpo, han tenido que arreglarlo como una vieja muñeca de trapo. Pero, no te creas, yo siempre le encontraba el lado positivo, porque una herida significaba perderse un día de colegio. Y yo habría hecho cualquier cosa por tener un día libre.

Por ejemplo, una vez me rompí el tobillo en un partido de fútbol que estábamos jugando en un parque cerca del lago Accotink, un lugar pintoresco que estaba a menos de dos kilómetros de mi casa. Todos los de sexto habían quedado aquella tarde para jugar en una zona de césped y enseguida estalló un partido furioso, ya que la mayoría llevábamos toda la vida jugando con el club de atletismo del barrio. (Dato curioso: en todos los deportes a los que jugara, siempre me ponían de portero, lo que imagino que denota un perfil psicológico prematuro, pero esa es otra historia.) En un momento dado, alcancé el balón en el preciso instante en que lo hacía otro jugador y el tobillo se me torció de un modo horrible, en una dirección para la que no estaba hecho. Al caer al suelo supe que me había hecho daño de verdad. ¿Y qué hice? Me volví andando a mi casa, pensando durante casi dos kilómetros qué le iba a decir a mi madre para que aquella lesión me sirviera para no tener que ir al colegio, sin darme cuenta de que realmente me había roto el tobillo. Para mi sorpresa, al día siguiente me desperté con un gigantesco pie morado. «¡BIEN! ¡UN DÍA SIN COLE!», me alegré. Y sí, «¡David!», exclamaron los médicos cuando llegué.

La lista es larga. El huevo de Pascua congelado que decidí cortar con el cuchillo más afilado del cajón hizo que casi me amputara el dedo índice de la mano izquierda. Luego está la esquina del pasillo que lleva al cuarto de mi hermana, contra la que me estampé de cabeza no una, sino dos veces, con lo que se sumaron unos cuantos puntos más al intrincado bordado que ya tenía en la frente. Las caídas con la bici. Los accidentes. Aquella vez que un coche me arrolló con cuatro años (¿Qué dije? «¡Pero si no me he hecho nada, mami!») Mi infancia fue una serie demasiado larga de visitas a urgencias que terminaban en una nueva cicatriz, un día sin colegio y una buena historia que contar.

Al mirar atrás me doy cuenta de que mi reacción era curiosa. Cuando me hacía daño, no temía las consecuencias físicas, pero sí las emocionales. A pesar de todas esas heridas graves, no recuerdo ningún momento en el que sintiera dolor físico. Ninguno. Siempre volvía andando a casa; siempre ponía cara de estar jugando para no hacer sufrir a mi madre más de lo que la vida la había hecho sufrir ya, y siempre le decía que cualquier herida que me hubiera hecho no era más que un rasguño, sin importar la cantidad de puntos que necesitara. Puedes llamarlo como quieras, mecanismo de defensa, desconexión neurológica o lo que sea, pero creo que es algo que aprendí de los sacrificios que tenía que hacer mi madre para criar a dos niños felices, sin importar el dolor que tuviera que soportar. AL FIN Y AL CABO, EL ESPECTÁCULO DEBE CONTINUAR.

Hay un dicho que afirma que «el límite de tu felicidad es la de tu hijo más infeliz». Nunca entendí realmente lo que quería decir hasta que tuve que llevar a mi hija Violet al pediatra para que le pusieran una inyección. Hasta entonces, sus llantos no habían sido más que señales de que tenía hambre, estaba cansada o había que cambiarle el pañal. Se había pasado la mayor parte de sus primeros seis meses sentada en mis rodillas, sonriendo y soltando risitas cuando yo la movía arriba y abajo, apreciándola como el milagro que es mientras me miraba con sus enormes ojos azules, desarmándome con cada gritito. Pero aquel día, el médico me pidió que me la sentara en las rodillas mientras él preparaba la inyección, así que la puse mirando hacia mí como habría hecho cualquier día en el salón de mi casa, sonriéndonos los dos y comunicándonos con los ojos en lugar de hacerlo con palabras. Sin embargo, esta vez era distinto. Yo sabía que lo que iban a hacer le iba a doler. Hice todo lo que pude para que estuviera contenta y se riera, pero cuando la aguja larga y afilada se le fue hundiendo en el bracito, su expresión de felicidad y alegría cambió rápidamente a la de un inmenso dolor. Sus ojos, que seguían clavados en los míos, se abrieron de par en par y se llenaron de lágrimas como diciendo: «Papá, ¿por qué dejas que me hagan daño?». Yo estaba destrozado. El corazón se me rompió en mil pedazos, y en ese momento no solo sentí el dolor de Violet, sino también el de mi madre.

Al volver a casa (sus lágrimas se secaron en cuanto salimos de la consulta, claro), llamé a mi madre y le dije que no podía quitarme de encima ese sentimiento tan horrible, explicándole que era la primera vez que oía a mi hija llorar de dolor y que eso me había destrozado por dentro. Su respuesta fue tan profunda como esperaba: «Dios quiera que nunca aparezca por la puerta cubierta de sangre… Entonces sí que lo entenderías…».

Menos mal que mi madre no estuvo presente la noche del 12 de junio de 2015 en Gotemburgo, en el estadio Ullevi de Suecia.

Era verano, una noche escandinava preciosa. Cielos despejados, brisa cálida y cincuenta mil seguidores de Foo Fighters esperando ansiosamente un concierto de dos horas y media con la lista de veinticinco canciones que ya habíamos cantado en otros conciertos y sabíamos que gustaba. Para entonces, nuestra pequeña banda ya había pasado al nivel de estadios tras convertirse en una máquina bien engrasada que lanzaba canción tras canción con pocos descansos, y yo me sentía más que cómodo cantando ante una audiencia de esa magnitud, viviendo mis más íntimas fantasías a lo Freddy Mercury todas las noches: escuchar el eco retardado de la gente que se desgañita desde los más recónditos rincones de un estadio de fútbol es una sensación extrasensorial que se vuelve extrañamente adictiva con el tiempo, resonando en un coro de conectividad sublime; el aire libre, con las ráfagas de viento que te alcanzan removiéndote el pelo con una perfecta explosión a lo Beyoncé mientras inhalas el olor a sudor y cerveza que de vez en cuando se eleva de la multitud con una condensación similar a la de la niebla; el rugido de los fuegos artificiales que resuenan sobre ti mientras haces tu última reverencia y sales corriendo hacia la pizza de pepperoni que te espera fría en el camerino. Créeme, es todo lo que te esperas y mucho más. Nunca me gustó del todo el rock de estadio hasta que lo experimenté desde el borde del escenario, y hasta ahora nunca he dado por sentado ni un solo momento. Es una experiencia de otro mundo, algo que solo se puede describir con dos palabras: absolutamente increíble.

Poco antes de la actuación, un promotor de la ciudad asomó la cabeza por la puerta del camerino para desearme suerte y recordarme que tenía el listón muy alto, ya que en aquel estadio tan solo había tocado el único e inimitable Bruce Springsteen, y que la gente estaba tan eufórica que «había tirado la casa por la ventana». ¡Sin presiones! Ni por un momento se me habría ocurrido elevarme al nivel del Boss, pero tengo que decir que aquella pequeña charla me incendió por dentro. «Esta noche les voy a dar caña», pensé, y seguí con mi ritual de siempre, que suele consistir en tres ibuprofenos, tres cervezas y un montón de risas. Lo confieso, siempre me ha dado vergüenza hacer los ejercicios vocales de calentamiento, sobre todo teniendo en cuenta que mi actuación consiste en gritar como un poseso, y no en soltar magníficos gorgoritos melódicos. Unas cuantas carcajadas y nuestra versión de «oración de la banda» (un momento profano en el que nos tomamos un trago de Crown Royal mirándonos a los ojos) funcionan siempre.

El sol aún brillaba en el cielo cuando subimos al escenario aquella noche, y cuando abrimos con los primeros acordes de «Everlong» (sin duda, nuestra canción más famosa), la gente se volvió loca. Esta canción, que solemos reservar para el cierre, fue la elección perfecta para comenzar lo que resultaría ser nuestro concierto más inolvidable, y la tocamos con la intensidad de una banda en llamas. Sin dudarlo, rápidamente nos lanzamos al ritmo acelerado de «Monkey Wrench» mientras yo corría de un lado al otro del escenario, sacudiendo la cabeza y haciendo solos como un niño con una raqueta de tenis delante del espejo de su cuarto. Los escenarios de los estadios no solo son enormes, sino que también son muy altos para que el público pueda ver a los artistas desde cientos de metros de distancia, con lo que cada movimiento es una carrera de más de cuarenta metros que te deja sin aliento para la siguiente estrofa cuando llegas al micrófono.

A mitad de la canción, salté hacia delante para lanzarme a otro punto ciego del escenario (me encantan esos trucos), pero el pie se me enganchó en un cable del suelo y acabé a pocos centímetros del borde. El impulso del tropezón me hizo perder el equilibrio y, viendo los cuatro metros de altura que me separaban del suelo, pensé: «No pasa nada, solo es un salto». Como había hecho tantas veces al saltar desde los tejados cuando era niño, eché el pie hacia delante (¿te lo imaginas?) y esperé que todo saliera bien. Pero aquello no era un tejado que sobresalía sobre un césped bien cuidado. No. Aquello era puro hormigón, el cemento compacto e implacable con tiras de plástico duro que se usan para proteger el campo de fútbol. Me estrellé contra el suelo con un espantoso ¡PAM!, y una gigantesca ola de pánico y adrenalina se apoderó de mí. «¡Qué vergüenza!», pensé. Rápidamente me puse de pie, como si fuera otra pequeña caída de la infancia, nada que temer, pero en cuanto puse el pie en el suelo supe que algo no iba bien. Al poner el peso sobre el tobillo derecho, lo noté caliente y entumecido, con la repugnante consistencia de un calcetín lleno de puré de patatas. Estaba… machacado. Me caí al suelo otra vez, sujetándome la pierna mientras los guardias de seguridad del estadio me rodeaban. Totalmente ajena a lo que estaba pasando, la banda seguía tocando desde lo alto del escenario. De algún modo conseguí llamar la atención del guardia de seguridad de la banda, Ray, que estaba a unos treinta metros, y, articulando las palabras de un modo exagerado, grité: «¡ME ACABO DE ROMPER LA PUTA PIERNA!».

Vi como el cuerpo enorme de Ray se abalanzaba hacia mí en el mismo momento en que la banda dejaba de tocar y se detenía la canción.

Pedí un micrófono y, desde el estrecho camino del sofocante pasillo de seguridad, declaré con toda tranquilidad: «Señoras y señores, creo que me acabo de romper la pierna. Sí, creo que me la he roto…».

Un silencio de estupor se abrió paso entre el público al ver que la banda se asomaba desde el borde del escenario absolutamente desconcertada, viendo cómo me rodeaban un montón de paramédicos y pedían una camilla. Yo no paraba de pensar qué podría decir para calmar o remediar una situación tan ridícula. Allí estaba yo, apenas en la segunda canción de una lista de dos horas y media, a punto de que me sacaran del campo como a un jugador lesionado ante cincuenta mil seguidores. Toda aquella gente había viajado desde muy lejos, gastándose el dinero que había ganado con su trabajo para verme actuar aquella noche. Iba a darles un concierto a la altura del Boss, joder. Me lo pensé un momento y dije lo primero que se me ocurrió: «Os prometo que los Foo Fighters… volveremos y terminaremos este concierto…». LEVANTÉ LA MIRADA HACIA NUESTRO BATERÍA, TAYLOR, MI MEJOR AMIGO Y CÓMPLICE, Y DIJE: «¡¡¡SEGUID TOCANDO!!!».

Mientras me llevaban a un lado del escenario, las primeras notas de «Cold Day in the Sun», de nuestro quinto álbum, comenzaron a resonar en el estadio ante una audiencia estupefacta. Un joven médico sueco, Johan Sampson, me cortó los cordones de las zapatillas de caña alta y, cuando me lo quitó, el pie me cayó flácido hacia un lado. Me había dislocado el tobillo, se me habían roto todos los ligamentos que mantienen la articulación en su sitio, y también me había roto el peroné con un corte tan limpio como el de una navaja. El médico me miró y, con su fuerte acento sueco, dijo: «Lo más seguro es que te hayas roto la pierna, y se te ha dislocado el tobillo, así que tendremos que volver a ponerlo en su sitio».

En ese momento llegaron corriendo, preocupados y horrorizados, mi mujer, Jordyn, y mi mánager de gira, Gus Brandt, pero a mí lo único que se me ocurría era reírme por lo absurdo que era todo aquello. Le dije a Gus que me trajera un vaso de Crown Royal y me incliné hacia mi mujer, le cogí la manga de la chaqueta de cuero y la puse entre mis dientes. «Hazlo», le dije al médico mientras mordía la tela negra y salada, sintiendo una presión extraña mientras intentaban poner el tobillo en su sitio como si fuera una llave vieja en una cerradura oxidada.

«Stay with me, stay with me, tonight you better stay with me…» («Quédate conmigo, quédate conmigo, esta noche mejor quédate conmigo…»), cantaba Taylor. El clásico de los Faces que llevábamos años tocando se oía en la distancia mientras otra paramédico me ponía una de esas mantas térmicas de alpinismo suponiendo que me encontraba en estado de shock. No me puedo quejar, la verdad. A lo mejor tenía razón. Estaba tumbado, riéndome con un vaso de plástico hasta arriba de whisky, sin dar muestras de que acababa de destrozarme la pierna con una caída enorme. Pero yo lo único que sentía en aquel momento era la responsabilidad de terminar el concierto ante miles de personas que habían venido para vernos echar el estadio abajo con nuestra máquina de rock bien engrasada. Me imaginaba filas y filas de personas dirigiéndose hacia la salida, con los brazos caídos por la decepción, maldiciéndonos y jurando que jamás volverían a un concierto nuestro. Me volví hacia Johan, que me estaba sujetando el pie en su sitio, y le pregunté:

—Oye, ¿puedo subir y terminar el concierto si me siento en una silla?

—Necesitarías una férula —me dijo.

Cuando le pregunté si tenían alguna, me dijo que tendríamos que ir al hospital para ponerla allí y después volver.

—¿A cuánto está el hospital de aquí? —le pregunté.

—Treinta minutos —dijo.

«A tomar por culo», pensé. No estaba dispuesto a salir de aquel estadio sin darle a la gente el concierto por el que había pagado.

—¿Y si tú vas a por ella mientras yo sigo dando el concierto sentado y, cuando vuelvas, me la pones? —propuse.

Johan me miró con frustración y, con mucha educación, me dijo:

—Si te suelto el pie, se saldrá de su sitio.

En un momento de pura obstinación, exclamé sin dudar:

—¡Muy bien, pues entonces te subes al escenario conmigo, joder!

«Pressure… pushing down on me…» («La presión… aplastándome…»), se oía decir en el tono ronco y perfecto de Taylor, que estaba cantando el clásico de Queen y David Bowie mientras el médico me vendaba el tobillo con fuerza y sin perder nunca el control de la articulación, hasta que un puñado de hombres fuertes se coordinaron para levantarme y llevarme a la silla que me esperaba en el escenario, donde antes había cantado de pie.

La vida tiene su forma de regalarte momentos poéticos y fortuitos. En cuanto puse el culo en la silla y agarré la guitarra, irrumpí en el puente de «Under Pressure» como siempre lo había hecho, cantando en mi mejor falsete: «Chippin’ around, kick my bratins around the floor! These are the days it never rains but it pours…» («Dando vueltas, ¡patea mi cerebro por el suelo! Estos son los días en que las desgracias nunca vienen solas…»), y el rugido ensordecedor de la multitud confirmó que aquella canción y su letra no podrían haber sido más apropiadas para aquel momento inolvidable. No te lo puedes ni imaginar. Era la felicidad completa. Un triunfo. Pura supervivencia.

Cuando pasé a la siguiente canción, «Learn to Fly», miré a Johan, que estaba arrodillado delante de mí, haciendo todo lo posible por estabilizarme el pie mientras yo sacudía la guitarra cargado de adrenalina, y entonces me di cuenta de que había perdido el gesto rígido de preocupación y estaba moviendo la cabeza al ritmo de la música, así que le sonreí y le dije:

—Esto está muy bien, ¿eh?

—¡Síííí! —me dijo. Yo no tenía ni idea de que él también era músico de rock, y que la emoción de estar en un estadio seguía corriéndole por las venas.

La ambulancia no tardó en llegar con la férula, que resultó ser un gran aparato ortopédico que me pusieron con la velocidad de un equipo de boxes de Nascar, y seguimos adelante con el concierto. Pasaron las horas y las canciones, y hubo un momento en el que conseguí abrirme camino con muletas hasta el centro del estadio para cantar «My Hero» y «Times Like These». La forma en que el público me demostró su pasión y su apoyo al cantar toda la canción conmigo con un entusiasmo sin límites hizo que se me saltaran las lágrimas. Cuando llegamos a las últimas notas de «Best of You» sabía que acabábamos de vivir un momento decisivo en nuestra carrera. La banda, que había surgido a raíz del dolor y la tragedia de un pasado roto, era la celebración del amor y la vida, y la obstinación de encontrar la felicidad cada día. Y ahora, más que nunca, representaba la curación y la supervivencia.

Enseguida me acompañaron a un coche que me esperaba al lado del escenario y salimos a toda velocidad hacia el hospital rodeados de una escolta policial con las sirenas a todo trapo. Por el camino me di cuenta de que mi hija de seis años, Harper, que había visto todo lo que había pasado, estaba llorando en silencio. Entre las luces de las sirenas que le iluminaban la cara, le pregunté: «¿Qué te pasa, cielo?». No me contestó. «¿Estás asustada?». Asintió lentamente con la cabeza mientras le rodaban las lágrimas por las mejillas, y se me encogió el corazón. Aunque no sentía mi dolor, sentía el suyo. «¡No pasa nada! Me están llevando al hospital para hacerme unas fotos de los huesos… ¡Es muy chulo!», dije con una alegría forzada.

Ella intentó sonreír y reunir algo de valor, pero percibía el miedo y la empatía de su corazoncito inocente y al instante me concentré en su bienestar. Después de todo, el límite de tu felicidad es la de tu hijo más infeliz. Al llegar al hospital me dieron una silla de ruedas, y yo me la puse en el regazo para el viaje hasta la sala de rayos X, haciendo todo lo posible por que aquello pareciera divertido.

Afortunadamente, se rio.

Cuando me tumbé en la mesa helada de los rayos X, me pidieron que me quedara quieto mientras me quitaban la férula para hacer una radiografía lo más limpia posible de la lesión. Como en una abducción extraterrestre, la luz blanca llenó la habitación, y allí estaba yo, solo, a una ventana de distancia de mi mánager de giras. Silencio. Un zumbido resonó varias veces, y al mirar a Gus, vi su cara de preocupación a través del cristal. No era lo que esperaba ver. Él me miró a los ojos y, gesticulando, susurró la palabra «operar». Mierda.

El dolor por fin se había instalado cuando regresé a mi hotel aquella noche, y, acostado en el sofá con el yeso levantado, la mente se me fue a aquellos días de verano que pasé como un niño hiperactivo y travieso, vagando por las calles en busca de aventuras hasta que me salían agujeros en los zapatos, sin temer las consecuencias físicas. Solo las emocionales. Y mientras leía los innumerables mensajes que me llegaban al teléfono, se me saltaron las lágrimas por todo el amor y la preocupación que me estaban demostrando mis amigos al enterarse de la noticia. Sabía lo que había que hacer.

HAY QUE LEVANTARSE. IRSE A CASA. EL ESPECTÁCULO DEBE CONTINUAR.