4
La gota mágica

Jueves, 25 de abril de 2013
París

Después de un apasionado encuentro con Claudine, fui a cenar a un bistrot en el barrio latino de París, casi al lado del café Les Deux Magots, lugar famoso que durante el siglo pasado frecuentaban poetas, filósofos, pintores y todo tipo de bohemios. Entre ellos, Hemingway, Picasso, Orson Wells, Julia Child y muchas otras mentes privilegiadas.

Me convertí en un cliente habitual no solo por la buena comida, sino también por la bella serveuse, como les dicen a las camareras. Su nombre era Simone y tendría unos veinticinco años, cabello rubio con un corte moderno y ojos verdes y vivaces. Adornada por su ajustada falda, caminaba por el restaurante como si fuese una pluma empujada por una corriente de aire.

Un día me confió que estaba a punto de obtener su título en Periodismo y me mostró el CV que estaba haciendo circular. Hizo un puchero.

—Nadie me ha llamado.

—Está bien escrito, pero la foto que incluiste no te hace justicia.

—Un retrato profesional era demasiado caro, así que me la saqué en un fotomatón.

—¿Qué?

—Los fotomatones, en las estaciones de metro.

—Ah, sí. La iluminación plana no te ayuda. No te lo había dicho, pero soy fotógrafo. Si quieres, te hago un retrato. Será mi regalo de graduación para ti.

Sus ojos brillaron.

—Me encantaría, pero no puedo aceptar que lo hagas gratis.

—Está bien, págame un euro.

—¿De verdad? Lo pago. Un euro versus ninguno hace una diferencia. ¿No?

—Correcto. Estoy libre esta tarde —dije.

—Formidable. Iré después de terminar mi turno.

—Me mudaré este fin de semana, así que tendremos que hacerlo en el lugar que estoy alquilando cerca de aquí. Está lleno de cajas, pero no necesitamos mucho espacio.

—Dame la dirección, s’il te plait.

Escribí la dirección en una servilleta y se la entregué.

—No puedo seguir hablando, el dueño me está mirando. Te veré más tarde.

Eran más de las cuatro y no había llegado. Pensé que no vendría y justo cuando recogía el equipo apareció. Se había arreglado el pelo, puesto sombra de ojos y un toque de lápiz labial rosa claro. El vestido, negro, corto, sin mangas, me dejó sin aliento.

—Siento llegar tarde. Fui a casa a ponerme bonita.

—Te verías bonita incluso si te bañaras en barro.

—Me gusta lo expresivos que son ustedes, los latinoamericanos. Aquí son muy formales.

—Sé que tienes poco tiempo, así que procedamos: siéntate en este banco.

Al sentarse me dio una maravillosa vista de sus bragas, que provocó escalofríos en mi columna vertebral y me hizo sentir como perro callejero soñando con un bistec.

Cuando estoy con una mujer, un vistazo, un aroma, una mente inteligente, entre un millón de cosas, desencadenan una reacción sexual en mí, un sentimiento difuso, un escalofrío que me recorre la espalda, continúa directo a la cabeza del pene y lo sacude unos milímetros.

Normalmente, me ocurre decenas de veces al día. Así sea una exageración, como dice el dicho, los hombres a veces pensamos con el pene. Países y religiones se han creado a causa de eso.

Es una doble personalidad alimentada por el subconsciente, o quizás más bien por el chakra sacro, que me vigila, critica, se burla y no pierde oportunidad para instarme a aprovechar cualquier posibilidad, íntima o sexual. En eso nos parecemos mucho, pero en lo filosófico, en lo humano, somos bastante opuestos. Siempre pienso en este instinto como mi alter ego y cuando he sucumbido a sus consejos sin filtrarlos, más de una vez he puesto la torta.

En ese momento insistía torpemente: «No la dejes ir, haz algo. ¡Te las está mostrando a propósito!». «Quédate tranquilo, no hay posibilidades en este momento», respondía en mi mente. Puede ser obstinado, pero a menudo es el impulso que necesito para no dejar escapar una oportunidad.

Hice un esfuerzo para poder concentrarme en el retrato y continué disparando fotos. Pausé a revisar y había una muy buena. Se la mostré orgulloso.

—Lo tengo, bello retrato.

—Vaya, casi ni me reconozco, y salgo muy formal. Buenísimo. —Miró el reloj—. Es tardísimo, me tengo que ir, mi turno está a punto de empezar. Anotó su email y me lo dio.

—Te la mando esta noche —dije.

Simone corrió hacia la puerta, pero volvió, me dio un euro, un beso en la mejilla y se fue saltando.

El fin de semana siguiente me mudé a mi nuevo penthouse y contraté para hacer la limpieza a una señora bastante mayor de Martinica, Anaïs, todo un personaje. Trabajó tan duro ese día que la invité a cenar y eligió un pequeño restaurante especializado en boudin noire, morcilla. Me contó historias de sus hazañas amorosas, que dieron como resultado a catorce hijos de dos parejas, más unas cuantas infidelidades. Cuánto reí con sus picardías, igual de picantes que las morcillas.

Caminando de regreso a casa, vi un local en ruinas con un cartel de venta. Un pequeño espacio de 40 metros cuadrados que estaba ubicado en Square Clignancourt, una hermosa plaza cerca de Montmartre. Lo pensé en la noche y no tuve dudas de que ese lugar me podría proporcionar mucho más placer que los que me proporcionaba el dinero en el banco.. No pude resistirme y a la mañana siguiente hice una oferta ridícula que, después de un pequeño regateo, fue aceptada. Me sumergí en su renovación con la ayuda de un contratista portugués.

Nunca imaginé la montaña rusa de emociones, revelaciones humanas y sexo alucinante que traería consigo. Trabajar en este proyecto se convirtió en una rutina diaria, solo interrumpida cuando me reunía con Claudine. Nuestra relación era sexual, pero al paso nos burlábamos del mundo, en especial de los políticos conocidos por ella.

Camino a casa recibí una llamada.

—¿Benjamín?

—Sí, ¿quién es?

—Simone.

—Te he recordado tantas veces. Ese vestido negro me dejó loco.

—Viejo verde. ¿Crees que no me daba cuenta? Mira, mira, en serio, grandes noticias. Conseguí el trabajo de periodista y me quieren allí en dos semanas. Ayer fue mi último día en el restaurante.

—¡Felicidades!

—Tenía tres ofertas.

—¿Sabes qué? Las lograste por el retrato que te hice.

—Debe de haber ayudado. Ahora, la otra gran noticia: anoche mi novio me propuso matrimonio y acepté. Nos vamos a casar el próximo jueves.

—¡Felicidades otra vez!

—Quiero darle un regalo de bodas. Lleva tiempo tratando de hacer un póster mío, sexy, ya sabes. —Simone se aclaró la garganta—. Una foto es peor que la otra, un pésimo fotógrafo y él lo sabe. Estoy segura de que tú puedes hacerlo perfecto y lograrlo a tiempo, ¿no?

—¿Para cuándo lo quieres?

—Nos vamos justo después de la boda, que será al mediodía. Lo necesitaría impreso y enmarcado para el miércoles.

—Estás soñando.

—Por favor...

—Es jueves, quedan solo cuatro días hábiles.

Okey, hazlo sin enmarcar. Compláceme.

—Mmmm, por ti lo intentaré. Mi estudio aún no está utilizable, así que lo haremos en el nuevo apartamento.

—Tengo algunos ahorros; puedo pagarte más de un euro.

—Te cobraré dos esta vez. Bromeo, será mi regalo de bodas.

Golpeó su teléfono, como si estuviera aplaudiendo.

¡Yeiiiiii!

—No hay tiempo que perder. ¿Estás ocupada?

—Estoy visitando a mi mamá, pero esto es más importante. Ella lo entenderá.

Le di la dirección y una hora después estaba frente a mi puerta.

—Benjamín, nunca mencionaste que tu apartamento fuera un décimo piso. Qué envidia. ¡Oh là là!

—Y cómo lo he disfrutado.

Simone llevaba una camiseta blanca sin mangas que mostraba sus espigados pezones. Cuando pasó a mi lado para asomarse por la ventana, su seno rozó mi hombro. Casi me caigo de la emoción.

Mi alter ego reaccionó: «Chamo, si esto es así, cuando la veas en lencería nos mata». «Sí, pero mis posibilidades son menos que las de una bola de nieve en el infierno» —replicó mi conciencia.

Simone se volteó y me dijo:

—Solo un pequeño grupo asistirá a la ceremonia de matrimonio. ¿Te gustaría venir?

—Te lo agradezco, pero prefiero no hacerlo. Tu esposo sabrá que tomé la foto. Prefiero permanecer en el anonimato. Es nuestro pequeño secreto. —Le hice un guiño.

Un Amante debe plantar semillas sin saber si alguna vez serán cosechadas.

—El póster me gustaría quizás de un metro por lado.

—Sin problema.

—Me da vergüenza, pero debe ser algo insinuante, sexy —aseguró con una sonrisa sospechosa.

Mi alter ego se entusiasmó: «Desnúdala». «Por supuesto, mi querido Watson, pero sin precipitaciones», repuso mi conciencia.

Jugué a que no estaba interesado.

—Podemos hacerla en ropa interior, estilo boudoir.

—Cuando voy a playas nudistas, en Cap d’Agde, no siento vergüenza, porque hay miles de personas desnudas. Aquí estamos solo nosotros.

—Si quieres estar más cómoda... puedo desnudarme.

—¡Qué maaaalo!

—Tranquila, quédate en ropa interior.

Le di la espalda y me puse a ajustar un flash. Funcionó: al tornar hacia ella, estaba desnuda.

—Ah, lo decidiste —dije sin mostrar emoción, y tragué la saliva que brotaba de mi boca para evitar ahogarme. Sus perfectos senos y pequeños pezones rosados me atraían locamente.

Noté a Simone nerviosa y le entregué una bata.

Frunció el ceño, sorprendida.

—Póntela, te la quitas cuando estemos listos.

«¡Qué hipócrita!». «No te metas».

Busqué el iPod y le pregunté:

—¿Qué tipo de música te gusta?

Electro-chill.

Había preparado muchos playlists porque la música es una parte integral de cualquier sesión de fotos. Hay intervalos entre clics, y la música llena el vacío, manteniendo el momentum.

Escogí el comedor como microestudio por ser alargado y además estaba decorado al fondo con la fachada de un antiguo armario.

—Quítate la bata y, para empezar, posa frente a esa puerta. Haremos poses escondiendo parcialmente tus senos y pubis con las manos o detrás de una hoja de la puerta. Con cada destello, cambia un poco tus posiciones.

Apenas había hecho unas veinte fotos y noté que seguía tensa, rígida. No sabía si era la desnudez, la cámara o mi presencia lo que la intimidaba. Traté de dirigirla, pero nada, estaba ausente. Puse mi cámara a un lado y le ofrecí la bata.

—Simone, pausemos un rato. Estás muy tensa. ¿Quieres una copa de champán?

—Sííí, ¡volontiers!, con placer. —Se sobó el vientre—. Es que tengo mariposas en el estómago.

Abrí una botella y nos mudamos a la soleada terraza. Diez minutos después, el calor del sol, el champán y el alejamiento del improvisado estudio la relajaron y regresamos a lo nuestro.

—Intentemos sentada primero, con fondo blanco. Oculta tus pezones y área púbica con tus brazos.

Sus movimientos eran un poco mecánicos.

—Vamos, Simone, piensa en tu prometido. Imagina que es él quien está tomando las fotos. Toca tus brazos. Mójate los labios. Siente una brisa de océano en tu piel.

Al principio, casi le causaban risa mis sugerencias, pero esa risa, gradualmente, se convirtió en una sensual sonrisa y finalmente se puso seria. Pronto desarrolló una expresión robótica y su respiración se hizo más profunda, acompañada de atenuados suspiros.

Por sí sola siguió motivándose, humedeciendo y mordiendo sus labios. Los suspiros iban in crescendo con cada clic de la cámara.

Me quedé perplejo al ver su excitación.

«Hay algo detrás de esos ojos» —comentó mi alter ego—. «No, no puede ser —le respondí—. Pero sí es. Está excitada de veras».

Me aventuré a decirle:

—Respira profundamente... Inhala... Exhala... Otra vez, todo el aire, igual que en un orgasmo. ¡Todo!

Obedeció mis instrucciones con evidente disfrute de recibir órdenes. Sus pezones duros sobresalían.

Subí el tono de mis órdenes.

—Acaricia tus senos, tus brazos, tus piernas. ¡Siente el momento!

Me obedecía ciegamente. Estaba poseída por la lujuria con los ojos casi cerrados. No la interrumpí más por unos minutos, pero de repente se quedó paralizada, como autohipnotizada.

Insistí.

—Abre los labios... Ligeramente... muestra tu placer. ¡Gime! Más fuerte —ordené.

Empezó a gemir casi continuamente. Me puse de rodillas para fotografiarla desde un ángulo inferior. Luego deslicé mis piernas hacia adelante hasta que me tumbé en el suelo frente a ella. Gemía cada vez más fuerte al acariciarse.

—Ponte de pie —ordené.

Lo hizo sin vacilar.

Me quedé petrificado igual que cuando vi las pirámides de Egipto o el Tāj Mahal. No podía creer que esta mujer pudiese lubricar tanto en tan poco tiempo.

Una gota colgaba como un trapecista, sostenida por cuerdas mágicas adheridas a su clítoris y sus piernas.

La erección de mi pene era tal que sentía que iba a perforar la ropa. Las luces de fotografía iluminaban sus entrecerrados ojos, que la devolvían formando una fulgurante raya brillante.

—Avanza —la insté.

Simone dio varios pasos al frente.

—Más.

Continuó hacia delante poniendo un pie a cada lado de mis piernas. Cuando tocaron el costado de mis piernas sentí una especie de latigazo. ¡Madre mía!

Puse la cámara a un lado, me incliné hacia ella hasta que mis dedos tocaron sus caderas y la atraje sutilmente hacia mí. La sensualidad y la sexualidad envolvían el momento sin piedad. Ella se agachó y deslizó las rodillas a cada lado de mi pecho. Levanté la cabeza y me acerqué hasta que la gota tocó mi lengua y las cuerdas que la sostenían se rompieron.

Esa pequeña gota fue como un talismán, con su magia cambió mi destino.

La levanté con mis brazos para poder lamer ambas piernas y al subir a su fruta descubrí otra gota, y otra, y otra. Un elixir indescriptible.

Me centré en su clítoris, que tenía sabor y aroma a erizos de mar, azúcar y orquídeas.

Simone apretó mi cabeza contra su carnoso coño.

—Aaah... —gimió al sentir mi lengua dando vueltas lentamente.

Me recosté de nuevo y vi que otra gota comenzaba a caer, suspendida por una cuerda recién formada. La lamí de nuevo. ¡Mejor que caviar!

Aunque solo fuese por este momento, mi plan ya había valido la pena, pensé fugazmente. Sostuve su cuerpo para posicionarlo en el mejor ángulo para succionar y froté mi barba por toda su vagina. Así podría disfrutar de su olor durante más tiempo.

Yo quería más y ella también.

Lancé golpes de lengua contundentes y continuos directo a su clítoris, rebotándola, como si fuese impulsada por un resorte. Me haló del cabello, reflejando un placer casi doloroso. Reduje la velocidad y deslicé la lengua sin prisa por los labios internos y externos de su vagina, y luego bajé más hasta llegar a su hueco húmedo y caliente. Quería meterme dentro de ese misterioso remolino de pasión, donde todo se pierde, igual que en los agujeros negros del universo.

Ella acomodó la cabeza para que mi lengua se centrara en su clítoris y balbuceó: «Haz lo que estabas haciendo antes... los golpes».

La complací, martillándola, y luego hice que mi lengua vibrara rápidamente de lado a lado y luego hacia arriba y hacia abajo. Inserté mi dedo índice para lubricarlo con sus jugos y luego acaricié su culo en círculos, sin penetrarla.

Se echó hacia atrás y agarró mi polla con sus manos e intentó desabrochar el short, pero de repente, al morder su clítoris, Simone se volteó gimiendo incontrolablemente, inhaló sin fin y se derrumbó a mi lado con nuestras piernas entrecruzadas.

Me quedé inmóvil para no perturbar su petite mort, esa sensación de parálisis después de un orgasmo.

No puedo explicarlo, pero la capacidad de tener placer a través de otras personas marca mi vida. Sea en comida, artes, aventura, sexo o profesionalmente, no importa. Dar placer a una mujer es más gratificante que mi propio orgasmo. Me excita saber que soy la razón de su placer.

Después de sentir algún movimiento suyo, me levanté, invitándola al sofá y me desnudé. Ni siquiera pensé en un condón y ella tampoco. Cuando vio mi erección, arrojó los cojines a un lado y me hizo acostarme de espaldas, se recostó a mi lado acariciando el pene. Se acercó, lo guio a su boca y lo introdujo de golpe, furiosamente. En menos de diez minutos tuve que sacarlo porque estaba a punto de correrme. Me miró igual que lo haría una drogadicta buscando droga, pero se rindió, se dio la vuelta y abrió sus piernas. La penetré sin piedad y, con cada arremetida, la efervescencia del momento amplificaba las sensaciones en cada milímetro de su vagina, caliente, resbaladiza, apretada. El aroma que escapaba de abajo me transportó al reino de los sentidos.

Mi mente estaba deambulando en otra galaxia cuando Simone explotó de nuevo, azuzada por la vivencia sublime en la que estábamos atrapados.

Me levantó con sus caderas y no aguante más, me corrí yo también.

Al sentir mis gritos respondió con pasión: «¡Sííí... dámela!».

Colapsamos sin aliento. Cuando se reanimó, me abrazó y balbuceó:

—¡Qué despedida de soltera! —Inclinó la cabeza hacia un lado y me miró—. Eres un hombre guapo, distinguido, pero ciertamente no estás en mis preferencias. Me gustan altos, rubios, con mucho cabello y jóvenes. No veía a otra persona, eras parte de mí misma, mi consolador viviente. Mierda, no puedo entenderlo, mucho menos explicarlo.

La besé tiernamente en la mejilla y le dije:

—¿A quién le importa? Estoy feliz de que seas feliz. Vivimos el momento y eso es todo. Pronto no existiré en tu vida. Seré un espejismo, un sueño. Ninguno de nosotros lo planeó, simplemente sucedió.

—¡Fue una locura hacerlo sin condón! Ni siquiera lo pensé. Sin embargo, no hay riesgo de embarazo. Soy muy regular y mi período terminó hace cinco días. Oh, merde, el remordimiento crece a cada minuto. ¿Están actualizadas tus pruebas de sangre?

—Hice mis análisis hace poco, y todos están bien. AIDS y VDRL, todo negativo — aseguré.

Tomó mi mano y habló en un tono dulce:

—¿Qué me has hecho? Normalmente, no puedo correrme sin jugar con el clítoris.

—No me des el mérito. Dátelo a ti, que te metiste en un mundo erótico sin expectativas. A menudo, el deseo de lograr algo es el peor enemigo para lograrlo.

—Ja, posible. En cualquier caso, fue mi primera vez.

—¿Tienes hambre? —pregunté.

—¿Qué? —Estaba un poco perdida.

—Te pregunté si te gustaría comer algo.

Sacudió la cabeza y me miró.

—Oh, sí.

Cuando me puse de pie, vi una laguna bañando el sofá de cuero. Reí y se lo señalé.

Al verlo abrió la boca —¡Dios mío!

—No te preocupes, es de cuero, no pasa nada. Vamos a cocinar.

Aproveché que ya tenía los ingredientes para una cena planeada para el día siguiente con mis nuevas vecinas: el Oeuf de poule avec caviar, la estrella del atelier de Joël Robuchon.

Simone se convirtió en la sous chef perfecta. Extendimos una base de crema fresca en un plato. Artísticamente agregamos una corona de gotas de una emulsión de aceite de albahaca, pequeños cuadrados de salmón salvaje, en el centro, un huevo escalfado cubierto con finas cuerdas de patatas fritas y una quenelle de caviar Ossetra iraní. Decoramos la mesa al estilo de un restaurante de alta gama.

Al cortar a través del caviar y la yema, esta se derrama como una pequeña cascada recordando su fluida gota. Para hacerlo aún más sensual, el caviar es uno de los aromas más cercanos al delicioso sabor que las mujeres esconden en su intimidad.

Hice una copa con mis manos y cubrí mi nariz para mezclar el aroma del plato con el aroma de ella que había impregnado en mi barba, o tal vez al revés. El cielo.

—Eres un hombre peligroso... l’enfant terrible.

Sonreí y de repente me percaté.

—Mierda, nos distrajimos y no hicimos ni una foto adecuada para el póster.

Mon Dieu.

Se arregló el cabello y se puso un poco de maquillaje para refrescarse. Intenté con la posición de pie nuevamente. Ahora Simone estaba totalmente segura. Después de unos pocos clics, tenía varias opciones. Las analizamos en la pantalla de la computadora.

—Son impresionantes. Mi expresión sensual es muy sutil. Excelente. Quiero esa. —Señaló una foto con el dedo—. ¿Puedes deshacerte de este grano en mi cara?

Me reí.

—No te preocupes, aún no la he retocado.

Miró su reloj y se enderezó.

—¡Son las diez! Tengo que irme.

Simone apresuró su salida, lanzándome un beso de despedida.

El miércoles siguiente, llegó puntualmente.

Al entrar le entregué su póster.

—¡Lo prometido!

Lo contempló en silencio durante unos segundos y luego lo acarició suavemente con la punta de los dedos, mientras sus ojos continuaban escaneando cada detalle.

—Me encanta. Qué maravillosa ha sido esta aventura. Cada vez que mire el póster sonreiré y pensaré en ti.

—Música para mis oídos.

Me besó superficialmente en los labios.

—Espero que entiendas que no puedo verte de nuevo.

La interrumpí sacudiendo el dedo índice.

—No lo esperaba, estoy claro.

Entrecerró los ojos y se dio la vuelta. Cuando la puerta se cerró, me quedé congelado como si hubiera perdido el último tren.

Simone fue la prueba de que, en una sesión de fotos íntima, la pasión eclipsa cualquier barrera. Las convicciones se ablandan. Las máscaras se evaporan. Y lo impensable se convierte en algo natural.