Mis esperanzas de graduarme habrían sido también escasísimas de no ser por el libro de hechizos que había encontrado. El hechizo controlador de estados de la Piedra Dorada es tan valioso en el exterior que Aadhya había sido capaz de organizar una subasta entre los alumnos de último año que me había proporcionado un montón de maná e incluso un par de zapatillas de deporte casi nuevas. Pretendía llevar a cabo otra subasta entre los alumnos de nuestro curso dentro de poco. Con suerte acabaría con nueve cuarzos de menos en vez de diecinueve. Aun así, me costaría mucho reponerlos y al menos necesitaba otros treinta más para la graduación.
A eso tenía pensado dedicar mis gloriosas tardes libres de los miércoles. Menuda gracia. La cría de víbora globo resultó ser solo el primero de una serie de maleficaria a los que parecía atraerles irremediablemente el aula de la biblioteca. Había mals que nos atacaban en cuanto entrábamos por la puerta. Mals ocultos en las sombras que se abalanzaban sobre nosotros cuando estábamos distraídos. Mals que se colaban por las rejillas de ventilación a mitad de clase. Había mals en el interior de la mesa con tapa corredera. Y otros que nos aguardaban al salir del aula. Podría haberme librado de aprender chino si me hubiera limitado a quedarme de brazos cruzados. Todo aquel grupo de primero habría sido historia antes de que empezara la segunda semana del curso.
Mi destino quedó sellado al final de nuestro primer miércoles juntos. Con sangre, literalmente: acababa de espachurrar a una willanirga, cuyo saco estomacal y sus intestinos habían quedado desparramados por todo el perímetro del aula. Mientras nos dirigíamos a cenar, todos salpicados de porquería en mayor o menor medida, me tragué mi propia irritación y le dije a Sudarat —la chica de enclave— que si quería que siguiera rescatándola, tendría que compartir parte de su reserva de maná.
Se puso toda roja y dijo de forma entrecortada:
—No tengo… No soy… —Y entonces rompió a llorar y salió corriendo.
Zheng me dijo:
—¿No te has enterado de lo de Bangkok?
—¿De qué?
—Es historia —dijo—. Algo acabó con el enclave unas semanas antes de la incorporación.
Me lo quedé mirando. La característica más importante de los enclaves es que no se puede acabar con ellos.
—¿Cómo? ¿El qué?
Extendió los brazos y se encogió de hombros.
—¿Os habéis enterado de lo de Bangkok? —exigí saber durante la cena, preguntándome cómo era posible que se me hubiera pasado por alto una noticia de tal calibre. Pero lo cierto era que les llevaba la delantera a los demás, ya que Liu fue la única de la mesa que asintió y dijo:
—Me he enterado en clase de Historia.
—¿De qué te has enterado? —quiso saber Aadhya.
—Bangkok se ha ido al garete —respondí—. El enclave ha sido destruido.
—¿Qué? —dijo Chloe, volviéndose con tanta fuerza que derramó el zumo de naranja por toda su bandeja. Nos había preguntado si podía sentarse con nosotros, con amabilidad, no como si estuviera haciéndonos un favor al honrarnos con su presencia, así que yo había rechinado los dientes y le había dicho que sí—. Tiene que ser mentira.
Liu negó con la cabeza.
—Una chica de Shanghái que va a nuestra clase nos lo ha confirmado. Sus padres le pidieron a su hermana pequeña que le diera la noticia.
Chloe nos miró inmóvil, con el vaso todavía en el aire. No podíamos culparla por estar cagada de miedo. Los enclaves no desaparecen sin motivo; si un enclave había sido sacudido con la suficiente violencia como para acabar destruido, era una señal de que se avecinaba un conflicto entre enclaves, y el de Nueva York era el principal candidato para estar, de algún modo, metido en el meollo. Pero tras pedirnos a Liu y a mí por tercera vez en menos de cinco minutos que le diéramos más detalles, detalles de los que no disponíamos, le dije finalmente:
—Rasmussen, no tenemos ni idea. Tú eres quien puede averiguarlo. Los de primer año de tu enclave ya deben de haberse enterado de más cosas.
Acto seguido dijo: «¿Me vigilas la bandeja?», y luego se levantó y se dirigió al otro lado de la cafetería, donde estaban sentados los alumnos de primero que pertenecían al enclave de Nueva York. Al volver, tampoco sabía mucho más: ni siquiera había demasiados críos de primero que hubieran oído algo al respecto. Los alumnos de Bangkok no se estaban molestando en difundir la noticia, y Sudarat era literalmente la única alumna de primero del enclave que había sobrevivido para la incorporación. Todos los demás chicos de su edad habían pasado también a mejor vida, lo que alarmó aún más a los demás alumnos. Por lo general, incluso cuando los enclaves acaban lo bastante dañados como para venirse abajo, se dispone del tiempo suficiente para dar la voz de alarma y que los no combatientes puedan escapar.
Para cuando acabamos de cenar, se hizo evidente que nadie estaba al corriente de lo que había pasado. De entrada, en este colegio apenas sabemos nada de lo que sucede en el exterior, ya que las noticias del mundo real nos llegan una vez al año a través de adolescentes de catorce años aterrorizados. Pero la caída de un enclave es algo muy gordo, y ni siquiera los chicos de Shanghái estaban enterados de los detalles. Shanghái había ayudado con la creación de Bangkok: llevan los últimos treinta años patrocinando nuevos enclaves asiáticos, y no por casualidad, ya que han estado quejándose cada vez más sobre el desproporcionado número de plazas de la Escolomancia asignadas a Estados Unidos y Europa. Si borrar del mapa a Bangkok hubiera sido el primer cañonazo de guerra contra Shanghái, los alumnos de primero de este último enclave habrían llegado al colegio con instrucciones precisas de cerrar filas en torno a los chicos de Bangkok.
Por otro lado, si Bangkok se había ido a pique accidentalmente, algo que ocurre de tanto en tanto cuando a los enclaves, tras volverse demasiado ambiciosos, se les va la mano con el desarrollo de armas mágicas nuevas sin decírselo a nadie, a los críos de Shanghái les habrían dado instrucciones para que dejaran de lado a los alumnos de Bangkok. En vez de eso, se habían limitado a… proceder con cautela. Lo que significaba que ni siquiera sus padres sabían qué estaba pasando, y si los miembros del enclave de Shanghái no lo sabían, el resto tampoco.
Bueno, a excepción de quien lo hubiera hecho. Lo que era una dificultad añadida, ya que si había un enclave con todas las papeletas para estar detrás de un ataque indirecto a Shanghái, ese era el de Nueva York. Costaba imaginarse que cualquier otro enclave del mundo hubiera hecho algo semejante sin al menos su apoyo tácito. Pero si Nueva York había organizado en secreto algo tan gordo como la destrucción de un enclave, era indudable que no les habría contado nada a sus alumnos de primero, lo que quería decir que ni siquiera los estudiantes de Nueva York sabían si su enclave había estado involucrado o no, aunque lo que sí tenían claro —al igual que los alumnos de Shanghái— era que si no había sido un accidente lo más probable era que sus padres se encontraran ahora mismo sumidos en una guerra. Y no teníamos ningún modo de averiguarlo hasta dentro de un año.
No era una situación que pudiera considerarse propicia para incitar el compañerismo entre enclaves. Por mi parte, me daba igual no saberlo. No iba a unirme a ninguno. Había tomado la decisión —a regañadientes— el año pasado, por lo que si se desataba una guerra, no pensaba involucrarme. Incluso si al final se trataba solo de algún maléfice al que le había dado por eliminar enclaves, no tenía nada que ver conmigo, salvo porque sería probablemente mi futuro rival, de acuerdo con la desagradable profecía que me facilitaría la vida si se hacía realidad de una vez.
Lo que me preocupaba era que Sudarat no iba a poder ayudarme con el que sin duda iba a convertirse en mi quinto seminario: el del rescate de críos de primero. La reserva de maná de su enclave ya era relativamente reciente y limitada para empezar, pero ahora los alumnos de último curso de Bangkok habían conseguido el control absoluto de esta y la estaban usando a la desesperada con otros alumnos de enclave para conseguir alianzas de cara a la graduación. Ni siquiera la compartían con los de segundo y tercero. Se habían vuelto tan pringados como el resto, por lo que debían apañárselas como pudieran para conseguir recursos y sobrevivir. Su única moneda de cambio a la hora de formar alianzas había sido la posibilidad de ofrecer una plaza en su enclave de rápida expansión, que ya era historia, y ahora estaban operando bajo un aura de espeluznante incertidumbre, ya que nadie sabía lo que había pasado. Los otros alumnos de primero habían dejado de lado a Sudarat, pero no porque no supieran que era de Bangkok, sino precisamente porque lo sabían. Tampoco le habían dado una parte del material que habían dejado los alumnos de cuarto del año pasado. La bolsa que había traído al colegio era todo lo que tenía.
Supongo que debería haberme dado pena, pero prefiero sentir pena por alguien que nunca ha tenido suerte en vez de por una chica privilegiada a la que se le ha acabado el chollo. Mamá me habría dicho que no pasaba nada porque me dieran pena ambos, a lo que yo habría contestado que ella podía sentirlo por las dos; mi suministro de compasión era más limitado y tenía que racionarlo. De todas formas, a pesar de mi falta de compasión, ya le había salvado la vida a Sudarat dos veces antes de la segunda semana del curso, así que no tenía derecho a quejarse.
Ni yo tampoco, ya que al parecer estaba decidida a seguir haciéndolo.
Aadhya, Liu y yo habíamos planeado ir a ducharnos aquella noche. Mientras bajábamos las escaleras, le dije a Liu con amargura:
—¿Tienes tiempo después? Me vendría bien aprender algunas frases básicas en chino.
Cualquiera podría pensar que me refería a cosas como «¿Dónde está el baño?» o «Buenos días», pero en este colegio lo primero que aprendemos a decir en cualquier idioma es «Agáchate», «Detrás de ti» y «Corre», frases que necesitaría para que los alumnos de primero no me estorbaran mientras les salvaba la vida. Totalmente a mi costa.
Liu ladeó la cabeza y dijo con suavidad:
—Iba a pediros que me ayudarais.
Metió la mano en su mochila y sacó un estuche de plástico transparente con unas tijeras en su interior: un par para zurdos con restos de vinilo verdes todavía pegados a los dedales, una hoja mellada y la otra un poco oxidada. Señales alentadoras: se encontraban en un estado lo bastante deteriorado como para no estar malditas ni animadas. Llevaba un par de semanas buscando a alguien que le pudiera prestar otras.
El pelo le llegaba por debajo de la cintura; era de un brillante tono negro azabache, excepto en las raíces, donde brotaba un color que a cualquiera le habría parecido también negro, salvo por el contraste ligeramente más oscuro de la larga cabellera. Llevaba años dejándoselo crecer, y tres de ellos los había pasado aquí dentro, teniendo que negociar los términos y condiciones de cada ducha que nos dábamos. Pero no le pregunté si estaba segura. Sabía que lo estaba, aunque solo fuera por una cuestión meramente práctica. Aadhya iba a utilizarlo para encordar el laúd de araña cantora que estaba fabricando para la graduación, y de todos modos, la única razón por la que había podido dejárselo crecer tanto era porque había estado utilizando malia.
Pero entonces sufrió una inesperada y exhaustiva limpieza de aura, y decidió no volver a tomar el camino de baldosas de obsidiana. Así que ahora tenía que saldar de golpe los tres años que había pasado con un pelazo de infarto. Nos habíamos turnado por las noches para ayudarla a deshacer los horribles enredos que se le formaban cada día a pesar del esmero que ponía en trenzarse la melena.
Cuando acabamos de ducharnos, las tres nos dirigimos a la habitación de Aadhya. Afiló las tijeras con sus herramientas y tomó la caja que había preparado para el pelo. Yo empecé mi tarea con cuidado, cortando apenas un centímetro de un mechoncito de pelo, que alejé todo lo posible de la cabeza de Liu; es mejor proceder poco a poco cuando tienes entre manos unas tijeras desconocidas. No ocurrió nada malo, así que fui cortando lentamente hasta llegar a la mitad del mechón, y entonces tomé una profunda bocanada de aire y corté con rapidez justo por la línea visible que separaba la parte de pelo antigua de la más reciente; le entregué el largo trozo a Aadhya.
—¿Estás bien? —le dije a Liu. Estaba asegurándome de que no les pasara nada raro a las tijeras, pero también quería proporcionarle una excusa para que se tranquilizara: imaginaba que sería un palo para ella, aun cuando no fuera a echarse a llorar ni nada por el estilo.
—Sí, estoy bien —respondió ella, pero estaba parpadeando y para cuando le corté la mitad del pelo, me fijé en que sí se había puesto a llorar, aunque de manera silenciosa. Una gruesa lágrima rodó por su mejilla y le salpicó la rodilla.
Aadhya me lanzó una mirada de preocupación y dijo:
—Si quieres parar, me las puedo apañar ya con esto.
El corte ni siquiera le hubiera quedado mal: el pelo de Liu era tan grueso que, de todos modos, había tenido que cortárselo en capas con esa mierda de tijeras, así que había empezado por debajo. Una nunca sabe cuándo se le estropearán unas tijeras, y si acababa con la capa superior de la melena muy corta y unas greñas largas colgando por detrás, cualquiera al que le pidiera prestadas unas tijeras la desplumaría.
—No —dijo Liu, con la voz temblorosa pero totalmente segura. Por lo general, era la más callada de las tres; Aad podía echar chispas cuando se enfadaba, y si alguna vez se celebran unas olimpiadas de la rabia, yo tendré todas las probabilidades de llevarme el oro. Pero Liu se mostraba siempre tan contenida, tan comedida y reflexiva, que era toda una sorpresa verla a punto de perder la compostura.
Inhaló y tragó saliva, pero fueran cuales fueren sus sentimientos, no iba a volver a reprimirlos.
—Quiero cortármelo —dijo con un dejo cortante en la voz.
—Vale —respondí, y me apresuré a seguir con mi tarea, cortándole cada mechón tan cerca de la cabeza como me atrevía. Los brillantes mechones de pelo intentaban enredárseme entre los dedos incluso mientras me deshacía de ellos y se los entregaba a Aadhya.
Y entonces terminé de cortar y Liu se tocó la cabeza con las manos un poco temblorosas. Apenas quedaba nada, solo una pelusa irregular. Cerró los ojos y se frotó el cuero cabelludo una y otra vez, como para asegurarse de que había desaparecido todo. Suspiró entrecortadamente y dijo:
—No me lo había cortado desde que llegué. Mi madre me dijo que no lo hiciera.
—¿Por qué? —preguntó Aadhya.
—Era una… —Liu tragó saliva—. Dijo que aquí dentro mi melena les haría saber a los demás que tenían que andarse con ojo conmigo.
Y la jugada le había salido bien, ya que nadie puede permitirse llevar el pelo largo a no ser que sea un alumno de enclave rico y despreocupado… o haya optado por tomar el camino de los maléfices.
Aadhya se dirigió en silencio hacia su escritorio y sacó media barrita de cereales de una cajita. Liu intentó rechazarla, pero Aad le dijo: Por Dios, cómete la puñetera barrita, y entonces Liu arrugó la cara, se levantó y extendió los brazos hacia nosotras. Tardé en reaccionar un poco más que Aadhya —tras pasarme tres años marginada casi por completo, este tipo de cosas no se me daba muy bien—, pero ambas dejaron un hueco hasta que me abalancé sobre ellas para unirme al abrazo. Agarrada a las otras dos chicas, volví a presenciar el milagro que todavía no acababa de creerme: ya no estaba sola. Ellas eran mi salvación y yo iba a ser la suya. El abrazo parecía encerrar más magia que la propia magia. Como si fuera capaz de arreglarlo todo. Como si el mundo se hubiera convertido en un lugar diferente.
Pero no era así. Seguía estando en la Escolomancia, y en este lugar todos los milagros tenían un precio.
La única razón por la que no le había puesto pegas a mi horrible horario era porque me ofrecía la posibilidad de almacenar maná durante las maravillosas tardes libres de los miércoles. Ya que me había equivocado en cuanto a lo estupendas que iban a ser mis sesiones de trabajo de los miércoles, tal vez pienses que también me había equivocado con mis cuatro seminarios y que estos no eran tan terribles. Pero el equivocado serías tú.
Ni el seminario de Myrddin, ni el de protoindoeuropeo ni el de álgebra contaban con más de cinco alumnos. Todos tenían lugar en las profundidades de la maraña de aulas de seminario que llamamos «el laberinto» debido a que cuesta tanto atravesarlo como al de la versión clásica. A los pasillos les gusta retorcerse y extenderse un poco de vez en cuando. Pero ninguno de esos tres seminarios podía compararse ni remotamente con la pesadilla de Lecturas avanzadas en sánscrito, que resultó ser una clase de estudio individual.
Me habría venido de perlas pasar una hora diaria estudiando sánscrito tranquilamente. El libro de hechizos con el que me había topado durante el curso anterior era una copia de valor inestimable de los sutras de la Piedra Dorada: la biblioteca me lo había dejado en bandeja en un esfuerzo por evitar que acabara con aquel milfauces. Todavía dormía con el ejemplar bajo mi almohada. Apenas había conseguido bregar con las doce primeras páginas hasta llegar a la primera de las invocaciones, y ya era el libro de hechizos más útil con el que me había encontrado en la vida.
Pero en lugar de eso tenía que pasar una hora al día a solas en un aula diminuta que se encontraba en el perímetro externo de la primera planta, embutida en torno al extremo del taller más grande. Para llegar hasta allí, tenía que adentrarme casi hasta la zona más profunda del laberinto, abrir una puerta sin ventana y recorrer un pasillo largo, estrecho y totalmente oscuro que parecía medir entre uno y doce metros, según lo malhumorado que estuviese el pasillo ese día.
En el interior del aula, una única rejilla grande de ventilación situada en la parte superior de la pared compartía un conducto de aire con los hornos del taller. Alternaba entre ráfagas silbantes de aire residual abrasador y una gélida y enérgica corriente de aire de refrigeración. El único pupitre del aula era otro de esos antiquísimos conjuntos de silla y mesa, cuyo armazón de hierro estaba atornillado al suelo. El respaldo estaba orientado hacia la rejilla. Me habría sentado en el suelo, pero dos conductos de desagüe procedentes del taller atravesaban toda la estancia hasta llegar a una enorme pileta que se extendía a lo largo de la pared del fondo, y unas inquietantes manchas a su alrededor sugerían que los conductos se desbordaban cada dos por tres. También había una hilera de grifos acoplados a la pared por encima de la pileta. Goteaban sin descanso y componían una tenue sinfonía metálica, a pesar de mis intentos por apretar las manijas. De vez en cuando se oían unos horribles gorgoteos que provenían de las tuberías, y unos extraños chirridos tenían lugar por debajo del suelo. La puerta del aula no quedaba bloqueada, pero sí se abría y se cerraba en los momentos más impredecibles con un sonoro golpe.
Si te parece un escenario ideal para llevar a cabo una emboscada, seguro que un montón de mals estarían de acuerdo contigo. Me asaltaron dos veces durante la primera semana de clase.
Para finales de la tercera semana, tuve que echar mano de mi reserva de maná en lugar de aumentarla. Aquella noche, me senté en la cama y contemplé el cofre de los cuarzos que mamá me había dado al empezar el colegio. Aadhya había organizado otra subasta y ahora diecisiete de ellos brillaban, totalmente llenos. Pero los demás estaban vacíos, y los que había gastado para acabar con el milfauces habían empezado a oscurecerse. Si no me daba prisa en reactivarlos, se volverían inservibles para almacenar maná, como esos cuarzos que se compran al por mayor por internet. Pero no encontraba el momento para hacerlo. Acumulaba tanto maná como podía y dedicaba el mínimo tiempo posible a los deberes, pero seguía atascada con el mismo cuarzo que llevaba intentando rellenar desde el curso pasado. Aquella mañana me habían atacado durante el seminario una vez más y no me había quedado más remedio que vaciarlo por completo.
Había vuelto a hacer abdominales antes de lo que cualquier médico habría recomendado, porque el esfuerzo de hacerlos con el vientre todavía dolorido me facilitaba la acumulación de maná. Pero a estas alturas la herida estaba prácticamente curada y ya ni siquiera podía recurrir al ganchillo para generar más maná. No me resultaba tan odioso cuando lo hacía por las noches mientras pasaba el rato con Aadhya y Liu. Mis amigas, mis aliadas. Las cuales contaban conmigo para que las ayudara a salir del colegio.
Cerré la caja, la guardé y salí de mi habitación. Todavía faltaba una hora para que sonara el toque de queda, pero todo estaba en silencio: nadie se pasea por los pasillos de los dormitorios de último año. O bien estaban estudiando en las mejores zonas de la biblioteca o habían aprovechado para irse a la cama temprano, ya que esta sería la última semana, día arriba o día abajo, antes de que el colegio volviera a estar infestado de mals. Fui a la habitación de Aadhya y llamé a la puerta, y cuando abrió le dije:
—Oye, ¿vienes al cuarto de Liu un momento?
—Claro —dijo, lanzándome una mirada, pero no me instó a que le diera más detalles: a Aadhya no le gusta perder el tiempo. Recogió su neceser para poder ir a lavarnos los dientes después y ambas nos dirigimos a la habitación de Liu, que ahora estaba en el mismo nivel que las nuestras.
Todos tenemos una habitación privada, así que para poder acoplar la remesa de estudiantes de primero que llega todos los años, los dormitorios están dispuestos del mismo modo que las celdas de un pabellón penitenciario, apilados unos encima de los otros con una estrecha pasarela metálica frente a los dormitorios superiores. Pero a final de curso, cuando los dormitorios descienden para situarse en sus nuevas plantas, las habitaciones vacías desaparecen y el espacio se reparte entre los supervivientes. A menudo de forma inútil. Yo tengo una habitación deliciosamente horripilante que cuenta con un techo inservible de doble altura desde que empecé segundo. La de Liu se había extendido hacia abajo durante la última rotación, así que ya no teníamos que subir por las chirriantes escaleras de caracol para verla.
Nos dejó pasar y nos dio a nuestros familiares, a los que estaba adiestrando, para que los sostuviéramos mientras pasábamos el rato allí. Acaricié el pelaje blanco de mi ratoncita, que mordisqueaba una golosina y observaba a su alrededor con sus ojitos brillantes y cada vez más verdes. Todavía hacía lo posible por llamarla Chandra, pero el día que había estado pensando nombres para ella, Aadhya había dicho: «Llámala “mi Tesoro”» antes de echarse a reír a carcajadas mientras yo la golpeaba con una almohada; por desgracia, el nombre le venía al pelo. Mamá nunca se había disculpado conmigo por haberme llamado Galadriel, aunque estoy bastante segura de que sabe que debería caérsele la cara de vergüenza. En fin, a mis amigas se les olvidaba usar Chandra y seguían llamándola Tesoro —vale, para ser sincera, a mí también se me olvidaba—, y dentro de poco no me quedaría más remedio que tirar la toalla y asumirlo.
Suponiendo que fuera a quedármela. La contemplé, sentada en mi mano, ya que era más fácil que mirarlas a ellas, y dije:
—Voy muy atrasada con el maná.
Tenía que decírselo. Ellas confiaban en que fuera capaz de aportar mi granito de arena para cuando llegase la hora de la graduación. Si no iba a poder reunir una cantidad aceptable de maná, tenían derecho a echarse atrás. No les debían nada a un puñado de alumnos de primero a los que ni siquiera conocían. Puede que Liu sintiera que estaba en deuda conmigo por haber salvado a Zheng, pero yo podría haberlo salvado solo a él sin necesidad de despilfarrar el maná acumulado de una semana.
A este ritmo, tendría suerte si me quedaba maná suficiente para lanzar tres hechizos de potencia media, y lo peor es que ni siquiera tenía ningún hechizo decente de potencia media. El único conjuro con el que cuento para el que no hacen falta cantidades ingentes de poder y que es verdaderamente útil es el hechizo controlador de estados de Purochana, aunque no es una alternativa demasiado adecuada en situaciones de urgencia ya que se tarda más de cinco minutos en lanzarlo. Sí que he llegado a lanzarlo en una situación de urgencia, pero en esa ocasión Orion distrajo al problema subyacente durante esos cinco minutos; mucho me temo que en el momento de la graduación estará un poco ocupado matando monstruos y salvando a todo el mundo.
—Zheng me ha contado lo de los miércoles —dijo Liu en voz baja, y yo levanté la vista. No parecía sorprendida, sino más bien algo preocupada.
—¿Tiene que ver con esa clase rara que das en la biblioteca? ¿Qué pasa? —preguntó Aadhya, y Liu dijo:
—Va a clase con ocho alumnos de primero, y no dejan de atacarlos mals muy poderosos.
—¿En la biblioteca? —se sorprendió Aadhya, y luego añadió—: Espera, ¿no tenías además una asignatura horrible de estudio individual y otros tres seminarios? ¿Acaso el colegio te la tiene jurada o qué?
Las tres guardamos silencio. La respuesta a esa pregunta resultó evidente en cuanto la formuló en voz alta. Noté un nudo enorme y sofocante en la garganta. Ni siquiera se me había ocurrido, pero era obvio que se trataba de eso. Aquello era algo peor, mucho peor, que una simple racha de mala suerte.
La Escolomancia ha estado casi tan falta de poder como yo. Mantener el colegio en funcionamiento cuesta mucho. A nosotros nos resulta sencillo olvidarlo ya que estamos aquí encerrados sufriendo los ataques de los mals cada dos por tres, pero ya se nos habrían merendado a todos si no fuera por las poderosísimas guardas de los conductos de ventilación y de las cañerías y los artificios utilizados para que haya el menor número posible de aberturas de ese tipo; a pesar de ello todos respiramos, comemos, bebemos y nos duchamos, y todo eso requiere maná, maná y más maná.
Sí, en teoría, los enclaves aportan algo de maná, así como nuestros padres, si es que pueden permitírselo, y los alumnos, que contribuimos con nuestro trabajo, pero todos sabemos que eso no es más que un cuento. La mayor fuente de maná del colegio somos nosotros. Todos intentamos almacenar maná para la graduación y trabajamos sin descanso. El maná que utilizamos a regañadientes para hacer los deberes y para llevar a cabo los turnos de mantenimiento no es nada comparado con las cantidades que reservamos para ese aciago día. Pero cuando los mals vienen a darnos caza, nosotros echamos mano de esa jugosa reserva que tanto esfuerzo nos ha costado reunir, y al hacernos pedazos absorben todo el poder, que se acumula aún más debido al terror que sentimos y a nuestros agónicos esfuerzos por sobrevivir. La Escolomancia se queda con el excedente y, luego, gracias a todas las guardas, se quita de en medio también a un buen número de maleficaria y todo el poder acaba en los depósitos de maná del colegio, que sirven para mantenernos vivos a los más afortunados.
De modo que cuando un heroico y entusiasta campeón —es decir, Orion— aparece y se pone a salvar vidas sin ton ni son, los mals empiezan a morir de hambre y el colegio también. Y al mismo tiempo, hay más alumnos vivos que respiran y beben, etcétera. Es un sistema piramidal, por lo que si los que están abajo no acaban devorados con la frecuencia necesaria, lo pagan los de arriba.
Por eso tuvimos que bajar al salón de grados a arreglar el mecanismo de limpieza: había una horda de mals famélicos que aguardaban en el único lugar al que Orion no tenía acceso, preparándose para hacer papilla a toda la clase que se graduaba, pues llevaban los últimos tres años pasando hambre. Habían estado a punto de invadir el resto del colegio, porque su desesperación era tal que empezaron a aporrear las guardas de la parte inferior de las escaleras todos a la vez.
Y Orion… Bueno, Orion es del enclave de Nueva York, lleva un prestamagia en la muñeca y su afinidad para el combate le permite de alguna manera absorber el poder de los mals a los que elimina. Nunca van tras él porque tiene un montón de maná y una cantidad casi infinita de hechizos de combate fantásticos.
Pero yo no. Yo soy la chica que está destinada a compensar su existencia y que sin embargo se niega a convertirse en maléfice y a matar por pura cabezonería; no solo eso, sino que he tomado un camino totalmente contrario. Detuve a un milfauces que se dirigía a los dormitorios de primero. Evité, junto con Orion, que los mals se colaran en el colegio. Bajé al salón de grados con él, y ayudé a levantar un escudo para que los artífices de último curso pudieran reparar la maquinaria de limpieza. Y ahora incluso imito su ridícula actitud de noble paladín una vez a la semana.
Era obvio que el colegio la iba a tomar conmigo.
Y si los mals de los miércoles no conseguían quitarme de en medio… intentaría otra cosa. Y otra después de esa. La Escolomancia no es exactamente un ser vivo, pero tampoco se trata de un ente inerte. Es imposible construir un lugar tan repleto de maná y con un diseño tan complicado sin que este acabe por desarrollar una voluntad propia. Y en teoría, fue construido para protegernos, así que no se va a poner a cargarse a los alumnos —por no hablar de que el número de matriculados disminuiría de manera sustancial si algo así sucediera—, pero quiere seguir recibiendo el maná suficiente para seguir funcionando; se supone que debe seguir adelante. Y yo me he entrometido, así que estoy en el punto de mira, lo que significa que todo aquel que me rodee se verá perjudicado.
—Que los críos se pongan a generar maná para devolverte el favor —dijo Aadhya.
—Son de primero —dije con desazón—. Los ocho a la vez generan menos maná en una hora que el que yo produzco en diez minutos.
—Pero podrían encargarse de restablecer tus cuarzos —opinó Liu—. Dijiste que no necesitabas demasiado maná para ponerlos en marcha, solo un flujo constante. Que lleven uno encima cada uno.
Liu no se equivocaba, pero aquello no resolvería el auténtico problema.
—Los cuarzos dañados ni siquiera me harán falta. A este ritmo, no tendré maná suficiente para llenar los que tengo vacíos.
—Pues los intercambiaremos —dijo Aadhya—. Son mucho mejores que la mayoría de los recipientes de almacenaje. O a lo mejor podría intentar incorporarlos al laúd…
—¿Queréis que disolvamos la alianza? —interrumpí cortante, porque lo cierto era que no soportaba estar ahí sentada mientras ellas consideraban todas las opciones que había sopesado yo durante las últimas tres semanas, intentando dar con una solución, con un modo de salir de aquel embrollo, hasta que me di cuenta de que no podría salir de aquello. Yo no; pero ellas sí.
Aadhya dejó de hablar, pero Liu ni siquiera hizo una pausa; simplemente dijo:
—No.
Tragué con fuerza.
—No creo que lo hayas pensado…
—No —repitió Liu, extrañamente brusca, y tras un instante, añadió con voz más calmada—: Cuando Zheng y Min eran pequeños, yo solía estar muy pendiente de ellos. En el colegio, si alguno de los otros niños maltrataba a algún animal, como una rana o un gatito callejero, ellos lo detenían y me traían al animalito, aunque los demás se burlasen porque se comportaban como «unas niñitas». —Miró a Xiao Xing, que descansaba entre sus manos, y le acarició la cabeza con el pulgar—. No —repitió con suavidad—. No quiero disolver la alianza.
Miré a Aadhya con una maraña de sentimientos arremolinados en mi interior: no tenía claro qué quería que dijese. Era una chica pragmática; su madre le había aconsejado que se portara bien con los marginados, así que se había portado bien conmigo durante todos estos años mientras los demás me trataban como un trozo de papel de cocina pringoso al que nadie quería acercarse lo bastante como para recogerlo y tirarlo a la basura. Siempre me había caído bien porque era práctica e inflexible: había sido una buena negociadora y nunca me había engañado, a pesar de que la mayoría de las veces era la única persona que hacía trueques conmigo. No tenía ningún motivo para preocuparse por los alumnos de primero de la biblioteca y contaba con alternativas: era una de las mejores artífices de nuestro curso y estaba a punto de acabar un laúd mágico que tendría valor en el exterior, no solo en el colegio. Cualquier alumno de enclave la habría recibido con los brazos abiertos si hubiera querido unirse a otra alianza de graduación. Era lo más inteligente, lo más práctico, y casi prefería que lo hiciera. Me había dado más oportunidades de las que me habrían dado los demás. No quería que me abandonara, pero tampoco quería ser la razón por la que no saliera de aquí con vida.
Pero dijo:
—No, qué va —pronunció aquello casi con desdén—. No soy de las que deja tirada a la gente. Simplemente hay que encontrar la manera de que consigas más maná. O, mejor aún, lograr que el colegio te deje tranquila. No entiendo por qué la Escolomancia está montando todo este jaleo contigo. No perteneces a ningún enclave, no vas a tener a tu disposición una cantidad ingente de maná de todas formas, así que ¿por qué se empeña en que te gastes el poco poder que tienes?
—A no ser… —dijo Liu, y se interrumpió. Dirigimos la mirada hacia ella: estaba apretando los labios y se miraba las manos, que retorcía en el regazo—. A no ser que intente… presionarte. Al colegio…
—Le gustan los maléfices. —Aadhya terminó la frase por ella.
Liu asintió levemente sin levantar la vista. Y tenía toda la razón. Seguro que por eso se me había asignado ese periodo de los miércoles. Intentaba… ponérmelo fácil. El colegio quería que no me quedase más remedio que tomar una decisión egoísta para conservar mi maná, en vez de salvarles la vida a unos alumnos de primero a los que no conocía. Porque entonces me resultaría más sencillo tomar una segunda decisión egoísta, y una tercera.
—Sí —convino Aadhya—. El colegio quiere que te conviertas en maléfice. ¿Qué serías capaz de hacer si te diera por usar malia?
Si me obligasen a hacer una lista de las diez preguntas que más evito hacerme a mí misma, esa ocuparía los puestos del uno al nueve, y la única razón por la que no ocuparía también el décimo era que Bueno, ¿qué sientes por Orion Lake? se había colado como quien no quiere la cosa en la parte inferior. Aunque estaba a mucha distancia del resto.
—Es mejor que no lo sepas —respondí, con lo que en realidad quería decir Prefiero no saberlo.
Aadhya ni siquiera titubeó.
—Bueno, tendrías que apoderarte de la malia de alguna manera… —dijo pensativa.
—Eso no me supondría ningún problema —dije entre dientes. Hacía bien en plantear la cuestión, ya que ese es el principal obstáculo al que se enfrentan la mayoría de los maléfices en potencia, y la solución suele conllevar un buen puñado de encuentros íntimos con vísceras y gritos. Pero mi mayor preocupación es cómo evitar succionar por accidente la fuerza vital de todos los que me rodean si alguna vez me pillan por sorpresa y lanzo de forma instintiva un hechizo demoledor. Por ejemplo, tengo uno que sirve para arrasar por completo una ciudad y que sin duda me vendrá de perlas si alguna vez me convierto en una de esas personas que escriben cartas airadas al editor de alguna publicación quejándose de la arquitectura de Cardiff; supongo que también me servirá para acabar con los mals que se encuentren en la misma planta que yo. Junto con todos los alumnos que se hallen en dicha planta, aunque seguramente ya estarán muertos, pues les habré exprimido hasta la última gota de maná para lanzar el hechizo.
Aquello hizo que guardara silencio por fin, y tanto ella como Liu me miraron con algo de recelo.
—Vaya, eso no ha sonado para nada espeluznante ni siniestro —dijo Aadhya después de un momento—. Vale, voto por que no te conviertas en maléfice.
Liu levantó la mano para mostrar su conformidad. Dejé escapar una risa ahogada y alcé la mano.
—¡Yo también voto en contra!
—Incluso me aventuraría a decir que casi todos los alumnos del colegio estarán de acuerdo con nosotras —dijo Aadhya—. Podríamos pedirles a los demás que contribuyeran a la causa.
Me la quedé mirando.
—«Eh, gente, resulta que El es una especie de vampiresa chupamaná, así que deberíamos darle un poco por las buenas para que no nos deje secos».
Aadhya torció la boca.
—Mmm.
—No tenemos que pedírselo a todo el mundo —dijo Liu lentamente—. Podríamos pedírselo a una sola persona… si esa persona fuera Chloe.
Dejé caer los hombros hacia delante y guardé silencio. No era una idea terrible. Tal vez incluso funcionara. Por eso no me hacía ninguna gracia. Había pasado casi un mes desde que habíamos bajado al salón de grados y todavía recordaba lo que había sentido al tener un prestamagia del enclave de Nueva York alrededor de la muñeca, con esa cantidad ilimitada de maná a mi disposición; la experiencia había sido muy similar a la de sumergir la cabeza en un pozo sin fondo y ponerme a beber agua fría sin tener que preocuparme por dejar el pozo sin agua. Me inquietaba lo mucho que me había gustado. Lo fácil que me había resultado acostumbrarme.
—¿Crees que dirá que no? —preguntó Liu, y yo levanté la mirada: me estaba estudiando.
—No es… —empecé, y acto seguido lancé un suspiro—. Me ofreció una plaza.
—¿En su alianza? —inquirió Aadhya.
—En Nueva York —respondí, lo que en este colegio solo significaba una cosa: una plaza en el enclave, una plaza asegurada en el enclave de Nueva York. Para la mayoría, tener la suerte de que un alumno de enclave le ofrezca formar parte de su alianza significa que tal vez el enclave se fije en ellos y les dé un trabajo. Por lo general, cada año se gradúan cuatrocientos alumnos. Puede que haya disponible un cupo de cuarenta plazas entre todos los enclaves del mundo, y más de la mitad irán a parar a los magos adultos que destaquen y lleven décadas esforzándose para ganarse la entrada. El hecho de que te ofrezcan una plaza asegurada en cuanto te gradúes es como si te tocara la lotería, incluso aunque no se trate del enclave más poderoso del mundo. Aadhya y Liu me miraron boquiabiertas—. Están cagados por si les birlo a Orion.
—Pero si solo lleváis saliendo dos meses —dijo Liu.
—¡No estamos saliendo!
Aadhya puso los ojos en blanco con un gesto exagerado.
—Pero si solo lleváis haciendo eso que no es salir juntos aunque a los demás nos parezca que sí desde hace dos meses.
—Gracias —dije secamente—. Por lo que sé, se han quedado pasmados de que se haya relacionado con otro ser humano.
—La verdad es que eres la única persona que conozco a la que se le ha ocurrido ponerse en plan borde con el tío que le ha salvado la vida veinte veces.
La fulminé con la mirada.
—¡Han sido trece! Y yo le he salvado la vida al menos dos veces.
—Pues a ver si espabilas y lo alcanzas —dijo ella con todo el morro.
No es que hubiera preferido que Aadhya y Liu me dejaran tirada y tener que afrontar yo sola el resto de mi etapa escolar en lugar de pedirle ayuda a Chloe Ramussen, pero desde luego me las había arreglado para no considerar la posibilidad de acudir a ella. En realidad, no sabía cuál sería su respuesta; al fin y al cabo, había rechazado la plaza asegurada en Nueva York que me había ofrecido. Todavía me ponía de mala leche recordar que había tenido que hacerlo. Había pasado la mayor parte de mi vida planeando al detalle mi estrategia para conseguir una plaza en algún enclave. Se trataba de una idea realmente reconfortante que venía acompañada de la fantasía de llevar una vida larga y feliz en un enclave seguro y lujoso con un suministro ilimitado de maná al alcance de los dedos, como todos los críos que pertenecían a alguno… y como me aseguré de que la estrategia fuera complicada y lenta y nunca llegara a completarse con éxito, había evitado tener que considerar la posibilidad de que en realidad no quería unirme a ningún enclave.
Incluso tengo que admitir que Chloe es una tía legal, y mucho más que eso si debo ceñirme a la verdad. Cuando los alumnos de enclave empezaron a rondarme el año pasado —debido a Orion—, todos se comportaban como si estuviesen haciéndome un favor por hablar conmigo. Lo único que consiguieron a cambio fue darse de morros con mi violenta y poco estratégica actitud borde, así que dejaron de hablarme. Pero Chloe aguantó. Este curso ya nos ha pedido diez veces que la dejáramos sentarse con nosotros y nunca ha traído a ninguno de sus amiguitos. No sé si yo habría agachado la cabeza del modo en que lo hizo ella, disculpándose conmigo e incluso proponiéndome ser amigas, después de haberme lanzado a su yugular. No me arrepiento de eso, tenía motivos más que suficientes, pero aun así, no sé si hubiera tenido la elegancia suficiente como para envainármela.
Ah, ¿a quién quiero engañar? Mis niveles de elegancia son irrisorios.
Pero Chloe sigue formando parte de un enclave. Y no de la misma manera que Orion. Todos los alumnos de Nueva York llevan un prestamagia en la muñeca que les permite intercambiar maná y extraerlo de su depósito compartido, pero el dispositivo de Orion es unidireccional, y el maná solo entra. Porque de lo contrario, extrae tanto maná como sea necesario para matar a los mals y salvarles la vida a los demás. Es algo tan instintivo para él que no puede moderarse. De manera que el hijo de la futura Domina de Nueva York no tiene acceso al depósito compartido, aunque por supuesto no hay problema en que contribuya y menos en que salga corriendo si alguno de ellos está en peligro.
Chloe es una de las alumnas que se beneficia de todo el poder que aporta Orion. No le hace falta calcular al dedillo cuánto maná puede permitirse gastar al lanzar los hechizos. Crea un escudo cada vez que siente ansiedad. Puede que si un mal se abalanza sobre ella deba considerar qué hechizo usar, pero no tiene que preocuparse por no contar con el poder suficiente para lanzarlo. Cuando empezó el colegio, además de traerse una mochila repleta de los objetos mágicos más útiles que la hechicería haya concebido, heredó un baúl enorme con las cosas que los alumnos de Nueva York habían estado dejando a lo largo de un siglo; cada uno de ellos proporciona un conjunto nuevo de valiosos objetos, además de fabricar muchos otros en el colegio, y no tienen problema en dejarlos atrás, ya que, al salir, vuelven a uno de los enclaves más ricos del mundo. Y no hay duda de que salen, porque cuando se nos arroja al salón de grados, son los blancos más difíciles de cazar, y hay muchos desgraciados disponibles para ser carne de cañón.
Soy incapaz de olvidar ese hecho cuando estoy con ella. O más bien, se me olvida al cabo de un rato, y no quiero. Me gustaría que se portara como una cerda conmigo para poder hacer yo lo mismo. Me parece injusto que pueda tener amigos de verdad, de esos a los que les da igual lo rico que seas o la cantidad de poder que tengas, y que además disponga de un arsenal de maná, dinero y aduladores dispuestos a hacerle la pelota. Pero cada vez que me sumerjo en esa reflexión amarga y mezquina, de inmediato me asalta la sensación de que mamá está mirándome con una expresión llena de amor y lástima, y me siento como una cretina. Así que estar con Chloe es como sumirme en una montaña rusa de emociones que abarca desde el recelo y la posterior calma hasta el resentimiento y la sensación de ser cruel. Y vuelta a empezar.
Y ahora tenía que pedirle que me dejara acceder al depósito de maná, ya que, si no lo hacía, estaría dejando en la estacada a Aadhya, a Liu, a los novatos de la biblioteca y probablemente al resto del colegio si uno de estos días me da por cagarla cuando un rhysolito intente disolverme los huesos o una babosa de magma se cuele por la rejilla de ventilación del horno y se me lance a la cabeza. Y tendría aún menos motivos para estar resentida con ella de los que ya tengo. Casi querría que me dijese que no.
—Entonces… ¿vas a aceptar la plaza? —dijo ella en cambio con un dejo de esperanza en la voz, como si su oferta no tuviera fecha de caducidad y pudiera aceptar mi plaza en Nueva York cuando me diera la gana.
—No —dije con cautela. Había ido a su habitación (no quería que nadie nos oyese hablar) y, al entrar, una sensación de inquietud se había apoderado de mí. Tenía una de esas habitaciones situadas encima de los baños, donde la abertura al vacío se encontraba en el techo, en vez de en una de las paredes. Lo bueno es que no tienes que preocuparte por tropezarte y caerte dentro. Lo malo es que hay un vacío infinito sobre tu cabeza. Había resuelto el problema colocando un dosel de tela con una sola rendija que daba al escritorio. Cualquier criatura podría estar escondiéndose encima o entre los pliegues.
También había conservado todos los muebles básicos de madera que yo había sustituido casi de inmediato por delgados estantes fijados a la pared, para no tener que preocuparme de los rincones y huecos oscuros. Incluso tenía dos estanterías medio vacías; su habitación había duplicado su anchura durante la última reestructuración, cosa que pude comprobar porque había un alegre mural pintado en la pared junto a la cama y todavía seguía trabajando en él para cubrir el nuevo espacio. Tampoco se trataba de un mural normal y corriente: era capaz de sentir el maná que desprendía; seguramente había imbuido la pintura con hechizos protectores en el laboratorio de alquimia. Aun así, permanecí de espaldas a la puerta y no me adentré demasiado. Estaba leyendo acurrucada en uno de sus tres espléndidos y afelpados pufs, rodeada de un montón de cojines, pero yo estaba poniéndome nerviosa. Ardía en deseos de levantarla de ahí antes de que el montón de almohadones la engullera o algo así.
—Solo vengo a pedirte que me prestes maná. Se me está acabando.
—¿En serio? —dijo ella dubitativa, como si fuera una idea inconcebible—. ¿Te encuentras bien?
—No es que tenga insuficiencia mágica ni que un bicho esté chupándome el maná —expliqué—. Se me está gastando. Tengo tres seminarios, una clase doble de estudio individual, y una vez a la semana estoy metida en un aula con ocho alumnos de primero y un montón de criaturas que intentan zampárselos.
Parecía que a Chloe se le fueran a salir los ojos de las órbitas.
—Madre mía, ¿estás loca? ¿Una clase doble de estudio individual? ¿Tantas ganas tienes de que te nombren la mejor estudiante de la promoción? ¿Por qué te haces esto?
—Es el colegio el que me lo está haciendo —le dije, pero ella se negaba a creérselo, así que me pasé los siguientes diez minutos agitando un bote metafórico de limosna mientras ella me informaba con seriedad de que la finalidad principal del colegio era proporcionar refugio y proteger a los niños magos, por lo que no podía actuar en contra de aquel propósito (como si la Escolomancia no nos echara a la mitad de nosotros a los lobos cada dos por tres), además de que no podía infringir sus procedimientos establecidos, cosa que pasaba de forma sistemática; tras exponer esos argumentos, puso fin a su perorata con un triunfante:
—¿Y por qué narices iba a ir el colegio a por ti?
La verdad era que no quería responder a esa pregunta, y ya me había hartado de oír cómo repetía el ideario de los enclaves.
—No he dicho nada —dije, y me di la vuelta para marcharme; de todas formas iba a negarse.
—¿Qué? No, El, espera, no es… —dijo, e incluso se levantó de los cojines y vino detrás de mí—. En serio, para, ¡no te estoy diciendo que no! Es que… —Rechiné los dientes y me giré para soltarle que si no iba a decirme que no, mejor que se diera prisa y me dijera que sí, porque no quería perder el tiempo, pero lo que hice fue agarrarla del brazo y lanzarme con ella sobre la cama al tiempo que los cojines intentaban engullirla y de paso devorarme a mí también. El puf se había abierto por una de las costuras y una lengua gigantesca y resbaladiza de color grisáceo se deslizaba por el suelo hacia nosotras. Se movía a una velocidad espantosa, como una babosa desesperada, y después de que nos apartáramos, siguió avanzando y se deslizó por la puerta, dejando cada centímetro de metal recubierto de una especie de baba espesa y gelatinosa que seguramente no debíamos tocar.
Siempre llevo encima mi único cuchillo decente; lo saqué rápidamente y corté los cordones del dosel del techo para poder tirar de él y envolver a la babosa. Aquello nos hizo ganar unos instantes, aunque no demasiado largos, pues la tela comenzó casi de inmediato a sisear y echar humo: sí, estaba claro que la baba era dañina. No estaba familiarizada con esta variante particular de mal, pero era lo bastante inteligente como para esperar pacientemente hasta poder atrapar a una víctima sin levantar sospechas. Una variante peligrosa. Una puntita reluciente se asomaba ya por uno de los agujeros que la criatura le había hecho a la tela, pero Chloe había logrado dejar de gritar y estaba tomando un bote de pintura del estante a los pies de la cama; lanzó la pintura por encima. Un gorgoteo enfadado llegó desde debajo del dosel, que estaba desintegrándose, y se recrudeció cuando ella arrojó otro bote: el rojo y el amarillo fluyeron juntos sobre la sedosa tela, manchándola y formando regueros que recubrían la agitada lengua.
El mal hizo retroceder la lengua por el agujero y volvió a meterla bajo la tela; emitió unos ruidos horribles parecidos a un chapoteo que, por desgracia, sonaban más a una ligera indigestión que a un estertor de muerte.
—Venga, deprisa —dijo Chloe, tomando otro bote de pintura y señalando la puerta con la cabeza, aunque solo recorrimos la mitad del camino; se oyó ese sonido característico que hacemos todos al tragar, aunque muchísimo más fuerte, y el dosel al completo, con pintura y todo, fue absorbido por la hendidura del puf de golpe, y acto seguido, todos los cojines y los pufs se pusieron en pie como si fueran una sola criatura y se abalanzaron sobre nosotras.
Era imposible que Chloe hubiera sido lo bastante estúpida como para heredar todo el montón de cojines y no haberlos separado unos de otros a lo largo de los últimos tres años, así que se trataba de un tipo de maleficaria capaz de animar objetos pertenecientes a magos, además de ser un tipo de maleficaria con un cuerpo propio comecarne: cada uno corresponde a una rama importante del cladograma del libro de Estudios sobre maleficaria, lo que significaba que en realidad eran dos mals diferentes que habían formado una maravillosa relación simbiótica. Intentar eliminar a dos mals a la vez cuando desconoces qué tipo de criaturas son no es precisamente fácil. La única manera de hacerlo a toda velocidad era llevar a cabo algo colosal, un hechizo que me dejaría las reservas de maná secas, y si lo usaba para salvar a Chloe y ella no me lo devolvía, la estaría eligiendo por encima de todos aquellos que me necesitaban.
O podía simplemente… quedarme de brazos cruzados. Chloe había lanzado la pintura sobre la baba para neutralizarla y se disponía a abrir la puerta. El monstruo de los cojines se dirigía directamente hacia su espalda: la alcanzaría antes de que lograra dar diez pasos pasillo abajo. Si esperaba a que le diera caza, podría echar a correr en dirección contraria y ponerme a cubierto. Cuando nos enfrentamos al argonet para evitar que se colara en el colegio, hizo lo mismo: huir por las escaleras sin mirar atrás. Se había largado para salvar el pellejo. Aadhya y Liu habían permanecido conmigo, pero ella nos abandonó. Y acababa de pasarse diez minutos sermoneándome por inventarme, según ella, razones para pedirle el maná, es decir, razones para no tener que sentirse culpable por decirme que no.
—¡Hazte a un lado! —exclamé entre dientes, y señalé al monstruo hecho de cojines. Al echar la vista atrás, Chloe abrió los ojos como platos cuando vio que la criatura se arrojaba sobre ella. Dio un tremendo tirón a la puerta y antes incluso de que se abriera del todo se lanzó al pasillo, donde chocó con Orion. Este perdió el equilibrio al estar agarrando el pomo de la puerta desde el otro lado, ella lo derribó y ambos cayeron al suelo.
El hechizo que lancé era un terrible conjuro de alto nivel que había aprendido en el seminario de Myrddin. Había tardado una semana entera en leer el manuscrito en galés antiguo, aunque el proceso se había visto amenizado gracias a las numerosas y espléndidas ilustraciones que mostraban la manera en que un versátil alquimista maléfice lo había usado para arrancarles la piel a las desventuradas víctimas, exanguinarlas, colocar sus órganos en recipientes separados y convertir su carne en un montón desecado, dejando sus huesos relucientes.
El encantamiento separó de forma magnífica la capa exterior de la criatura, que estaba conformada por fundas de cojines y forros de pufs, y la convirtió en una pila muy bien doblada que parecía recién salida de una lavandería. Esa primera fase dejó al descubierto brevemente una membrana translúcida y brillante cuyo interior era una mezcla de lengua, dosel sin digerir y una persona medio deglutida. Por suerte, el rostro era ya irreconocible incluso antes de que la membrana se desgarrara, formara un fajo de tiras de un par de centímetros de ancho de un material parecido al papel vegetal y dejara caer la lengua al suelo. Esta se enrolló, creando una alfombrilla esponjosa muy fina de la que rezumó un enorme charco de fluido viscoso; tras un instante de alarmante incertidumbre y forcejeo, el fluido se separó en tres líquidos diferentes: uno ectoplásmico, otro transparente y otro de color rosa con aspecto gelatinoso, que se precipitaron a los botes de pintura vacíos que había en el suelo como si fueran los elegantes chorros de una fuente. El líquido sobrante cayó por el desagüe del centro de la habitación.
Orion intentaba volver a ponerse en pie, pero el hecho de tener a Chloe tirada encima de él mientras miraba boquiabierta el elaborado desmembramiento le dificultaba la tarea. A decir verdad, fue un espectáculo más impresionante de lo que puede parecer. Cuando pongo en práctica algún hechizo, suelen aparecer numerosas señales secundarias que sirven para comunicar a cualquiera que esté mirando que lo mejor sería que echara a correr muerto de miedo o bien que se arrodillara para rendirme pleitesía. El desmembramiento duró medio minuto más o menos, y estuvo acompañado de muchas sacudidas violentas aunque, en última instancia, infructuosas, gritos descarnados y ráfagas fosforescentes. Cuando la cosa llegó a su fin, las partes quedaron alineadas a la perfección en una fila, del modo en que estarían dispuestas en la tienda de materiales ideal de un alquimista maléfice. Los restos de la última víctima se habían dividido también en montones ordenados de huesos, carne y fragmentos de piel, junto con los trozos de mal. El cráneo reposaba sobre el montón de huesos, y unas finas virutas de humo salían de las cuencas. Como toque final, el rollo esponjoso que había sido la lengua se envolvió en un trozo del dosel caído, y otra tira de tela se desgarró y se ató alrededor del conjunto antes de salir rodando y colocarse en la fila.
Tras haberme subido a una silla para esquivar los diversos fluidos borboteantes, las últimas nubes de humo fosforescente se arremolinaron a mi alrededor. Mi cuarzo de maná resplandecía con el poder del que había tenido que echar mano, pero yo no proyectaba ninguna sombra, así que lo más probable era que estuviera resplandeciendo también.
—Madre de Dios —exclamó Chloe con un hilillo de voz y totalmente inmóvil.
—Oye, ¿te importaría quitarte de encima? —dijo Orion con la voz algo entrecortada, ya que Chloe lo estaba espachurrando.