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Víbora globo

No se te ocurra acercarte a Orion Lake.

La mayor parte de las personas religiosas o espirituales que conozco —y, a decir verdad, son o los típicos que acaban en una comuna pagana de Gales, o chavales aterrorizados que asisten a una escuela de magia que intenta matarlos— rezan de forma habitual a una deidad benevolente y omnisciente con el objetivo de que les proporcione consejos útiles a través de signos y augurios milagrosos. Como buena hija de mi madre que soy, puedo afirmar que, en caso de que eso llegara a suceder, no les haría ni pizca de gracia. A nadie le gusta recibir consejos misteriosos e inexplicables de alguien que quiere lo mejor para ti y cuyo criterio es siempre acertado, justo y veraz. O bien te dirá que hagas lo que quieres hacer, en cuyo caso sus indicaciones no eran necesarias, o te dirá que hagas todo lo contrario, por lo que entonces tendrás que elegir entre seguir su consejo de mala gana, como un crío al que le han obligado a lavarse los dientes e irse a la cama a una hora razonable, o hacer caso omiso y seguir a la tuya, con la certeza de que tus acciones acabarán, sin ningún atisbo de duda, en un colofón de dolor y disgustos.

Si te preguntas cuál de las dos opciones elegí yo, es que no me conoces, ya que el dolor y los disgustos forman parte manifiesta de mi futuro. Ni siquiera tuve que pensármelo. El mensaje de mamá tenía toda la buena intención del mundo, pero era muy breve: Cariño mío, te quiero, sé valiente, y no se te ocurra acercarte a Orion Lake. Lo leí sin detenerme y lo rompí en pedazos de inmediato, plantada en medio del grupito de novatos canijos que me rodeaba. Me comí el trozo en el que estaba escrito el nombre de Orion y repartí el resto sin perder ni un segundo.

—¿Qué es esto? —preguntó Aadhya. Seguía mirándome con los ojos entornados de indignación.

—Sirve para regenerar el ánimo —respondí—. Mi madre imbuyó el papel con uno de sus hechizos.

—Sí, tu madre, Gwen Higgins —dijo Aadhya de forma todavía más cortante—. Esa a la que has mencionado tantas veces.

—Venga, cómetelo y punto —dije imprimiéndole a mi voz toda la irritación de la que fui capaz tras haberme tragado mi pedazo. Me costó menos de lo que habría imaginado. No se me ocurre nada que haya echado tanto de menos, ni el sol, ni el viento ni una noche de descanso a salvo de todo peligro, como a mi madre, así que eso fue lo que me proporcionó el hechizo: la sensación de estar acurrucada en su regazo mientras ella me acariciaba el pelo con suavidad, el aroma de las hierbas con las que trabaja, el ligero croar de las ranas que viven al otro lado de la puerta abierta y la tierra húmeda de una primavera galesa. Me habría animado a tope si no hubiera tenido la mosca detrás de la oreja por lo de Orion.

No tenía muy claro qué intentaba decirme, y las posibilidades eran infinitas. La mejor de todas era que estaba condenado a morir joven y de manera horrible, lo cual, dada su afición por las heroicidades, parecía razonablemente predecible de todas formas. Por desgracia, mamá no es de ese tipo de personas que se opondría a que me «encariñase» de un héroe condenado. Es más bien de esas que animan a vivir cada día como si fuera el último y a darle una alegría al cuerpo mientras se pueda.

Solo se opondría a algo que fuera malo, no a algo doloroso. De manera que estaba claro que Orion era el maléfice más temible de todos los tiempos, y ocultaba sus malvados planes salvándoles la vida a todos una y otra vez para poder, yo qué sé… ¿matarlos él mismo más tarde? O puede que lo que a mamá le preocupara es que fuera tan pesado que yo acabase convirtiéndome en la maléfice más temible de la historia, lo cual era más plausible, ya que se supone que ese es mi destino de todos modos.

Desde luego, lo más probable es que mamá no estuviera segura de por qué debía alejarme de Orion. El chaval le daba mala espina, simplemente, y no habría sido capaz de explicarme el motivo ni aunque me hubiese escrito una carta de diez páginas por ambas caras. Le daba tan mala espina que había hecho autostop hasta Cardiff, había localizado al primer alumno que fuera a empezar la Escolomancia con el que se había cruzado y les había pedido a sus padres que me enviaran su nota minúscula. Alargué la mano y le di un golpecito a Aaron en su menudo y delgado hombro.

—Oye, ¿qué les dio mi madre a tus padres para que me trajeras el mensaje?

Se dio la vuelta y dijo, dubitativo:

—Creo que nada. Dijo que no tenía con qué pagar, pero quiso hablar con ellos en privado, y entonces me dio la nota y mi madre quitó una pizca de pasta de dientes del equipaje para hacer hueco.

Puede parecer algo insignificante, pero nadie desaprovecharía ni un ápice del irrisorio equipaje permitido para los próximos cuatro años en pasta de dientes normal y corriente; yo misma me lavo los dientes con el bicarbonato que saco de los armarios de material de los laboratorios de alquimia. Si Aaron se había traído pasta, eso significaba que esta estaba hechizada de algún modo: algo muy útil cuando vas a pasarte los próximos cuatro años sin ir al dentista. Podría haberle intercambiado sin ningún problema esa pizca de dentífrico a alguien con dolor de muelas por una semana de raciones extra para la cena. Y sus propios padres le habían arrebatado esa posibilidad —mamá les había pedido a sus padres que le arrebataran esa posibilidad— simplemente para hacerme llegar la advertencia.

—Genial —dije con amargura—. Toma un poco. —Le di uno de los trozos de la nota a él también. Lo más probable es que después de haber sido arrastrado a la Escolomancia lo necesitara desesperadamente. Es mejor que enfrentarse a la muerte casi segura que les espera a los niños magos en el exterior, pero por poco.

La zona de la comida se abrió en ese momento, y la consiguiente estampida de alumnos interrumpió mis cavilaciones; aun así, Liu me preguntó en voz baja: «¿Todo bien?», mientras hacíamos cola.

Me la quedé mirando fijamente. No es que me hubiera leído la mente ni nada por el estilo: Liu se fijaba en los pequeños detalles y se le daba bien sumar dos más dos; me señaló el bolsillo en el que me había metido el último trozo de la nota, cuyo auténtico contenido me había guardado para mí, incluso mientras repartía unos trozos de papel hechizado que debería haber impedido toda cavilación. Mi confusión se debía a que… me había preguntado. No estaba acostumbrada a que nadie se preocupara por mí y ya no digamos a que se dieran cuenta de que algo me había alterado. A no ser que estuviera lo bastante alterada como para dar la impresión de estar a punto de prenderle fuego a todo, lo cual ocurre bastante a menudo, todo sea dicho.

Tuve que darle una vuelta al asunto para determinar que, en realidad, no quería hablar de la nota. Nunca se me había presentado aquel dilema. Y el hecho de poder elegir significaba que le estaba diciendo la verdad a Liu cuando asentí para manifestar que sí, que todo iba bien, y le sonreí; el gesto me resultó algo extraño y tenso, desconocido. Liu me devolvió la sonrisa, y entonces nos pusimos en la cola y nos concentramos en la tarea de llenarnos las bandejas.

Habíamos perdido a nuestro grupito de alumnos de primero entre todo el jaleo: ellos se ponen la comida los últimos, obviamente, y nosotros teníamos ahora el dudoso privilegio de ir los primeros. Pero nada nos impide tomar una ración extra para ellos, si nos lo podemos permitir, y al menos por hoy podíamos hacerlo. Las paredes del colegio seguían un poco calientes debido a la purga de final de curso. Todos los maleficaria que no habían sido achicharrados por completo empezaban ahora a salir de los numerosos rincones oscuros donde se habían escondido, por lo que no era probable que la comida estuviera contaminada todavía. Liu tomó cartones de leche de más para sus primos, y yo, un plato de pasta para Aaron, aunque un poco a regañadientes. Técnicamente no se le debía nada por haberme traído la nota; no era cosa mía, sino que estaba establecido en el protocolo de la Escolomancia, y eso es algo que se decide en el exterior. Pero, al fin y al cabo, él no había recibido nada a cambio mientras estaba fuera.

Me resultó extraño ser una de las primeras en salir de la zona de la comida y dirigirme hacia la cafetería casi vacía mientras una enorme cola de alumnos serpenteaban, de tres en tres, a lo largo de las paredes; los de segundo daban golpecitos a los de primero y les señalaban las baldosas del techo, los desagües del suelo y las rejillas de ventilación de las paredes para que tuvieran cuidado en el futuro. Las últimas mesas plegadas volvían a ocupar el espacio que se había dejado para los alumnos de primero y se desplegaban entre chirridos y golpes. Mi amiga Nkoyo —¿podía considerarla también mi amiga? Puede que sí, aunque todavía no había recibido una notificación formal, así que tendría que quedarme con la duda un poco más— había salido antes que yo con sus mejores amigos; se había puesto en una de las mejores mesas, que estaba situada en la zona que se encuentra entre las paredes y la cola y solo tenía dos baldosas por encima, con el desagüe más cercano a cuatro mesas de distancia. Estaba de pie y nos hacía señas para que nos acercáramos; no costaba localizarla: llevaba un top nuevo y unos pantalones anchos, ambos con un precioso estampado de diferentes líneas onduladas que casi podía asegurar que tenía algún encantamiento cosido. Este es el día en el que todos estrenan atuendo; la mayoría traemos muy pocas prendas para los siguientes cuatro años —por desgracia, casi todo mi vestuario acabó incinerado en primero—, y era evidente que se había estado reservando aquel atuendo para nuestro último curso. Jowani había ido a buscar dos jarras grandes de agua mientras Cora se encargaba del perímetro.

Se me hacía raro atravesar la cafetería para ir a sentarnos con ellos. Aunque no nos hubieran invitado a unirnos, todavía quedaban libres la mayoría de las mesas buenas y todas las malas. No era la primera vez que podía elegir sitio, pero hasta entonces siempre se había tratado de una jugada arriesgada, ya que llegaba a la cafetería demasiado pronto movida por la desesperación de haber pasado hambre demasiados días. Ahora era simplemente el curso natural de los acontecimientos. Todos los que se dirigían a las mesas a mi alrededor eran alumnos de tercero o de último año, y si no sabía cómo se llamaban, los conocía a la mayoría de vista. Nuestro número se había reducido a aproximadamente mil alumnos, de los mil seiscientos que éramos en primero, lo cual suena horrible, pero lo habitual es que lleguen menos de ochocientos chavales a cuarto. Y, por lo general, menos de la mitad de estos consiguen graduarse.

Pero nuestra promoción había superado las expectativas y el causante de desbaratarlo todo estaba acomodándose en la mesa a mi lado. Nkoyo apenas esperó a que Orion y yo tomáramos asiento antes de soltar:

—¿Ha funcionado? ¿Habéis arreglado la maquinaria?

—¿Cuántos mals había ahí abajo? —Cora metió baza a la vez, mientras se sentaba sin aliento y tapaba la pequeña jarra de arcilla que había usado para verter el hechizo perimetral alrededor de la mesa.

No estaban siendo maleducadas, sino que según el protocolo de la Escolomancia tenían derecho a preguntarnos ya que nos habían guardado sitio en la mesa; era un intercambio más que justo por información de primera mano. Otros alumnos de último curso se acomodaban en las mesas vecinas —lo que nos proporcionaba un perímetro de seguridad aún más sólido— para escuchar nuestra conversación, y los que estaban más alejados se inclinaban descaradamente y ponían la oreja mientras sus amigos les cubrían las espaldas.

Todo el colegio estaba ya al tanto del bombazo, es decir que Orion y yo habíamos conseguido, contra todo pronóstico, volver con vida de nuestra agradable excursión al salón de grados de aquella mañana. Yo me había pasado el día encerrada en mi habitación y Orion solía evitar el contacto con otros seres humanos a no ser que estuviesen siendo devorados por mals, por lo que las noticias que hubieran oído les habían llegado filtradas a través de la cadena de cotilleos del colegio, una fuente de información que no inspira demasiada confianza, sobre todo cuando tu vida está en juego.

No me entusiasmaba revivir aquella reciente experiencia, pero era consciente de que tenían derecho a saber lo que yo podía contarles. Y era yo, sin lugar a dudas, la que se lo tenía que contar, porque antes de que hubieran abierto la zona de la comida, ya había oído a otros alumnos de cuarto del enclave de Nueva York preguntarle a Orion algo parecido, pero él había respondido con un: «Me parece que ha ido bien… La verdad es que no me he enterado de mucho. Yo me he encargado de los mals hasta que los demás han acabado y hemos vuelto a subir con el yoyó». Ni siquiera estaba intentando hacerse el chulo, así había experimentado él nuestra misión. Se había cargado a una cantidad ingente de mals en el salón de grados, era un día como cualquier otro. Casi había sentido lástima por Jermaine, que había adoptado la expresión de alguien que intenta mantener una conversación importante con una pared de ladrillos.

—Un huevo —le dije a Cora secamente—. Estaba abarrotado, y todos se morían de hambre. —Ella tragó saliva y se mordió el labio. Entonces le dije a Nkoyo—: Los artífices más veteranos nos han confirmado que todo estaba en orden, y han tardado una hora y pico en arreglarlo, así que espero que no estuvieran simplemente haciendo el vago.

Asintió, mirándome con atención. No preguntaba por simple curiosidad. Si de verdad habíamos arreglado la maquinaria del salón de grados, entonces los mismos mecanismos que llevaban a cabo la purga de los pasillos y las aulas dos veces al año también funcionaban ahí abajo, por lo que, seguramente, habían eliminado a un número considerable de mals mucho más grandes y peores que rondaban por el salón a la espera de que diera comienzo la próxima graduación. Y eso daba a entender que muchos de los alumnos que debían graduarse habían conseguido salir de aquí, y lo más importante: que nuestra promoción tendría también más posibilidades de lograrlo.

—¿De verdad crees que lograron salir? ¿Clarita y los demás? —dijo Orion, mirando ceñudo el revoltijo de patatas, guisantes y ternera que había hecho con lo que la cafetería denominaba «pastel al pastor», pero que era, por suerte, un simple pastel de carne. En días menos afortunados, había estado hecho de pastor de verdad. Al margen del nombre, seguía estando lo bastante caliente como para que pudiera verse el vapor salir del interior, aunque a Orion le traía sin cuidado su milagroso estado.

—Lo sabremos a final de curso, cuando nos toque a nosotros pasar por el aro —respondí. Por supuesto, si no hubiéramos conseguido arreglarla, los alumnos de último curso que nos precedían se habrían encontrado con una horda hambrienta y cabreada de maleficaria, que ya de por sí tenían bastante mala leche, y habrían acabado hechos picadillo antes de llegar siquiera a las puertas. Y nuestra clase se lo habría pasado igual de bien dentro de trescientos sesenta y cinco días. Lo cual era un pensamiento alentador, y añadí tanto para mí como para Orion—: Y ya que no podemos averiguarlo antes, no tiene ningún sentido darle vueltas al asunto, así que ¿puedes dejar de marear tu cena? Me estás quitando las ganas de comer.

Puso los ojos en blanco y se metió en la boca de forma dramática una cucharada llena a modo de respuesta, pero eso hizo que su cerebro se diera cuenta de que era un adolescente famélico y empezó a engullir la comida como si se la fueran a quitar.

—Si ha funcionado, ¿cuánto creéis que durará? —dijo otra de las amigas de Nkoyo, una chica del enclave de Lagos que se había sentado en un extremo de la mesa para poder acompañarnos. Otra buena pregunta para la que no tenía respuesta, ya que yo no era artífice. Lo único que sabía sobre las reparaciones que habían llevado a cabo detrás de mí —en chino, idioma que no hablo— era la elevada cantidad de palabrotas que parecían haber salido de los labios de los artífices. Orion ni siquiera se había dado cuenta de aquello: había estado delante de todos nosotros, quitando de en medio a un montón de mals.

Aadhya respondió por mí.

—Las reparaciones que el enclave de Manchester llevó a cabo en su día aguantaron como mínimo dos años, y a veces tres. Yo diría que al menos este año no habrá que preocuparse y puede que el que viene tampoco.

—Pero… después de eso sí —dijo Liu en voz baja, mirando a sus primos, que estaban sentados al otro lado del comedor junto a Aaron y a Pamyla, la chica que le había traído la carta a Aadhya, y un montón de alumnos de primero que se habían agrupado a su alrededor: el típico grupo numeroso con el que en su mayoría solo cuentan los críos de enclave. Aquello me sorprendió, hasta que me di cuenta de que habían ganado algo de popularidad al haber estado tan cerca de Orion, el héroe del momento. Y entonces se me ocurrió que tal vez una parte de esa popularidad tuviera que ver también conmigo, ya que para los de primero yo era una admirable alumna de último año que se había jugado el pellejo, y no la horripilante marginada de mi curso.

Aunque… ya nadie me consideraba una horripilante marginada. Era parte de una alianza junto con Aadhya y Liu, una de las primeras que se había formado en nuestra promoción. Me habían invitado a sentarme en una de las mesas más seguras de la cafetería cuando podían haber elegido a otra persona. Tenía amigos. Lo cual me parecía aún más surrealista que haber logrado vivir lo suficiente como para llegar a último curso, y todo eso, absolutamente todo, se lo debía a Orion Lake, así que me daban igual las consecuencias. Y habría consecuencias, de eso no tenía la menor duda. Mamá no me habría advertido sin una buena razón. Pero pagaría el precio, fuera el que fuere.

En cuanto fui consciente de ello, dejé de preocuparme por la nota. Ya ni siquiera deseaba que mamá no me la hubiera enviado. Me la había enviado porque me quería, y porque no tenía ni la más remota idea de quién era Orion; si creía que corría peligro por su culpa, no le quedaba más remedio que advertirme. Y yo podía agradecerle su amor y sentirlo en mi interior, y aun así tomar la decisión de asumir las consecuencias. Estaba preparada. Metí los dedos en el bolsillo para tocar el último trozo de papel, el que ponía sé valiente, y me lo comí esa noche antes de ir a dormir, tumbada en mi estrecha cama del piso más bajo de la Escolomancia; soñé que volvía a ser pequeña, que corría en un campo de hierba crecida y flores altas de color púrpura, con la certeza de que mamá estaba cerca de allí, observándome, y de que se alegraba de que fuera feliz.

A la mañana siguiente, cuando me desperté, aquella agradable sensación tardó cinco segundos en desaparecer, que fue lo que me costó espabilarme. En la mayoría de los colegios hay vacaciones a final de curso; aquí, la graduación se lleva a cabo por la mañana, la incorporación por la tarde, donde tú y tus amigos os felicitáis por haber sobrevivido tanto tiempo, y al día siguiente comienza el curso nuevo. A decir verdad, la Escolomancia no es el lugar más adecuado para tomarse unas vacaciones.

El primer día del curso, debemos ir al aula de tutoría que nos han asignado y organizarnos el horario antes del desayuno. Todavía me sentía como un trozo de pan mohoso: las heridas a medio curar suelen empeorar un poco cuando te pones a dar vueltas como una loca subida a un hechizo yoyó, ya ves tú. Había puesto la alarma para que me despertara cinco minutos antes del timbre de la mañana, porque sabía que, fuera cual fuere el aula que me tocase, tardaría una eternidad en llegar. Y, como era de esperar, cuando el papelito se deslizó por debajo de la puerta a las 5:59 de la mañana, vi que tenía que ir al aula 5013. Me quedé mirando el papel fijamente. A los alumnos de último curso casi nunca les tocan aulas por encima de la tercera planta, así que tal vez podrías pensar que aquello me alegró, pero solo se trataba de un aula de tutoría, y estaba convencida de que jamás me asignarían una clase de verdad en una planta tan alta. Por lo que sabía, ni siquiera había ningún aula ahí arriba: la quinta planta es la de la biblioteca. Lo más probable era que me enviaran a un trastero en las profundidades de las estanterías con un puñado de desafortunados desconocidos.

Ni siquiera me cepillé los dientes. Me limité a enjuagarme la boca con un poco de agua de mi jarra y me dirigí hacia mi destino mientras los alumnos de cuarto más madrugadores se encaminaban al baño. No me molesté en preguntar si alguien más iba en la misma dirección que yo: estaba segura de que no habrían asignado mi aula a nadie con quien tuviera confianza. Saludé a Aadhya con la mano cuando salió de su habitación con la bolsa de aseo; ella me devolvió el saludo en señal de comprensión instantánea y me dirigió un gesto de ánimo con el pulgar mientras iba a recoger a Liu: por desgracia, todos estamos familiarizados con el peligro que supone tener que recorrer un largo camino para llegar a un aula, y nuestro curso era ahora el que tenía el camino más largo de todos.

Ya no había ninguna planta por debajo de la nuestra: el día anterior, justo cuando los dormitorios de último curso descendieron hacia el salón de grados, los nuestros rotaron para ocupar su lugar, en el nivel más bajo del colegio. Tuve que girar hacia el descansillo de las escaleras, abrirme paso con extrema precaución hacia la planta del taller —sí, era el día posterior a la purga, pero nunca es buena idea ser la primera en llegar a una planta donde hay aulas— y luego subir los cinco empinados tramos dobles de escaleras.

Me pareció que tardaba en subirlas el doble de tiempo de lo habitual. Las distancias en la Escolomancia son extremadamente flexibles. Pueden ser extensas, muy extensas o casi interminables, dependiendo en gran medida de cuánto te gustaría que fueran de otra manera. Tampoco ayudaba el hecho de que hubiese llegado tan temprano. No vi a ningún otro alumno hasta que pasé jadeando por los dormitorios de segundo curso, donde los más madrugadores habían empezado a subir las escaleras en pequeños grupos; eran en su mayoría alumnos de alquimia y artificios que pretendían conseguir los mejores asientos en el taller y los laboratorios. Cuando llegué a la planta de los de primero, el habitual éxodo matutino se encontraba en pleno apogeo, pero como todos eran novatos durante su primer día de clase y no sabían muy bien adónde debían dirigirse, mi recorrido por las escaleras no se aceleró ni un ápice.

Lo único bueno del tortuoso trayecto fue que estuve aferrada todo el rato a mi cuarzo de almacenamiento, concentrándome en introducir maná en su interior. Para cuando llegué al último tramo de escaleras, las tripas me palpitaban y los muslos me ardían, pero cada paso aumentaba notablemente el brillo que se filtraba entre mis dedos, y cuando llegué a la sala de lectura vacía, había llenado más de una cuarta parte del cuarzo.

Necesitaba recuperar el aliento con urgencia, pero en cuanto me detuve, sonó el timbre que avisaba de que faltaban solo cinco minutos. Si me ponía a dar tumbos entre las estanterías en busca de un aula que nunca antes había visto, llegaría tarde, lo cual no era buena idea, así que utilicé de mala gana una pizca del maná que tanto me había costado acumular para lanzar un hechizo localizador. Este me condujo hasta una sección de la biblioteca que estaba totalmente a oscuras. Volví la vista hacia las escaleras sin muchas esperanzas, pero nadie más se me unió.

La razón se hizo evidente cuando llegué por fin al aula, que estaba detrás de una puerta de madera oscura casi invisible, entre dos grandes archivadores llenos de mapas antiguos y amarillentos. Abrí la puerta esperando encontrarme algo de lo más horrible, y así fue: en el interior había ocho estudiantes de primer año, que se volvieron hacia mí y me miraron como una manada de diminutos y especialmente miserables ciervos a punto de ser atropellados por un camión enorme. No había ni un solo alumno de segundo entre ellos.

—No me jodas —dije, indignada, y entonces me dirigí a la primera fila y me senté en el mejor asiento, el cuarto desde el extremo más cercano. Me lo agencié sin siquiera tener que dar ni un empujón, ya que habían dejado casi toda la fila libre; como si todavía fueran a primaria y no quisiesen parecer los favoritos del profe. Los únicos profesores que hay en este colegio son los maleficaria, y no tienen favoritos: les gusta devorarnos a todos por igual.

Los pupitres eran de un magnífico estilo eduardiano, y con eso me refiero a que eran antiguallas; resultaban demasiado pequeños para mí, que mido un metro setenta y cinco, e increíblemente incómodos. Estaban hechos de hierro, por lo que en caso de emergencia costaría mucho moverlos; el pupitre pegado al mío, que apenas era lo bastante grande como para abarcar un folio de tamaño normal, había sido lustrado y pulido estupendamente hacía unos cien años. Desde entonces se le había dado tanta caña que los alumnos habían empezado a escribir sus mensajes llenos de desesperación encima de los de los demás al quedarse sin espacio. Uno había escrito «QUIERO SALIR DE AQUÍ» una y otra vez con tinta roja por toda la superficie en forma de «L», y otro había repasado el mensaje con subrayador amarillo.

Solo había otra alumna en primera fila, y se había colocado en el que parecía el mejor sitio, el sexto desde el extremo más alejado —había sido muy lista al dejar distancia con la puerta—; el problema es que dos asientos más atrás había una rejilla de ventilación en el suelo que había quedado tapada con la mochila de otro alumno menos avispado, por lo que era imposible saber que estaba ahí a no ser que te fijaras en que las otras tres rejillas del suelo estaban distribuidas en forma de cuadrado y faltaba la cuarta. Cuando entré, me observó como si esperara que la echase de su asiento: la edad tiene sus privilegios y los alumnos de cuarto casi nunca se cortan a la hora de exigirlos. Cuando me senté en el mejor sitio de la clase, ella volvió la vista hacia atrás y se dio cuenta de su error; acto seguido recogió su mochila a toda prisa, recorrió la fila y me dijo: «¿Está ocupado?», mientras señalaba el asiento junto al mío con un poco de ansiedad.

—No —le respondí molesta. Lo que me molestaba era que lo lógico era que la dejara sentarse a mi lado, ya que de ese modo mi posición era aún más ventajosa comparada con la del resto, y aun así no me hacía ninguna gracia. Estaba claro que pertenecía a un enclave. Llevaba un portaescudo de algún tipo alrededor de la muñeca, un anillo aparentemente anodino que era, casi con toda seguridad, un prestamagia, y sabía cómo desenvolverse a la perfección en la Escolomancia: por ejemplo, identificando los mejores asientos de un aula incluso durante el primer día de clase, cuando lo normal es que estés demasiado aturdido como para recordar los consejos que te han dado tus padres y en vez de eso te acurruques con los otros críos como una cebra que intenta pasar desapercibida dentro de la manada. Además, el libro de texto de Matemáticas que llevaba en la mochila estaba en chino, pero el volumen de Introducción a la Alquimia estaba en inglés y las etiquetas de sus cuadernos habían sido escritas con el alfabeto tailandés, lo que significaba que tenía la suficiente fluidez como para hacer los trabajos de clase no en una sino en dos lenguas extranjeras. Teniendo en cuenta las consecuencias por cometer incluso el más mínimo error, aquello no era cosa fácil para una chica de catorce años. Seguro que había asistido desde los dos años a las clases de idiomas más caras que habían podido pagar los ricachones de sus padres. Y me juego lo que sea a que tenía la intención de volverse hacia los demás alumnos y comunicarles lo peligrosos que eran los asientos en los que se habían sentado, para que entendieran cuál era su posición en el orden jerárquico: por debajo de ella. Me sorprendía que no lo hubiese dejado claro ya.

Entonces, uno de los chicos que estaba detrás de nosotras dijo con timidez: «¿El? Hola» y me di cuenta de que era uno de los primos de Liu. «Soy Guo Yi Zheng», añadió, lo cual me fue de bastante utilidad, ya que tras la incorporación había salido de la cafetería convencida de que no iba a volver a ver a ninguno de los alumnos de primero que había conocido salvo por casualidad, y no me había molestado en aprenderme sus nombres. En este colegio no solemos juntarnos con alumnos de otros cursos. Nuestros horarios se encargan de ello. Los mayores nos pasamos casi todo el tiempo en los niveles inferiores y a los de primer año les tocan las aulas más seguras de las plantas superiores. Si vas a primero y te pasas el rato pululando por donde están los alumnos de último curso, tienes todas las papeletas para que los maleficaria te merienden, y créeme que lo harán.

Pero, por otro lado, si estás en algún sitio con un compañero mayor que tú, preferirás arrimarte a este antes que quedarte a solas. Zheng ya estaba recogiendo su mochila y acercándose sin perder ni un instante, lo cual estaba muy bien, ya que era el que más cerca de la puerta había estado.

—¿Puedo sentarme contigo?

—Sí, vale —dije. No me molestaba que se sentara conmigo. Que Liu fuera mi aliada no le daba derecho a su primo a reclamarme nada, pero no le hacía falta. Liu era mi amiga—. Vigila las rejillas de ventilación incluso aunque estés en la biblioteca —añadí—. Y estabas sentado muy cerca de la puerta.

—Ah. Sí, claro. Es que estaba… —dijo mirando a los otros críos, pero lo interrumpí.

—No soy tu madre —dije en tono borde. Lo hice adrede: no les haces ningún favor a los novatos dejándoles creer que en este colegio hay héroes, por mucho que contemos con la presencia de Orion Lake. No podía ser su salvadora; bastante tenía con sacarme las castañas del fuego a mí misma—. No tienes que ponerme ninguna excusa. Te lo he dicho para que lo supieras. Si no quieres hacerme caso, no lo hagas. —El chico cerró la boca y se sentó, un poco avergonzado.

Desde luego, había tenido una buena razón para no alejarse de los otros críos: las cebras van en manadas por algo. Pero no vale la pena jugarse el cuello por las demás. Si tienes mala suerte, aprenderás la lección cuando el león te devore a ti en vez de a ellas. En mi caso, aprendí la lección cuando vi que el león se comía a otro, un pringado que no era tan pringado como yo y al que, por tanto, se le había permitido sentarse al final de la fila, entre la puerta y los chicos populares.

Y no tenía por qué dejar que los demás lo arrinconaran al final de la fila, ya que él era uno de los chicos populares, o al menos era más popular que cualquiera de los presentes, salvo por la chica del enclave. Todo el mundo sabe que la familia de Liu está a un tris de establecer un enclave. Son tan numerosos que un familiar le dejó a Liu una caja llena de artículos de segunda mano cuando llegó al colegio, y ella les había dado a Zheng y a su hermano gemelo Min una bolsa a cada uno con unas cuantas cosas; a final de curso recibirían el resto. Todavía no formaban parte de un enclave, pero tampoco eran unos pobres desgraciados. Aunque, de momento, él seguía comportándose como si fuera un ser humano normal en vez de como un alumno de la Escolomancia.

Los demás chicos comenzaron a murmurar. Mientras hablábamos, los borradores de los horarios habían aparecido sobre nuestros pupitres del mismo modo en que aparecían siempre: si apartamos la vista un momento, al volver a mirar los tenemos en frente de las narices, como si hubieran estado todo el rato ahí. Si intentas pasarte de listo y te quedas mirando el pupitre sin parpadear para que el colegio no pueda ponértelo delante, lo más probable es que ocurra algo malo que te distraiga, como que se apaguen las luces, así que si los demás te pillan haciendo eso, te darán una colleja o te taparán los ojos con la mano. Cuesta mucho más, si hablamos en términos de maná, dejar que los demás vean cómo la magia tiene lugar de un modo en el que, instintivamente, no creen, ya que entonces debes enraizarla en ellos, no solo en el universo. Es una de las razones por las que la gente no suele hacer magia frente a los mundanos. Es mucho más difícil, a no ser que se la presentes como una especie de espectáculo, o estés con gente que se esfuerza hasta límites insospechados por creer en la magia que estás efectuando, como le pasa a mamá con los bohemios de sus amiguitos cuando lleva a cabo eso de la curación natural en el bosque.

Y aunque seamos magos, nos sigue sorprendiendo que las cosas aparezcan de la nada. Sabemos que es posible, así que no resulta tan difícil persuadirnos, pero, por otro lado, contamos con mucho más maná propio con el que desafiar dicho acto de persuasión. Al colegio le cuesta mucho menos deslizarnos algo en el pupitre mientras miramos hacia otra parte que dejarnos ver cómo aparece frente a nosotros.

Zheng ya estaba intentando asomarse por detrás de mí para echar un vistazo a la hoja de la chica de enclave. Suspiré y dije de mala gana:

—Ve a sentarte con ella.

No me gustaba ni un pelo, pero por mucho que aquello no me gustara, era mejor que se llevara bien con esa chica. Se removió un poco en el asiento, probablemente debido a la culpa: supongo que su madre también lo había sermoneado sobre ese tema. Acto seguido, se puso en pie, se acercó a la chica tailandesa y se presentó.

A decir verdad, ella le dirigió un saludo educado y lo invitó a sentarse a su lado con un gesto; normalmente hay que hacer la pelota con un poco más de entusiasmo para sentarse junto a un alumno de enclave. Pero imagino que todavía no tenía ningún competidor. Después de que se sentara, otros chicos se acomodaron en los asientos detrás de ellos y todos se pusieron a comparar sus horarios. La chica de enclave rellenó su hoja con una rapidez que delataba que sabía exactamente lo que había que hacer, y luego se la enseñó a los demás y les señaló los problemas que veía con sus horarios. Me aseguraría de echar un vistazo al horario de Zheng cuando terminara, por si acaso la chica estaba siendo demasiado servicial para sacar provecho.

Pero primero tenía que ocuparme de mi propio horario; tras echar un vistazo, me di cuenta de que me esperaba una buena. Sabía que durante mi último año me tocaría cursar dos seminarios: ese era el precio a pagar por haber estudiado la rama de encantamientos y haber reducido al mínimo las clases en las plantas inferiores durante los tres primeros cursos. Pero el colegio me había metido en cuatro… o en cinco, si teníamos en cuenta la monstruosa asignatura doble que se daba a primera hora de la mañana todos los días: Lecturas avanzadas de sánscrito, formación en inglés. Se indicaba que contaba tanto para créditos de sánscrito como de árabe, lo cual no tenía ninguna lógica, salvo si, por ejemplo, íbamos a estudiar las reproducciones islámicas medievales de manuscritos en sánscrito, como el que había encontrado en la biblioteca hacía apenas dos semanas. Eso la convertía en una asignatura muy específica. Tendría suerte si en el aula llegábamos a ser cuatro personas. Contemplé el título de la asignatura en lo alto de mi horario, tan pesado como una losa. Contaba con asistir al seminario común de sánscrito que se impartía en inglés, lo que habría significado compartir una de las aulas de seminario más grandes de la planta del laboratorio con alrededor de una decena de alumnos de la India que cursaban las ramas de artificios o alquimia y estudiaban sánscrito para sus créditos de idiomas.

Y no podría alegar un solapamiento con otra asignatura para no ir, ya que no había ningún otro alumno de último curso en el aula con el que comparar horarios. Lo normal era que algún otro marginado me hubiera dejado, de mala gana, echar un vistazo a su plantilla a cambio de poder ver la mía, y eso me habría proporcionado una o dos asignaturas que tomar para intentar que el colegio me cambiara las peores partes de mi horario. Se nos permite elegir hasta tres asignaturas, y siempre que cumplamos con todos nuestros requisitos académicos, la Escolomancia tiene que reajustar nuestro horario en torno a ellas; pero si no sabemos qué otras clases hay o a qué hora se dan, nos arriesgamos a salir muy mal parados.

Mi horario habría sido ya lo bastante horrible solo con el seminario de Lecturas avanzadas, pero además tenía otro magnífico seminario llamado Desarrollo del álgebra y sus aplicaciones a la invocación, cuyos créditos contaban para idiomas, aunque no se especificaba cuáles —señal de que me iban a encasquetar un montón de diferentes fuentes primarias que tendría que traducir—, y debía cursar Historia y Matemáticas avanzadas. No me habían asignado ningún otro curso de matemáticas, así que las probabilidades de poder librarme de ese eran muy escasas. También tenía el horrible seminario al que ya sabía que tendría que acudir, el de Raíces protoindoeuropeas compartidas en la hechicería moderna, y que no debería haber sido mi asignatura más fácil; y por último pero no por ello menos importante, el de Las leyendas de Myrddin, que se suponía que contaba para literatura avanzada, latín, francés actual, galés actual e inglés antiguo y medio. No tenía ninguna duda de que para cuando empezara la tercera semana de clase, no recibiría más que hechizos en francés antiguo y galés medio.

El resto de los huecos estaban dedicados al taller —del que tenía que haberme librado por completo, ya que el curso pasado había fabricado un espejo mágico que todavía me dirigía murmullos sombríos de vez en cuando a pesar de que estaba colgado de cara a la pared— y a clases avanzadas de alquimia, ambas con grupos mezclados: lunes y jueves para una y martes y viernes para la otra. Estaría con diferentes alumnos cada día, así que me costaría el doble de lo que ya me cuesta encontrar a alguien que me ayudara en clase o vigilara mi mochila mientras iba a por material.

Era el peor horario de último curso del que había tenido constancia. Ni siquiera los alumnos que aspiraban a ser los mejores de la promoción iban a cursar cuatro seminarios. Por otro lado, como si el colegio pretendiera compensarme, los miércoles por la tarde los tenía totalmente libres. Solo ponía «Trabajo libre», igual que en el periodo de trabajo libre que todos tenemos después de comer, solo que en este caso se me había asignado un aula. Más concretamente, esta.

Contemplé aquel recuadro de mi horario con un profundo e implacable recelo, intentando encontrarle el sentido. Contaba con toda una tarde de tiempo libre, en la mismísima biblioteca, sin lecturas, exámenes ni tareas, y tenía un aula reservada para que no tuviera que andar preocupándome por quedarme sin sitio. Solo eso hacía que este fuera seguramente el mejor horario del que había tenido constancia. El intercambio valía la pena. Había estado preocupada porque no sabía cómo iba a recuperar todo el maná que gasté el curso pasado; con una tarde de trabajo libre a la semana, puede que volviera a disponer de reservas suficientes antes del Festival.

Debía de haber alguna pega, una monstruosa, solo que no se me ocurría cuál podía ser. Me puse en pie y le di un toquecito a Zheng.

—Vigila mis cosas —le dije—. Voy a comprobar que no hay nada raro en el aula. Si alguno quiere saber cómo, que preste atención —añadí, y todos levantaron la cabeza para ver cómo examinaba el lugar.

Empecé con las rejillas de ventilación: me aseguré de que todas estuvieran bien atornilladas e hice un croquis en un trozo de papel para tenerlas localizadas en caso de que alguna criatura excepcionalmente inteligente decidiera colarse y sustituir alguna de ellas en un futuro. Conté las sillas y los pupitres y miré debajo de cada uno; saqué todos los cajones del armario de la pared del fondo, abrí todas sus puertas y alumbré el interior. Lo aparté un poco y me cercioré de que no hubiera nada raro en el mueble ni en la pared. Iluminé el perímetro del suelo en busca de agujeros, golpeé las paredes tan alto como pude, comprobé el marco de la puerta para asegurarme de que la parte superior y la inferior estuvieran bien ajustadas y, al terminar, no tuve ninguna duda de que se trataba de un aula perfectamente normal.

Y con eso me refiero a que los mals podrían entrar en ella de numerosas formas: a través de las rejillas de ventilación, por debajo de la puerta o royendo las paredes. Al menos en aquella aula no podían entrar descolgándose del techo, ya que no había techo. La Escolomancia no tiene tejado: estos no hacen falta cuando construyes un colegio mágico en un vacío místico al margen del mundo. Las paredes de la biblioteca se elevan hasta perderse en la oscuridad. En teoría, no se extienden hasta el infinito, sino que acaban por detenerse en algún lugar lejano de ahí arriba. No pienso trepar para comprobarlo. Pero de todas formas, el aula todavía no estaba infestada de monstruos ni había ninguna vulnerabilidad obvia. Así que, ¿qué significaba que el colegio me regalara la posibilidad de pasar una tarde libre a la semana en aquel lugar?

Volví a mi silla y contemplé mi horario. Era consciente, desde luego, de que la tarde libre era el cebo de una trampa, pero se trataba de un cebo muy suculento, y de una trampa excepcional. Lo cierto era que no podía asegurarme ninguna mejora si hacía algún cambio en el horario, ya que no sabía cuándo se impartían las otras clases de último año. Si dejaba de lado, por ejemplo, la asignatura de Raíces protoindoeuropeas para intentar quitarme de encima aquel horrible seminario de Lecturas avanzadas, la Escolomancia tendría una excusa para asignarme un curso de árabe los miércoles por la tarde, incluso si me quitaba el seminario. Aunque intentara hacer un cambio tan nimio como ponerme la clase de Taller con el mismo grupo los jueves por la tarde, estaba segura de que me asignaría la clase de Alquimia los miércoles y otra asignatura diferente los viernes. Cualquier cambio me haría perder lo único bueno de aquel horario sin tener garantizada ninguna mejora.

—Déjame ver tu horario —le dije a Zheng sin albergar ninguna esperanza real. Lo bueno de estar rodeada de alumnos de primer año era que todos me entregaron sus hojas con docilidad, sin pedirme nada a cambio, y pude examinar todos los horarios en busca de alguna asignatura que pudiera cursar. Pero fue inútil. Nunca había oído que se le hubiera asignado a un estudiante de primero una asignatura que pudiera solicitar un alumno de cuarto, y los horarios de aquellos críos no eran una excepción. Todos tenían las clases habituales de Introducción al taller, Introducción al laboratorio (la chica de enclave les había sugerido sabiamente que solicitaran un cambio y las cursasen justo antes de comer los martes y los miércoles, respectivamente, que era la mejor franja horaria que podían conseguir los de primero, ya que los mayores se embolsan las tardes) y Estudios sobre maleficaria de primer año, donde se lo pasarían de fábula; el resto de sus clases eran de Literatura, Matemáticas e Historia, las cuales se daban en la tercera y la cuarta planta. Solo había una excepción: a todos aquellos mocosos se les había asignado el mismo periodo de trabajo libre de los miércoles que a mí, y en esta misma aula. Menudo morro. Y ninguno de ellos se daba cuenta de la suerte que tenía.

Me di por vencida y firmé con fatalismo la parte inferior de mi horario sin intentar siquiera hacer algún cambio; a continuación, me acerqué al enorme y antiguo escritorio que había en la parte frontal del aula, abrí con cuidado la tapa corredera —hoy no había nada ahí dentro, pero no sería siempre así— y metí mi horario. La mayoría de las aulas disponen de un sitio más formal para entregar los deberes, un buzón que finge enviar nuestros trabajos a través de una red de tubos neumáticos hasta un depósito central, pero los tubos se estropearon a principios del siglo pasado y el sistema se arregló simplemente con hechizos de transporte, así que en realidad lo único que hay que hacer es dejar los deberes en algún lugar común que podamos perder de vista, y estos serán recogidos. Contemplé mi horario una última vez, respiré hondo y cerré la tapa.

Estaba convencida de que descubriría lo mucho que la había cagado justo después del desayuno, cuando me dirigiera a mi primer seminario, pero me equivocaba. Lo descubrí apenas un cuarto de hora después, sin tener que abandonar el aula. Me encontraba encorvada sobre una maraña de hilo mientras hacía ganchillo para poder almacenar todo el maná que pudiera antes de ir a desayunar, y me había puesto a pensar en qué tipo de ejercicios aburridos podría llevar a cabo en aquella aula en cuanto la herida se me hubiese curado un poco más: odio con todas mis fuerzas hacer ejercicio, así que obligarme a ejercitar me viene de perlas para generar maná. No había mucho espacio, por lo que no podía mover los pupitres. Tendría que hacer abdominales tumbada sobre dos mesas, pero me importaba un bledo: aquello me permitiría llenar un cuarzo cada dos semanas.

Mientras tanto, los de primero pululaban por la parte frontal del aula como si nada, charlando los unos con los otros. Y por si fuera poco, todos hablaban en chino, incluidos el chico indio y la chica y el chico rusos; estaba bastante segura de que habían estado hablando entre ellos en ruso, pero se habían unido a la conversación general sin problemas. Era obvio que todos cursaban las clases en chino; en este colegio, las asignaturas como Matemáticas o Historia se daban en chino o en inglés.

Hice todo lo posible por ignorar la conversación, pero mis esfuerzos no sirvieron de mucho. Uno de los riesgos de estudiar un número ridículo de idiomas es que mi cerebro cree que si no entiendo algo de lo que oigo es porque no estoy prestando atención y que, si me esfuerzo lo suficiente, seré capaz de adivinar el significado. No debería haberme topado con otro idioma nuevo por lo menos hasta el próximo trimestre, ya que no hacía ni tres semanas que la Escolomancia me había iniciado en árabe, pero al tener que pasarme dos horas en un aula todos los miércoles con un puñado de alumnos de primero que hablaban chino, sabía que no tardaría en empezar a recibir también hechizos en chino.

A menos que todos ellos se las arreglaran, amablemente, para palmarla antes de que terminara el mes, lo que no era imposible. Por lo general, la primera semana del curso transcurre sin pena ni gloria y, entonces, justo cuando los novatos se han relajado y sumergido en un estado de falsa calma, los primeros mals salen de su escondite, por no hablar de la primera oleada de crías recién nacidas que encuentran el modo de colarse desde la planta baja hasta aquí.

Por supuesto, siempre hay alguna que otra criaturita más espabilada que las demás. Como la cría de víbora globo que se había abierto paso en silencio por el conducto de ventilación en ese momento. Lo más probable es que se hubiera estirado lo bastante como para lograr atravesar las guardas del sistema de ventilación, haciéndose pasar por un chorrito inofensivo de líquido; había serpenteado a través de la rejilla y se había enroscado en el suelo detrás de una de las mochilas para volver a su forma original. Seguro que había hecho ruido durante el trayecto, pero los alumnos de primero estaban hablando en voz lo bastante alta como para disimularlo y yo no estaba prestando demasiada atención, ya que por una vez en la vida, era, con diferencia, el peor blanco del aula: ningún mal elegiría atacarme a mí en vez de a cualquier otra de las personas que había en el aula. Había empezado a considerar aquel lugar como una especie de refugio.

Entonces uno de los alumnos de primero la vio y chilló asustado. Ni siquiera me molesté en comprobar por qué chillaba; me había colgado la mochila al hombro y estaba ya a medio camino de la puerta —el chico había dirigido la mirada al fondo de la sala— cuando me fijé en la víbora globo, que se había elevado, completamente hinchada, sobre la cuarta fila de asientos como una esfera de color magenta con salpicaduras azules a lo Jackson Pollock. Las boquillas de dardos empezaban a hincharse. Los demás críos gritaban y se agarraban unos a otros, o se escondían, agachados, detrás de la mesa grande. Era un error muy típico. ¿Cuánto tiempo pensaban quedarse ahí detrás? La víbora globo no iba a irse a ningún lado con ese tamaño, y en cuanto ellos asomaran la cabeza para echar un vistazo, los atraparía.

Eso era problema de ellos, desde luego, y si no encontraban una solución por sí mismos, acabarían fiambres el primer día de clase, lo que quería decir que de todos modos no hubieran durado mucho. No era en absoluto mi problema. Mi problema era que me habían asignado cuatro seminarios peligrosísimos y ya iba muy retrasada con el almacenamiento de maná para la graduación. Me iba a hacer falta hasta el último minuto de tiempo en esta aula para acumular el maná suficiente que compensase mi mala suerte. No podía permitirme gastar siquiera la cantidad de energía equivalente de una puntada de ganchillo en un puñado de novatos a los que no conocía y que no me importaban lo más mínimo.

Salvo uno. Tras abrir la puerta del aula de una patada, me volví y grité: «¡Zheng! Hay que salir ya», y él cambió de sentido y corrió hacia mí desde la mesa. Puede que no todos los demás críos me hubiesen entendido, pero eran lo bastante inteligentes como para seguirlo, y la mayoría fueron también lo bastante inteligentes para abandonar sus mochilas al salir disparados. Todos menos la chica de enclave, mira tú por dónde. Sin duda, podría haber repuesto todas sus cosas haciéndoles la pelota a los alumnos mayores de su enclave, pero recogió su mochila antes de dirigirse a la puerta, así que fue la última del grupo; la víbora globo se hinchó lo suficiente como para que sus tallitos oculares brotaran y empezó a girarse para localizar al último de los blancos en movimiento. En cuanto se la zampara, los demás estarían a salvo. Solo era un poco más grande que una pelota de fútbol; acababa de eclosionar, por lo que se detendría para alimentarse de inmediato.

Estaba a punto de atravesar la puerta y salvar el pellejo, tal y como debería haber hecho; tal y como había hecho muchas veces antes. Es la regla más importante del colegio: lo único que debe preocuparte cuando las cosas se ponen feas es salir del paso con la cabeza en su sitio. No es una cuestión de egoísmo. Si te pones a ayudar a los demás, conseguirás que te maten y, de paso, jorobarás cualquier cosa que esté haciendo esa persona para salir con vida. Si tienes aliados o amigos, lo mejor es que los ayudes antes de que haya un ataque. Comparte con ellos un poco de maná o un hechizo, fabrícales algún artificio o elabora una poción de la que puedan echar mano en un momento de apuro. Pero si alguien no es capaz de sobrevivir por sí mismo a un ataque, no sobrevivirá. Todos lo saben, y la única persona que conozco que se salta la regla a su antojo es Orion, que es idiota, algo que yo no soy.

Y sin embargo, no atravesé la puerta. Me quedé ahí plantada y dejé que todos los de primero pasaran disparados por delante de mí. La víbora globo adoptó un color rosa pálido, preparándose para disparar a Miss Enclave, y acto seguido, se volvió hacia la puerta con un rápido movimiento al tiempo que Orion, el rey de los atontados, irrumpía en el aula, tomando el rumbo equivocado. Dentro de dos segundos estaría cubierto de veneno y muy probablemente muerto.

Salvo porque yo ya estaba lanzando un hechizo.

Se trataba de una maldición en inglés antiguo muy poco conocida. Es posible que sea la única persona en el mundo que la conozca. Al comenzar segundo, justo después de empezar a estudiar inglés antiguo, me tropecé con tres alumnos de último curso que estaban acorralando a una chica de tercero en las estanterías de la biblioteca. La chica era una marginada, como yo, aunque los chicos nunca habían intentado hacer nada parecido conmigo. Mi aura de futura hechicera oscura debía de haberlos desanimado. Incluso siendo una cría escuálida de segundo, la dejaron en paz en cuanto aparecí. Se escabulleron, la chica se marchó a toda prisa en otra dirección y yo, hecha una furia, saqué el primer libro de la estantería con el que me topé. No era el libro que buscaba: en su lugar, me llevé un fajo de papel casero que se caía a cachos lleno de maldiciones que había escrito a mano hacía unos mil años alguna arpía encantadora. Se abrió en mis manos por la página en la que estaba esta maldición en particular, y yo bajé la mirada y la vi antes de cerrar el fajo de golpe y devolverlo a la estantería.

La mayoría de las personas tienen que hincar los codos para memorizar los hechizos. Yo también, si se trata de hechizos domésticos. Pero si hablamos de hechizos para destruir ciudades o masacrar ejércitos o torturar a los demás de manera horrible —por ejemplo, reduciendo una parte en concreto de la anatomía masculina y transformándola en un bulto tremendamente doloroso—, me los aprendo de un vistazo.

Nunca antes lo había usado, pero en este caso funcionó a las mil maravillas. La víbora globo se contrajo al instante hasta alcanzar el tamaño de una bellota. Se precipitó desde el aire hasta la rejilla del suelo, traqueteó un momento y luego cayó por ella como una canica al desvanecerse por el desagüe de una alcantarilla. Adiós al maná que había acumulado esa mañana.

Orion se detuvo en la puerta y vio cómo la criatura desaparecía, decepcionado. Había estado preparándose para lanzar algún tipo de ráfaga de fuego, lo que habría acabado con la víbora globo… y también con nosotros tres, junto con cualquier contenido combustible del aula, ya que los gases internos de la criatura eran altamente inflamables. La chica de enclave nos lanzó una mirada de conejito asustado y salió corriendo por la puerta, aunque ya no había ninguna razón para correr. Orion desvió la vista hacia ella un momento y volvió a mirarme. Eché una ojeada desanimada a mi oscurecido cuarzo de maná —sí, había vuelto a dejarlo seco— y lo dejé caer.

—¿Qué haces aquí? —dije con irritación, y pasé por delante de él rumbo a las estanterías para dirigirme a las escaleras.

—No has venido a desayunar —respondió él, poniéndose a mi lado.

Así es como descubrí que el timbre no se oía en el aula de la biblioteca, lo que de momento significaba que tenía dos opciones: saltarme el desayuno o llegar tarde a mi primera clase de seminario, en la que muy probablemente nadie me pondría al corriente de mis primeras tareas.

Apreté la mandíbula y empecé a bajar las escaleras de mal humor.

—¿Estás bien? —preguntó Orion finalmente, a pesar de que había sido yo la que lo había salvado hacía un momento. Supongo que todavía no lo había asimilado.

—No —dije con amargura—. Soy idiota.