En los manuales de historia se agrupan, con afán de simplificación, los períodos documentados en cuatro grandes bloques: la llamada Edad Antigua, que va desde los orígenes hasta el siglo V, cuando se produce la caída del Imperio Romano de Occidente; la Edad Media, que llegaría hasta finales del siglo XV (con los grandes viajes y los descubrimientos, la toma de Constantinopla por los turcos y la desaparición de los restos del Imperio Romano de Oriente); la Edad Moderna —que incluye la Reforma Protestante y la Ilustración, y que llega hasta finales del XVIII—, con la Declaración de Independencia de Estados Unidos, y, por último, la Edad Contemporánea, que alcanza hasta nuestros días.
Siempre se ha dicho que el Capitalismo es un fenómeno que nace sorprendentemente en Europa, cuando imperios como el chino o el árabe eran hasta el siglo XII mucho más sofisticados en todos los ámbitos que los dispersos territorios europeos. Lo que algunos tratadistas describen como «la gran divergencia» tiene muchas explicaciones, que abordaremos más adelante. Pero sólo a título referencial, hay que citar particularmente la aportación de los árabes a ese protocapitalismo, aportación que muchas veces se ha ocultado. El imperio árabe, que desde el siglo VII hasta el XIV dominó un extenso territorio que iba desde el Medio Oriente hasta el sur de Europa, dejó importantes huellas en el pensamiento económico, aunque no nos consta que construyera un método, una sistematización del proceso de acumulación. Su carismático líder Mahoma fue mercader antes que profeta, como se pone de manifiesto en una lectura atenta del Corán.
Benedikt Koehler, un riguroso investigador británico, sitúa a Mahoma en la ciudad de Medina a mediados del siglo VII. El profeta predica una religión integradora (el Islam), y es allí donde crea su primera comunidad. Mahoma tiene en aquel momento cincuenta años y ha ejercido de mercader durante mucho tiempo. Sabe lo que es comprar y vender. En este sentido, Mahoma es un emprendedor que abre una nueva línea en su proyecto de vida. Se «reinventa», como ahora gustan de decir. Hay una cita llamativa en esa etapa que podríamos considerar una recomendación para invertir. Dice así: «Aquel que vende una casa y no compra otra no es probable que vea bendiciones en ese dinero».1
Y es que en la familia de Mahoma ya había antecedentes comerciales, que tenían su origen en la Meca. Esa ciudad era entonces un punto de partida del que salían las caravanas que transportaban mercancías hasta otros lejanos lugares de Asia y Europa. Se agrupaban largos convoyes de hasta dos mil camellos, proceso que suponía una compleja organización, tanto logística como inversora y aseguradora. Unos ejecutaban el traslado, otros financiaban la carga y unos terceros la aseguraban. Unas empresas denominadas qirad coordinaban todo esto. Los acuerdos fijaban las condiciones del reparto de beneficios y la asunción de pérdidas si el proyecto no funcionaba. Un fuerte entramado de relaciones personales permitía el desarrollo de los negocios. Gracias a este entramado, Mahoma pudo prosperar, pues con apenas seis años se había quedado huérfano, aunque siempre contó con el respaldo de su tío. Fue éste quien lo introdujo en el más selecto círculo de inversores de la capital, y será por ello que en su afán de reforma religiosa y social creó un recinto para la oración (la mezquita) y otro para los negocios (el mercado). Cuando hizo esto, en la Meca ya había otros mercados, pero Mahoma encontró su ventaja diferencial: su mercado no cobraba impuestos. En su enfoque comercial ya estaba presente el concepto de incentivación económica. Será también por ello que pagaba tres veces más a un guerrero a caballo que a uno de a pie, lo que explica la fuerza de la caballería árabe, que actuó como punta de lanza en la expansión del Islam. Al final, la presión de la competencia local hizo que Mahoma abandonara la Meca y se trasladara a Medina, contando siempre con la ayuda de su mujer (Khadija), que profesionalmente formaba parte de una qirad, lo cual es extremadamente llamativo para una mujer en aquella época y en aquel lugar.
En Medina, Mahoma profundizó en las reglas de juego del comercio, que luego dejó expresadas en el Corán. En un apartado que podríamos describir como la «Ética en los Negocios», su pronunciamiento fue muy claro: «Dios ha permitido el comercio y ha hecho ilegal la usura».2 Cuando murió era un hombre rico, algo muy distinto de otros líderes religiosos. Sus descendientes se enfrentaron en la defensa del dogma, creando distintas corrientes religiosas. El peso de lo ideológico fue en detrimento del pensamiento comercial y económico. Así y todo, los mercaderes árabes continuaron desarrollando sus redes comerciales, con una especial orientación hacia el sudeste de Asia. Y no olvidemos que nos estamos refiriendo al siglo VII. Buena parte de los instrumentos utilizados en lo económico y en lo financiero no eran muy distintos de los de ahora. Estaban dispersos y no crearon doctrina. Era protocapitalismo, pero un protocapitalismo muy avanzado.
En Europa todo fue más despacio. Del siglo V al X (tras la desaparición del Imperio Romano), los pueblos bárbaros se aburguesaron y fueron creando zonas de dominio que se constituyeron en las bases del feudalismo, un sistema económico y político con características propias. Surgieron algunos líderes que crearon pensamiento económico-social y acometieron grandes reformas administrativas. Uno de ellos fue Carlomagno, cuyos propósitos unificadores podríamos considerar un antecedente del fracasado proyecto de una Europa unida. Carlomagno (742-814) consiguió tener bajo su dominio la Galia (Francia), Lombardía (Italia), Sajonia (Alemania) y otras zonas próximas. Fue incluso nombrado emperador y consagrado por el Papa de Roma, representante de una religión antes proscrita (la católica), que no sólo se había salvado tras la liquidación del imperio, sino que había tomado un papel protagonista en el debate público, con el soporte de una amplia red de delegados que cubrían todos los territorios. La Europa del Medievo tuvo un componente religioso de matriz católica que afectó negativamente al proceso económico.
Carlomagno creó los condados, nombró a sus delegados (los condes) y les exigió fidelidad. El conde hizo lo propio y troceó los condados en veguerías, con su representante oficial (el veguer). En las fronteras del imperio (la marca), el emperador puso un militar (el marqués), cuya principal misión era la defensa. El emperador creó un desarrollado aparato administrativo, que contaba entre sus funciones básicas con la recaudación de impuestos. Carlomagno fue un adelantado a su tiempo en la configuración del Estado moderno, del ambicioso Leviathan —la metáfora del monstruo marino— que se fue formando. Con la muerte de Carlomagno, el proyecto no tuvo continuidad. Sus representantes privatizaron los territorios a su cargo e iniciaron el modus feudal. Como vemos, privatizar lo público aprovechando las oportunidades viene también de muy lejos.
El Capitalismo es hijo de la Edad Moderna y acaba reafirmándose en la Edad Contemporánea, pero el «protocapitalismo» (definido en este caso como un Capitalismo primigenio en el que ya se produce acumulación) se encuentra en Europa en la Edad Media, sobre todo en la denominada Baja Edad Media, que se extiende desde el siglo XI al siglo XV. Durante mucho tiempo y a nivel popular, la Edad Media había sido etiquetada como la «edad oscura», hasta que el esfuerzo de los historiadores ha ido desvelando rasgos propios de gran fuerza que han ayudado a explicar el tránsito hasta la Edad Moderna. En el campo económico el gradualismo fue muy evidente. Hay que aclarar que Baja o Alta Edad Media no tienen valoraciones asociadas. La primera es la más próxima y la segunda la más antigua.
Hacia finales de la Baja Edad Media, el sistema feudal, que fue la organización política dominante durante varios siglos, había entrado en crisis. El feudalismo, como ya hemos comentado, tuvo sus orígenes en la descentralización del poder del monarca (sobre todo del Imperio Carolingio), que hizo que sus «caballeros» ocuparan tierras y se apropiaran de ellas. Luego esos «caballeros» —en un proceso que se repite a lo largo de la historia en diferentes formatos— crearon la superestructura ideológica necesaria (legal, económica y cultural) que diera cobijo a los cambios y los justificara. Es un ejemplo de esa relación dialéctica tan bien explicada por Marx entre la infraestructura y la superestructura.
En el feudalismo el sujeto central era la tierra. Era una sociedad agraria en la que la mayor parte de la población se dedicaba al cultivo. El comercio y la industria eran marginales. El manor o señorío era la unidad agraria básica, que era propiedad de un noble. El noble contaba con un vasallo o varios que le juraban fidelidad a cambio de privilegios. Estos vasallos, entre otras cosas, defendían con armas el territorio. En el manor vivían y trabajaban además los campesinos, algunos en condición de libres y otros de esclavos, aunque en la práctica la diferencia era mínima. El cultivo se hacía en un modelo de tres campos, ajustado al primitivo proceso de rotación anual. En uno se plantaban las simientes de invierno, en otro las de primavera y el tercero se dejaba en barbecho. El noble se reservaba una zona para el cultivo (el demesne), que tenía prioridad sobre el resto, por lo que los campesinos debían cuidarla antes que nada. Los campesinos libres tenían unas zonas reservadas para cada uno. El conjunto del manor se trabajaba con animales y herramientas que pertenecían a la comunidad, ya que ninguno de ellos podía sufragar el gasto de forma individual. Otras tareas como moler el grano, fabricar pan o prensar las uvas eran parte de sus obligaciones. El noble tenía un poder absoluto sobre el resto de la comunidad y todo necesitaba su consentimiento, desde una pequeña operación de compra-venta hasta el matrimonio entre miembros de la comunidad. Un elemento residual de este poder (que llegó hasta unos años antes de la Revolución Francesa) era el supuesto derecho del «señor» a la virginidad de la novia (jus primae noctis), derecho que no se ejercía si el novio pagaba el «rescate». Una rama complementaria de este poder era la Iglesia Católica, que no sólo vendía ideología («la salvación eterna»), sino que cobraba impuestos por sus «servicios» a todos los campesinos, que además debían sufragar el mantenimiento de la organización eclesial.
Una muestra más de la sobreexplotación del campesinado era la aplicación de las Game Laws a favor de los nobles. En principio, las leyes pretendían regular la caza o pesca de ciertos animales (un buen propósito), aunque en la práctica eran un subterfugio para beneficio de la clase alta. Los pobres cazaban para sobrevivir; los ricos lo hacían como un divertimento. Esto, desgraciadamente, no ha cambiado.
En el feudalismo se producía para consumo propio, ostentoso en el caso de los grupos dominantes (nobles y clero) y como medio de subsistencia entre los campesinos. No se podía hablar propiamente de acumulación, en el sentido económico del término. Sólo cuando las monarquías absolutas que habían ido configurándose requirieron más recursos para sus políticas expansivas, fue cuando ese movimiento centrífugo cambió de signo. Pero ¿fue por eso que entró en crisis el feudalismo? No sólo por eso, pero también. Veamos la que para nosotros fue la causa más importante: el deseo natural del campesinado, o de parte de él, de escapar de una economía de subsistencia y acceder a una economía que generase excedente. ¿Y cómo dieron este paso (paso de gigante) que fue capital para la formación del protocapitalismo?
En el mundo académico, este cambio de signo ha tenido muchas interpretaciones. Quizás la más importante fue la que se describe como «el debate Dobb-Sweezy», dos intelectuales de fuste. Maurice Dobb fue un economista e historiador inglés, vinculado a la Universidad de Cambridge, que dedicó gran parte de su vida al estudio del modo de producción feudal. Paul Sweezy fue un economista y activista político norteamericano, fundador de la revista Monthly Review, cuyos vínculos académicos lo situaron en Harvard, universidad en la que presentó su tesis doctoral, que dirigió el también economista Joseph Schumpeter.
Para Dobb, muy condicionado por su pensamiento marxista, el feudalismo murió por sus propias contradicciones, dentro de la lógica de la lucha de clases. Una parte del campesinado, sobreexplotado por los propietarios de la tierra o sus terratenientes (sobre todo por estos últimos), se quedaba una parte pequeña de la riqueza generada, que en teoría debería haber cedido. Este excedente oculto lo vendía a terceros y establecía nuevos vínculos sociales y mercantiles que incentivaban nuevas transacciones. Con el tiempo, este grupo fue acumulando riqueza, posición que le permitió tratar a artesanos y comerciantes de las ciudades en condición paritaria. Así se consolidaron las bases del «protocapitalismo». El fenómeno, en fase creciente, fue debilitando el sistema feudal. En definitiva, el feudalismo se autodestruyó por razones internas.
Sweezy puso su mirada en el exterior. Fueron, según él, el comercio y la vida urbana los que debilitaron el modus feudal. Eran variables exógenas al propio sistema, no las contradicciones a las que aludía Dobb. Entre estas razones externas destacaba el papel de las ciudades, algunas de ellas ya importantes en la época romana. Esto ocurrió sobre todo en Italia (país en el que el feudalismo no llegó a consolidarse), y posteriormente se extendió por Europa noroccidental. La ciudad suponía grupos de población que podían intercambiar bienes. La ciudad era un espacio de libertad, hasta el extremo de que si un siervo (esclavo) se escapaba del manor y vivía como mínimo un año y un día en la ciudad sin ser apresado por el noble, adquiría la condición de hombre libre. El comercio creció y se fue definiendo el papel del mercader profesional. Si aumentaba la población, había que alimentarla, lo que llevaba a ampliar los campos de cultivo. Tenderos y artesanos se organizaron en gremios, que se protegían frente a terceros y también ofrecían un producto controlado a la comunidad. En el gremio se empezaba como aprendiz, luego se llegaba a oficial y se podía acabar como maestro, y si se tenía competencia y una base económica mínima, podías desarrollar un proyecto propio.
Como en ambos casos el telón de fondo era la historiografía marxista, más adelante se incorporaron otros historiadores (en especial Robert Brenner), que analizaron el trance desde una perspectiva menos ortodoxa. Brenner consideraba que la clave estuvo en la transformación de las relaciones entre nobles y campesinos que, en un proceso que él describía como «Capitalismo Agrario», llevó a la creación de un mercado libre y competitivo. Se desarrolló una estructura social con tres agentes: los nobles (propietarios de la tierra), algunos campesinos en función de terratenientes y un proletariado rural dependiente de un salario. Este cambio fue el principal motor de la innovación, que produjo además un importante aumento de la productividad. Fuera por razones internas o externas, lo cierto es que el feudalismo como modus político-económico fue desapareciendo, dejando eso sí los fundamentos que, a modo de simientes, propiciaron el origen del Capitalismo.
Veamos algunos otros aspectos de estas simientes, en particular en los siglos XIV y XV (final de la Baja Edad Media), que cerraron este largo período histórico de mil años.
Empezaremos por el concepto del dinero y por su principal impulsor: el mercader. Orientado más al ahorro que al gasto, el mercader prosperaba si obtenía la confianza del resto de los agentes, por lo que debía comportarse con cautela y dar una imagen de moralidad intachable. Esto no significaba que no persiguiera la maximización del beneficio, pero siempre ateniéndose a las reglas de juego compartidas. Esta lectura racional del hecho económico le llevó a introducir y fomentar aquellos instrumentos y procedimientos que facilitasen su tarea, muchos de ellos tomados de los mercaderes árabes, que a su vez habían aprendido en sus viajes a China. La contabilidad de doble entrada, la letra de cambio, el cheque, el sistema de créditos nacen en aquella época. Hay que contemplar estos elementos como «facilitadores» del proceso comercial, que tiene su auge con la expansión de las sociedades comerciales, en especial en las repúblicas italianas y hanseáticas. La acuñación de moneda (hasta entonces privilegio real) ratifica este cambio, al crearse centros de acuñación civiles en las principales ciudades. Esta flexibilización monetaria expande la circulación, con el consiguiente aumento de los convenios, acuerdos y contratos que cierran los tratos, y la aparición de los seguros correspondientes.
Un hecho singular del interés por regular las transacciones fue la constitución en la lonja de Barcelona en enero de 1401 de la taula de canvi, que se puede considerar la primera banca pública europea. En la taula, que era simplemente una mesa cubierta con un tapete con el escudo de la ciudad, los canvistes (o banqueros) aceptaban depósitos y daban créditos según garantías. Si se tiene en cuenta el destacado papel del comercio catalán con Oriente durante el Medievo, no es de extrañar la puesta en marcha de esta institución. El historiador francés Damien Coulon documenta muy bien este período, en el que Barcelona compite con Génova y Venecia en el comercio con Alejandría, Beirut y otros puertos de Siria y Palestina. Hay menos naves catalanas en el Mediterráneo que genovesas o venecianas, pero no por ello menos significativas. Buenos indicadores del protocapitalismo de esta etapa en Barcelona los tenemos en las prácticas cotidianas. Por ejemplo, y debido a que tenían pocos corresponsales catalanes en Oriente, los mercaderes o los gestores se veían obligados a viajar con los barcos. Se financiaban las operaciones aplicando los intereses correspondientes y sorteando las limitaciones que la «doctrina sobre la usura» impuesta por el Papa regía para bloquear el comercio. Se pagaba por uso y peso de la mercancía, tanto en el barco como en el almacén donde previamente se depositaba. Se aseguraban y reaseguraban (en función del volumen y del capital) todos los envíos. Se exportaba mayoritariamente producto hecho en Cataluña, la mitad del cual era de naturaleza textil. Detrás de todo ello, no existió una saga familiar tan notable como las de las repúblicas italianas, lo que expresa bastante bien uno de los rasgos del carácter catalán: pasar desapercibido.
En lo que sería más adelante Italia, el perfil dominante fue muy distinto. En las repúblicas-Estado italianas (Milán, Florencia, Génova, Venecia, Nápoles) surgió un conjunto de familias notorias con una visión de la economía que rompía el patrón de sus predecesores. El poder político era de los banqueros, mercaderes y hombres de negocios, con grandes intereses en el campo, pero orientados al mercado. Ya no se trataba de consumir ostentosamente, sino de ahorrar y acumular. Todo ello blanqueado por un manifiesto interés por la cultura que el movimiento renacentista había permitido aflorar. Los Sforza, Visconti, Médici dejaron su huella en el terreno cultural, pero también en el económico. Cabe preguntarse cómo se habían enriquecido estas familias y enseguida vemos que buena parte del origen de sus fortunas lo tenemos en las cruzadas, unas expediciones militares de carácter político-religioso que, con el pretexto de recuperar Tierra Santa de los musulmanes, cometían todo tipo de desmanes con carácter predatorio. La aventura y el deseo de dominio de los cruzados no podían ocultar su interés por controlar el comercio con Asia (siglos XI a XIII). Allí estuvieron los italianos (sobre todo los venecianos y los genoveses) y no como guerreros, sino como comerciantes.
Con una buena base económica de partida, las familias constituían una compagnia, palabra de origen latino que describía a aquellos que se agrupaban para comer pan. Cuando otros miembros no familiares se implicaban en un proyecto, la nueva estructura se denominaba collegantia o commenda, que podríamos considerar un precedente de las modernas startup. En las commenda, los socios inversores (commendator) facilitaban el dinero a los comerciantes-viajeros (tractator). Si la operación salía bien, el 75 por ciento de los beneficios eran para el primero y el resto para el segundo. Si salía mal, el primero asumía las pérdidas. Cuando el tractator acumulaba ganancias, ya no necesitaba al inversor original y empezaba a operar por su cuenta. El desarrollo de Venecia se debió en buena medida a esta relación inversor-emprendedor, hasta que la Administración Pública de la época (el Gran Consejo de la Serenísima) intervino (1315) e impuso el «libro de oro», un registro al que sólo podían acceder los nobles, registro que les daba el derecho exclusivo para emprender misiones comerciales. Se había roto el modelo, pues los roles no eran intercambiables. Al cabo de medio siglo, Venecia era una república decadente. Recordemos ahora que los árabes en el siglo VII ya funcionaban de esta manera.
En Florencia (otra ciudad-Estado) y en paralelo a la actividad industrial (al cuidado de un conjunto de artesanos especializados) se desarrolló el mundo de la banca y los agentes de cambio, que guardaban depósitos, efectuaban préstamos, emitían letras de cambio y de crédito y aseguraban las flotas mercantes. Pero era sobre todo en su función de banqueros de la Administración Pública donde obtenían las mayores ganancias, siendo el Vaticano uno de sus principales clientes. Algo similar ocurrió en Nápoles. Podríamos afirmar que las ciudades-Estado italianas fueron las primeras representantes del Capitalismo Financiero.
En esa misma época (1347) se produjo un hecho no económico que afectó a la totalidad de la sociedad: la peste negra. Surgida al parecer en la península de Crimea, en aquella época asediada por las tropas mongolas ya infectadas, afectó rápidamente a la población y a los mercaderes genoveses allí instalados, que volvieron a su ciudad llevando la infección consigo y expandiéndola masivamente. En ocho años, la población europea pasó de ochenta a treinta millones. Muchos campesinos se trasladaron a las ciudades, en la creencia de que en ellas estaban más seguros.
Este cambio demográfico tuvo dos impactos en el campo. El primero fue que tierras abandonadas fueron tomadas por los que se quedaron, posibilitando una más rentable explotación. El segundo es que disminuyó la mano de obra, por lo que los nobles y terratenientes tuvieron que mejorar las condiciones económicas de sus trabajadores.
En las ciudades (burgos), los mercaderes y artesanos enriquecidos empezaron a invertir también en el campo, introduciendo nuevas técnicas y métodos para mejorar la productividad de lo sembrado. La aproximación de estos burgueses (ciudadanos del burgo) al hecho económico era más trabajada, con una racionalidad que luego se vería confirmada en «el Siglo de las Luces» (XVIII). Ciencia y técnica se constituyeron en los soportes del nuevo orden.
Los burgueses también aprovecharon y mejoraron viejas tradiciones que se realizaban en el campo, como complemento al trabajo agrícola. Hilar y tejer era un trabajo doméstico en pequeña escala. Se pagaba por unidad producida, aunque el problema era la financiación de lo que podríamos denominar «capital de trabajo». Los burgueses lo resolvieron comprando y entregando las materias primas a las unidades familiares, que éstas transformaban en producto acabado. Luego la mercancía era recogida y vendida al mercado. Este sistema (el putting out system) ha llegado hasta nuestros días, bajo el paraguas de la economía sumergida.
En ese gradualismo en el que el Sistema Capitalista se va desarrollando, los poderes fácticos de los distintos países tomaron las riendas del proceso, pasándose el testigo de unos a otros. Podemos decir que los siglos XIV y XV son italianos, el XVI es un siglo fallido económicamente (aunque políticamente sea un siglo castellano), el XVII es holandés, el XVIII y el XIX son ingleses (no británicos, como a veces se indica erróneamente), y el XX es plenamente norteamericano.