1972
Te llamas Ítaca Expósito. Lo pasas mal cuando nombran tu apellido, porque desnuda y expone tu vergonzoso origen: quien te trajo a este mundo o sus allegados te abandonaron a las puertas del colegio de la Veracruz en una ciudad norteña, hace ya quince años. Ignoras el motivo por el que las monjas te asignaron tu extraño nombre, ignoras por qué no te enviaron a un orfanato.
Lo ignoras todo, incluso tu fecha de cumpleaños: la sustituyeron por el poco creíble uno de enero de 1957.
Te buscas en cada niña que podrías haber sido. Una con padres cariñosos, con familia de las que abrazan, con una casa, un armario, cajones y ropa, más allá del eterno uniforme.
Tus compañeras de clase se burlaban de tu origen hasta que comenzaste a salir en los periódicos.
A sus progenitores les fascinó la leyenda de la niña prodigio de la pintura, la Mozart vitoriana. Las monjas te llevaron a Madrid, a Barcelona, a Londres y a Venecia. Te exhibieron frente a autoridades y periodistas mientras imitabas en tiempo inhumano las pinturas de Goya —ese era sencillo—, Vermeer —esas luces eran magia, te hiciste amiga de ellas hasta que las comprendiste y dominaste— y el tenebroso Caravaggio. Tenías nueve años y la infancia había quedado atrás.
Te movías en un mundo de galeristas de arte, directores de museos y pinacotecas.
En una de las exhibiciones, una menor, después de una agotadora gira nacional, te sentiste demasiado enferma y te negaste a salir de la cama del hostal.
Hubo presiones y rezos, pero la madre Magdalena comprendió que todo había acabado y la gira se canceló. No sabes si fue entonces cuando empezó a odiarte o su fría hostilidad venía de antaño. Nunca viste una peseta de lo que las monjas ganaron, dijeron que así pagabas tu manutención desde la cuna.
Eres buena en matemáticas. Viste las facturas en la maleta de la hermana Aquilina, la monja de Pretecnología que te enseñó todo lo que sabes de los lienzos, el óleo y la perspectiva.
Eres la única huérfana del colegio, duermes con las otras internas en un espacio común de camastros idénticos con una pequeña mesilla que alberga todas tus posesiones: el uniforme y un camisón. Los fines de semana lo lavas y lo pones a secar sobre el radiador mientras lees algún libro extraído de la biblioteca del colegio, tu verdadero hogar. Una cuna de páginas que te adormece cada noche, cientos de escritores que te acogen sin recordarte quién no eres y te muestran, pacientes, los entresijos de la vida que tendrás.
Tienes un plan.
Un magnífico plan de escape.
Ya hablarás más tarde de ello.
Hoy estás concentrada en mutilar una ilustración de una vista antigua de Madrid de un libro que adoras desde los cinco años: Viaje por España y Portugal, de Hieronymus Münzer. Es una reimpresión antigua, del siglo XIX, aunque el original tenía cuatro siglos más. Primero la admiraste, después te obsesionó hasta que comprendiste que la querías para ti. Una posesión. Algo tuyo.
Una ilustración no ocupa espacio, y el colegio es inmenso, una gran termitera con sus hormigas obreras —las hermanas más sumisas—, la termita reina —la madre Magdalena, pese a su juventud y su belleza, la rígida ama del ecosistema— y sus miles de galerías, túneles y agujeros donde esconder tesoros, como la espléndida ilustración que vas a cortar para ti.
Aprendiste pronto a diferenciar las joyas de la morralla. Los libros más antiguos eran los peor encuadernados: pergaminos amarillentos, arrugados por el paso del tiempo, los cambios de temperatura y la humedad.
Las mejores encuadernaciones, cuero y terciopelo grana con apliques metálicos, eran de libros posteriores: siglo XIX, la época dorada de los grandes bibliófilos.
La hermana Aquilina tiene una revista de bibliofilia donde lo aprendes todo. Se titula Titivillus, como el pequeño demonio que susurra a los escribanos para que se equivoquen al escribir y después los espera en el Infierno. La robas después de la cena, cuando ella desaparece, dice que a cuidar ancianos, a saber a qué se referirá. Entras en su celda y la sustituyes por un número anterior. La estudias, apuntas lo que no quieres olvidar y la devuelves antes de que retorne por el pasillo del ala este de la parte privada del colegio, un magnífico edificio de piedra gris que recuerda a un castillo inglés, con sus pequeñas almenas y su torreón circular.
Pero esta vez es distinto: vas a mutilar una joya bibliográfica.
El plan es muy elaborado.
En la fiesta de la patrona te presentaste voluntaria para la rifa. Hacías amables caricaturas de tus compañeras por cinco pesetas. Trabajaste doce horas seguidas. Incluso cuando todas las hermanas se fueron a comer, tú te quedaste dibujando a varias chicas. Al final del día les diste la caja, una fortuna: cien pesetas. Pasaron tantas alumnas y las monjas estaban tan pendientes de la rifa, la música, la misa y la visita del obispo que no llevaron la cuenta de los dibujos que entregaste. Por la noche, en la soledad del baño, desplegaste por fin tu tesoro: sesenta y cinco pesetas. Tu primera paga, tu primer sueldo, tus primeros ingresos.
Después llegarían muchos más, gracias siempre a tu pericia, eso que con tanta alegría y ligereza llamarán siempre «tu don». Como si los años de estudio y de práctica no contasen, como si hubieras nacido sabiendo imitar un Gauguin sin tener que estudiar el rostro triste de sus concubinas maoríes, meterte en su alma y comprender los motivos de su mirada perdida.
Con el dinero del día de la patrona te escapas un viernes, el día de la libertad —las monjas os dejan a las internas salir a pasear por Vitoria durante una hora—. Has convencido a la hermana bibliotecaria de que te permita barrer la biblioteca y quitar el polvo a las estanterías. Con el tiempo, a veces, solo a veces, te deja la llave y no está presente. Un bendito día coincide que es viernes, sales corriendo a la ferretería de la calle Olaguíbel, haces una copia de la llave de la biblioteca con veinte pesetas. Dejas pasar unas semanas, no visitas demasiado la biblioteca para que la hermana bibliotecaria se olvide de ti. Es un lunes por la tarde, la biblioteca está cerrada los lunes por la tarde, hay muchas clases de las alumnas externas y todas las monjas están ocupadas.
Ha sido un día largo. Mikaela, la alumna más adinerada del colegio, habrá recibido ya la sorpresa. Siempre te ha tratado mal, y eres consciente de que ha castigado a todas las compañeras que alguna vez se te han acercado. Ella controla el grupo de élite de clase. Las monjas se lo permiten por las donaciones de su padre.
Tú has mantenido siempre una distancia prudencial para escapar de sus burlas, siempre te hacía las mismas preguntas: «¿Dónde te van a llevar tus padres de vacaciones? ¿Dónde vas a pasar las Navidades?».
Al principio duele, después aprendes a exponerte, como a la lluvia o a una tormenta de truenos.
Cala, pero no mata.
Puede abrasarte, pero confías en los hados y no lo hace.
Pero ayer Mikaela llegó con la mejilla marcada. Cinco dedos. La mano de su padre, imaginamos todas. Nadie dijo nada. Estaba callada. Tú no tienes padre, pero por primera vez te alegras de ser huérfana, ¿y si tuvieras padre y fuese ese tipo de padre? Sabes que Mikaela está en un lío. Últimamente falta a clase, todas sabéis que es un chico, uno de Corazonistas. Y ayer faltó.
La madre Magdalena le ha exigido que su padre envíe un justificante de su ausencia. Alguien te lo contó, en este colegio los pasillos devuelven los ecos de las conversaciones, sobre todo de las conversaciones más inconvenientes. Siempre hay alguien, monja o alumna, que te cuenta. Y mientras la madre Aquilina imparte Naturales a las de tercero, entras en su despacho y buscas justificantes del padre de Mikaela. Su firma es sencilla, estilizada, en cursiva, apenas con rúbrica. Firme, ostentosa, como un padre que pega a su hija.
La cuartilla es importante, pero es un folio común; la tinta es negra, puedes conseguir una igual. Tomas palabras que ha usado en notas anteriores y justificas una tarde de besos prohibidos con un resfriado común. Mikaela nunca sabrá quién le salvó la otra mejilla.
En esas estás cuando tiemblas en la biblioteca.
Una cosa es imaginar durante mil noches seguidas que eres la poseedora de una ilustración que te fascina. Otra cosa es girar el pomo con la copia de la llave, respirar pesado hasta comprobar que encaja, colarte rápido en la biblioteca y cerrar la puerta a tus espaldas. No enciendes la luz de la cueva de Alí Babá. Los tesoros te esperan, son pura seducción para alguien que no posee nada salvo cuarenta y cinco pesetas y una llave.
Y en la semioscuridad que te regala un ventanuco alto y estrecho, te mueves por los claroscuros de este lienzo. Llegas al ejemplar, te has guardado un bisturí de la sala de Pretecnología. Mutilar un libro antiguo no es tan sencillo como aparentaba. El papel está cosido y el hilo se resiste. El filo del bisturí no corta tan fino como debiera. Y no quieres hacer una chapuza: el libro merece permanecer bello otros cien años más, mútilo, pero en perfecto estado. No quieres herir las otras páginas, no tienen la culpa de ser incompletas, no tan bellas como la ilustración que te obsesiona desde pequeña.
Cierras los ojos y te concentras. Te repites el verso de Almafuerte, uno de tus maestros, uno de los que no conociste, pero que te enseñó unos gramos de vida:
No te des por vencido, ni aun vencido.
No te sientas esclavo, ni aun esclavo.
Trémulo de pavor, piénsate bravo
y arremete feroz, ya mal herido.
Que muerda y vocifere vengadora,
ya rodando en el polvo tu cabeza.
De acuerdo, «no te des por vencida ni aun vencida».
Ahora solo existís esa ilustración, el bisturí y tú. Sois un ecosistema cerrado, tú eres la depredadora, el papel es la presa, el bisturí es la panoplia.
Las miles de horas que has pasado sujetando con precisión un pincel para imitar trazos ajenos te sirven, porque tienes pulso de relojero, de cirujano, de trilero.
Aplicas la fuerza necesaria y el hilo centenario cede por fin, la ilustración se separa poco a poco.
Las prisas de este mundo quedan fuera de tu latido, la precisión es lo único que importa, el enfermo no ha de sufrir más daño. Has mutilado la belleza de un libro antiguo, la hoja apenas pesa en tus manos una vez liberada.
Te abres la blusa blanca y lo pegas a tu cuerpo, debajo de la camiseta de tirantes que te queda pequeña. Eso juega a tu favor. El papel se acostumbra a la temperatura de tu cuerpo.
Depositas el tomo mútilo en el hueco delator de la estantería de incunables. Por eso limpias el polvo de las estanterías desde hace meses: la ausencia de huellas es importante para que no detecten que alguien lo ha manipulado.
Ahora queda la segunda parte de tu plan: esconder el tesoro para volver a disfrutarlo siempre que quieras. Tu primera posesión, arrancada a los siglos.
Así será siempre: nada te será dado, habrás de cogerlo por ti misma.
La libertad, el amor, la vida.
Llega la noche, solo deseas que termine la cena y puedas recrearte en la oscuridad de tu camastro.
Pero algo sucede hoy. Algo inusual. La madre Magdalena enciende la luz del dormitorio común de las internas. Hay murmullos de extrañeza, alguna incluso se atreve a refunfuñar. Pero ya sabes que es por ti. La directora adora lo previsible, jamás ha irrumpido a medianoche en vuestros sueños.
—Ítaca Expósito: a mi despacho. Conmigo.
Sales de la cama aturdida en camisón, la noche es fría, y los zapatos, necesarios. Todas miran, ves el terror en sus ojos. Algo de pena en algunos.
—Coge tu uniforme, te vas del colegio.
Hay escarcha por dentro de tus mejillas.
«¿A dónde? ¿A dónde me pueden enviar?», piensas. Y sabes que eres una huérfana de quince años a la que están expulsando de un colegio de monjas.
Tomas el desgastado uniforme de la Veracruz y sigues a la madre superiora. No lleva el velo, por primera vez ves su pelo rubio cortado como el de un hombre, su figura esbelta y recta bajo el camisón, es hermosa pese al rictus de amargura que lastra siempre su sonrisa.
—Cierra la puerta del despacho.
Obedeces, no quiere oídos ni testigos.
Sabes que lleva años esperando este momento, es suyo, se lo has puesto en bandeja. Maldita obsesión, podías haberte limitado a admirar la ilustración en cada visita a la biblioteca, pero la idea de poseerla, de que fuera solo para ti, se fue metiendo día a día en tus pensamientos.
Lo permitiste.
Es culpa tuya.
Te muestra la prueba de tu delito. Junto a la ilustración descansa también el cuento de Andersen: La vendedora de fósforos. El más triste, el que habla de una niña mendiga en la noche de Año Viejo que muere de frío bajo un manto de nieve. Ve una estrella fugaz en el cielo y recuerda lo que le contaba su abuela: «Alguien va a morir». La niña usa sus tres últimos fósforos para darse calor. Con el último aparece su difunta abuela, le da la mano y se la lleva con ella a un cielo común. Robaste el cuento el pasado uno de enero, era tu cumpleaños y te lo regalaste. Fue tu primer regalo, te supo a gloria bendita. Lo escondiste en los bajos de la cortina de la vieja capilla, la que está eternamente en obras y nadie visita.
—Voy a avisar a las autoridades, eres menor, irás a un reformatorio.
Te ha observado, te ha seguido, puede que te conozca mejor que tú.
Entonces se escuchan unos nudillos golpeando la puerta.
—¡Ahora no! —alza la voz la madre Magdalena.
La hermana Aquilina ignora la orden y entra. Lleva una bata y unas pantuflas de piel.
—¿Qué está pasando aquí? —pregunta, hay una autoridad en la voz que no conocías. Eres consciente de que ignoras la historia entre ellas, pero siempre has atisbado que hay más cuando se tratan.
—Ítaca Expósito ha mutilado los fondos de la biblioteca de la congregación. Hay que dar parte al obispado y a las autoridades. Voy a denunciarlo. El ejemplar era uno de los más valiosos.
—No va a denunciar nada, madre. Usted me necesita, esto ha llegado hoy.
La hermana Aquilina deja sobre la mesa un documento. La madre Magdalena lo lee y tú lees el pánico de sus ojos. Se sienta abatida.
—Claro que la necesito, como siempre que estamos en un aprieto económico. Pero Ítaca se va.
—No se va, yo la necesito a ella.
—No veo cómo la va a necesitar.
—Sí que lo ve, no está ciega. Y yo pronto lo estaré. Mi degeneración macular avanza.
—Lentamente, usted puede ser funcional durante muchos años.
—Acabará ocurriendo, y lo sabe, madre. Sea sensata, sea realista, en eso consiste dirigir este colegio —le razona la hermana.
—No podemos retomar una gira, ella misma se encargó de destrozar su reputación.
—No hablo de giras, estoy mayor para acompañarla y usted no va a hacerlo, apenas la soporta a su lado. Pero yo tengo que formar a una pupila para que me sustituya. Siempre ha sido así.
—Ella no será una Egeria.
—¿Por qué no?
—Han de venir de buena familia, ser cultas, políglotas. No tiene el perfil.
—Haré que lo tenga. Yo la formaré.
—No la van a aceptar.
—Eso déjemelo a mí.
—¿Y la moralidad? Acaba de mutilar una joya bibliográfica.
—¿Me habla de moralidad en la misma conversación donde valoramos incluirla en el círculo de las Egerias? Ítaca es un prodigio.
—Ítaca Expósito es indomable.
—Déjemela a mí —repitió.
Sabes cuándo una serpiente se retira, la directora retrocede. La hermana Aquilina avanza, señala la carta que ha traído mi amnistía.
—Tenemos una semana para conseguir el dinero y salvar este colegio de ser clausurado. No estamos para disquisiciones morales. Romperemos platos y después nos preocuparemos de cómo arreglarlos. El obispo no va a interceder por nosotras, madre —insiste la hermana Aquilina, pero no ruega, expone.
—Está bien, está bien. Pero Ítaca ha de ser castigada. Vuelva a su cama, mañana se la entrego.
La hermana Aquilina te mira y traga saliva. Es una victoria a medias, pero sabe que toca retirada. En cuanto desaparece por la puerta sabes que estás de nuevo en sus manos frías.
Ella mira el cuento de la vendedora de fósforos. Desde su ventana, la nieve cae mansa pero constante. Las noches son tan frías que ayer murió un mendigo en el parque de la Florida, buscando refugio en la cueva del Niño Jesús.
—Quítate los zapatos y deja aquí tu uniforme —te ordena.
Obedeces, qué remedio, y la sigues planta abajo. Te abre la puerta del patio, la capa de nieve te llega por los tobillos, pero queda noche por delante y sabes que mañana te llegará por las rodillas.
Aunque por primera vez comprendes que tal vez no va a haber un mañana por la mañana.
Te deja descalza en el patio, sin más compañía que tu camisón y los copos que te calan el pelo. Te sueltas las trenzas con la vana esperanza de que tu melena caliente un poco tu espalda. No funciona. Saltas, te mueves, comienzas a correr por el patio desierto a oscuras. Podrías hacerlo con los ojos cerrados, ha sido tu compañero de juegos desde la cuna.
Sabes que, como los peces, si te quedas quieta morirás.