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La suerte de un refugiado de guerra (1939-1944)

Poznan-Molodechno

Teníamos a nuestro Compañero en el desierto.
Lo rezábamos.
Lo reñíamos.
No éramos su
pueblo elegido;
éramos el único para Él.

 

Vosotros teníais a vuestros propios dioses,
y vosotros, y vosotros, y vosotros también.
Pero os gustó el nuestro,
y a Él le gustó que coquetearais con Él.

 

Y en cuanto Él subió a los altares,
vosotros,
en Su nombre,
nos perseguisteis.

WŁODZIMIERZ HOLSZTYŃSKI,
«Compañero», 3 de junio de 2008

El estallido de la guerra

Radio Polaca, viernes, 1 de septiembre de 1939, seis y media de la mañana:

Aquí Varsovia, en conexión con todas las emisoras de radio polacas. Esta mañana, a las cinco y media, tropas alemanas han cruzado la frontera con Polonia y han roto el pacto de no agresión. Varias ciudades han sido bombardeadas. Enseguida escucharán un mensaje especial del presidente de la República de Polonia [Ignacy Mościcki]:1«¡Sí, estamos en guerra! Hoy, todos los demás asuntos y problemas han pasado a ser secundarios. Todas nuestras vidas, públicas y privadas, acaban de transitar por un cambio de agujas que las ha desviado hacia una vía especial. Hemos entrado en un periodo de guerra. Todos los esfuerzos de la nación deben apuntar en una sola dirección. Todos somos soldados. Debemos pensar en una única cosa: luchar hasta la victoria».

Es de suponer que, como todas las familias polacas, los Bauman, que disfrutaban en aquel momento de la visita de Tosia, su marido y la hija recién nacida de ambos, llegados hasta allí desde Palestina durante unas vacaciones de verano, escucharan aquel mensaje varias veces en aquella aciaga mañana de viernes. Como Polonia entera, ellos también habían seguido de cerca las noticias de la tensión creciente en la línea Varsovia-Berlín. A las ocho y media de la misma mañana, oyeron las sirenas de alerta de ataque aéreo que advertían a la ciudad de Poznan de la inmediata llegada de aviones alemanes al cielo de la ciudad.

Con la movilización general, decretada el 30 de agosto, el país entero entró en un frenesí de movimiento. Al mismo tiempo que muchos veteranos trataban de reincorporarse a sus antiguos regimientos, había familias que huían de las ciudades al campo en busca de un lugar seguro en el que pasar los «días de la guerra». Otros trataban como fuera de regresar de sus vacaciones de verano para reunirse en casa con sus familiares. Por toda Polonia, había multitudes que abarrotaban las estaciones de ferrocarril, y atascos de coches, camiones y carros en los caminos y las carreteras. Para la mayoría de los polacos, la guerra era una posibilidad que, más o menos, se veía ya venir a finales de agosto, y para la que trataban de prepararse. Sin embargo, también se había instalado entre ellos un generalizado (e insensato) exceso de confianza. La guerra no duraría demasiado, pensaban. Polonia rechazaría y echaría a las tropas alemanas en cuestión de días... o puede que de semanas, pero, desde luego, no de meses. Se preveía que, en el peor de los casos, la paz estuviera ya sellada para Navidades. ¿Por qué semejante optimismo? Porque había poderosos países aliados (el Reino Unido y Francia) que habían prometido acudir al rescate de Polonia si Hitler osaba violar su territorio. El Ejército alemán tendría que enfrentarse, no ya con la decidida resistencia de las fuerzas armadas polacas, sino también a las potencias occidentales y a un ataque a gran escala de los Ejércitos británico y francés. La fe en ese escenario de futuro estaba muy extendida y era muy firme. Se explica así por qué la población civil no inició el éxodo masivo hacia el este hasta que las bombas empezaron a caer el 1 de septiembre. Todo el mundo se quedó estupefacto ante la agresividad del Ejército germano, ante su eficiencia, ante la velocidad de su avance victorioso y la potencia de su despliegue militar en el terreno de combate... y ante sus criminales ataques contra la población civil desarmada.

Poznan fue bombardeada con fuerza ya durante aquel primer día. A mediodía, treinta y un aparatos Heinkel He-111, volando bajo la protección de un escuadrón de cazas Bf-109, atacaron el aeropuerto, la estación de tren central, los cuarteles militares de Jeżyce y los puentes sobre el río Varta. El segundo ataque tuvo lugar por la tarde y el tercero, hacia el anochecer. El hogar de los Bauman estaba en el centro de aquel ciclón de violencia. Un centenar de bombas cayeron sobre la estación de ferrocarril y sobre una fábrica productora de uniformes militares a solo dos manzanas del domicilio de los Bauman.

Al día siguiente, el mariscal Edward Rydz-Śmigły, comandante en jefe de las fuerzas armadas, ordenó una retirada hacia el este aprovechando un parón en los bombardeos; soldados, autoridades gubernamentales y población civil, valiéndose de diversos medios de transporte, huyeron de Varsovia durante aquel día y el siguiente. El 3 de septiembre, el Reino Unido y Francia declararon la guerra a Hitler en respuesta a aquella ofensiva, lo que despertó la esperanza de muchos polacos. Pero el país entero se venía abajo ante la Blitzkrieg alemana. De hecho, ese 3 de septiembre fue la última fecha en que los ferrocarriles polacos funcionaron con un mínimo de regularidad; al día siguiente, con la mayoría de los puentes sobre el Varta destruidos, el transporte ferroviario se volvió ya imposible.

La experiencia de los Bauman durante los primeros días de la invasión fue idéntica a la de millares de otras familias polacas. Maurycy Bauman estaba en el país, pero, a su edad (cuarenta y nueve años), la movilización general ya no le afectaba. De hecho, entre la población judeopolaca, solo se movilizó a los soldados profesionales y a los oficiales (médicos muchos de ellos). A los judíos no se los consideraba polacos y no se esperaba que se sumaran a la llamada a filas.2Bauman estaba preparado para iniciar su segundo curso en el instituto Berger el lunes 4 de septiembre. La familia salió de la ciudad casi el día antes.

Así describió aquella huida a sus hijas:

Nos fuimos de Poznan [...] la noche del 2 [al 3] de septiembre. Llegamos hasta la estación moviéndonos con sumo sigilo, en medio de una oscuridad total, ocultándonos en los portales cada vez que alguna de las sucesivas oleadas de aviones enemigos se acercaba. No nos llevamos más que lo que podíamos transportar con nuestras propias manos. Mi hermana perdió las pocas pertenencias que había traído consigo desde Palestina; tenía a una niña pequeña que llevar en brazos.3

«No hicimos ningún equipaje. ¡Huimos! —recordó Bauman sobre aquello en otra ocasión posterior—.4No había mucha distancia de nuestro piso a la estación de tren, pero ¿qué podíamos llevar con nosotros?» Maurycy no estaba bien de salud y sufría una importante lesión en la pierna que le dificultaba caminar. «Mi madre y yo (un muchacho muy aniñado aún) éramos los responsables de transportarlo todo», recordaba también Bauman.

Cogimos lo que teníamos más a mano y tomamos justo el último tren que salía de Poznan. [...] A mi padre le inculcaron un espíritu tan puritano en su educación que, al principio, se negaba a subirse al tren porque no había manera de comprar billetes. Todas las taquillas estaban cerradas y no podíamos pagarnos el trayecto. Y él no podía aceptarlo. [...] Su conciencia no le permitía viajar sin billete. Por eso terminamos yéndonos en el último tren. [...] Por ferrocarril solo pudimos ir hasta Inowrocław, porque, un poco más adelante, las vías estaban destrozadas ya. Los aviones alemanes estaban haciendo blanco en las estaciones y en los ferrocarriles todo el tiempo. Así que los trenes dejaron de circular enseguida. Podríamos haber perdido la vida durante aquella huida [...] porque, en Inowrocław, mi padre no quiso salir de la estación hasta encontrar a alguien a quien abonar el importe de los billetes por nuestro trayecto hasta allí. Así que nuestra huida fue bastante dramática.

«Los bombarderos fueron en pos de nuestro tren durante todo el trayecto», escribió Bauman en su manuscrito.

Nos detuvimos varias veces para dispersarnos y ocultarnos bajo las vías. Por fin, en Inowrocław, a unos ciento cincuenta kilómetros de Poznan, el tren hizo ya su parada definitiva. Las vías que se extendían más hacia el este estaban pulverizadas y la red ferroviaria había dejado de funcionar. El propio edificio de la estación de Inowrocław estaba en ruinas. Envalentonados por la total ausencia de resistencia, los aviones germanos acribillaban a balazos los trenes atrapados con sus ráfagas de ametralladora. Era obvio que los aviadores alemanes disfrutaban con aquella oportunidad de alardear de sus aptitudes aeronáuticas. Volaban apenas a unos metros del suelo y luego dibujaban rizos y círculos caprichosos en el cielo y se lanzaban en picado de nuevo. Volaron tan cerca por encima de nosotros y tantas veces que juraría que llegué a ver la sonrisa maliciosa en el rostro de los pilotos.5

Según me contó el propio Bauman: «Fue una pesadilla. Bandas de soldados alemanes nos adelantaban por la carretera y nos empujaban hacia las cunetas. Sucedió varias veces. Todavía no existían Auschwitz ni Treblinka [...] pero el ambiente era ya bastante desagradable».6

Esta frase final la dijo con los labios apretados. La expresión «el ambiente era ya bastante desagradable»7puede sonar a ironía, pero fue el modo que halló Bauman de sobreponerse a la emoción complicada y dolorosa que le producía el recuerdo de un suceso traumático que vivió cuando solo tenía catorce años de edad. Le estaba obligando a reconstruir una huida dantesca entre una multitud de personas: niños, ancianos, mujeres y también hombres (aunque la mayoría de estos últimos estaban aún en el Ejército, intentando detener la invasión alemana),8tullidos y enfermos, algunos heridos incluso, y muchos en estado de shock por culpa del infernal ruido producido por las bombas que caían por doquier y por los llantos y gritos de los agonizantes.

Los aviones de la Luftwaffe bombardearon por oleadas y mataron e hirieron a miles de personas. Indefensa y aterrorizada, buena parte de la población civil intentó escaparse o esconderse en zanjas o en bosques. Cuando aquellas personas salían de sus escondrijos, los Messerschmitt —cazas alemanes— llegaban en grupos y, volando muy cerca del suelo, las ametrallaban mientras huían. Esos eran los pilotos cuyas caras Zygmunt Bauman decía haber observado. Fue algo que ocurrió en multitud de carreteras polacas en aquel septiembre de 1939. La mortífera actuación de los aviadores de la Luftwaffe provocó un temor y un pánico increíbles. Ser presa de un cazador despiadado y poderoso era una experiencia sin igual, inolvidable. El tiempo se hizo eterno para quienes participaron en aquel éxodo. Cualquier segundo podía ser el último. Como todos los que huían, el Bauman adolescente era a diario testigo presencial de la muerte. «Cientos de miles de personas tuvieron experiencias similares —me contó Bauman, subrayando así una idea que había apuntado muchas veces en nuestra conversación—. Mi caso no tuvo nada de excepcional.»

Desde Inowrocław, la familia se desplazó en el carro de caballos de un campesino hasta Włocławek, una distancia de sesenta y cinco kilómetros. Allí:

Mis tías parecían estar esperando nuestra llegada, aunque no consigo recordar su alegría al enterarse de nuestra afortunada huida. Nos pusieron en un piso que había quedado vacío porque la familia que vivía allí había huido hacia el este, y tuvimos que arreglárnoslas por nuestra cuenta. No se puede decir que tuviéramos control alguno sobre nuestro destino. Apuradísimos por la situación, lo que quedaba del derrotado Ejército polaco se retiraba a toda prisa hacia el este (a caballo, en carros, a pie). Las calles se vaciaron enseguida de soldados y se instaló en ellas un silencio extraño, aterrador. Y entonces llegaron los alemanes. En moto, en camión, en tanque.9

Los primeros días de la guerra trajeron consigo cambios inmediatos y radicales. El Ejército alemán avanzó muy rápido e impuso nuevas reglas sobre los territorios ocupados con un poder y un terror implacables, sobre todo en lo relacionado con la población judía. A los católicos polacos no se los obligaba a llevar una cruz ni ningún otro símbolo estigmatizador en su ropa, como sí se hacía con los judíos polacos. Włocławek fue una de las primeras ciudades que impuso la «estrella amarilla»:

A los pocos días, mi madre cortó mi pijama amarillo en pedazos para coser triángulos sobre la espalda de nuestros abrigos: las insignias de nuestra diferencia como judíos, reconocida ya oficialmente por nuestros nuevos dominadores. Ahora andábamos con esos símbolos por la calzada de las calles, unos centímetros más abajo que la gente corriente, que seguía yendo (como antes) por las aceras.10

Tras años de distinciones invisibles —sentarse en «bancos gueto» reservados, llevar la identificación de «judío» grabada en los carnets de identidad y los documentos escolares, tener nulas o mínimas opciones de progresar en sus estudios—, llegó por fin el momento de que Zygmunt Bauman recibiera una etiqueta de discriminación propiamente dicha que diera carácter oficial a la persecución y la facilitara. En el trato criminal que las autoridades germanas impusieron a Włocławek y a sus judíos no faltó de nada: desde el daño físico hasta la degradación psicológica.11Esta última la experimentaría Bauman en primera persona cuando su padre fue humillado en público por un soldado alemán.

Entre las sádicas actividades de los invasores alemanes se incluía habitualmente el recortarles la barba a los judíos ortodoxos. Pero no solo estos eran blanco de los malos tratos. Para contarme la humillación sufrida por su padre, Bauman comenzó hablando de una tesis psicológica general, un comentario con el que establecer cierta distancia entre aquella experiencia y él mismo:

Se ha descrito mil veces cómo el hijo considera a su padre un dios omnipotente y, de pronto, lo ve humillado, y toda su visión del mundo se desmorona. Eso fue lo que me ocurrió a mí cuando los alemanes ordenaron a mi padre que recogiera porquería de la calle con las manos descubiertas. No le dieron un [...] recogedor ni una pala [...]. Cuando vi aquello, me dije que yo no podía quedarme allí. Y tuve suerte [...], porque todo podría haber sido muy distinto si no.

Esta parte final de su frase tiene mucho sentido, porque casi todas las personas que formaban la comunidad judía de Włocławek en septiembre de 1939 perecieron en el Holocausto.

Tosia (la hermana de Bauman), su esposo y su bebé estuvieron entre los afortunados. Su huida, que comenzó cuando subieron a un tren en Włocławek rumbo a Berlín, coincidió con la amarga experiencia de la humillación de su padre, lo que puede que explique en parte por qué Bauman dio una descripción tan escueta de los hechos en nuestra entrevista. Parecía tener verdaderos problemas con aquel recuerdo, más quizá que con los otros sucesos dramáticos de su vida. Pronunció aquella última frase con un amago sardónico de sonrisa (como si estuviera reprimiéndose para no hacer humor negro con aquello), que luego disimuló con el gesto ritual de prepararse su pipa. Bauman prefirió ahuyentar aquel recuerdo abrasador con un ademán de rechazo y con palabras que venían a decir que así habían sido las experiencias de los polacos durante la guerra. Pero, lógicamente, no todos ellos experimentaron ese tipo concreto de sufrimiento.

«Así que tres judíos con estrellas amarillas en la espalda se despidieron en la estación de Włocławek de tres judíos que no las llevaban», escribió Bauman en la carta a sus hijas.

Para ser precisos, no vieron exactamente cómo partía el tren. Habían acompañado justo antes a mi hermana (con su hijita en brazos y su marido a su lado), entre continuas inclinaciones de cabeza y saludos militares, hasta el vagón reservado a los oficiales alemanes. Entonces, un guardia germano, señalando con el dedo a mi padre, le gritó: «¡Tú, judío, ven aquí y ponte a recoger toda la porquería que hay en este asqueroso andén!». Dándole la espalda al tren que se llevaba a su hija, con lágrimas en los ojos y las manos llenas de papeles mojados y restos mohosos de comida de los soldados, hostigado por la culata del rifle del alemán: esa fue la imagen de mi padre que mi hermana se llevó consigo para su viaje hacia lo que ya era su único hogar.12

La familia quedó dividida en dos: Tosia, acompañada de su marido y su hija, abandonó Polonia y regresó a su casa en Palestina, mientras que Zygmunt y sus padres volvieron al hogar de sus parientes en Włocławek... provisionalmente. «Recuerdo haber vuelto a nuestro piso destrozado, pero también desesperado: yo ya no podía quedarme allí», escribió Bauman en su manuscrito. Su padre deseaba aguardar al fin de la guerra en el pequeño asentamiento judío de Izbica —su lugar de nacimiento—, pero Zygmunt se opuso rotundamente a ello:

Recuerdo que todo mi ser militaba en contra de esa idea. ¿Instinto infantil? ¿Premonición? ¿Carácter embravecido a marchas forzadas durante aquellas veladas en la sede de la Hashomer Hatzair? ¿Una convicción nueva de que el mundo podía ser mejor y de que había que ayudar a que lo fuera? No recuerdo los pensamientos, solo las sensaciones. Pero las sensaciones eran intensas, tanto que, al final, se impusieron a la solución nostálgica de mi padre. Y gracias a ello, mis padres sobrevivieron a la guerra. Y yo estoy escribiendo estas palabras cuarenta y pico años después de la muerte de Hitler.13

Esa última frase tiene reminiscencias de otros muchos relatos de supervivientes de la persecución nazi. Son palabras de congraciamiento, de un congraciamiento retrospectivo: estaban condenados y, sin embargo, por algún milagro del destino, aquí están ahora, vivos todavía, muchos años después, mientras que la personificación de su infortunio lleva décadas muerto. Esos hechos ayudan a los supervivientes a creer en una especie de justicia final..., un final feliz para una historia inverosímil. Pero en aquel momento, cuando trataban de encontrar una manera de mejorar su situación en Włocławek, no había una estrategia que se pudiera considerar como «buena» a priori. Nadie podía saber qué pasaría.

Los Bauman se prepararon para la huida. La familia de Zofia les prestó algo de dinero para que alquilaran un par de caballos, un carro y y contrataran a un campesino conductor que los sacara de allí. Todo estaba dispuesto ya a mediados de octubre. Los Bauman se dirigieron hacia la frontera oriental.

El viaje no discurrió realmente con arreglo al plan inicial, pero estaba claro que era urgente salir de la Włocławek ocupada por los nazis: «Los primeros días de su presencia [la de los nazis] allí fueron tan terribles que incluso tuve un berrinche con mis padres y me puse muy cabezota con lo de que no quería quedarme».14Así que la familia salió de Włocławek y lo hizo primero en carro. Pero los caballos estaban ya rozando la extenuación cuando emprendieron la marcha15y murieron durante el viaje, cerca de Mława, que se encontraba ya bajo control alemán, por lo que los Bauman prosiguieron su huida a pie. «Caminé un montón en mis años mozos», confesó Bauman.

Formaban parte de un grupo numeroso de personas que recorrían el trayecto andando, refugiándose de cabaña en cabaña y yendo por caminos y carreteras secundarias para eludir la vigilancia de los soldados alemanes. Estaban abandonados a su suerte. No había una Cruz Roja ni ninguna otra organización que les llevara medicinas, ropa o comida. Cada familia se buscaba el cobijo y el alimento por su cuenta:

Comprábamos comida a los campesinos. Esa era tarea de mi madre. No había aún cupones para alimentos (más tarde, en la posguerra, fue cuando el Gobierno polaco los introdujo). Los campesinos te vendían comida, pero preferían cambiarla por cosas, en vez de dinero. Sin embargo, aquello era muy positivo para nosotros en realidad: ¡cuanto más andábamos, menos pertenencias teníamos que llevar con nosotros!16

Tras llegar al área próxima a la frontera con la Polonia ocupada por los soviéticos, la familia Bauman aguardó su oportunidad para cruzar clandestinamente al otro lado. Hacía unas semanas que, el 17 de septiembre, había empezado la invasión soviética de los territorios orientales de Polonia que dio al traste con los planes para la reorganización de las defensas polacas frente a la ofensiva alemana. En virtud del Pacto Ribbentrop-Mólotov, los soviéticos se anexionaron el este de Polonia y dieron origen así a una nueva situación geopolítica, con una frontera (o línea de demarcación) germano-soviética directa. El Estado polaco jamás firmó un acuerdo de capitulación, aunque sí lo hicieran los alcaldes de algunas ciudades (Varsovia capituló el 25 de septiembre). Sin gobiernos títeres de por medio y con la mayoría de los dirigentes polacos huidos a Londres, los soviéticos y los alemanes se limitaron simplemente a ampliar sus territorios a costa de erradicar Polonia del mapa de Europa.

Para alcanzar el punto más próximo a la nueva línea fronteriza con la Unión Soviética, la familia Bauman tuvo que recorrer unos trescientos kilómetros desde Włocławek hasta Wojciechowice, un viaje que les llevó dos semanas.

Antes de que acabara octubre, llegamos por fin a Wojciechowice, un pueblecito a unos pocos cientos de metros del nuevo puesto fronterizo que se había establecido entre Ostrołęka (en el lado alemán) y Łomża (en el ruso). Alquilamos una habitación en una casa de labranza del lugar. Tuvimos suerte de encontrar una, porque todos los edificios del pueblo estaban hasta los topes de refugiados como nosotros que esperaban poder cruzar la frontera.17

En medio de la confusión y la incertidumbre, y de algún que otro combate que todavía presentaban las fuerzas polacas, el tiempo se iba enfriando y cada vez se hacía más difícil atravesar la nueva frontera sin llamar la atención.

La odisea de la familia para cruzar al sector soviético fue tan dramática como lo había sido la parte previa de su viaje:

Cuando llegamos a la frontera, los rusos ya no permitían automáticamente que la gente la cruzara. Hasta entonces, habían dejado entrar a todo el mundo. [...] Mi padre era un autodidacta, pero culto, y hablaba alemán muy bien.18En aquel momento, en Wojciechowice, había una guarnición de la Wehrmacht. Mi padre conoció a un capitán alemán, un tipo muy leído, y conversó con él varias veces de forma muy amistosa.19A este capitán le incomodaba la situación, porque no podía ayudarnos, dijo. Los rusos no aceptaban a refugiados porque en Wojciechowice había demasiada gente esperando a cruzar. Pero prometió buscar una solución reuniéndose con «el comandante del otro lado del río». ¡Esa fue su expresión exacta! «Tal vez —dijo— podamos llegar a un entendimiento y el ruso os deje entrar.» Fue muy interesante aquello: allí estábamos los tres, sentados en el lado alemán del río, viendo cómo «nuestro» capitán conducía su elegante automóvil hasta la mitad justa del puente y se detenía allí. Creo que era un puente de verdad, no un pontón. Y se encontraba con los krasnoarmiejcy [soldados del Ejército Rojo] llegados de la otra orilla. Iban a pie y llevaban los rifles colgados de correas. Se encontraron a medio camino. Obviamente, yo no tengo ni idea de qué se dijeron, pero el capitán regresó y le dijo a mi padre: «Por desgracia, tienen órdenes de no dejar entrar a nadie y no podemos hacer nada».20

Aunque el intento resultó fallido, a Bauman lo impresionaron los soldados del Ejército Rojo, a quienes acababa de ver por primera vez en su vida: «Habían empezado a caminar sin prisas en nuestra dirección; cuanto más se acercaban, mejor veíamos aquellos uniformes que no les iban bien, aquellos botones que les colgaban de cualquier manera, aquellos zapatos desgastados y sin lustrar. A mí se me antojaban ángeles. O mensajeros de Sion».21Por angelicales que pudieran parecer, los soldados no quisieron dejar entrar a la familia en territorio soviético. Era una mala noticia, pero no desanimó a Zofia. «A diferencia de mi padre, mi madre era una persona muy enérgica y peleona», recordaba Bauman.

Ella dijo: «¡No, no voy a aceptarlo sin más! ¡Acudiré al comandante alemán de Ostrołęka!». Debéis entender que mi madre parecía una campesina de la zona: vestía igual que las mujeres de los pueblos pequeños y se juntó con una campesina local de verdad que iba aquella mañana al mercado a Ostrołęka.

Ese mismo día, después de que mi madre se marchara para tratar de verse con el comandante en Ostrołęka para pedirle que nos permitiera pasar —lo que, por cierto, fue un intento de una ingenuidad pavorosa, totalmente estúpido, en realidad—, el capitán de la Wehrmacht se acercó a mi padre y le dijo: «Señor, no tengo nada que ver con esta decisión, pero he venido a decirle que nos retiran (a la Wehrmacht la liberaban de aquellas labores de control de fronteras) y que hoy mismo viene a sustituirnos la Grenzschutz, y esto podría no ser bueno para ustedes».22

Bauman proseguía su narración:

Mi padre y yo estábamos allí, pero mi madre se había ido. Era una situación terrible, porque no sabíamos cuándo volvería. [...] Más tarde nos enteramos de que, exactamente al mismo tiempo que ella entraba en la ciudad —Ostrołęka—, los refugiados de allí y de los alrededores, es decir, todos los que estaban esperando para cruzar la frontera, fueron reunidos en una redada y enviados a Ostrów Mazowiecka, donde tuvo lugar la primera ejecución en masa que hubo en Polonia.

Si la familia se hubiese mantenido unida, es probable que todos hubieran muerto. Una cadena de improbables casualidades les salvó a todos la vida.

La madre de Bauman escapó milagrosamente de la muerte..., o tal vez no fuera de forma tan milagrosa:

La belleza de mi madre siempre había sido más eslava que judía. Rústica como iba vestida y con un enorme chal sobre la cabeza, era muy difícil de distinguir de las campesinas locales. Se quitó el único rastro de su judaísmo (la estrella amarilla) y convenció a nuestra casera para que le pusiera los arreos a un caballo y la llevara hasta Ostrołęka, donde esperaba usar su capacidad de persuasión para conseguir la cooperación del comandante alemán del distrito.

La fisonomía era, posiblemente, el factor decisivo para determinar si una persona era arrestada o podía huir, porque los depredadores andaban buscando un tipo más o menos concreto. Por suerte para Zofia Bauman, ella no tenía el tipo de belleza que se correspondía con el del estereotipo de la mujer judía, con el pelo negro y los ojos almendrados y oscuros. Sus rasgos eran más típicamente «arios» y pudo mimetizarse con las campesinas que iban a Ostrołęka a intercambiar productos en el mercado semanal.

El padre y el hijo también sobrevivieron, aunque gracias a cierta tozudez. Como había advertido el capitán, la Grenzschutz (la guardia fronteriza) tomó el relevo del control del lado alemán de la frontera:

Al poco, oímos una orden en voz alta que resonó por todo el pueblo: «Alle Juden raus!». De pronto, empezaron a salir de las casas, los graneros y los establos hombres, mujeres y niños, llevados a empellones y patadas por unos soldados de extraño uniforme hasta el edificio del jefe de la localidad. Cuando nos sumamos a aquella multitud, oímos al oficial de la Grenzschutz anunciar que nos iban a trasladar a Ostrów Mazowiecka, donde estaban reuniendo a todos los judíos que querían pasar al lado ruso. [...] Nosotros no podíamos ir a Ostrów. No podíamos ir a ningún lado mientras mi madre estuviera fuera. Teníamos que esperar a que volviera. No lo comenté con mi padre, pero sabía que él pensaba lo mismo que yo. Nos entendimos sin decirnos nada y nos escabullimos por detrás del edificio más cercano y corrimos hasta el bosque que se extendía a ambos lados de la frontera. Pronto divisamos a un guarda fronterizo ruso que estaba solo, sentado sobre un tronco, observando los pájaros y canturreando, con el rifle depositado en el suelo, a sus pies. Mientras trataba de recuperar el aliento, mi padre sentenció: «Estoy aquí para esperar a mi mujer. Yo no me voy a ninguna parte hasta que ella venga». Creo que aquel fue el día más largo de mi vida.23

Los soldados que cometieron la matanza de Ostrów Mazowiecka, treinta kilómetros al sur de Ostrołęka, ya tenían sobrada experiencia en persecuciones contra la población civil. Pero, el 11 de noviembre, mataron a unos seiscientos judíos,24una ejecución en masa de habitantes de la zona y de refugiados que, como los Bauman, esperaban por allí la oportunidad de cruzar la frontera.

A Bauman y a su padre los separaba de la línea fronteriza un pequeño río y un «prado flotante».25A Zygmunt se le ocurrió que debían situarse en el prado y aguardar allí a que regresara su madre. No había un alma en el lugar. Sin embargo:

Al cabo de un rato, apareció un hombre rollizo y de buen aspecto, un koljoznik (granjero soviético), con un rifle colgado de una cuerda, y comenzó a farfullar. Mi padre sabía algo de ruso, pero [...] el idioma que dominaba de verdad era el alemán, no el ruso. Yo no sabía ni una palabra de esta lengua. Así que la conversación fue difícil, pero se veía que era un buenazo. Nos dijo que debía llevarnos a su pueblo, donde nos aguardaban una cama calentita y algo de comida. Yo estaba muy en contra de aquella idea, pero él era el que llevaba un rifle colgado, así que lo seguimos.26

Pasaban las dos de la tarde y ya empezaba a oscurecer en aquella época del año. Los dos siguieron al granjero hasta su casa en el campo y se sentaron fuera hasta que el hombre se ofreció a llevarlos al despacho de su comandante para que este les encontrara un lugar donde quedarse.

Lo seguimos; andábamos en la más absoluta oscuridad, yo, mi padre y ese soldado [...], los tres solos. Y de repente [...], yo no conocía la geografía local, pero empecé a tener la sensación de que nos estaba conduciendo de vuelta al lado alemán. En un impulso, tomé una decisión improvisada: me tumbé en el suelo y comencé a gritar en mi ruso imaginario de entonces. Todavía hoy recuerdo lo que dije: «Maja mat tut, maja mat tut» [«¡Mi madre está aquí!»]. Me tiré al suelo y me negué a avanzar ni un metro más. Y aquel buen hombre realmente no sabía qué hacer con nosotros. No podía llevarnos a hombros. Disparó una bengala, pero no ocurrió nada. Así que se sumó a nosotros sentándose en una especie de montón de piedras acumuladas en medio del campo. Esperamos. [...] Entonces, de pronto, un oficial soviético llegó allí a lomos de un caballo que echaba ya espuma por la boca e intercambió algunas palabras con el granjero, luego espoleó al animal impulsándolo hacia delante, tratando de asustarnos. Yo gritaba. Mi padre temblaba. Pero el oficial se dio cuenta de que aquello no estaba sirviendo para nada.27

Aun aterrorizados como estaban, Zygmunt y su padre se mantuvieron clavados en el sitio. No salieron corriendo hacia el lado alemán. El oficial le dijo algo al granjero, prosiguió Bauman, «y se marchó dando media vuelta al galope, muy rápido, y desapareciendo en la oscuridad». El granjero, para ahuyentarlos, les dijo que iba a darse la vuelta él también y que, cuando se volviera para mirar, «nosotros ya no debíamos estar allí. Y así lo hicimos. Y como era una noche oscura y sin luna, desaparecer fue muy fácil. Bastaba con dar unos pocos pasos y ya no se nos veía. Y luego, todavía con noche por delante, proseguimos nuestra caminata hasta Łomża».

Viaje por tierras soviéticas:
noviembre de 1939-junio de 1941, Molodechno

Łomża estaba en la zona ocupada por los soviéticos; era la primera ciudad una vez pasada la nueva frontera. Se trataba de una pequeña localidad polaca que, de repente, en septiembre de 1939, se convirtió en la primera ciudad de «libertad», al menos en el sentido de estar libre de la ocupación alemana. Al este de Łomża, la etnia dejaba de tener una relevancia especial; en la Unión Soviética, los Bauman simplemente eran «refugiados de territorios incorporados al Tercer Reich».28

«La ciudad era ya un hervidero de refugiados y no pudimos encontrar un sitio donde pasar la noche —recordaba Bauman—. Mi padre preguntó en varios lugares y, al final, alguien le dijo que había una mujer que nos acogería una noche si teníamos dinero para pagarla. Fuimos allí y ¿a quién vimos dentro?» ¡A su madre! «El toque final de un día repleto de milagros.» La familia volvía a estar junta, una suerte excepcional en aquellos tiempos de muerte. Reunidos de nuevo, decidieron irse de Łomża. «No podías extender el brazo sin darle un golpe a alguien: así de abarrotada estaba aquella ciudad —recordaba Bauman—. Había el triple de refugiados que de habitantes permanentes.»

«Subimos al tren hacia Białystok, la localidad más grande de esa parte de la Polonia ocupada por Rusia —escribió Bauman—. Sin embargo, Białystok no nos pareció muy distinta: las mismas multitudes de gente sin casa, alquileres disparados, miles de personas desarraigadas en busca de parientes perdidos y de medios para sobrevivir hasta el día siguiente. Nos habíamos gastado todo el dinero que traíamos de Włocławek y mi padre intentaba desesperadamente ganar un poco más.» De nuevo, Maurycy no logró conseguir el dinero y fue Zofia quien tomó las riendas de la situación. Hubo que tomar una decisión:

Teníamos que mudarnos a otra parte, lejos de aquella multitud de gente que compraba y vendía cosas. Pero ¿adónde? En ese momento, nos vino muy bien mi pasión por la geografía. Molodechno parecía el lugar perfecto al que ir: pequeño, pero más grande que un pueblo; lo bastante lejos de la frontera alemana como para que los demás refugiados no pudieran llegar tan fácil hasta allí, y ubicado en medio de lo que prometía ser una zona de campiña bastante espectacular. Los últimos céntimos que nos quedaban nos los gastamos en los billetes de tren a Molodechno.29

La de Molodechno era la situación típica que se vivía en las localidades bielorrusas a finales de 1939, atestadas de refugiados30(o bieżency, palabra derivada del ruso con la que se designaba a todos los refugiados procedentes de la Polonia ocupada por Alemania que se encontraban en los territorios bajo control ruso). El tren a Molodechno no iba demasiado lleno; de hecho, no viajaban más refugiados en él, pues la huida hacia el este no era una estrategia que tuviera muchos partidarios entre ellos, ya que era una zona en la que no solían tener amistades ni contactos.31Los Bauman carecían de apoyos de ese tipo, pero lograron al menos encontrar una buena situación en su nuevo hogar temporal. Bauman recordaba: «Tuvimos suerte, porque mi padre consiguió trabajo y mi madre también. Y yo fui a la escuela». En un manuscrito de 1951 que incluye su currículo (un documento firmado por el mayor Bauman), escribió: «Nos establecimos en Molodechno, donde mi padre trabajó de contable en Wojentorg Zach Okręg Wojskowy [una empresa estatal que abastecía al Ejército soviético], y mi madre era cocinera en la cantina de oficiales».32

«Era un asentamiento militar, y poco más», escribió Bauman al respecto, más de cuarenta años después.

Unos barracones dispersos, repartidos por un amplio terreno llano vallado, ocupaban la mayor parte del espacio. [...] Había habitaciones en alquiler de sobra cuando llegamos y encontramos enseguida una en una de las casas de los campesinos. También había empleo en abundancia [...]. Al día siguiente de nuestra llegada, le dieron a mi padre el primer puesto vacante al que se presentó y se convirtió en contable (¿en qué otra cosa, si no?) en un economato que abastecía a la guarnición local.

La primera impresión de su padre fue de horror y consternación: «¡Aquí todos roban! Me piden que introduzca en los libros de contabilidad existencias que desaparecieron antes incluso de que las pusieran en las estanterías; o borran [de la lista] por defectuosas cosas que están en perfectas condiciones. ¿Cómo se puede construir un Estado a partir del robo generalizado?».33

Maurycy, que, durante un fuerte bombardeo, quiso comprarse un billete de tren para salir de allí, no logró aprender a llevar aquella kreatywna księgowość («contabilidad creativa»): «Nunca pudo aceptar ni la teoría ni la práctica de la “democracia ladrona”. [...] Él siguió sufriendo, pero, como era su costumbre, lo sufría en silencio».34

Ya desde sus primeros días en la Unión Soviética, la familia de Bauman cobró conciencia de las particularidades del nuevo sistema que allí se había implantado tras la Revolución de 1917 y que transformó Rusia en todos los niveles de actividad humana. El robo era una práctica generalizada y la «democracia ladrona» planteaba unas nuevas reglas de base que Zygmunt y sus padres tuvieron que aprender muy rápido. Eso no quiere decir que Maurycy comenzara entonces a comportarse como los demás. Zygmunt valoraba así la manera en que su padre enfocó el nuevo sistema: «Mi padre volvía a ser un contable, aunque los libros que llevaba ahora fuesen creaciones de fantasía, en vez de ejercicios de realismo (socialista o de cualquier otro tipo)».35

Maurycy no podía cambiar tan fácilmente, pero, para Zofia, Molodechno era un lugar que le brindaba múltiples oportunidades, una «verdadera revolución», según lo recordaba Bauman. No tuvo que hacer más que una pequeña prueba para que la contrataran como cocinera en el comedor del cuartel: «Sus habilidades como ilusionista encajaban a la perfección en la democracia ladrona. [...] Allí aclamaban, elogiaban y apreciaban su arte. Mi madre era feliz. Le encantaba su nueva vida, la tranquilidad del pueblo, aquel Ejército cuyos oficiales la miraban con ojitos de cachorro abandonado, y el país que mantenía a un Ejército de hombres como aquellos».36

El talento de Zofia los salvó a todos de morir y mejoró sus condiciones de vida varias veces durante la guerra. Tenía una aptitud fundamental para los tiempos de guerra o de crisis: sabía cómo arreglárselas con poco. Zofia no era una cocinera profesional, pero «rebosaba energía —recordaba Bauman—. Y se aplicaba a sí misma la regla siguiente: para hacer buena comida, se necesitan muy buenos ingredientes o pasarse el día entero en la cocina. No podíamos permitirnos productos de mucha calidad, pero ella sabía cómo crear exquisiteces de la nada. ¡Era increíble!».37

En polaco, esos platos tienen un apelativo genérico: zupa na gwoździu (su equivalente en inglés sería stone soup, o «sopa de piedra»), un término que popularizó en su día el escritor y periodista Melchior Wańkowicz. Durante la guerra, crear una sopa sabrosa de la nada era una estrategia de supervivencia. «En la Unión Soviética —recordaba Bauman— esa habilidad era un regalo. Ella comenzó a trabajar como cocinera en el comedor de un cuartel y, enseguida, ascendió a chef. Aquello fue un gran alivio para mi padre, que pudo así quitarse de encima la agobiante sensación de que no estaba ganando lo suficiente para sustentar a la familia como se suponía que era el deber del hombre.» De hecho, en la Unión Soviética, las esposas estaban laboralmente activas. Además, durante la guerra (e, incluso, también durante los apretados años que la siguieron), el talento de saber cocinar fue una llave dorada con la que abrir una puerta a una vida digna. A veces, como ocurrió en el caso de la familia Bauman, podía ser incluso un salvavidas:

El Gobierno de la Unión Soviética declaró ciudadanos soviéticos a todos los habitantes del territorio polaco ocupado. Sin embargo, como éramos refugiados venidos de la parte de Polonia sobre la que los rusos no habían establecido aún su jurisdicción, nuestros pasaportes contenían una cláusula especial que nos prohibía estar a menos de cien kilómetros de cualquier punto de la frontera internacional. Molodechno solo estaba a unos setenta kilómetros de la entonces independiente Lituania. Pesaba sobre nosotros, pues, la amenaza de la deportación. [...] La fatídica cláusula jamás se eliminó de nuestros pasaportes, pero tampoco nos llegó nunca la orden de deportación.38

Así pues, las aptitudes culinarias de Zofia conjuraron una amenaza que ocasionó un gran sufrimiento e incluso la muerte a miles de polacos. Las autoridades soviéticas no enviaron a la familia a Siberia, ni siquiera después de la invasión nazi del 22 de junio de 1941. Sí fueron «enviados a Siberia» miles de refugiados que habían huido a los territorios ocupados por los soviéticos para escapar de la ocupación nazi, y otros que ya vivían en aquellas zonas cuando Stalin las invadió.39Stalin tenía múltiples razones para justificar aquellas medidas, pero todas formaban parte de su política de neutralización por aislamiento de los grupos étnicos (o de otro tipo) que él percibía como hostiles. Los territorios soviéticos eran inmensos, el clima era inclemente, las distancias enormes y había mucho trabajo que hacer en los bosques y en los puestos industriales de avanzada, alejados del resto de la civilización. No necesitaba encarcelar a la gente para volverla dócil y obediente. En ese sentido, los Bauman fueron unos afortunados. Y gracias a los trabajos de sus padres, su único hijo pudo estudiar en Molodechno sin necesidad de soportar ningún sistema de numerus clausus ni ningún «banco gueto».

Molodechno: un alumno entre muchos

En el primer curso académico tras el comienzo de la guerra, la experiencia de los alumnos escolarizados en los centros de enseñanza bielorrusos fue muy distinta de lo que había sido hasta entonces. Molodechno era una población polaca antes de la Segunda Guerra Mundial, pero su composición demográfica era multiétnica y multilingüe.40Durante los primeros años de la contienda, los directores de centro desempeñaron un papel muy influyente. Tenían que enseñar a sucesivas oleadas de hijos de inmigrantes que llegaban a las escuelas a lo largo del curso, con las clases ya en marcha. Muchas veces, además, sus padres no llevaban consigo los documentos necesarios: ni carnets, ni pasaportes, ni certificados escolares, ni otras pruebas de la formación previa del pequeño o de la pequeña. La flexibilidad era un valor importante en aquellos momentos y las transgresiones se habían convertido en normales. Bauman recordaba su matriculación: «Me preguntaron qué tipo de estudios tenía yo. En ese momento, conté la primera mentira de mi vida. Les dije que había terminado el segundo curso de secundaria. En realidad, ¡solo había hecho primero! Pero me pusieron con los de tercero y me fue bien».

Bauman dio una versión distinta de aquellos hechos en 1950, al cumplimentar su currículo para el Ejército, su empleador de entonces. En él escribió: «Cursé sexto y octavo en el sistema de enseñanza secundaria rusa (séptimo lo estudié durante las vacaciones y luego aprobé los exámenes)».41En la Polonia de 1950, cuando los historiales de las personas tenían que estar limpios de toda tacha moral, habría sido inaceptable que Zygmunt Bauman hubiera escrito algo así como «conté la primera mentira de mi vida». Lo cierto, claro está, es que su salto de curso no era una práctica infrecuente en aquellos años. En el territorio polaco controlado por las tropas alemanas, los niños polacos volvieron a la escuela tras la ocupación, si bien unas semanas después, ese mismo otoño, los alemanes clausuraron todos los centros de enseñanza salvo los de primaria y formación profesional; por su condición de Untermenschen, los polacos no merecían (ni necesitaban) recibir la educación y la cultura que sí les correspondía por derecho a los niños alemanes.

En el territorio bajo control soviético no hubo tales restricciones a la formación de los niños polacos, pero el nuevo régimen fue introduciendo progresivamente la ideología comunista en los planes de estudio de todos los colegios, institutos, universidades y lugares de trabajo. En cuestión de semanas, aquel territorio vivió una transición muy compleja que lo llevó de ser parte del Estado polaco a convertirse en parte de una república soviética, con un breve periodo de «liberación» bielorrusa de por medio. Resulta fascinante examinar cómo se produjo ese proceso en un instituto de secundaria, visto desde la perspectiva de un estudiante concreto.

De hecho, más de cuarenta años después, Bauman rememoraba así aquella experiencia:

Al parecer, nadie cuestionó mis credenciales. Para mis nuevos compañeros, yo era el más polaco de todos. Allí, en aquella lejana periferia de la República de entreguerras, la polonidad era un concepto en continua cuestión. La jerga vernácula era una curiosa mezcla de ruso, polaco, yidis y aquel dialecto campesino sin codificar que algunos intelectuales soñaban elevar a la categoría de bielorruso literario. Entre mis nuevos compañeros de clase, había polacos, rusos, judíos, bielorrusos, pero eso no parecía importar. Para muchos, la categoría a la que cada uno perteneciera era más una cuestión de casualidad, y para otros, de autodefinición o de elección personal. Ninguno de ellos hablaba un polaco tan puro y refinado como el mío. Nadie se manejaba con tanta facilidad por la literatura y la historia polacas. En el nuevo contexto, yo parecía tan tremendamente polaco que incluso desperté las sospechas y la inquina del subdirector: un nacionalista bielorruso militante y atormentador de polacos. A los pocos días de que yo ingresara en el centro, me llamó a su despacho y me dijo con todas las palabras que los días de dominación de los invasores polacos se habían terminado, que yo y los de mi ralea ya podíamos ir tomando nota, porque aquella era una escuela bielorrusa en la que no tenían cabida los polacohablantes, y que, o bien aprendía bielorruso antes de Navidad, o bien ya podía ir olvidándome de mis estudios. Me dejó destrozado, pero, aun así, continué respondiendo en clase en polaco. Bastante problema tenía ya con dominar los rudimentos del ruso; allí no había manuales para «autoenseñarse» el idioma, por lo que tuve que aprender ruso del modo más horroroso: leyéndome los artículos del Pravda con el diccionario en la mano. De todos modos, aquel encuentro con el subdirector sí tuvo una consecuencia, aunque no la que él esperaba. Al caracterizar el idioma bielorruso como enemigo del polaco, acabé por aborrecerlo. Jamás reuní la voluntad necesaria para aprenderlo. A la primera ocasión que tuve, hice el traslado a un instituto recién inaugurado donde el idioma de enseñanza era el ruso.42

En este largo pasaje, se condensa la compleja transición que se vio obligado a realizar el jovencísimo Zygmunt Bauman por su condición de judío polaco. Tras sufrir los largos años de nacionalismo y de exclusión antisemita en el sistema educativo de Polonia, el Zygmunt adolescente tuvo que soportar que, en un instituto bielorruso bajo control soviético, se le tuviera por un alumno polaco privilegiado, hasta el punto de que su director lo creía un agente de la dominación polonesa. Así eran las cosas en aquel complejo mundo y aquellos caóticos tiempos para un niño judío matriculado en un sistema escolar efímero creado por adultos. Esa fue sin duda una lección valiosísima para el futuro sociólogo y filósofo: un perfecto estudio de caso, in vivo, un ejemplo ideal de trabajo de campo y de observación participante para una investigación sobre la educación nacionalista. ¿Qué mejor situación podía haber habido para comprender la complejidad de los sistemas, los grupos de poder, las habilidades negociadoras y las dinámicas de la interacción social? Esas experiencias sirvieron de potente base para su trabajo futuro.

A nivel personal, las cosas iban progresando bien para el joven Zygmunt: «Recuerdo mis años en Molodechno como una época muy agradable: fue un periodo de adolescencia43y yo me sentía muy cómodo allí». Debió de ser tan radical como sorprendente para un chico escolarizado en un colegio solo para niños verse de pronto, a los catorce años, en una escuela mixta:44«Allí había chicas. El primer amor [...] es una historia muy interesante. A diferencia de lo que me había ocurrido en Poznan, yo me sentía parte de aquel centro. Nadie me amenazaba allí con enviarme a Palestina como hacían en Poznan.» Sus compañeros de clase en Molodechno no mostraban antisemitismo alguno en su contra. «¡Para nada! Allí los había de todo tipo: rusos, bielorrusos, polacos, lituanos, judíos..., todos juntos. Miłosz lo describió muy bien [...]: una mezcla completa.»45

El ya desaparecido Nobel de Literatura polaco Czesław Miłosz, que nació y se crio en Lituania, describió ese ambiente de etnias, lenguas, religiones y tradiciones mezcladas en un libro de memorias, Wyprawa w dwudziestolecie [Una expedición por los años veinte]. Era un entorno de gran riqueza cultural y fue un cambio enorme para Bauman. Por vez primera, era un alumno como cualquier otro. Por vez primera, nadie le retocaba las notas para que se ajustaran a su origen cultural o étnico. Tras graduarse (al terminar octavo en junio de 1941), recibió una carta de felicitación por su buen desempeño, y durante aquellos dos cursos académicos, según recordaba él mismo, fue un valioso recurso cultural para sus compañeros polacos, y no por su judaísmo, sino porque venía de «la auténtica Polonia». Tras haber sido el miembro de una minoría perseguida, el hecho de que de pronto lo reconocieran como un experto en la cultura nacional debió de ser muy agradable para él. Cuando Bauman dice que venía de la «auténtica» Polonia, se refiere a que Poznan estaba situada en una región de la Polonia de entreguerras donde los polacos católicos eran inmensa mayoría, mientras que en otros territorios nominalmente polacos, como Bielorrusia sin ir más lejos, estaban más entremezclados con otros grupos. Bauman llevaba la literatura y la poesía polacas en la cabeza. Todo lo que había aprendido siendo un muy buen estudiante en una escuela excelente era un preciado recurso para sus amigos polacos. Además, el profesorado era estupendo. «Chapeau bas!» [«¡Me quito el sombrero!»], dijo Bauman de su experiencia educativa en Molodechno. «¡Allí aprendí un montón!»

Bauman también pudo ver entonces cómo abordaban los soviéticos la cuestión de la religión en los centros de enseñanza. Su instituto era una «mezcla caótica de confesiones y nacionalidades», donde resultaba «algo difícil gestionar lo religioso». Un día, los alumnos prepararon una obra teatral en la que una niña se arrodillaba y rezaba ante una imagen sagrada. El director del centro intervino: «“No podemos enseñar esa imagen”. Así que la pobre muchacha ¡rezó ante un espacio vacío en la pared! Con las religiones sí que había algunas dificultades, pero la etnicidad importaba poco».

Fue un periodo dinámico y feliz para la familia, según lo describió Bauman:

Los dieciocho meses de Molodechno están grabados en mi memoria como una experiencia de dicha constante. Como mis dos padres trabajaban, fuimos por primera vez una familia acomodada (al menos, para los niveles a los que estaba acostumbrado en mi infancia). Estaba rodeado de amigos y, en general, me sentía apreciado. Al parecer, también me estaba convirtiendo en un chico guapo. Las chicas se agitaban un poco cuando estaban conmigo. Algunas hasta se ponían agresivas. Daba un poco de miedo, pero era agradable al mismo tiempo. Me sentía libre y necesario. En Molodechno encontré mi Sion. Y allí me uní al equivalente local de la Hashomer Hatzair: el Komsomol.46

En su currículo de 1951, Bauman señala que se «integró en las filas de la WLKZM» en 1940.47Estas imponentes y legendarias siglas, que hoy han pasado a la historia, son las iniciales transliteradas de Всесоюзный Ленинский Коммунистический Союз Молодёжи, o Liga Comunista Leninista de la Juventud de la Unión. Era una antesala del Partido Comunista. Aquel fue un momento crucial en la vida de Zygmunt. Liberado por fin de la discriminación étnica, señala en un currículo de 1955 que «fue elegido líder de la sección de la escuela».48Aquella elección evidencia que en Bauman debía de estar emergiendo por entonces un carisma personal que ya nunca lo abandonaría. Sus compañeros de instituto lo habían elegido como líder pese a que era miembro de una minoría étnica y aún no hablaba un ruso perfecto. Ingresó voluntario en la organización y ese es un detalle importante, porque la entrada en el Komsomol todavía no era obligatoria en aquel entonces. El rápido ascenso de Bauman a un puesto de liderazgo en el Komsomol es una muestra del entusiasmo que despertó en él aquel nuevo sistema que se estaba instaurando en el antiguo territorio polaco.

A nadie debería sorprender, teniendo en cuenta las experiencias de la vida y la edad de Bauman en aquel entonces, que lo atrajera la ideología comunista. Para él era como si aquel sistema fuera, hasta cierto punto, una prolongación de la organización socialista de la Hashomer Hatzair. La diferencia, además de la ideología (comunista el primero, socialista la segunda), radicaba en el carácter general del Komsomol. En vez de un lugar donde se celebraban dos reuniones secretas a la semana, el Komsomol era la puerta de acceso oficial (e institucionalmente aceptada) al poder, una organización «hija» del Partido Comunista y una plataforma estable para los líderes jóvenes. ¿Tan raro es que eligiera y apoyara un sistema que prometía esperanza e igualdad entre grupos étnicos cuando el orden anterior favorecía la discriminación en masa y la persecución racial? ¿Estuvo mal secundar una ideología que había abolido, no ya los numerus nullus, sino también los numerus clausus?

Wacław Szybalski, el genetista polacoestadounidense nacido en Lviv (en aquel entonces, Lwow) en 1920, recordaba que, en septiembre de 1939, durante su primer curso en la Politechnika Lwowska (la Universidad Politécnica de Lviv), solo unos pocos judíos pudieron entrar en el Departamento de Química debido a las políticas racistas vigentes.49Sin embargo, después de que el Ejército Rojo se hiciera con el control de la región, las autoridades soviéticas organizaron nuevos procesos de matriculación en la Politécnica y en la Universidad de Lviv. El nuevo sistema, basado ya únicamente en el nivel académico de los candidatos, incrementó el porcentaje de judíos en la promoción de Szybalski en un 90%. Los eslóganes comunistas que proclamaban la igualdad étnica se confirmaban en la práctica, al menos en aquel momento. Y ese fue un mensaje muy impactante y atrayente para los judíos y otros miembros de minorías. Sedujo a muchas personas (aunque, desde luego, no a aquellas que ya habían tenido experiencias negativas con los comunistas antes de la Segunda Guerra Mundial). Aun así, otras muchas no abandonaban la suspicacia, sobre todo aquellas que tenían experiencia política y eran próximas a partidos hostiles con el comunismo. Entre las múltiples corrientes políticas de la comunidad judía, destacaba el escepticismo del Bund y, por ello, los soviéticos consideraban oponentes a sus activistas.

Muchos jóvenes adquirieron un fuerte compromiso político durante ese periodo (según el historiador Kamil Kijek, la comunidad judía era muy activa políticamente, y los institutos de secundaria eran lugares donde los partidos reclutaban a muchos nuevos militantes).50Bauman fue uno de esos jóvenes engagés. Fue así un pionero en su familia, ya que no parece que su padre hubiera tomado parte en actividad política alguna, ni tampoco que hablara mucho de política con su hijo. Tras la guerra, la madre de Bauman ingresó en el Polska Partia Robotnicza (PPR, Partido Obrero Polaco) y apoyó el nuevo sistema político en ese país. La relativa ingenuidad política del joven Bauman podría explicar por qué lo atrajo con tal fuerza la entusiasta implantación del comunismo en su centro de enseñanza en Molodechno. El nuevo poder impuso un sistema que era más justo en lo social y, por encima de todo, que no era racista.51

Se acabaron las clases, vuelve la guerra

En la primavera de 1941, el paraíso terrenal de Molodechno se terminó bruscamente para Bauman:

En la mañana del 22 de junio de 1941, yo estaba tumbado sobre la playa fluvial del río local, rodeado de amigos, disfrutando del sol y reflexionando sobre temas varios que quería resolver durante las vacaciones de verano. De pronto, vi que mi madre venía corriendo hacia mí. ¡Vuelve a casa ya mismo! ¡Ha estallado la guerra! [...] Donde primero vi la guerra fue en los ojos del sobrino de nuestra casera. Nacido en el lado soviético de la antigua frontera y criado en un koljoz, tras la invasión de esa parte de Polonia se había mudado a Molodechno y se había instalado en casa de su tía. [...] El 22 de junio, con ojos de alegría y esperanza, pero de odio al mismo tiempo, se volvió hacia nosotros y nos dijo: «Los alemanes no van a hacer daño a la gente honrada, pero hay otra que no les gusta nada: los judíos, sobre todo, y no les falta razón», y su mirada se detuvo pensativa y firme en el rostro de mi padre. Fue como si un enjambre de hormigas me recorrieran la espalda. La realidad, tan tranquilamente olvidada, volvía para reclamar su sitio.52

Aquella «realidad olvidada» era el antisemitismo sobre el que se estructuraba la sociedad de la preguerra. El último día de la familia Bauman en Molodechno fue el 23 de junio. Fue también entonces cuando aquel joven lugareño confirmó sus insinuaciones con un pequeño incidente:

Vivíamos lejos de la estación y el sobrino de nuestra casera se negó a acercarnos hasta allí. Así que pusimos todo lo que pudimos dentro de tres bolsas bien apretadas e iniciamos nuestro siguiente éxodo. Recuerdo que volví un momento para coger algo que me había olvidado en la casa; allí me encontré al sobrino, en nuestra habitación, saqueando lo que habíamos dejado atrás. No me dejó entrar, y mientras yo regresaba corriendo hacia donde estaban mis padres, no paró de lanzarme maldiciones e improperios.53

La actitud de la casera de los Bauman y de su sobrino no era inhabitual entre los habitantes de aquellos territorios. Muchos estaban encantados de que las tropas soviéticas huyeran de allí y recibieron con los brazos abiertos a los alemanes, que —según creían— llevarían orden y una economía fuerte. El antisemitismo estaba muy extendido en la Polonia oriental (después de Poznan, Lviv era el principal centro de apoyo de la Endecja, y los pogromos eran frecuentes), y los antisemitas estaban deseosos de hacerse con los bienes y los negocios de los judíos que huían, aunque no todos pudieron escapar y los que no lo hicieron corrieron una trágica suerte. A partir del momento de la invasión nazi, en muchos de los territorios ocupados por los soviéticos desde septiembre de 1939, a los judíos se los persiguió a partir de entonces como ya se los estaba persiguiendo en las zonas controladas ya desde antes por los soldados del Tercer Reich. Desde el momento en que se procedió a la retirada soviética de esos pueblos y ciudades, la comunidad judía se convirtió en blanco del odio de muchos vecinos que afirmaban que los judíos habían apoyado la ocupación bolchevique. La invasión alemana trajo consigo oportunidades para la venganza. Muchos culpaban a los judíos de la ocupación soviética y muchos colaboraron de forma criminal con los alemanes para atrapar a los que se habían escondido o los mataron directamente ellos mismos.54Muchas acciones individuales o en grupo de ese tipo fueron iniciativas espontáneas que canalizaron el odio de la gente corriente.55También hubo actos de «violencia íntima»56entre personas que convivían en paz desde hacía décadas. Los historiadores han precisado el origen de muchos asesinatos individuales o grupales57situándolo en el comienzo de la Operación Barbarroja,58lanzada por los alemanes. Y aunque para la comunidad judía natural de los territorios orientales la amenaza de la ocupación nazi era algo nuevo y todavía impredecible, las traumáticas experiencias vividas en Włocławek durante las primeras semanas de la guerra no dejaban en los Bauman ninguna duda de la necesidad de irse inmediatamente de allí.

Al día siguiente, mi madre volvió de su trabajo temprano —escribió Bauman en su manuscrito]— [...] para decirnos que las familias del personal militar iban a ser evacuadas de la localidad y que a ella le habían ofrecido plaza en ese tren especial. No había tiempo que perder. [...] A diferencia del de Poznan, ese tren no iba lleno. Aparte de las esposas y los hijos de los oficiales, solo unos pocos habitantes locales decidieron mudarse a otra parte. Por lo que parecía, los soviéticos no habían hecho muchos amigos.59

La guerra germano-soviética comenzó el 22 de junio. El 25, Molodechno ya estaba bajo control nazi.

Zygmunt y sus padres subieron al tren de los evacuados el 23 de junio. Una vez más, la familia de Bauman se veía obligada a huir. Esta vez trataron de llegar lo más al este que les fue posible.