Aunque nunca perdía la oportunidad de quejarme, la verdad es que de cría no me disgustaba tanto ayudar a mi madre a limpiar. Tenía su aquel. Disfrutaba del puntillo embriagador del Pronto y hasta de sus indicaciones. «Cuando vayas barriendo, pisa siempre por lo limpio». «Así no, que lo que estás haciendo es mover el polvo de un sitio a otro». Además, mi madre siempre cantaba para acompañar la faena. Lo sigue haciendo. Canta —más bien tararea— coplas, zarzuelas y algún que otro cuplé. Yo de pequeña la seguía con entusiasmo. Luego, de adolescente, ya no tanto. Por aquella época lo único que escuchaba en voz alta, altísima, era una música que en nada se parecía a los tarareos de mi madre. «Ratonera», la llamaba ella. Pero incluso entonces, aunque fuera para mis adentros, seguía cantando esas canciones que olían a Pronto.
Una vez le oí decir a Martirio, en esa delicia que es su conferencia cantada sobre copla y educación sentimental, que la copla ayuda a limpiar, que aligera los quehaceres. Puede ser que los que estábamos allí escuchándola pensáramos en ese momento en nuestra playlist de los sábados por la mañana. Esa que nos alegra el barrío y el fregao forzosamente semanal, porque ni para pasar un trapo tenemos tiempo de lunes a viernes. ¡Cuánta gente que no suele escuchar copla me habrá contado, a veces hasta en tono de confesión, que hace la casa más a gusto con la Piquer o la Pantoja de fondo! Me figuro que, al escuchar a Martirio decir aquello, la mayoría de nosotras revivimos también —y sobre todo— el repertorio que acompañaba el trabajo diario de nuestras abuelas y madres. Esa melodía de los cuidados, esa banda sonora de las que vivían, viven, con el trapo siempre en la mano.
Había una canción que cantaba de vez en cuando mi madre que me maravillaba. Eran unas pocas palabras porque, como nunca se le ha dado demasiado bien lo de recordar las letras, suele resolver la mayoría con un polivalente «nanana». Pero aquel comienzo de estribillo era de los que se te quedan. Decía: «Si las mujeres mandasen en vez de mandar los hombres...».
Aquello sonaba colmadico de imposibles. «Si las mujeres mandasen...»
, y otra pasada al mueble del salón. A las fotos de los abuelos que iban faltando, a las de la comunión —que te he dicho, mama, mil veces que hagas lo que quieras con las de los nenes, pero que la mía la quites, que qué vergüenza—. A los seis o siete libros de la Biblioteca Básica Salvat con su Calderón y su Defoe empaquetadicos en esas portadas beige, como de rafia, que bailaban entre los marcos dorados. Después habría que quitarle el polvo también a la colección de clásicos del siglo XX de El País, con sus lomos rojos y su Zweig, su Monterroso, su Azaña... Prometí que me la iba a hacer yo entera con mi paga de adolescente, pero al final les tocó apoquinar a mis padres para que pudiera acabarla. De verdad, mama, que cuando tenga una casa casa me la llevo. Aunque me digas que no te estorba. Aunque últimamente hasta te leas alguno, si es que tiene la letra grande. «Si las mujeres mandasen...», tarareaba mi madre mientras limpiaba. Y yo la cantaba con ella sin caer en la cuenta de que aquello era una cosa tremenda.
Una cosa tremenda y centenaria. La obra de la que formaba parte aquel cantar se representó por primera vez el 29 de noviembre de 1898. Se titulaba Gigantes y cabezudos: el libreto fue escrito por Miguel Echegaray y la música la compuso Manuel Fernández Caballero. Era una zarzuela, una forma de teatro lírico que alterna partes habladas y cantadas. Surgido en España y cultivado también en Hispanoamérica y Filipinas, este género tomó su nombre del palacio que acogió algunas de las más tempranas representaciones, llamado así a su vez por la abundancia de zarzas en el paraje. Pese al origen regio de su denominación, la zarzuela llegó a ser un entretenimiento bastante popular, especialmente desde mediados del siglo XIX hasta bien entrado el siglo XX.[2]
Popular fue, desde luego, el estreno de Gigantes y cabezudos. Al día siguiente, la prensa dijo que había sido un «éxito grande, extraordinario, ruidoso», en el que «se repitieron casi todos los números musicales».[3] La acción comienza con una discusión entre las vendedoras del mercado de Zaragoza, una pléyade estupenda de ruidosas verduleras. Pero el conflicto entre ellas pasa pronto a un segundo plano debido a la irrupción de un problema mayor. Resulta que el ayuntamiento pretende aumentarles la contribución, y ellas, hartas de sostener con sus impuestos la guerra, se niegan en redondo: «Tenemos poco dinero. Están los tiempos muy malos para pagar ese arbitrio»,[4] dice una de ellas.
Os recuerdo que estamos en 1898; aunque hacía tiempo que se sabía que la contienda de Cuba estaba perdida, fue tan solo once días después del estreno de esta obra cuando se firmó el Tratado de París entre España y Estados Unidos con la consiguiente corroboración de la derrota. Las verduleras, pues, están hasta el mandil de financiar el dislate colonial y se rebelan: «Anda y ve y dile al alcalde que diga al gobernador que no responda del orden, que el orden lo turbo yo», le dicen al emisario. Más tarde cantan a coro esta canción, toda una reivindicación antibelicista que además fantasea, más allá de su conflicto con el ayuntamiento, con qué pasaría «si las mujeres mandasen».
Si esto sucediese, dicen, «serían balsas de aceite los pueblos y las naciones» porque las madres y esposas darían fin a las guerras. Demasiado sabemos que la solución a tanto entuerto belicoso es un pelín más complicada que un mero cambio de tornas, y que esta idea no deja de basarse en la perversa premisa de la «natural» ternura y apacibilidad femeninas (y, por encima de todo, en el todopoderoso amor maternal). Pero el caso es que la imagen de las mujeres parando la guerra viene excitando la imaginación desde hace mucho. Acordaos si no de la huelga sexual de Lisístrata y sus compañeras, que en la célebre comedia de Aristófanes, estrenada nada menos que en el año 411 antes de Cristo, conseguían detener la guerra parando el..., ya sabéis: parando. Pero la estrategia de estas lisístratas aragonesas no pasaba por el lecho, más bien apuntaba a un enfrentamiento directo. Llegaban a decir que, para lograr el fin de los conflictos, hasta pelearían contra los hombres si fuera preciso. En una curiosa mezcla de fiereza y pacifismo, afirmaban que acabarían con ellos «con uñas y dientes». Los caminos de la paz, como los del Señor, son inescrutables.
Esta jota fue una de las más celebradas de la obra. Lo cierto es que la crítica fue mayoritariamente favorable a Gigantes y cabezudos, aunque no de manera unánime, claro. El crítico de El Imparcial, por ejemplo, dijo que había sido una decepción y que —no pudo contenerse el juego de palabras— «abusaba de la jota hasta apurarla del abecedario musical».[5] Los comentarios positivos incidían en lo inspirado de la música del maestro Caballero y en la belleza de los decorados que, a cargo del pintor Muriel, recreaban la ciudad de Zaragoza. Algo menos en el libreto de Miguel Echegaray, quien por cierto era hermano del también dramaturgo José Echegaray, primer español galardonado con el Premio Nobel.
En cualquier caso, muchos coincidían en que la ambientación aragonesa de la obra suponía un cierto respiro a tanta abundancia de chulapos madrileños como había por aquel entonces en el llamado «género chico». Así se denominaba a las zarzuelas de un solo acto que se representaban bajo el popular modelo del teatro por horas para diferenciarlas de las «zarzuelas grandes», de mayor duración. Dicen que cuando el célebre compositor francés Camille Saint-Saëns acudió al estreno de La Revoltosa en 1897, ni bien acabó el «Preludio»
, del maestro Chapí, rompió a aplaudir extasiado y exclamó: «¡¿A esto lo llaman ustedes género chico?!».
Lo cierto es que Gigantes y cabezudos fue un éxito, y el eco del número «Si las mujeres mandasen» resonó con fuerza en la España de la época. Sus versos no tardaron en correr de garganta en garganta. Imaginaos por un segundo a aquellas mujeres que doblaban la última esquina del siglo XIX. Imaginadlas llevando sobre los hombros el peso de la vida en un país despedazado del que ellas eran la última preocupación. ¡Cómo debían de cantar los primeros versos de esta jota, cómo sonaría aquello en sus voces! En calles, corralas, huertas y mesones. Mientras barrían, cosían, sembraban o servían más vino. Cuánto dirían sus gargantas más allá de la letra de Echegaray... Qué eco de futuros improbables, hijas mías. Sería para verlo.
Pero ellas no eran las únicas que lo cantaban, claro está. Eduardo de Lustené contaba en La Correspondencia de España que, una madrugada cualquiera de agosto de 1899, estaba asomado al balcón —asadico de calor, porque se ve que el verano madrileño lleva siendo criminal siglos ha— cuando escuchó cantar esos mismos versos en una no muy melódica voz:
«Si las mujeres mandasen en vez de mandar los hombres», esto viene cantando un borracho que al llegar frente a mi balcón se recuesta contra la pared y exclama:
—Niña, ¿te gusta el vino? Baja, morena, que te voy a convidar.
—Soy un moreno.
—Pues así revientes, condenado.[6]
Aquí la alusión a esta zarzuela es poco más que una nota humorística, pero revisando la prensa de la época vemos que casi siempre que se menciona este verso es para hablar de un asunto que, aunque a veces se tomara a cachondeo, con el tiempo probó ser de lo más serio. Trasteando hemerotecas pronto notamos que lo de «Si las mujeres mandasen» se convirtió en una coletilla frecuente en la prensa para hablar de la emancipación femenina. A veces sucede que una palabra o frase tiene el tino de recoger, a menudo sin pretenderlo, todo un concepto que venía pululando por el imaginario colectivo desde hacía tiempo. Algo así pasó con esta locución zarzuelera. Conocida por todos, venía como anillo al dedo para apelar por un lado a la larga tradición de imaginar a las mujeres en el poder y por otro para, en plena ebullición del sufragismo que demandaba el derecho de la mujer al voto, abordar el asunto de la eclosión feminista de principios del siglo XX. Como garbanzo a cuchara, diría mi madre. Periodistas y opinadores de todo tono —casi siempre señores, claro está— emplearon el popular verso de Gigantes y cabezudos para verter ríos de tinta sobre las preocupaciones, aspiraciones y demandas de esa mitad de la sociedad que rara vez era invitada a verter sus propios ríos de tinta. Vamos, sobre nosotras.
Por ejemplo, en la barcelonesa revista Iris alguien que firmaba como Keck escribía esto en mayo de 1899:
Nuevas actividades han reclamado su inteligencia o sus manos, y lo que antes era excepción es ahora la regla. La mujer lee, lo cual es digno de loa; escribe, lo cual ya no es tanto de loar, a veces; cultiva las bellas artes, y aun las artes que no son precisamente bellas; y en ciertos países, extralimitándose de sus peculiares atributos, ejerce funciones de cobradora de tranvía, predicadora y, ¡horror!, diputada. [...] Hay que reconocer que no es por falta de ganas, muchas veces, si las mujeres no se lanzan a hacer tanto y más que nosotros; anhelo expresado poética y armoniosamente en Gigantes y cabezudos, en aquellos inspirados versos de: Si las mujeres mandasen... Por lo demás, está muy puesto en razón, como decía más arriba, el que las mujeres lean y adquieran ideas generales, y particulares. Esta es la mejor manera de llegar a la equivalencia, ya que no a la identidad de sexos. El saber no estorba nunca, por bonita que sea una hija de Eva.[7]
Hijas mías, es que cómo somos. Bien está que leamos, pero lo de ponernos a escribir ya es vicio. Ilustradas pero lo justo; siempre bellas, eso sí. Eternas hijas de Eva con la mancha del pecado a cuestas. Le pregunto a mi madre que cuál cree ella que es la mancha más difícil de quitar. Me dice que la de óxido, como las que trae mi padre —que se llama Juan y todo el mundo lo llama Juan— cuando trastea con alambres y latas viejas para el huerto. Pues eso: una mancha como de óxido, como de cereza obstinada. Una mancha que no sale nunca.
El teatro está hasta la bandera, la obra continúa. El decorado representa una calle que bien podría ser cualquiera. Varias fachadas. Sobre una de las puertas hay un cartel con letras gruesas donde se lee TALLER DE MODISTOS. La disposición al carcajeo ya se palpa en el ambiente, y es que esa palabra, «modistos», es en sí misma un chiste. Estamos en 1884 y la mera ocurrencia de un grupo de hombres manejando aguja y dedal ya solivianta al respetable. Enseguida aparecen sobre las tablas un par de personajes: dos guardias de orden público que pasean los uniformes de un lado a otro del escenario con pachorra, arrastrando las botas en su tediosa tarea de vigilancia. Entretanto, se fuman dos hermosos puros. ¿La sorpresa? Son dos mujeres.
Mientras hacen la ronda hablan de sus respectivos maridos, que están en casa cuidando de los niños. «Que los críen ellos, que los engendraron», dice una. La otra asiente. De pronto un muchachito entra en escena vendiendo ramitos de violetas. «¡A dos cuartos! ¡Que lo doy barato!». Al ver sus ojos alegres y su faz risueña, las guardias no pueden contenerse y lo asedian a piropos. «Atiende, salado», «Eres muy huraño», «¡Qué bien te cae la cesta!». Él se libra de las atenciones femeninas como puede, hoy no tiene el cuerpo para galanteos (¿dameos?). Al instante aparece un grupo de estudiantas. Traen un cachondeo que no veas; suena la música. Resulta que, lejos de concentrarse en los libros, estas alegres crápulas —futuras médicas, abogadas e ingenieras— tienen el pensamiento puesto día y noche en los modistos. Por eso van a cortejarlos a la hora en que ellos salen del taller, nos explican cantando. En cuanto los ven asomar los requiebran con insistencia, y ellos, modosos y decentes, piden que no les prometan amor si es que no tienen buena intención. A esas alturas el público está ya por el suelo.
Todo esto sucede en una obra titulada La mano blanca, que, con libreto de José Jackson Veyán y música de Ángel Rubio y Casimiro Espino, se estrenó en el Teatro Eslava de Madrid el 5 de febrero de 1884. El título era una no muy sutil referencia a La Mano Negra, esa presunta sociedad secreta anarquista que operó en Andalucía durante el reinado de Alfonso XII y que no pocos han considerado un invento del poder para justificar la represión. En cualquier caso, la sugerencia de cierta vinculación entre el feminismo y otros movimientos que habrían optado con más entusiasmo por la vía de la violencia estaba servida desde el propio título.
Hablando de títulos, no os extrañará nada si os digo que el cuadro de la obra al que pertenecen esas escenas llevaba por tal «El mundo al revés». El del mundo al revés es un tópico literario de larguísima tradición. En la Grecia clásica se referían a este recurso como adynaton, los romanos lo tradujeron como impossibilia, y en la Edad Media se vinculaba a la práctica de la mascarada, que muchas veces planteaba inversiones momentáneas del orden social que servían, como decía Mijaíl Bajtín, para canalizar las frustraciones de quienes nunca podrían llegar al poder. Para que los de abajo se desfogaran, vamos... Pues catorce años antes de que Gigantes y cabezudos pusiera a medio país a tararear lo de «Si las mujeres mandasen», se representó esta «revolución femenina en un acto y seis cuadros» en la que las mujeres no solo fantaseaban con mandar, sino que lo hacían de verdad, relegando a los hombres a la posición subalterna que antes habían ocupado ellas.
Décadas después, ya en los años veinte del siglo ídem, Encarnación López, la Argentinita, cantaba una canción que se llama justamente «Todo al revés»
. Por aquella época triunfaban las variedades y el cuplé. El cuplé es, como señala Enrique Encabo, «un género indefinido por naturaleza, juguetón y resbaladizo que sin embargo ocupó un lugar primordial en la cultura del entretenimiento y la frivolidad en las primeras décadas del siglo XX».[8] Bajo esta especie de término paraguas solían congregarse canciones ligeras de temáticas variadas habitualmente cantadas por mujeres. La Argentinita fue cupletista, coreógrafa y bailaora. Considerada una de las cumbres del baile flamenco, triunfó en los escenarios de París, Nueva York y allá donde buenamente pisó.[9] También grabó canciones populares acompañada al piano por su gran amigo Federico García Lorca, quien la llamaba «querida comadre» en sus cartas. Encarnación estaba de lo más graciosa en su faceta de cancionista en esta creación de Font, Soriano y Acosta que hablaba, como ya anuncia el título, de un mundo en el que «cambiados los papeles, será el hombre la mujer».
En ella aparecía de nuevo el motivo del cortejo invertido cuando una chica decía: «Voy a esperar a los modistos, hay un rubito tobillero con melenita a lo garçon que me tiene tarumba». Por aquel entonces se llamaba «tobilleras» a las muchachas que, sin ser ya niñas, todavía no se habían puesto de largo. Usarlo en masculino era risión asegurada. Pero el pitorreo no acaba ahí. Nos sigue contando que en ese futuro (si distópico o no, que lo decida cada una) los pollos solteritos saldrán custodiados por sus papás o por algún carabino, mientras que en las parejas casadas «él irá mirando al suelo, ella irá como un mastín». Como veis, el volteo de tortilla explicita el lugar habitual de la mujer. Como comenta Antonio Gómez, este mecanismo evidencia que la «vida subordinada, acosada e injusta que el cuplé vaticinaba para la población masculina del futuro, que a cualquier oyente le parecería una barbaridad», no era ni más ni menos la misma que vivían por aquel entonces las mujeres.[10] La inversión de roles ya no se presentaba en esta canción como un disparate absoluto, sino que aparecía vinculada a un movimiento que cada vez era más difícil de acallar. «Aunque a algunos les parezca que soy una exagerá con el feminismo, todo esto pasará», llega a decir la Argentinita.
Inevitablemente pensé en este cuplé y en la revolución femenina de La mano blanca cuando vi la película francesa Je ne suis pas un homme facile (No soy un hombre fácil) dirigida por Éléonore Pourriat en 2018, más de cien años y varias olas feministas después. En esta comedia, «un machista irredento prueba su propia medicina cuando despierta en un mundo dominado por mujeres y se enfrenta a una poderosa autora».[11] Unas tras otras se suceden, actualizadas, escenas como las de la obra anterior: jovencitos acosados, mujeres que abusan de su posición... La treta narrativa de «el mundo al revés» sirve en ella para cuestionar abiertamente el orden patriarcal. Al cambiar las tornas, los pequeños y grandes escollos del machismo nuestro de cada día se hacen más evidentes. Como la tinta invisible de limón al contacto con el calor de la llama, igual.
Pero con La mano blanca estamos —no lo olvidemos— en 1884. El mundo al revés opera aquí más bien como un extravagante divertimento para regodeo masculino. Se trata de una broma efímera que, si bien no deja de desvelar ciertas preocupaciones y miedos latentes, ha de resultar siempre en la restauración del orden. La perorata final no deja ninguna duda al respecto:
A remendar calcetines
y a fregar en la cocina,
nada hay que mejor os cuadre:
¡Vaya a rezar y a coser!
¡Harto sabe la mujer
si sabe ser buena madre!
Esta verdad como un templo
practicadla sin homilía (al público).
¡Y los padres de familia
tomen de este caso ejemplo![12]
Las mujeres a fregar, a rezar y a coser. El mundo al revés como un breve fogonazo, un mal sueño que no hace sino acabar confirmando las bondades del statu quo. Y, sin embargo, la idea de un mundo gobernado por mujeres, la imagen especular de ese orden social invertido es tan poderosa..., tan pero tan poderosa... Tal vez por eso tanto escarnio, tanto ensañamiento con el tema, tanto interés por representarlo durante siglos como un disparate. Lo de siglos no es un decir, pues esta inversión del orden «natural» y toda la sarta de situaciones cómicas derivadas del cambio de roles es en realidad una premisa bastante clásica. En Las asambleístas (o Asamblea de mujeres), el mismo Aristófanes ya planteaba en tono paródico la disparatada posibilidad de un gobierno femenino al frente de Atenas. Este argumento ha vuelto una y otra vez, también a nuestra escena musical, donde se ha reciclado en multitud de humoradas, más bien misóginas, que al final casi siempre resolvían la llamada «guerra de sexos» con una buena ración de carne femenina y encendidas soflamas sobre el poder unificador del amor. Del amor heterosexual, claro.
La receta de estas obras era más o menos estable: se presentaba una suerte de «mundo al revés» en el que las mujeres estaban al mando, se planteaban variopintas situaciones cuya comicidad venía dada justamente por la inversión de los roles habituales y, al final, tendía a restaurarse lo que en el fondo se entendía como el orden natural de las cosas. Francisco José Rosal Nadales lo resume así en su ensayo El (mal)trato al feminismo en la zarzuela, donde analiza varias de estas obras:
Los autores devuelven el orden alterado durante un tiempo a lo que ellos, y la mayoría de la sociedad, entendía que debía ser, esto es, con los hombres arriba y las mujeres sometidas a sus designios y encadenadas a las labores familiares.[13]
De esta manera se abría una posibilidad de cambio que se clausuraba y ridiculizaba en la misma obra. ¿Quedaría, aun así, algún poso de esos amagos de rebelión frustrados? ¿Inspirarían, por mucho que se presentaran como disparates y estuvieran dirigidas a un público mayoritariamente masculino, alguna intención de volver al revés el mundo..., pero de verdad?
La cuestión era arriesgada, esa es la verdad. Cuando la periodista Lourdes Lancho le preguntó a Rocío Jurado qué talla de sujetador llevaba, la Más Grande le contestó aquello ya célebre de: «El único sujetador que me importa es el mental, que es el que tú te tenías que poner pa no hacerme esa pregunta». Lourdes y todos los presentes se descuajeringaron vivos ante la rapidez y la contundencia de la cantante.[14] En el mismo programa —Un paseo por el tiempo, conducido por Julia Otero—, la chipionera se declaró abiertamente feminista en un momento en el que hacerlo no era ni de lejos habitual. «Sí, soy feminista. No soy detractora del hombre; soy defensora de los derechos de la mujer, que es diferente». Era 1995.
Seguro que habéis visto esas imágenes. Si no en su día, repetidas en algún programa de zapping o, más probablemente todavía, en internet. Reconceptualizado como «zasca feminista», compartido una y otra vez en alguna red social. Cada cierto tiempo se viraliza un vídeo de la Jurado hablando de feminismo, o de Lola Flores abordando a las claras temas poco menos que tabú de una manera en la que era extraño oírselo hacer a una mujer. Se ganan a pulso el like y el retuit y siguen generando sorpresa. Incluso se debate sobre si estas mujeres pueden o no ser consideradas referentes feministas.
En su artículo de 2013 «Folclóricas: heroínas de lo ilícito durante la represión franquista», publicado en Pikara Magazine, Mar Gallego llamaba la atención sobre la independencia económica de estas cantantes, así como su capacidad para «esquivar la mojigatería y la represión que pesaba entonces sobre las mujeres españolas».[15] Ella misma recordaba el taller de «Pantojismo» de Itziar Riga, donde la escritora y activista exploraba a su vez el potencial subversivo de las «prácticas performativas de feminidad folclórica». Las folclóricas ocuparon un lugar de excepción en el espacio público, gozaron de éxito y de cierto poder en una industria tan complicaíta como la del espectáculo, y tuvieron una voz que no solo usaron para cantar. Sobre el escenario loaron lo mismo al amor más tóxico que a la insumisión, y en sus vidas personales —también públicas, casi siempre— lo mismo rompieron moldes que abrazaron caenas. Antes que las folclóricas lo hicieron las cupletistas, y antes que ellas, las tonadilleras: la Piquer, la Fornarina, la Chelito, la Caramba... Todas navegaron similares ambivalencias modeladas por el contexto de cada una. Orígenes humildes y ascenso social a través de la música, moral sexual habitualmente puesta en entredicho, despliegue de poderío, relaciones tormentosas con el poder... Cada una con su propio mar de claroscuros.
En otra entrevista le preguntaron a Rocío Jurado si creía que existía la igualdad entre hombres y mujeres en el mundo laboral. Ella contestó: «No. La igualdad es mentira. Es muy raro; la mujer trabaja, se ocupa de los hijos y de la casa. La igualdad va a tardar. Las mujeres lo hacen todo. ¿Has visto algún marido que le lave las braguitas y el sujetador a la mujer? ¿Y que le tenga su camisita limpia y planchadita para ir a trabajar? Eso no existe».[16] Después hablaba de la manera en que ella se entregaba completamente en el amor y en el cuidado familiar. Sin reservas, como una buena folclórica. Cuando la periodista, María Eugenia Melero, le preguntaba si ese sentido del amor lo podría entender un hombre, ella contestaba: «No lo creo. Siempre he tenido muy claro que si los hombres pariesen no habría guerras».[17] La misma idea de hondísimo calado popular que recogía el cantar de las vendedoras aragonesas de Gigantes y cabezudos. El mismo espectro recorriendo una y otra vez ese rincón del imaginario que piensa y repiensa las relaciones entre los géneros. «Si las mujeres mandasen...».
El 2 de diciembre de 1908 se estrenó en el Teatro Eslava de Madrid una obra que justamente usaba como título el célebre verso de Echegaray. ¡Si las mujeres mandasen...! fue una fantasía lírica en un acto, con música de Vicente Lleó y Luis Foglietti, y libreto de Manuel Fernández de la Puente y Luis Pascual Frutos. En ella se exploraba de nuevo la posibilidad de un gobierno femenino, pero el gobierno de las mujeres ya no venía dado por una revolución o una triquiñuela, sino porque una candidatura feminista ganaba las elecciones. El movimiento sufragista, cada vez más enérgico y organizado, planeaba sin duda sobre la obra. La acción comenzaba en un taller de planchadoras, donde entre jofainas de agua y almidón las trabajadoras, azuzadas por los aguijones de su doble condición de mujeres y obreras, entonan a coro una muy pero que muy vehemente canción:
Qué ganitas que tengo
que llegue la mancipación
pa poder demostrar a los hombres
lo berzas que son.[18]
Mientras cantan arrean continuos golpes con las planchas y fantasean con que ojalá «esto fuera de un hombre la cabezota». La cosa empieza fuerte, pero el primer planchazo nos lo llevamos nosotras. Justamente en el momento álgido de las ensoñaciones de las trabajadoras, cuando con su conversación imaginan juntas qué pasaría si realmente mandasen ellas, el único hombre que hay en escena, Ramón, anuncia que ha visto una rata. Todas las mujeres «se suben a las mesas y sillas recogiéndose las faldas» y él declama con sorna:
¡Si las mujeres mandasen...!
¿Y son ustedes las guapas
que pretenden ser menistras
cevilas y comisarias?
Puen descender las señoras,
que ha sido broma.[19]
La posibilidad emancipatoria y su ridiculización se dan esta vez, por mor de la inventada rata, en una misma escena. El tal Ramón, que opera como contrapunto de las mujeres de la obra, es el marido de la maestra de las planchadoras. Cuando en una escena posterior su mujer le dice que se va a un mitin sufragista, él se mosquea y le dice que está harto, a lo que ella contesta: «Yo ya lo estoy hace un siglo, ahí te quedas al cuidado de la casa y de los hijos». Y efectivamente se marcha, dejándolo desolado..., más que nada porque se ha ido sin dejarle preparada la cena. «¡Pues la pago con el vino!», resuelve él. Tras esta más que reveladora escena del marido cenando vino porque es incapaz de arrimarse a una sartén y tras la declaración del hartazgo secular de la mujer, cae el telón.
Leo de nuevo el libreto de esta obra cómica de 1908 y vuelvo otra vez a esas palabras: «Yo ya lo estoy hace un siglo». Me llega el hartazgo secular de esa mujer casi como si fuera el mío propio. El de mi madre, el de mis abuelas. Me trae ecos del portazo de aquella Nora de Ibsen, que salía por fin de su Casa de muñecas, y se queda pululando por mi oído como en suspenso hasta que encuentra acomodo en una canción. Menos mal que siempre hay una canción. Enseguida me encuentro tarareando las «Sevillanas de los bloques»
, de Martirio.
Domingo por la mañana. Ella —en chándal y con tacones, «arreglá pero informal»— va ordenando la casa mientras su marido, que tiene por fin la tarde libre, limpia el coche. Estrofa tras estrofa desgrana la vida del ama de casa proletaria. La compra, el aperitivo, los niños, el sexo marital... Hasta que la protagonista, que bien podría ser prima hermana de la madre de Manolito Gafotas o cualquiera de nuestras madres, estalla. Este himno de los toldos verdes y el ladrillo caravista acaba casi en un grito: «Estoy atacá, estoy deseandito de coger la puerta y salir corriendo como las locas [...]. Estoy mala de los nervios. Qué hartura, Dios mío, ¡mira que me voy a la calle a pegar chillíos!».
El mismo cansancio, el mismo no poder más. El mismo portazo.
Sobre el tedio de las tareas domésticas, decía Simone de Beauvoir que «legiones de mujeres han recibido como herencia un cansancio eternamente reiterado». Cuando comenta ese pasaje de la obra de la filósofa francesa, Silvia López compara este desaliento perenne con el de Sísifo, el personaje mitológico condenado a subir a un monte una piedra que inevitablemente caía rodando ni bien alcanzaba la cima.[20] En un ejercicio reiterativo, monótono y desagradecido, Sísifo la tenía que volver a subir cada vez. Siempre igual, cada día lo mismo. Cualquiera que lleve una casa sabe que el orden y la limpieza duran un suspiro, que el trabajo doméstico es un nunca acabar. Que con frecuencia se pasan las horas y, como dice mi madre: «Parece que una no ha hecho na, pero el caso es que no ha parao». Que el «Es la primera vez que me siento en todo el día» de nuestras abuelas es mucho más que una frase hecha. Es el mismo agotamiento de la planchadora de ¡Si las mujeres mandasen...! que, harta desde hace siglos, abandona la escena dejando al marido en compañía del tinto.
Justo después se nos cuenta que la candidatura feminista ha ganado las elecciones. El mundo al revés comienza a rodar:
Cantar podemos victoria,
ya las mujeres mandamos,
esclavas fuimos, y ahora
ellos serán los esclavos.
El resto de la obra se regodea en las muchas posibilidades cómicas y eróticas de la inversión de roles. Para muestra la escena que presenta al nuevo cuerpo femenino de policía, en la que todas toditas todas las posibilidades de la doble acepción de la palabra «cuerpo» son convenientemente explotadas. Las coristas bailan en uniforme y todos comentan lo a gustísimo que se van a dejar ahora cachear los hombres. Suena familiar, ¿verdad? Como a televisión de los noventa, aunque sea de 1908. Es normal: casi cien años con los mismos chistes quieras que no la confunden a una.
Fijaos que con casi idéntico título al de esta obra se estrenó en 1982 Si las mujeres mandaran (o mandasen), una película dirigida por José María Palacios con las actuaciones de José Sazatornil (Saza) y Raúl Sender, acompañados de, entre otras, Amparo Muñoz y (alabada sea) Florinda Chico. La película comparte con la obra teatral de 1908 el título, el argumento general del «mundo al revés» y —aunque la separan de ella algo más de siete décadas— el mismo tufillo de inconfundible humor misógino que rezuma el tratamiento cómico de este cambio de roles. Y es que ver a hombres cambiando pañales o limpiando la casa fue durante décadas (¡siglos!) el acabose del humor. Muy a menudo, como es el caso, era motivo de burla ese marido que, según la Jurado, no existía todavía, «el que lava las braguitas y el sujetador a la mujer». Ese mismo hombre al que tanto decía detestar el Fary cuando apuntaba al corazón de las nuevas masculinidades en aquella recordada entrevista de 1984: «Ese hombre blandengue con la bolsa de la compra y el carrito del niño [...] del que la mujer, granujilla, se aprovecha».[21]
Hartos de blandenguería, los personajes masculinos de esta obra de 1908 se rebelan. No pueden aguantar ni un día más lo que las mujeres llevan soportando siglos, de manera que urden un motín. Y lo hacen empleando, vuelta a Aristófanes, la misma treta de Lisístrata:
Guerra, pues, a las mujeres,
pero guerra de abstención,
y hasta que hagan concesiones
se les priva del amor.
Ante semejante amenaza, las mujeres contestan a una: «¿Queréis que caiga el gobierno? Pues caerá, pero en vuestros brazos», y he aquí que nos precipitamos al final de la obra, donde la guerra de sexos concluye con un «borradas las diferencias ni yo mando ni tú mandas, manda el amor». Y con vivas al amor, rey del mundo, cae el telón. Se restaura así el orden «natural» de las cosas. Parece que Ramón, angelico mío, podrá volver a cenar sólido.
Si la gente se tronchaba de la risa viendo a hombres desempeñar tareas tradicionalmente femeninas, cuando eran las mujeres las que aparecían en escena llevando a cabo labores «masculinas» al choteo solía unirse su tantito de erotismo. Como si de una fiesta de Halloween se tratase, cuando las coristas pisaban las tablas de esos mundos al revés vestidas de médica, militara o jueza, lo hacían en realidad ataviadas de médica sexy, militara sexy o jueza sexy. Empuñando un estetoscopio, un fusil o un mazo, pero tan ligeras de ropa como fuera posible.
Hay una obra de 1904 que es un verdadero desfile de mujeres ejerciendo las más variadas profesiones «masculinas». Se trata de Congreso feminista, una fantasía cómico-lírica con música del maestro Valverde (hijo), libreto de Celso Lucio, Enrique García Álvarez y Manuel F. Palomero, y la exitosa pareja formada por Loreto Prado y Enrique Chicote como protagonistas. En ella, un tal señor Pérez, un millonario proclive a la causa femenina, monta nada menos que todo un congreso feminista en su palacio. Esta iniciativa sirve de excusa para que por escena desfilen, invitadas a presentar ponencias en el evento, mujeres automovilistas, médicas, futbolistas, abogadas y pintoras, entre otras. Pese a que se presentan como los más altos exponentes de sus respectivos ámbitos (la medicina, el arte, la diplomacia...), no se pierde ocasión de señalar la belleza como la verdadera fuente de su éxito profesional. Tampoco faltan los chistes a costa de las mujeres que en la vida real habían alcanzado la gloria no precisamente por su adhesión al canon estético que se celebraba en obras de este estilo. En un momento dado, por ejemplo, un fotógrafo, interpretado por Enrique Chicote, muestra al resto de los personajes un retrato y les pregunta: «¿Conocen ustedes esta cara?». Estudiando detenidamente la fotografía, otro personaje contesta: «¡Hombre, sí! ¡Está muy bien! ¡Enrique Chicote!». La referencia al nombre del actor ya dibujaría una sonrisa en el público, pero el plato fuerte venía después, cuando el fotógrafo (el propio Chicote, recordemos) le contestaba: «¡No, señor! ¡La Pardo Bazán!».[22] Por lo visto, con esta escena —varias crónicas así lo señalan— el público se mondaba de risa. Insinuar que era posible confundir el aspecto de la escritora gallega con el de un hombre, con el propio cómico que estaba en escena, al parecer resultaba graciosísimo.
Además, el escarnio no era contra una mujer cualquiera. Era contra una escritora por todos conocida que hasta había luchado por un puesto en la Real Academia frente a la iracunda resistencia de señores como Juan Valera, que por cierto también se permitió hacer chistes a costa de su físico. Era la misma que asistió a un congreso internacional feminista en París, promovido no por un millonario aburrido, claro, sino por el cada vez más activo movimiento sufragista. La autora de Los pazos de Ulloa dijo que fue como representante de España porque se envió a sí misma, ya que si hubiera esperado a que alguien la enviara no habría habido allí representación española alguna. La obra que nos ocupa, parodia precisamente de ese tipo de eventos, acaba significativamente justo antes de que comiencen las intervenciones de las congresistas. No llegamos a oírlas hablar. Cuando llega el momento de escuchar qué tienen que decir sobre la emancipación femenina las mujeres que allí se congregan..., se acaba la fiesta. El señor Pérez anuncia: «¡Adelante! ¡Va a empezar el Congreso Feminista!», e inmediatamente después cae el telón. Esas, las de él, son las últimas palabras de la obra.
Si la representación fantasiosa de mujeres en profesiones típicamente masculinas triunfaba para regocijo erótico y cómico, había un oficio en particular que nuestra música no se cansaba de representar: el de militara. El recurso escénico de presentar a las mujeres como soldados fue explotado hasta la saciedad en los contornos de ese coqueteo frívolo con otros mundos posibles. Vestir a cantantes y coristas para ir a la guerra era a la vez un divertimento disparatado y una barra libre de posibilidades eróticas (lo del tirón de los uniformes no lo ha inventado precisamente nuestra generación). Además, permitía meter hechuras propias de la música militar: tambores, cornetas y aires de marcha daban brío a la función y acompañaban los contoneos de las intérpretes de turno. Revistas como Una aventura en Siam, donde «un batallón de buenas mozas» defendía la corte asiática, ponían en escena a un cuerpo bélico femenino. También en el repertorio cupletero brillaban con luz propia joyitas como «Batallón de modistillas»
.
La sargenta que hay en mí (¡cuántas veces nos habrán llamado así desde niñas para censurar cualquier mínimo amago de asertividad que se nos ocurriera tener!) se cuadra en cuanto oye las primeras notas de esta delicia. Aunque recuerdo habérsela oído tararear alguna vez a mi madre, lo cierto es que la escuché completa por primera vez en la versión de la simpar Lilian de Celis, que volvió a popularizarla muchos años después de que Álvaro Retana (letra) y Gaspar de Aquino (música) la compusieran. La cantante asturiana se ponía en la piel de una modistilla que se preparaba para ir a la guerra y reunía a sus compañeras para, «como medida de precaución», organizar su propio batallón.
Las modistas, eterno arquetipo del gracejo femenino popular en zarzuelas, revistas y novelas, marchan a la guerra. Habitualmente asediadas por estudiantes y señoritos (grupos altamente coincidentes por aquel entonces), esta vez toman las armas. Por supuesto, el envite de este batallón está atestado de humor y ribetes eróticos, pero entre bromas y picardías se vislumbran otros destellos. Para muestra un botón:
Son los hombres con nosotras
en la paz muy bravucones
y nos tienen dominadas
sin dejarnos rechistar.
Pero en cuanto que nos vean
decididas a la lucha
con las suegras en vanguardia,
de correr no pararán.
Comienza hablando de emancipación femenina y acaba haciendo reír al público a costa del muy patriarcal estereotipo de la suegra. Una de cal y otra de arena. El habitual entreverado de burlas y veras condensado en unos pocos versos. Pero cuidado, porque las modistillas tienen compañía. También hay algunos «pollos muy tunantes» que se ofrecen a seguirlas a retaguardia, aunque ellas han acordado por votación «que si ellos van delante será mejor». Con qué precisión, hijas mías, predicen estos versos la figura de ese aliado feminista que se mete a tal solo por ver lo que rasca... ¡Qué poquito me cuesta imaginarme a esos pollos pidiéndoles a las modistas que, ya que las acompañan en la lucha, les enseñen media pantorrilla aunque sea!
Claro que lo de la retaguardia apuntaba a cierto verdor, pero nada que ver con la versión original. Os decía que escuché por primera vez esta canción en la voz de la cantante y actriz asturiana Lilian de Celis, que cantaba a mediados del siglo XX este tema compuesto varias décadas atrás. Su versión era en cualquier caso bastante recatadita (al fin y al cabo, había que capear la censura franquista) comparada con la que cantaba décadas antes Pepita Ramos, la Goyita, que estaba trufada de dobles sentidos sexuales que no había que ser ningún lince para pillar. El propio Álvaro Retana nos dice en su Historia del arte frívolo que Pepita Ramos, la Goyita, fue «linda muchacha de afinada voz» que triunfó en los locales del Paralelo barcelonés y no tanto en los de Madrid, donde fue «meteoro fugaz».[23] Para acompañar al breve texto sobre ella, Retana eligió precisamente una foto en la que aparecía con el atavío con el que solía cantar «Batallón de modistillas», la canción que él mismo había compuesto para ella. En la foto vemos a una mujer que mira fijamente a cámara mientras se lleva la mano a la frente en un saludo castrense. Lleva tacones, medias y una falda plisada, pero la parte superior nos remite al uniforme de rayas verticales azules y blancas que solían llevar los soldados españoles destinados a las colonias, conocido como uniforme de rayadillo.
En mi casa no hay muchas fotos antiguas. Eso, como casi todo, también va por barrios. De pequeña estaba obsesionada con las pocas que había. Siempre salían todos muy serios y con ropa de domingo. Solemnes. Había una muy pequeña, ajadísima, en la que aparecían mi padre y sus hermanos en el campo. Eran muy jóvenes, algunos todavía niños. Alguien sujetaba una horca y llevaban ropa de trabajo. Era la única en la que parecían más relajados. De cría podía pasarme horas mirándolas una a una, esa y las demás. «Mama, ¿quién es esta?», preguntaba señalando un rostro en blanco y negro que, siendo remoto, resultaba también familiar. Solía ser una prima lejana o una vecina. Si era una mujer mayor, había muchas papeletas de que, sin ser familia, lo fuera, y todo el mundo la llamara «la tía no sé qué». Pero a veces ni mi madre ni mi padre sabían quién era tal o cual persona, y entonces podía darme a la grata tarea de imaginármelo. Me montaba cada película que daba gusto. Ahí sí podía explayarme, porque la verdad es que las historias de los que sí identificaban mis padres, aunque me fascinaban en su lejanía tan cercana, por aquel entonces no me parecían demasiado emocionantes. Podar, vendimiar, criar, amasar, zurcir..., conocía bien sus vidas porque retumbaban en la mía. Aunque a la mayoría no los llegara a conocer ni mi cómoda existencia se pareciera a las suyas, siempre estaban conmigo; eran el motivo por el que, bien que me lo recordaban, tenía que estudiar mucho y nunca podía dejarme ni una miga en el plato.
De todas aquellas fotos había una que era especial. Porque era con diferencia la más antigua y porque no acabábamos de saber quién era el hombre que en ella aparecía. Era un soldado con una especie de uniforme claro que no llega a distinguirse muy bien, pero al que la foto de la Goyita me catapultó nada más verla. Le pido a mi madre que me la mande por WhatsApp ahora que tengo delante el libro de Retana. Me contesta rapidísimo, como siempre. Me manda la foto apenas perceptible, desvanecidísima, de aquel hombre que, en mi cabeza de niña, un día era un pariente lejano y, al siguiente, el novio ausente de alguna antepasada mía que había guardado su retrato durante toda una vida de espera. Pongo el móvil al lado del libro, enfrento las dos imágenes y paso la vista de una a otra. Voy del gesto gracioso de la cupletista que se lleva la mano a la frente a la gravedad del soldado. Me imagino a Pepita enfundada en ese traje cantando «Batallón de modistillas». Pienso en la proeza frívola de convertir a la vez la guerra, la violencia colonial y la opresión de la mujer en un divertimento. O tal vez eso fuera solo la primera capa de la cebolla...
Me acuerdo de Congreso feminista, de la Pardo Bazán, de la mil veces caricaturizada lucha por los derechos de la mujer. Se me persona en el pensamiento otra mujer vestida de militar. He visto muchas veces su foto, y tal vez si me esforzara podría evocarla con cierto detalle, pero la verdad es que no tardo en abrir otra pestaña y acudir al buscador de imágenes. Enseguida la tengo delante de mí. Flora Drummond, la sufragista británica apodada el General. Trato de imaginármela en movimiento, desfilando a caballo en la multitudinaria manifestación que recorrió las calles de Londres el 21 de junio de 1908 a favor del sufragio femenino. Busco más fotos de ella. Leo que un periódico español que cubrió la noticia de la protesta dijo que allí se habían congregado veinte mil manifestantes y que fue «una demostración elocuente de las fuerzas con que cuentan las defensoras del Vote for Women y de la perseverancia con que reclaman la satisfacción de sus aspiraciones».[24] La publicación titula la crónica «Manifestación monstruo de las sufragistas».
Monstruo.
«Monstruo» viene del latín monstrum, que quería decir «prodigio» y que derivaba a su vez del verbo monere, que significaba «advertir». Para los romanos, la deformidad, por ejemplo en animales, era un aviso sobrenatural de que algo iba a suceder. La monstruosidad era una especie de advertencia, aunque con el tiempo la palabra, como suele ocurrir, se fue llenando de otros significados. El referido a la enormidad es uno de ellos, pero el caso es que —lo pensara o no quien escribió aquel titular— aquella manifestación sufragista fue monstruosa por su tamaño, sí, pero también por ser un aviso de lo que estaba por venir...
Con la imagen de Flora y de esas veinte mil mujeres en la cabeza, vuelvo a pensar en los dobles sentidos, en los chistes, en la insistente ridiculización de la mera posibilidad de que las mujeres pudieran llegar a luchar, pudieran llegar a mandar..., y me doy más cuenta que nunca de que el humor sirve también para espantarse el miedo de encima. Al fin y al cabo, también el imaginario patriarcal es un escaparate cristalino de los demonios que pretende ahuyentar. Y a menudo eso que tanto empeño se pone en caricaturizar, en reducir al absurdo, en empequeñecer a toda costa, es justamente a lo que más temor se le tiene.
En el número musical «Si las mujeres mandasen» de la zarzuela Gigantes y cabezudos solo hay una voz masculina. La de Timoteo, que pone el contrapunto cómico a las encendidas soflamas de las mujeres. «Valiente lío si ellas mandaran. ¡Vaya un congreso de diputadas!», dice. A la altura de 1898, aquello era una ocurrencia o, como mucho, una burla que pretendía espantar ciertos miedos que con el tiempo se harían más acuciantes. Tan solo unas décadas después, de hecho, comenzaría tímidamente a convertirse en realidad.
Vamos a hacer una cosa. Necesito que te imagines que hoy —sí, hoy— es el 22 de junio de 1930. A Alfonso XIII le queda el canto de un duro para abdicar, pero eso tú todavía no lo sabes. Tal vez te inquieta la inestabilidad de su reinado, eso sí. Lo mismo te preocupa el precio del pan o enterarte del último escándalo del que todo el mundo habla, acaso todo lo anterior. La cuestión es que tienes en las manos la revista Crónica. Pasando páginas, algo llama de pronto tu atención: «Un pequeño golpe de Estado. Crónica forma Gobierno para hallar respuesta a aquello de “si las mujeres mandasen”».[25] Tras el impacto inicial de la referencia al golpe de Estado (está claro que la práctica de usar titulares chocantes para atraer al lector tampoco la ha inventado nuestra generación), te pones a leer la noticia. Algunas de las cantantes más famosas del momento te sonríen desde las fotos que acompañan al texto: este golpe no es más que una broma, una liviandad para deleite de un lector ideal que sin duda sonreirá bajo el bigote al pensar en la posibilidad de un gobierno de mujeres. Y no de cualquier tipo de mujeres: de cupletistas. Aparece como presidenta la veterana cancionista extremeña Carmen Flores, Conchita Piquer en el Departamento de Estado y Celia Gámez al frente de la Instrucción Pública y las Bellas Artes, entre otras. Es 1930. Conchita aún es Conchita, todavía le falta para el «doña Concha». También queda tiempo para que, ni bien acabada la guerra que partirá el país en dos, la Gámez —intimísima de Alfonso XIII y del fundador de la legión, Millán-Astray— entone el chotis «Ya hemos pasao», burlándose de la resistencia de Madrid.
Gracias a una notable composición fotográfica, que poco tiene que envidiar a algún retoque de los que se ven hoy en día, el gobierno femenino ocupa el lugar que habitualmente acoge a —lo dice la revista, no lo digo yo— «esos cuantos señores que rigen los destinos nacionales». Ahora ellas tomarán el mando, nos dice, siempre en tono humorístico, el autor de la ocurrencia: Rafael Ortega Lissón. Como recuerda Doctor Peligro en el magazine Agente provocador, este periodista participó también en la creación de la canción «Comunista»
, que cantaba Carmelita Aubert.[26] En el vídeo de YouTube en el que Xavier Quiñones de León compartía esta canción —como tantas otras de la época, que de hecho muchos hemos descubierto gracias a él— comentaba asimismo que Ortega Lissón llegó a ser miembro de la Junta Revolucionaria que incautó el diario ABC durante la Guerra Civil.[27]
El corte de esta «noticia» es talmente el de los mundos al revés que ya conocemos. Una por una, las cupletistas del hipotético gobierno van desgranando su programa en unos discursos salpicados de pimienta. La presidenta dice que «muera el feminismo varonil y el varonilismo femenino», que ellas lo que quieren son «hombres... ¡HOMBRES!». Igualito que el Fary. Celia Gámez informa por su parte de que va a suprimir todos los desnudos de los museos porque «eso debe quedarse para los escenarios», y Conchita Piquer dice que va a formar un cuerpo de embajadoras guapísimas que «será la mejor propaganda para el país», porque ya se sabe que «con las feas no hay quien quiera sostener relaciones». Ni de las diplomáticas, se conoce. Además, han decidido entre todas suprimir el Ministerio del Ejército porque «les basta con sus armas naturales para rendir al enemigo más cruel y poderoso». Repiten, en definitiva, los mismos lugares comunes que ya conocemos. Pero el siglo XX ya no está tan recién estrenado y la idea de que las mujeres comiencen a ocupar a cuentagotas algunos puestos de poder ya no es un mero chiste picaresco, ya comienza a vislumbrarse como una realidad próxima.
Me acuerdo otra vez del «¡Vaya un congreso de diputadas!», de Timoteo, y casi puedo oír la risotada del público de 1898 ante la ocurrencia. Y de pronto estamos en 1931 (han pasado ya unos meses del «golpe de Estado» de Crónica) y eso ya no es del todo un disparate. Aunque las burlas continúen, aunque quede un mundo por hacer, aunque un doloroso desandar lo andado vaya a lacerar durante décadas nuestra historia, ahora ya es 1931 y en España hay tres diputadas. No es una revista, no es un cuplé; es la vida real y Victoria Kent, Margarita Nelken y Clara Campoamor entran en el Parlamento en 1931, cuando las mujeres aún no podían votar, pero sí ser elegidas. Es bien sabido que —en gran parte por temor a la influencia de la Iglesia en las mujeres de la época— sus opiniones diferían justamente en la conveniencia o no de conceder el voto femenino, que acabó siendo aprobado en gran medida gracias al empeño de Campoamor, que nos enseñó aquello de que «La libertad se aprende ejerciéndola».
Todas ellas, y las que vinieron después, inspiraron cantares más o menos humorísticos en una época en que la escena frívola —que vivía una verdadera «ola verde» en la que era más importante el lucimiento corporal de las artistas que los argumentos— estaba casi casi que monotemática con el auge del tan temido feminismo. No hay más que echar un vistazo a los títulos de algunas obras: Las gatas republicanas (1931), Mi costilla es un hueso (1932), Las comunistas (1934), Las de armas tomar (1935)... Mención aparte merece Las de Villadiego, de 1933, que cuenta la historia de un pueblo que se divide en dos a causa de una discusión por el voto femenino. Las mujeres se van por un lado y los hombres, por otro. De nuevo ración cañí de los motivos que ya trataba Aristófanes en Asamblea de mujeres y Lisístrata. Malentendidos erótico-festivos, chistes a costa del gobierno femenino y la enseñanza final de que en el fondo no pueden vivir las unas sin los otros y viceversa.
En 1931 se estrenó uno de los mayores éxitos de la revista musical: Las Leandras. Con música del maestro Francisco Alonso, libreto de José Muñoz Román y Emilio González del Castillo, y Celia Gámez como gran estrella. Lo de este «pasatiempo cómico-lírico» fue de traca, un éxito memorable. Uno de sus números musicales más célebres fue el «Chotis del Pichi»
. Probablemente ya lo estéis tarareando e incluso os hayan venido a la cabeza imágenes de la Gámez, Sara Montiel o Lina Morgan con pantalones, tirantes y gorra. También María José Cantudo o Paloma San Basilio, entre otras muchas, lo cantaron. Todas ellas se metieron en la piel de este «chulo que castiga» y presume de que no hay chicuela que no quiera ser su «amiga». Se jacta también de ser un flagelador y no duda en suministrar «dos morrás» cuando «alguna se le cuela y no suelta la tela». Es la tierna historia, en definitiva, de un chulo maltratador. Las mujeres del coro, sus «amigas», además de declararle que están todas trastornás por él, le solicitan ciertas atenciones pecuniarias. «Ponme un chalet, dame un renard, cómprame un roll», le piden. Una buena casa, una piel de zorro para lucir (que en francés puede que suene mejor, pero que personalmente me da el mismo yuyu) y un coche para pasearse. La respuesta del Pichi a estas demandas es clara:
Anda, y que te ondulen
con la permanén
y pa suavizarte
que te den cold-crém.
Se lo pues pedir
a Victoria Kent,
que lo que es a mí
no ha nacido quién.
En el diccionario que escribió en sus ratos libres sin más despacho que la mesa de su cocina, María Moliner no olvidó incluir una definición de cold-crém. Recoge la palabra como «colcrem» y nos cuenta que era una crema de tocador usada para proteger y suavizar la piel.[28] «Si te sofocas, tómalo con seltz», les dice también el Pichi a las mujeres. El agua de Seltz era un agua carbonatada que no sé hasta qué punto nos ayudaría a digerir mejor esta historia que cantaba en 1931 Celia Gámez —«Nuestra señora de los buenos muslos» para sus devotos, tan famosa entonces que con decir «la Celia» cualquiera sabía que se hablaba de ella— con ropa masculina, ademanes chulescos y mención a Victoria Kent incluida.
Cuando treinta años después Sara Montiel cantó este chotis en la película Pecado de amor (Luis César Amadori, 1961), esta mención desaparecía y en su lugar Sara decía: «se lo pues pedir a un pollito bien». Aun a la altura ya de 1961, mejor no nombrar a una política republicana en el exilio, por mucha coñita que contuviera la referencia. Sin embargo, en los años inmediatos a su estreno, el nombre de Victoria Kent era casi indisociable del famoso chotis, y hasta en la prensa satírica política eran frecuentes las referencias a él, como sucede en una viñeta de 1933 titulada «Avatares importantes de unos ilustres cesantes», que imaginaba qué harían los distintos políticos al dejar sus cargos. En ella se representaba un dibujo de la Kent en la peluquería junto a un texto que decía: «¿Se dedicará la Kent a hacerse la “permanent”?».[29] Tan solo tres años después, el destino de los políticos republicanos sería de todo menos un chiste.
Los mismos autores del libreto de Las Leandras, José Muñoz Román y Emilio González del Castillo, estrenaron unos días después Las mimosas en el Teatro Maravillas, esta vez con música del maestro Ernesto Rosillo. Uno de sus números musicales era el «Chotis de las diputadas»
. A media obra se desplegaba un telón que simulaba un periódico en el que se leía: «El voto femenino determina en las elecciones un enorme triunfo de la mujer». La noticia continuaba: «Hasta ahora van elegidas 300 diputadas. Se acentúa el triunfo del partido de las morenas, que ya auguramos que tenían un gran partido».[30] Vaya por Dios, la disputa andaba entre rubias y morenas... ¡Tanto buscar el centro político y resulta que basta con ser castaña! Cuando ese telón se levantaba, aparecía otro que representaba la fachada del Congreso, comenzaba a sonar la música y, ahora sí, las diputadas se arrancaban a cantar:
Yo vengo al Congreso
dispuesta a hacer pupa;
yo soy jabalina
y de las de aúpa.
No hay un diputado
que se me resista
y todos exclaman:
¡Vaya socia lista!
La canción continuaba con abundantes referencias a políticos del momento (Besteiro, Cordero, Pérez Madrigal...) que hacían que el público se tronchara. También se criticaban algunas cuestiones —el absentismo de los políticos, los sueldos demasiado generosos, lo bronco del debate— que no nos suenan tan lejanas. Pero el tono burlesco con que se retrataba a las mujeres políticas reinaba sobre todo lo demás. Cachondeo similar gastaría Amalia Molina cuando grabó en el año siguiente, en 1932, «La diputada», de Emilio Carrere y Manuel Font de Anta.
La Molina fue una de las grandes cupletistas de su generación, especialmente dotada para la canción andaluza y pionera en aquello de triunfar en Nueva York. Los Álvarez Quintero se inspiraron en su vida para la obra Mariquilla Terremoto, a la que en su versión cinematográfica daría vida Estrellita Castro. Amalia era en general bastante fuerte. Sirva como muestra de su carácter la que le lio a un periodista que se atrevió a preguntarle cómo lograba mantenerse tan joven por la época en que grabó este tema, cuando sus días de gloria ya quedaban algo atrás. Le espetó: «¿Es que tú no sabes que he hecho un pacto con el diablo?». Y no se quedó precisamente parca en detalles:
Hace tiempo, actuando en Nueva York, tuve una de las noches más brillantes de mi carrera artística. El público me había aplaudido a rabiá, y al retirarme a mi camerino, me contemplé en el espejo orgullosa de mi cara, de mi tipo y de mi arte y me puse a pensar unas cosas mu rarísimas. [...] Yo me desía: «¡Qué lástima que argún día se tenga que acabá to esto. Dejaré de ser joven, de ser guapa [...]». En aquel momento estalló en el camerino un fogonaso como si me estuvieran retratando ar marnesio. [...] El mismísimo diablo que va y me dise: «Yo te voy a da la reseta pa que tengas bellesa y juventú hasta los noventa años, a cambio de que me enseñes a cantá fandanguillos». [...] Le enseñé al diablo una colesión de fandanguillos y él me dio la reseta. «No llevarme disgustos, no tené envidia de nadie, haser to el bien que pueda, buena alimentasión, un poco de gimnasia y otro poco de colorete pa salí a la calle». Y esta es la reseta del diablo. ¿Qué te ha paresío?[31]
Con perdón de Goethe, este es el Fausto que merecemos. Pues con este mismo poderío y dominio del arte de la guasa interpretaba Amalia Molina «La diputada». La canción no podía empezar con más ímpetu. «¡Llegó la hora del feminismo!», exclamaba Molina en el primer verso para pasar al instante al registro cómico: «y como siempre fui avispada y en todas partes me llevo algo, me llevé el acta de diputada». En el Congreso se codeaba con otros políticos del momento; nombra, por ejemplo, a Luis de Tapia (un poeta satírico que llegó a ser diputado independiente), al terrateniente y político conservador Conde de Romanones, al socialista Fernando de los Ríos o, no podía faltar, a Victoria Kent:
Y hasta en la peluquería
me llaman «Su Señoría»
y como Victoria Kent
viajo de balde en el tren.
Casi todo el espectro político se recorría en este tema que abordaba con mucho salero y un tantito de mirada patriarcal la incorporación de las mujeres a la política institucional. Frases cargadas de ironía como «¡Viva el divorcio, vivan mis manos, que aún no han cosido, ni un calcetín!» eran una crítica al abandono del hogar y de sus labores que perpetraban las mujeres a las que les daba por dedicarse a la política. Sin embargo, a más de una —os lo digo yo— aquello le sonaría a planazo. Las mujeres empezaban —poco a poco, pianísimo— a llegar al poder, y lo que un día no se podía pensar más que como un delirio, una ocurrencia o un mundo al revés con todas las de la ley, empezaba a convertirse en realidad, pese a que las burlas no cesaran.
Aunque en muchas de las obras de las que venimos hablando fuera así, no siempre el ardid del mundo al revés sirve para acabar burlándose de quienes están abajo. Acordaos de que, en la segunda parte de Don Quijote, Sancho, un hombre de clase baja sin formación académica alguna, es nombrado gobernador de la imaginaria ínsula Barataria. En realidad es una treta de una pareja de duques que le conceden el gobierno de esa isla con el único fin de observarlo y reírse de él; pero el escudero demuestra ser un gobernante juicioso que mira por los pobres y hace gala de un sentido común que deja en muy mal lugar a los nobles. En los tiempos de Cervantes, que un labrador como Sancho Panza llegara a ostentar cierto poder era incluso menos probable que que lo hiciera una mujer (al fin y al cabo, alguna que otra reina ya habíamos tenido). En la pluma de Cervantes este amago de mundo al revés acaba siendo todo un alegato a favor de la valía de los de abajo.
Leyendo estos libretos, escuchando estas canciones, no puedo evitar preguntarme si, a pesar de estar pensadas por y para una mirada patriarcal, no llevarían también a otros lugares. Al fin y al cabo, para obrar un gran cambio hay que ser capaces primero de tan siquiera imaginarlo, aunque sea bajo la fórmula guasona del mundo al revés. ¿No servirían acaso estas humoradas, pese a su fondo inequívocamente misógino, para alentar alguna que otra imaginación? Para entornar tan siquiera las ventanas a ese otro mundo posible..., para abrir aunque fuera un respiradero si queréis. Cuando no se tienen otras vías, las gotas persistentes de la transgresión a menudo se cuelan hasta por las grietas del discurso más retrógrado y, si bien no calan, desde luego que mojan.