4

En otras circunstancias, Paloma Padierna habría vuelto a su habitación y retomado el sueño, pero la bronca la despeja casi por completo. Si fuera sincera consigo misma, se daría cuenta de que no es Miguel, sino sus dudas las que le impiden volver a conciliar el sueño. Está segura de que se trata de un TEP, pero es consciente de que hay un diez o quizás un quince por ciento de posibilidades de que se equivoque. La medicina es una ciencia compleja y aún le queda mucho por aprender. Es como viajar con una brújula vieja y desimantada de la que solo puedes fiarte a medias. Hasta que el resultado de las pruebas confirme su diagnóstico, no va a ser capaz de dormir, de modo que regresa a la sala de residentes, pero al ver allí solo a Miguel, se lo piensa mejor, y permanece en el mostrador haciendo que revisa unas pruebas. Tras el mal trago que le ha hecho pasar, el joven residente se ha dejado caer en uno de los sillones de la sala, y Paloma, un poco avergonzada, no quiere estropearle el tiempo de descanso.

Hay una caja de pastas sobre la mesa. «Cumpleaños de alguna enfermera», piensa. Miguel, que la sopesa en un par de ocasiones, ya que tienen buena pinta, finalmente no las toca: tiene el estómago revuelto. Cierra los ojos y trata de desconectar, pero la llegada de otros colegas le obliga a volver a la vida. Paloma puede escuchar retazos de la conversación desde el pasillo.

—¿Quieres uno, Miguel?

—Por mis venas no corre sangre, sino café. Si tomo uno más, reviento.

Uno de los recién llegados le palmea el hombro con cariñoso compañerismo.

—Dicen que PP acaba de clavarte los colmillos. ¡No me mires así! Las noticias corren como la pólvora en un hospital, por grande que sea. Además, tienes mal aspecto.

Miguel baja los pies de la mesa.

—¡Joder, tío: se me escapó un TEP! Lo confundí con una insuficiencia cardiaca: como si fuera un puto estudiante. Pero te aseguro que he aprendido la lección para siempre. Eso es lo que hacemos aquí, ¿no? Aprender.

—Eso es cierto, pero la tía machaca. Se le nota que viene de donde viene: manda como una marquesa. ¡Le va bien el nombre!

—¿Qué quieres decir con el nombre? ¿PP no son las iniciales de Paloma Padierna?

La carcajada, generalizada, llena la sala.

—Bueno, sí, también, pero mayormente se deben a que es más de derechas que la mano de un diestro. Su familia tiene un casoplón en Puerta de Hierro, o por ahí, que lo flipas. Y solo hay que ver cómo viste: mazo pija. Lo que me pregunto es por qué trabaja en un hospital público, en vez de en la privada. No es precisamente su entorno.

—No eres justo —interviene una residente. Se llama Yolanda y es R3—. A mí me da igual que sea de derechas o de izquierdas. Lo que sé es que la doctora Padierna se preocupa mucho por los pacientes, y por nosotros. Se enfada cuando la cagas y afectas a un paciente, pero yo puedo vivir con eso. Prefiero una discusión acalorada a un desprecio absoluto: lo que no soporto es que me dejen sola ante el peligro, sin que pueda consultar con alguien más experimentado.

—¿Se enfada? Parece lanzarse como un halcón sobre su presa. ¡Seguro que está amargada y quiere amargarnos a los demás! El dinero no lo compra todo.

—¿Está casada? —indaga Miguel.

—¿Por qué? ¿Te gusta? Te queda un poco vieja, ¿no crees? Andará por los treinta. Es mona, no lo niego. Rubita, ojos castaños: pija, ya digo. Pero es canija.

—Es bajita, sí —comenta Yolanda—. Si yo tuviera su altura, también iría siempre con tacón. ¿Cuánto medirá? No creo que pase de metro cincuenta. He oído que tiene un novio que es abogado del Estado o notario, algo de eso. Dicen que el doctor Faus, el de reumatología, también le tira los tejos...

Con la cabeza inclinada hacia la derecha, tratando de escuchar lo que puede, Paloma da un respingo. «¿Faus?, ¿me tira los tejos? ¡Qué tontería! ¡Me habría dado cuenta!».

—¡Hasta que le arme una bronca! —se carcajea Miguel.

Ninguno de los tres repara en Merche, que entra en la sala, se sirve un café, se sienta y come una pasta mientras consulta su móvil. Centrada en la pantalla, no da la impresión de estar escuchando la conversación. Pero es una falsa apariencia. Su mutismo no resiste demasiado.

—Esta es una familia pequeña, donde todos conocemos todo de todos —dice mientras juega con un vaso de plástico que hay sobre la mesa—. Aunque estéis de paso, vosotros pertenecéis a ella. Lo que viváis estos años impactará toda vuestra vida. De aquí saldréis siendo buenos médicos o mediocres matasanos. Y la diferencia la pone gente como PP. —Todos enmudecen. Yolanda mordisquea el capuchón de su bolígrafo de propaganda—. Si no la escucháis, lo lamentaréis. Y, es cierto, está soltera... Pero no creo que tengáis muchas opciones. Hay dos colegas que ya le han echado el ojo —concluye con una sonrisa pícara—. ¡Y uno es cirujano plástico!

—¡Cuenta, cuenta! —responden al unísono.