Crímenes en familia

Esta es la historia de una familia no demasiado ejemplar, todo hay que decirlo. Moraban en la cumbre del Olimpo, una montaña situada al norte de Grecia, y vivían bajo el poder omnímodo y patriarcal de Zeus y de su esposa Hera.

Antes de seguir vamos a presentar a Zeus, el protagonista de esta larga y apasionante historia. Era un tipo con un físico impresionante. Así aparece en una majestuosa estatua de bronce que fue encontrada al norte de la isla griega de Eubea, en las aguas del cabo Artemisio. La figura, que se puede contemplar en el Museo Arqueológico de Atenas, mide algo más de dos metros de altura y representa al dios puesto en pie, a punto de dar una zancada y en trance de lanzar uno de sus rayos. El rayo no se ha encontrado, circunstancia que ha dado pie a que algún arqueólogo haya concluido que en realidad se trata de Poseidón, un hermano de Zeus que, como era el dios del mar, estaría representado en el momento de lanzar su tridente. Para el caso daría lo mismo. La apostura de uno de los hermanos tendría su reflejo en el otro. Padre de los dioses y dios símbolo del poder y la fuerza en todas las épocas, su figura ha sido interpretada como una imagen de serena plenitud. Así lo pintó Jean-Auguste-Dominique Ingres en su obra Júpiter y Tetis, que retrata a una nereida suplicando al dios, aquí con su nombre romano. El cuadro está en el Museo Granet, en la ciudad francesa de Aix-en-Provence. 

Para Zeus, hacerse con el poder no fue cosa de coser y cantar, como podría deducirse de las alegres notas de la sinfonía Júpiter que le dedicó Mozart, la última, por cierto, del genio de Salzburgo. La guerra para llegar a ser amo y señor del Olimpo fue algo más que un juego de tronos. Todo aconteció en las edades primordiales anteriores a la existencia de los hombres, cuando la Tierra dejaba atrás el caos y emergía de los mares y estaba poblada por criaturas monstruosas que convivían con otros seres de talla y hechuras también fabulosas —titanes, gigantes, cíclopes, dioses, ninfas; criaturas míticas con las que nos vamos a encontrar en las próximas páginas—, dotadas todas ellas de poderes extraordinarios. Hubo una guerra civil especialmente cruenta que dividió a la familia olímpica en dos bandos enfrentados a sangre y fuego. 

Suele decirse que toda gran familia guarda un cadáver en el armario. O más de uno. La familia olímpica no fue una excepción. El abuelo de Zeus, Urano, pereció víctima de una conspiración en la que participaron su mujer y uno de sus hijos, que se llamaba Crono. La cosa no fue de hoy para mañana, sino el resultado de un plan urdido por Gea (la Madre Tierra). Urano era un tipo desconfiado. Un psiquiatra argentino no habría dudado en colgarle la etiqueta de paranoico, porque como dueño del Universo sospechaba de todos y de todo, y a medida que iba teniendo hijos —fue prolífico en grado sumo: tuvo una docena de varones y otra media de hembras—, les impedía ver la luz y los arrojaba y encadenaba en el Tártaro, la región más tenebrosa del Hades, que hoy conocemos como el Infierno.

Entre estos hijos, algunos eran monstruosos, como los hecatónquiros, gigantes que tenían cincuenta cabezas y cien manos. Atendían a los nombres de Giges, Coto y Briareo. Otros han pasado a la historia de la mitología con nombre tan sonoro como los cíclopes, lo cual nos da una idea acerca de su tamaño colosal. Se llamaban Brontes, Arges y Estéropes y tenían un solo ojo, como el famoso Polifemo con el que topó el astuto Ulises en las costas de Sicilia en el accidentado viaje de regreso a su añorada Ítaca.

En términos de potencia genésica Urano era un crac, una máquina. La pobre Gea aún trajo al mundo otras doce criaturas más, nada menos que los titanes, seres de fuerza descomunal, que fueron seis: Océano, Hiperión, Crío, Ceo, Jápeto y Crono. Este último debió de ser el niño bonito de Gea, porque fue a él a quien convenció para que llevara a cabo el horripilante crimen que estamos a punto de narrar, no sin antes presentar a las seis chicas de la prolífica familia de la pareja Urano y Gea. También tenían nombres muy sonoros, algunos incluso poéticos: Temis, Mnemósine, Rea, Tea, Febe y Tetis.

Al contemplar a sus hijos confinados en lo más profundo del Tártaro, en el ánimo de Gea fue creciendo un rencor incontenible hacia su marido y empezó a madurar un plan para acabar con él, pero no de cualquier manera. Fue una venganza muy pensada. Crono, el benjamín de la familia, fue el instrumento para llevar a cabo el parricidio más sádico que se pueda imaginar. La madre convenció a su hijo para que castrara al padre aprovechando el momento en el que Urano, desnudo, se aproximara al tálamo dispuesto a hacer, una vez más, el amor con su esposa. Para tal fin, Gea le había procurado a Crono un arma terrible: una hoz de pedernal, un instrumento afilado como los cuchillos de acero al carbono tan de moda entre los aficionados al sushi. «Cástralo y arroja su miembro al mar», le había ordenado la madre. Dicho y hecho. Crono llevó a cabo la misión y, tras emascular a su padre, arrojó sus genitales al mar. Urano huyó despavorido hasta desaparecer en las sombras. De las gotas de su sangre, al entrar en contacto con las aguas, nacieron unas criaturas prodigiosas llamadas a ocupar un lugar destacado en otros pasajes mitológicos. Como casi todos los miembros de la nomenclatura olímpica, tenían nombres de lo más eufónicos: las melias y las erinias, también conocidas como furias en la mitología romana, que eran tres: Megera, Tisífone y Alecto. Dado su origen, no es de extrañar que su misión fuera atormentar con remordimientos e insoportables jaquecas a los parricidas y demás asesinos a los que, en caso de arrepentimiento, consolaban bajo otra apariencia y nombre: las euménides. Puedo entender que uno se vuelva loco con tantos nombres, pero no deja de ser una curiosidad que se hayan conservado, logrando que su memoria haya vencido al olvido a través de los siglos. Mientras quede algún lugar del mundo donde se mantenga el estudio de las humanidades, o la sana curiosidad por conocer el universo de nuestros antepasados, todas estas criaturas seguirán siendo inmortales. 

Volviendo al deicidio, algún lector se preguntará qué pasó con los genitales de Urano. Pues la más extraña de las metamorfosis. Al entrar en contacto con las aguas a la altura de las costas de la minúscula isla de Citera, que está situada al sur del Peloponeso, el mar se cubrió de espuma (afrós, en griego) y allí brotó Afrodita, la más hermosa de las diosas del panteón heleno. La Venus de los romanos. Resulta turbador pensar que de un crimen tan truculento pudo surgir una criatura que ha pasado a ser nada menos que el símbolo del amor. Una diosa, por cierto, muy proclive también a las aventuras amorosas y a las infidelidades matrimoniales, como luego veremos. Con estos antecedentes no puede extrañar que nos haya legado la palabra «afrodisíaco» —sustancia que excita o aumenta el deseo sexual— y otra expresión, «enfermedades venéreas», que alude a las consecuencias del exceso de promiscuidad en materia de sexo y que es el resultado de una traslación metafórica de Venus, el nombre romano de Afrodita.

En los lances de cama los hombres y las mujeres de la Antigüedad no tuvieron que inventar nada, se limitaron a imitar a sus dioses. Es seguro que retozaron felices con transgresiones que después fueron prohibidas tras lo que hoy consideraríamos un cambio de régimen: la implantación del cristianismo y su rígida moral en materia de relaciones sexuales. 

Esta misma historia de la castración del padre a manos de uno de sus hijos se daba también de un modo si cabe más brutal en la mitología de los hititas, pueblo que llegó a formar un poderoso reino que se extendía por buena parte de la actual Turquía. A Anu, el dios supremo entre aquellas gentes, Kumarbi, llamado también Kumarbis, le arrancó de un mordisco los genitales, que después escupió y que, al entrar en contacto con la tierra, hicieron brotar a una maravillosa criatura tenida por los hititas como la diosa de la belleza. Extraño trámite este de la castración para dar paso al relevo generacional. La verdad es que en este mundo el pasado casi siempre es prólogo.

Estas cosas ya habían pasado mucho antes de que Sigmund Freud —a quien, por cierto, George Steiner consideraba más un creador literario que un científico— se forrara vendiendo ediciones de Tótem y tabú, el ensayo en el que el neurólogo vienés, creador de la teoría moderna del psicoanálisis, teoriza acerca del complejo de Edipo. Según él, Edipo, matador de su padre y amante de su madre, cumplió un deseo neurótico infantil. Como se sabe, la contrapartida femenina fue definida por el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung con el nombre de complejo de Electra. Uno y otro nombre remiten a la trágica historia de personajes míticos de la Edad de Bronce. Edipo era hijo de un rey de Tebas y Electra era hija de Agamenón, el rey de Micenas que encabezó la coalición militar que destruyó Troya y a quien, al volver a casa, Clitemnestra, su esposa, rebanó el pescuezo mientras celebraba confiadamente el alegre banquete del regreso. La mujer había aprovechado los diez largos años de ausencia que duró la guerra para ponerle los cuernos con Egisto, el cortesano que la ayudó a degollar al confiado Agamenón. Posteriormente Electra, su hija, le comió el coco a Orestes, uno de sus hermanos, para que se vengara y matara a su madre y a su amante. Aunque Orestes llevó a cabo el parricidio siguiendo las indicaciones que le había dado Apolo a través del oráculo de Delfos, las erinias, de las que ya hemos hablado, lo persiguieron con saña intentando empujarlo al suicidio, del que se libró gracias a la protección de Atenea.

Como se puede apreciar, la sangre corría con harta facilidad tanto en los marmóreos salones del Olimpo como en las decoradas estancias de los palacios en los que vivían los vips de la era micénica. El caso de Edipo, que era hijo de un rey tebano llamado Layo, fue, si cabe, todavía más trágico, porque debido a una cadena de equívocos, como decía, acabó matando a su padre, sin saber quién era y acostándose después con Yocasta, ignorando que era su madre. Al descubrir lo ocurrido, en un gesto de desesperación, se cegó perforándose los ojos con el prendedor de un vestido de Yocasta. Esta tragedia fue inmortalizada por Sófocles y Eurípides, dos de los grandes genios del teatro griego.

La muerte del padre a manos del hijo como parte de un ritual simbólico ya había conocido otros casos representados en ceremonias religiosas frecuentes en los relevos en el poder según las tradiciones de algunos pueblos de la Antigüedad. El poder político asociado con la potencia genésica. Para el filósofo y psicoanalista alemán Erich Fromm, el mito de Edipo reflejaría la antigua creencia que señala que el matriarcado habría precedido en el tiempo al régimen patriarcal autoritario. Es probable. El psicoanálisis, como el papel, lo aguanta todo. Así que Gea nunca habría podido pensar que, con el paso del tiempo, alguien habría concluido que la castración y posterior muerte de Urano a manos de su hijo Crono en lugar de ser la desesperada respuesta a una situación reiterada de malos tratos, fue en realidad un episodio, uno más, de la lucha por el poder. Un simple y socorrido juego de tronos.