A media mañana y el día de Todos los Santos

—Por el tamaño de sus manos apuesto a que será artista: músico o pintor; aunque por la fuerza de su llanto parece que tiene también condiciones para ser cantante de ópera —dijo la comadrona y le acercó a la madre el bebé recién nacido, ya bañado y envuelto en un rebozo blanco. Rosa tomó al niño y lo acurrucó. Era un robusto varón de casi cuatro kilos.

—Es un buen augurio que haya nacido hoy, el día de Todos los Santos —comentó Rosa, una ferviente católica.

—Sin duda, y antes del mediodía.

—¿Qué tiene que ver la hora?

—Llevo casi treinta años recibiendo niños en este mundo. Como decía mi abuela, que era muy sabia, los niños que nacen por las mañanas tendrán más suerte en la vida.

—Nunca había oído algo así.

—Ya lo comprobará usted, señora. ¿Qué nombre le pondrá?

—Carlos María.

El niño abrió los ojos al oír la voz de Rosa. Ella le acercó el pecho izquierdo a la boca y él se prendió. Madre e hijo quedaron unidos en un silencioso diálogo de miradas.

Carlos María era el tercer hijo del matrimonio compuesto por Miguel Páez Formoso y Rosa Vilaró Braga. Sus hermanos mayores, Miguel y Jorge, tenían respectivamente cinco años y un año y medio aquel 1.o de noviembre de 1923. Los Páez Vilaró eran una típica familia de clase media-alta de la sociedad uruguaya de las primeras décadas del siglo XX. Don Miguel era abogado y además profesor de Filosofía, Historia y Economía en la Universidad y en el liceo Miranda de la capital. Pero sus actividades laborales no se limitaban a la docencia y al ejercicio de la abogacía: también llegó a realizar proyectos para los constructores Bello y Reboratti, que durante varias décadas edificaron muchas de las casas de Pocitos y le dieron su característico perfil al residencial barrio montevideano.

Páez Formoso trabajaba también en política. Militaba en el Partido Nacional, junto al caudillo Luis Alberto de Herrera. Tiempo después se escindiría de los blancos para fundar su propia agrupación política, el Partido Agrario, cuyos postulados apuntaban a defender a los pequeños productores y trabajadores del campo. Su dedicación a la política lo llevó a recorrer el país entero haciendo conocer su propuesta y buscando adhesiones.

El resultado no se hizo esperar: la familia perdió casi todos sus bienes, el matrimonio se separó y don Miguel terminó sus días en una silla de ruedas a consecuencia de un reuma adquirido en sus recorridas por los lugares más remotos e inhóspitos del interior profundo del país. Entre sus mayores logros estaban el haber fundado la biblioteca de la ciudad de San José y el haber enseñado a pensar a cientos de jóvenes que lo tuvieron como profesor. No era, por cierto, poca cosa.

Por su parte, doña Rosa había recibido la educación e instrucción que se les daba a las mujeres de su clase social en aquellos años. Aprendió a tocar el piano, a hablar francés y a bordar. Era una especialista en hacer petit point, que luego trasladaba a la tapicería. Dedicaba, además, buena parte de su tiempo a las obras de caridad.

Cuando Carlos nació, la familia vivía en una amplia casona en la rambla de Pocitos, por entonces un balneario muy concurrido en verano por la clase alta uruguaya y porteña. Tiempo después se mudaron a la calle Santiago Vázquez, en el mismo barrio pero a varias cuadras de la costa. No fue el único cambio de residencia de los Páez Vilaró: en poco más de una década se trasladarían al barrio Cordón, para luego afincarse en Nuevo Malvín y más tarde volver a Pocitos. Esas mudanzas se fueron produciendo a medida que el jefe de familia iba involucrándose cada vez más en la política y solventando de su propio bolsillo los gastos que esta generaba.

Pero, más allá de esas vicisitudes, Carlos tuvo una infancia igual a la de la mayoría de los niños de los barrios en que vivió. Jugaba al fútbol con una pelota de trapo en las calles huérfanas de automóviles de aquel Montevideo aldeano. Iba solo a la escuela Artigas, en el Cordón, y a su regreso pasaba horas armando verdaderas obras de ingeniería con un mecano cuidadosamente guardado en un arcón de madera.

También se deleitaba leyendo las revistas que semanalmente llegaban a su casa: Billiken y El Purrete. Esta última está muy vinculada a lo que luego sería su vocación y su manera de ganarse la vida. Tenía siete años cuando ganó un premio en un concurso de dibujos a tinta china que convocó la publicación argentina, y ese logro lo llevó a perseverar en el dibujo.

Las primeras obras de Carlos Páez Vilaró fueron hechas en la estancia El Ombú, de Alfredo Puig Spangemberg. El establecimiento queda en el departamento de Flores, a 32 kilómetros de la ciudad de Trinidad. Allí Puig, pariente de los padres de Carlos, recibía a todos sus hermanos (eran nueve) con sus respectivas familias, a sus amigos y a sus primos con los hijos. Los multitudinarios encuentros se daban fundamentalmente en verano y en Semana Santa. En el viejo casco de la estancia, que data del siglo XIX y aún se mantiene en pie, Carlos aprovechaba la hora de la siesta y, mientras los otros niños y los adultos dormían, se dedicaba a dibujar escenas camperas. Yerras, domas y cabalgatas fueron registradas por aquel niño cuya vocación comenzaba a definirse. Contaba con la complicidad del dueño de casa, que fue guardando los dibujos en una carpeta.

Durante muchos años Páez estuvo tentado de regresar a El Ombú y buscar esa carpeta en los antiguos muebles de la casona. Pero es sabido que se vive menos si se vuelve sobre los pasos dados, y en este caso pudo más la leyenda o la superstición que la curiosidad.

En esa misma época, Carlos viajó por primera vez a Punta del Este. Lo hizo invitado por unos diplomáticos amigos de sus padres que lo llevaron a pasar una temporada en el Hotel España. La madre le dio mil recomendaciones antes de partir y le diseñó un salvavidas de corcho que debía colocarse antes de tocar el agua con los pies.

El traslado en automóvil fue largo y tortuoso. No existía entonces una carretera directa y llevaba más de cuatro horas llegar a la península. Con el salvavidas casero puesto conoció y disfrutó del mar de la Mansa, la vieja Mansa, la que hoy ya no existe porque fue sepultada por el puerto y la rambla que circunvala la punta. Entonces ni él ni nadie podía imaginar que un par de décadas más tarde comenzaría a pintar su propia historia y su leyenda en Punta del Este.

Pese a los esfuerzos de su padre, Páez no terminó el liceo. Siempre encontraba una excusa para faltar. Como para ir a clase debía tomar un ómnibus que recorría la rambla de Malvín hasta el Centro, la mayoría de las veces se bajaba en el camino, en el puerto del Buceo. Allí fue conociendo a los pescadores, a quienes ayudaba en su faena, y en poco tiempo también se hizo amigo de los marineros de los yates. Ellos le enseñaron los secretos de la navegación, conocimientos que años después le fueron fundamentales en sus aventuras por el mundo. Pero, además, en esas innumerables rabonas comenzó a soñar con cruzar el Río de la Plata y probar suerte en Buenos Aires.

La situación económica en su casa se había complicado. La madre intentó disimularlo al comienzo, pero luego le resultó imposible. Pasaba el día tejiendo y bordando almohadones que luego vendía entre sus amistades. El padre, cada vez más enfermo, subsistía en otra casa gracias al salario que el presidente de Venezuela, Eleazar López Contreras, le había asignado al nombrarlo cónsul en Montevideo. Si bien el cargo era honorario, al enterarse de la situación en que se encontraba Páez Formoso, el jefe de Estado venezolano dispuso que se le entregara mensualmente una suma de dinero con la cual al menos podría costearse los gastos médicos. Fue un gesto de agradecimiento para el docente que no ocultaba su admiración por Simón Bolívar y que tanto había hecho para difundir su pensamiento.

Carlos, con 18 años, decidió hacer realidad uno de sus sueños y aliviarle a su madre el peso de mantenerlo. En una noche fría del invierno de 1942, se embarcó en el Vapor de la Carrera. Viajó en tercera clase. Sentado en el suelo y apoyando la cabeza sobre su valija, dormitó durante la última parte de la travesía.

Cuando amaneció, el barco llegaba a Buenos Aires y los remolcadores de la Boca estaban en plena actividad. Aquello parecía un cuadro de Benito Quinquela Martín.