Capítulo 2 

El origen del envejecimiento

Cuando Darwin visitó las islas Galápagos en 1835, su cometido era mucho mayor que coleccionar tortugas. Durante su estancia en el archipiélago, tomó meticulosas notas de su flora y su fauna, como hizo en muchas otras paradas durante los casi cinco años que pasó viajando en el HMS Beagle. Estas observaciones son parte del enorme corpus de trabajo que sustenta uno de los mayores descubrimientos en la historia del pensamiento científico: la teoría de la evolución por selección natural.

Darwin publicó esta idea pionera en El origen de las especies dos decenios después de su estancia en las Galápagos. Tuvo la gran idea —que su contemporáneo Alfred Russel Wallace concibió también por su cuenta— de que los animales, las plantas y todas las formas de vida se optimizan para su entorno mediante la «descendencia con modificación». Los retoños diferirán de sus padres bastante al azar. La mayor parte de esas diferencias serán negativas o neutras, pero cuando les concedan diferencias ventajosas tendrán mayor éxito en sobrevivir, reproducirse y transmitir esas cualidades a sus descendientes (más numerosos). La prole tendrá diferencias respecto a los padres, algunas pequeñas y aleatorias, otras algo mejores y otras algo peores, y así sucesivamente. Paulatinamente, en las siguientes generaciones, los mejor adaptados se impondrán a sus semejantes, un fenómeno que se ha dado en llamar «la supervivencia del más apto».

Un ejemplo conocido de esta adaptación son los pinzones de Darwin, un conjunto de especies de estas aves que viven en las Galápagos. Sus picos tienen formas muy distintas. Pero Darwin observó que, aun así, todos llevaban «el sello inconfundible del continente americano», la gran masa de tierra más próxima a las islas. Las especies con características comunes que viven en lugares distintos pueden descender de un ancestro común, aunque hayan desarrollado adaptaciones novedosas a su nuevo entorno. Un trabajo meticuloso con los pinzones un siglo después de la visita de Darwin acabó reconstruyendo la razón de su gran diferenciación, que no era otra que la comida. Cada isla ofrecía a las aves fuentes de alimento algo distintas. Un pico grande da a su dueño la fuerza necesaria para triturar las semillas, mientras que uno puntiagudo es mejor para atrapar los insectos que se esconden entre las hojas. Partiendo de un ancestro común con un solo tamaño de pico y alguna variación entre individuos, los pinzones con picos un poco más grandes o más pequeños podían aprovechar mejor la comida local y transmitir sus genes. A través de sucesivas generaciones, prosperaron los pinzones con un pico más parecido a la forma y el tamaño óptimos para comer el alimento propio de su isla, lo que en última instancia condujo a la increíble variedad actual.

Más de un siglo después del libro pionero de Darwin, el biólogo evolucionista Theodosius Dobzhansky publicó un ensayo titulado Nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución, que resume la universalidad de la teoría de Darwin. Si un científico descubre algún hecho sobre la biología pero no encaja con la evolución, habrá que repensarlo. La alternativa sería reelaborar el pensamiento científico moderno, descartando la ley más fundamental de la biología. Hay tantas líneas de evidencia, teóricas y prácticas, y tanta biología moderna que cobra sentido a la luz de la evolución, que se necesitarían pruebas realmente extraordinarias para revocarla.

Como hemos visto, el envejecimiento es un fenómeno que acecha a los humanos desde los albores de su existencia. También lo apreciamos en nuestras mascotas: hay perros con artritis que ya no van a buscar el palo o gatos medio sordos con los ojos nublados por las cataratas. Los animales de compañía sucumben al envejecimiento mucho más rápido que nosotros. También los animales de granja y, a medida que el estudio de diferentes criaturas, plantas y, finalmente, microorganismos se extendió a todos los reinos de la vida, se vio que el envejecimiento está en todas partes, o en casi todas. Parece un proceso de degeneración casi universal en los mamíferos, los insectos, las plantas y hasta organismos unicelulares como la levadura. Y no debería sorprendernos porque, fuera del ámbito de la biología, las máquinas se desgastan y se rompen con el tiempo, y los edificios se derrumban y se caen. ¿Por qué los seres vivos iban a ser diferentes?

La pregunta es cómo podemos conciliar el envejecimiento con la evolución, Si la evolución consiste en la supervivencia del más apto, ¿cómo un proceso de degeneración progresiva optimiza nuestra capacidad de adaptación? La otra gran pregunta es por qué el envejecimiento es tan diverso. El insecto adulto de vida más corta es un tipo de efímera cuyas hembras nacen, se aparean, ponen huevos y mueren en menos de cinco minutos. El vertebrado más longevo (es decir, un animal con columna vertebral, como nosotros) es el tiburón de Groenlandia, y se estima que la hembra más vieja conocida tiene 400 años. ¿Por qué un ratón vive solo unos meses, un chimpancé durante decenios y algunas ballenas cientos de años? Si el envejecimiento es un proceso de desgaste, ¿por qué envejecen los animales en escalas de tiempo tan diferentes?

La evolución del envejecimiento parece una paradoja. Pero por suerte podemos encontrarle sentido a la luz de la evolución, y no a pesar de ella. Comprender esto no es solo un ejercicio de teoría evolutiva —aunque sea un aspecto conceptualmente fascinante—, o reconciliar dos grandes leyes biológicas en apariencia contradictorias —aunque obviamente eso es importante—, sino que nos da una idea de lo que es el envejecimiento, lo que no es y, por tanto, cómo podemos tratarlo.

Primero hay que definir qué entendemos por envejecimiento. Empezaremos por una definición estadística en lugar de por una biológica: el envejecimiento es un riesgo creciente de muerte con el tiempo. Se puede decir que un animal, una planta u otra forma de vida cuyo riesgo de muerte aumenta a medida que pasa el tiempo envejece. Una criatura cuyo riesgo de muerte se mantiene constante, como la tortuga de las Galápagos, no. Ya hemos visto que el riesgo de muerte en los humanos se duplica cada ocho años. Esto define nuestra tasa de envejecimiento desde una perspectiva estadística. Podemos emplear esta definición para entender el envejecimiento en un plano evolutivo, y todo, desde las arrugas hasta el riesgo de enfermedad cardíaca, se derivará de ello.

A veces las personas se explican el envejecimiento invocando a la física y no a la biología. «Es la segunda ley de la termodinámica, que dice que la entropía tiende a aumentar», dice el argumento. En otras palabras, el tiempo es sinónimo de desorden y desmoronamiento para cualquier entidad. Todas las cosas buenas deben llegar a un final caótico y de alta entropía, ya sean máquinas de vapor, universos o animales. Pero este argumento omite una frase esencial y ahí está el error. La segunda ley solo es aplicable a los sistemas cerrados. Si estás aislado de tu entorno —es decir, eres un sistema cerrado— no hay nada que puedas hacer para impedir la inevitable decadencia, excepto retrasarla. Pero, si no estás aislado, puedes obtener energía de tu entorno y usarla para hacerte una puesta a punto anual. Esto puede parecer críptico, pero en realidad es bastante sencillo. Como los animales son capaces de obtener energía al comer y las plantas de convertir la luz solar en nutrientes, pueden emplear esa energía en todo tipo de procesos biológicos y bioquímicos que reciclan, eliminan o reemplazan las partes esenciales que se estén deteriorando. Por tanto, la vida no tiene ninguna obligación termodinámica de envejecer.

Por suerte, los animales no están limitados por una termodinámica mal entendida y han sido capaces de desplegar unas habilidades increíbles para repararse. Algunos, como las salamandras, pueden desarrollar nuevas extremidades cuando pierden una. Así de fácil. Es una especie de truco, pero a escala microscópica hay fenómenos igualmente impresionantes, aunque sean menos impactantes. Y ocurren todo el tiempo, en todos nosotros. A medida que las células, los componentes celulares o las moléculas de las que están hechos, se dañan o se descomponen, el cuerpo limpia los residuos y produce recambios inmaculados. Una infinidad de máquinas moleculares mantienen esas estructuras complejas constantemente, eliminan la basura de las células y se ocupan de que siempre tengamos todas nuestras partes, por pequeñas que sean. En los humanos estos procesos funcionan bien durante decenios. Con un suministro de energía, no hay razón por la que estos procesos pierdan eficacia con el tiempo. ¿Por qué la evolución no sigue aumentando la eficacia de la autorreparación hasta que se vuelve perfecta indefinidamente?

Probablemente la primera teoría evolutiva del envejecimiento se le ocurrió a Alfred Russel Wallace. En unas notas escritas entre 1865 y 1870 dice que los animales más viejos «como consumidores de alimento... son perjudiciales para sus sucesores». En un ambiente con alimentos limitados, demasiados animales viejos consumiendo recursos son un obstáculo para la supervivencia de sus descendientes. «Por tanto, la selección natural los elimina», concluyó Wallace. Los animales con fecha de caducidad biológica eran más aptos para sobrevivir porque cedían a sus hijos el espacio para medrar y tener su descendencia. A un biólogo llamado August Weismann se le ocurrió una teoría similar y propuso que la esperanza de vida estaba limitada por «las necesidades de la especie».

Esta teoría —y cualquier otra que invoque el bien de la especie sobre el del individuo— tiene un error fatal. Es un argumento basado en lo que ahora llamamos «selección de grupo», en la que un animal actúa en el interés de la colectividad —por lo general toda la especie— en lugar de obedecer a sus motivaciones egoístas. Esto es problemático porque la selección de grupo requiere una tregua incómoda. Mientras todos los animales prefieran envejecer por el bien de la especie, todos ganan, pero en cuanto uno solo nazca con genes para una vida un poco más larga, ese delicado equilibrio se pierde. El animal «egoísta» superaría a los altruistas. Mientras todos mueren, dejando los recursos disponibles para los otros, este consumiría recursos, que le permitirían vivir un poco más, quizás suficiente para tener un descendiente más antes de morir. Este descendiente adicional haría que el gen de una vida más larga fuera un poco más frecuente en la población y, al final, el número de animales con este gen acabaría superando al resto. Si esto se repite de generación en generación con variaciones cada vez más egoístas —que viven más tiempo y superan a otros en un número cada vez mayor con el tiempo—, el envejecimiento ya no es una ventaja evolutiva. De hecho, la selección no lo favorece, incluso si unas vidas individuales más largas perjudican a la población en su conjunto.

En el ámbito de la biología evolutiva moderna, la selección de grupo ha caído en desgracia porque esta situación se repite independientemente del rasgo que se elija. Los genes egoístas (casi) siempre darán lugar a criaturas egoístas que se aprovechan de sus semejantes genéticamente altruistas y acaban superándolos en número.

Ya no invocamos ningún noble cálculo utilitario para el bien de la especie, y creemos que el envejecimiento apareció sin intención alguna de la evolución, más bien por descuido de la selección natural. Este descuido evolutivo supone un inevitable resultado del riesgo de muerte a manos de factores como las infecciones, los depredadores o una simple caída por un acantilado, ajenos al animal. Todos ellos son ejemplos de mortalidad extrínseca, en oposición a la mortalidad intrínseca, ocasionada por factores como el cáncer, cuando el cuerpo del animal funciona incorrectamente. Los biólogos evolucionistas de mediados del siglo XX comprendieron la importancia de la mortalidad extrínseca y sentaron las bases de nuestro conocimiento actual de la evolución del envejecimiento.

Digamos que en una isla peligrosa viven algunos animales. Hay una tasa de mortalidad extrínseca de 10% cada año debido sobre todo a los depredadores y a las enfermedades endémicas. Es decir, que cada año muere el 10% de los animales, que tienen un 90% de posibilidades cumplir su primer año, un 81% de cumplir el segundo... y así hasta llegar a solo un 35% de ellos que cumplirán 10 años y menos del 1% que llegará a los 50 años. Encontrar animales más viejos en la isla es menos probable en esta situación, porque aún no hay un envejecimiento. Recordemos que hemos dicho que envejecimiento es un riesgo de muerte que aumenta con el tiempo, y el riesgo de muerte aquí es un 10% constante. La mortalidad intrínseca de nuestros animales es cero, por mucho que haga que hayan nacido.

Aunque a menudo nos referimos a la evolución como «la supervivencia del más apto», hay algo que a la evolución le importa mucho más que la supervivencia: la reproducción. Lo único que la evolución desea de los organimos es que tengan bebés. Las mutaciones que aumentan la probabilidad de tener descendencia significan que cierto animal tendrá, en promedio, más bebés que, además, llevarán la mutación que también les hace más fértiles. A lo largo de generaciones venideras se reproducirán más que los animales sin la mutación y gradualmente llegarán a dominar en la población.

Volvamos a la isla peligrosa para ver cómo es la reproducción allí. Incluso si los animales pueden tener descendencia durante toda la vida, la tendrán sobre todo de más jóvenes, simplemente porque la mayoría morirán antes de llegar a viejos. Como la mayor parte de la reproducción ocurre en la juventud, los cambios que afecten a las posibilidades reproductivas de un animal más viejo no tendrán un gran impacto. Un animal con alguna modificación que duplique su capacidad de reproducirse a los 50 años no tendría ninguna ventaja evolutiva porque probablemente no viviría suficiente para usar su capacidad reproductiva. En cambio, un animal de 3 años que obtuviera una ventaja probablemente seguiría vivo a los 3 años y con muchas ganas de reproducirse, ya que este rasgo significaría muchos más retoños, lo que le conferiría una ventaja evolutiva considerable.

La mayor capacidad de reproducirse podría mostrarse de muchas formas, desde la capacidad de tener camadas más numerosas o frecuentes hasta un pico más prolongado que permita recoger más comida y criar más polluelos, o simplemente más capacidad para sobrevivir el tiempo suficiente para tener más hijos. Da igual la forma. El poder de la evolución para modificar y optimizar a los animales jóvenes es significativo, porque es probable que estén vivos y que puedan transmitir sus genes a la siguiente generación. En cambio, la evolución tiene un problema para mejorar a la mayoría de los animales más viejos porque es muy poco probable que transmitan sus genes, sencillamente porque no vivirán suficiente. Esta es la razón fundamental del envejecimiento: la incapacidad de la evolución para conseguir que los animales viejos sean los más aptos, porque es menos probable que tengan hijos. Debemos recordar que todo esto es posible sin necesidad de invocar el envejecimiento. Hay menos animales viejos sencillamente debido a la mortalidad extrínseca. Por tanto, aunque suene algo ilógico, el factor clave de la evolución del envejecimiento es el riesgo de que un animal muera por algo diferente a la edad.

La siguiente cuestión es cómo se manifiesta este descuido evolutivo en la práctica. El primer mecanismo se conoce como teoría de la acumulación de mutaciones. Las mutaciones son cambios en el código genético, alteraciones en el ADN, responsable del manual de instrucciones para crear y mantener un animal. Todos somos mutantes. Tu ADN es una mezcla al 50% del ADN de tu madre y de tu padre, pero todos tenemos de cincuenta a cien variaciones que no están en el ADN de ninguno de los dos. Casi todas ellas carecen de efectos porque van a parar a partes del ADN que no afectan a nuestras posibilidades de supervivencia. Unas cuantas serán positivas o negativas. Las primeras mejorarán las posibilidades de supervivencia o reproducción y podrán transmitirse con más frecuencia en la próxima generación. Las mutaciones negativas hacen lo contrario y la evolución debe eliminarlas con el tiempo.

Volviendo al envejecimiento y a la teoría de la acumulación de mutaciones, imaginemos que aparece una mutación que hace que los animales mueran a los 50 años. Es evidente que sería una desventaja, pero muy leve. Más del 99% de los animales portadores de esta mutación nunca sufrirán sus efectos porque morirán antes de que pueda actuar. Es decir, que es bastante probable que se mantenga en la población, no porque sea buena, sino porque la «fuerza de la selección natural» a edades tan avanzadas no es bastante fuerte para deshacerse de ella. Por el contrario, si una mutación matara a los animales a los 2 años, justo cuando muchos esperarían estar vivos y reproducirse, la evolución se desharía de ella muy rápido. El número de animales con la mutación pronto sería menor que el número de afortunados sin ella, porque la fuerza de la selección natural es mayor durante los años reproductivos.

Por tanto, las mutaciones problemáticas pueden acumularse, siempre y cuando solo afecten a los animales después de la edad reproductiva. Según esta teoría, envejecer no hace a los animales más aptos para sobrevivir, sino que simplemente la evolución no puede hacer nada al respecto. La enfermedad de Huntington lo ejemplifica a la perfección, y en realidad fue la inspiración que empujó al erudito de la biología matemática John Burdon Sanderson Haldane a pensar en la idea de una «fuerza» de selección natural que decae con la edad.

La enfermedad de Huntington es una afección cerebral causada por el error en un gen. Los síntomas suelen aparecer entre los 30 y los 50 años y es mortal más o menos de quince a veinte años después de diagnosticarse. Como vimos, la esperanza de vida humana en la prehistoria rondaba los 30 o 35 años, por lo que, al menos desde una perspectiva evolutiva, tener Huntington a los 40 años y morir a los 55 no importa mucho. Porque es probable que un humano «primitivo» ya haya tenido varios hijos y le queden pocos años de vida reproductiva. Incluso en la época actual, es muy posible que una víctima de Huntington tenga hijos antes de sucumbir a la enfermedad. Por tanto, a pesar de su letalidad, la mutación de Huntington persiste en la población humana, aunque sea poco frecuente.

Esta enfermedad es el claro ejemplo de una mutación acumulada accidentalmente, en la que un solo gen causa efectos claramente perjudiciales después de la etapa reproductiva. Pero, aunque los efectos mortales de un solo gen nos aporten ejemplos claros, el problema más importante del envejecimiento normal es el efecto acumulativo de muchos genes distintos que funcionan por su cuenta o juntos para ir erosionando nuestras posibilidades a medida que dejamos atrás los años fértiles. Las mutaciones mortales circulan por nuestro acervo genético, con la indiferencia de la evolución ya conocida, siempre que nos maten suficientemente despacio como para que podamos reproducirnos antes. En conjunto, estos genes imperfectos ignorados por la evolución explican algunos de los procesos que nos hacen envejecer.

Pero envejecer no es solamente accidental. Además de que a la evolución le importa muy poco tu bienestar después de la etapa fértil, tampoco tendrá ningún problema en hacer algo aún más cruel: cambiará tu salud futura por una reproducción más eficaz. Es decir, cambia literalmente cualquier cosa por un mayor éxito reproductivo.1 Estará encantada de alterar la velocidad a la que puedes correr, tu altura, tu color de piel o cualquier otro aspecto si con ello aumenta tu capacidad de tener más retoños. Si ser más rápido, más lento, más alto, más bajo, más oscuro, más ligero, con una vida más larga o más corta mejora el éxito reproductivo en general, la evolución irá a por ello.

Entonces, ¿cómo hace la evolución este acuerdo con la muerte y favorece el declive de los animales a cambio del éxito reproductivo? La respuesta es que los genes suelen tener distintas personalidades. La genética moderna nos dice que no viven en un perfecto aislamiento ni codifican una sola característica. Sus funciones son múltiples, en diferentes momentos y en distintas partes del cuerpo, e interactúan entre sí formando redes complejas. También hay que ser escépticos al oír hablar de un gen para una característica compleja. Incluso rasgos tan simples como el color de los ojos dependen de muchos genes que además tienen funciones múltiples, como la coloración del cabello y la piel, aunque pueden pluriemplearse en otros procesos de modos que aún se desconocen. La multifuncionalidad de los genes individuales se denomina pleiotropía en biología.

Por tanto, la segunda idea en la evolución del envejecimiento se conoce como pleiotropía antagónica, es decir, que hay genes con múltiples efectos que les permiten «conspirar» para facilitar la reproducción en los primeros años de vida, pero que empiezan a causar problemas a medida que el animal envejece. Imaginemos una mutación en los animales de la isla de antes que aumente el riesgo de morir después de los 30 años, pero que les permita alcanzar la madurez reproductiva un año antes. El número de portadores de esta mutación se expandirá en comparación con los que no la tienen. La desventaja del pequeño porcentaje de animales que quedan vivos después de los 30 años queda eclipsada por la enorme ventaja reproductiva que acumularán los animales jóvenes, que ahora cuentan con un año extra para reproducirse en una etapa en la que la mayoría siguen vivos.

Así, no solo pueden acumularse por accidente las mutaciones con efectos negativos al final de la vida —como en la teoría de la acumulación de mutaciones—, sino que, si tienen un efecto positivo en la reproducción en general, serán seleccionadas. ¿A cuánto tiempo de una vida de 80 años renunciarías a cambio de tener una mejor fisiología de joven? La evolución puede responder esta pregunta ignorando cualquier reflexión poética sobre la locura de la juventud y la sabiduría de la edad y optimizándola a través de las generaciones para maximizar el éxito reproductivo.

El comportamiento de estos genes pleiotrópicos antagónicos es algo abstracto. ¿Por qué alcanzar más rápido la madurez reproductiva da como resultado una muerte más temprana? Vamos a concretar un poco más y veremos nuestra tercera y última teoría evolutiva del envejecimiento, la teoría del soma desechable. Procede de un principio aplicable independientemente de qué rasgo estés tratando de explicar desde el punto de vista de la evolución. En la naturaleza, como en la vida, casi nada es gratis. Recuerda cómo invalidamos el argumento termodinámico aplicado al envejecimiento: los animales y las plantas pueden obtener energía de su entorno y usarla para las reparaciones y el mantenimiento de su organismo. La física dice que no tenemos por qué envejecer, siempre y cuando estemos dispuestos a gastar parte de nuestra energía —conseguida con esfuerzo durante largas horas de caza y recolección— para evitar los estragos del tiempo y la entropía.

Tanto en la biología como en la mitología, la inmortalidad tiene un precio. En biología es la necesidad de mantener tu cuerpo durante un período indefinido. Eso te cuesta una energía que podrías usar para desarrollar los músculos y escapar de los depredadores, desarrollar un sistema inmunitario para defenderte de las enfermedades o llegar más rápido a la maduración reproductiva y crear descendencia antes de que algo te mate.

La teoría del soma desechable toma esta idea de repartir una energía limitada entre distintas tareas y la aplica a la reproducción y al envejecimiento. Soma es como los biólogos denominan a las células del cuerpo, a diferencia de las células reproductoras como los óvulos y los espermatozoides. Puede ser un poco deprimente verse a uno mismo así, pero desde el punto de vista de la evolución no somos más que contenedores de bebés o de espermatozoides. Este ha sido el mantra de este capítulo hasta ahora: éxito evolutivo y éxito reproductivo son sinónimos. Tus hijos son importantes, pero tu cuerpo —o soma— no.

Eso significa que cuidar de esas células reproductoras es de suma importancia y todas las criaturas emplearán energía para mantenerlas en óptimas condiciones. Lo que no está tan claro es cuánta energía gastar en mantener las células somáticas. Como en las teorías anteriores, lo único que le importa de verdad a la evolución es que vivas suficiente para transmitir tus genes.

Así pues, como eres una criatura con una cantidad limitada de energía que gastar, ¿prefiere la evolución que la emplees en mantener un físico irreprochable a tu edad avanzada o en prepararte cuanto antes para la reproducción? La evolución hará sus cálculos en función del grado de mortalidad extrínseca. Si esta es razonablemente alta, a menudo favorecerá la segunda opción, asegurándose de que hayas tenido hijos que te sobrevivan y dejando que tu cuerpo prescindible se vaya deteriorando con la edad, si es que vives bastante para que eso suceda. Entonces la pleiotropía antagónica podría actuar a través de mutaciones que descuidarían el mantenimiento somático y que te permitirían crecer más rápido en la juventud, pero que te atormentarían cuando tu cuerpo imperfecto, formado a toda prisa, llegase a la vejez.

La mejor manera de ver aplicadas estas teorías es observar la increíble variedad de estrategias reproductivas y de esperanza de vida de distintos animales. Dada la íntima relación entre la evolución del envejecimiento y la mortalidad extrínseca, podríamos esperar que los animales que viven en entornos más peligrosos se reproduzcan enseguida y envejezcan más rápidamente una vez cumplida esa misión. Esto se puede sustentar considerando dos extremos opuestos en la longevidad de los mamíferos: los ratones y las ballenas.

Los ratones viven en entornos muy peligrosos y necesitan emplear mucha energía en dos objetivos: evadir la vista aguda y las garras afiladas de los gatos y producir muchos descendientes rápidamente, antes de ponerse enfermos o de que los devoren. Esto significa que no les queda mucha energía para mantener sus células somáticas en un estado óptimo.

Esto coincide con la realidad. Los ratones tienen camadas de seis a ocho crías y pueden reproducirse una vez al mes. Además, no suelen vivir más de dos años en estado salvaje. En el entorno más favorable del laboratorio, pueden sobrevivir tres o cuatro años antes de sucumbir a la vejez, sustancialmente más que en la naturaleza, pero aún veinte o veinticinco veces menos que los humanos.

En cambio, una ballena, la reina de los océanos, tiene pocas amenazas naturales, puede permitirse relajarse, madurar más tranquilamente y tener hijos a un ritmo pausado. Esto retrasa la fecha en la que es evolutivamente aceptable morir a manos de mutaciones acumuladas o de genes que fueron útiles en la juventud, y hace que sea mucho más valioso desde el punto de vista biológico dedicar mucha energía en el mantenimiento somático. Por eso, las ballenas se encuentran entre los mamíferos más longevos. El récord lo tiene la ballena boreal o de Groenlandia, con un macho de una edad estimada de 211 años.2 Esta especie no alcanza la madurez reproductiva hasta casi los 20 años y, por lo general, tienen una cría de cada gestación cada cuatro o cinco años.

Calcular la edad de una ballena es difícil. El récord de 211 años se calculó mediante un análisis químico del cristalino del ojo de la criatura, pero la excepcional historia de una ballena que escapó de los cazadores aporta una prueba directa de la longevidad excepcional de estos animales. En el 2007, los balleneros inuit (uno de los pocos grupos a los que se permite cazar ballenas con fines de subsistencia) capturaron una ballena de Groenlandia con un arpón explosivo alojado en los huesos, un dispositivo horrible diseñado para explotar un par de segundos después de dar en el blanco, que se patentó en 1879. A menos que el arpón fuera una antigüedad en el momento de usarlo, esto indica que la ballena tenía una edad de más de un siglo, y a ello debemos agregar el hecho de que el cetáceo no solo era lo bastante grande para que valiera la pena cazarlo, sino para assegurarse el tiro. Incluso podríamos estar subestimando la verdadera esperanza de vida máxima de las ballenas de Groenlandia. Para empezar, en realidad no se ha comprobado la edad de tantas, por lo que podría haber otras de mucha más edad que no se hayan encontrado. Pero también, y con amarga ironía, la eficacia letal de la industria ballenera en los siglos XIX y XX redujo la población hasta tal punto que aún no hemos esperado los doscientos años que necesitaríamos para tener una gran población de ballenas de más de 200 años.

La comparación entre ratones y ballenas también pone de relieve una de las ideas más conocidas de la biología del envejecimiento: cuanto más grande es un animal, más tiende a vivir. Aunque hay muchas razones por las que ser grande puede favorecer una vida larga —o incluso requerirlo, porque crecer lleva tiempo—, un factor importante y simple es que si eres grande, es más difícil matarte para comerte.

Las especies que no cumplen esta correlación corroboran la relación entre envejecimiento y mortalidad extrínseca. Veamos dos mamíferos de tamaño similar. El ratón doméstico —Mus musculus— pesa unos 20 gramos, mientras que el murciélago ratonero grande —Myotis myotis— no solo tiene las orejas como el ratón, sino que pesa más o menos lo mismo, con adultos de algo menos de 30 gramos.

Pero su longevidad es otro cantar. Mientras que un ratón puede vivir 3 o 4 años en cautiverio, el murciélago ratonero grande más longevo registrado murió a los 37 años, y eso que vivía en la naturaleza, y no mimado en una jaula de laboratorio. ¿Qué se esconde tras esta gran diferencia de esperanza de vida? Bueno, los ratones no pueden volar. No es la pura alegría de vivir en el aire lo que mantiene a los murciélagos vivos más tiempo, sino estar a salvo de los depredadores. Allí arriba hay muy pocas amenazas, lo que significa que la mortalidad extrínseca es mucho menor para ellos que para un ratón, es decir, que a través del tiempo evolutivo las mutaciones se han «desconcentrado», se han evitado los genes pleiotrópicos antagónicos y han desaparecido las ventajas de deshacerse del soma. Hoy los murciélagos viven mucho más que los ratones a pesar de que, desde el punto de vista biológico, son parientes bastante próximos.

Otro animal con una considerable esperanza de vida en relación con su pequeñez es la rata topo desnuda. Estas criaturas con aspecto extraño de pene con dientes viven en túneles subterráneos, en colonias eusociales con una única reina reproductora, algo más propio de las hormigas y las abejas que de los mamíferos. Con 35 gramos, pesan algo más que los ratones o los murciélagos ratoneros, pero pueden vivir más de 30 años. Y a diferencia de los ratones, son resistentes al cáncer y a las afecciones neurodegenerativas. Su estrategia de vivir bajo tierra es menos romántica que volar, a ella le deben sus ojos redondos, diminutos y brillantes —sus madrigueras son tan oscuras que no les hace falta ver— y su piel es holgada y arrugada —para estrujarse en pequeños túneles y con otras ratas topo desnudas—, lo que, irónicamente, las hace parecer viejas incluso de jóvenes. Pero la estrategia les ha funcionado. Hay muchos menos depredadores bajo tierra que sobre ella, y eso les permitió a sus antepasados ampliar continuamente su longevidad.

Los humanos también somos muy longevos en comparación con otros animales de tamaño similar. Nuestro secreto para reducir la mortalidad extrínseca no es volar ni excavar, sino probablemente un gran cerebro, que nos permite organizarnos en grupos sociales complejos, compartir conocimientos, construir refugios, fabricar herramientas y mucho más, lo que reduce el riesgo de muerte por causas externas. En consecuencia, hemos desarrollado vidas más largas que nuestros parientes próximos, como los chimpancés; la campeona de longevidad verificada fue una chimpancé hembra llamada Gamma, que murió a la edad de 59 años.

Así que los biólogos pueden estar tranquilos. Aunque pueda parecer paradójico, el hecho de que los animales vivan en entornos peligrosos es suficiente para relajar el férreo control de la optimización evolutiva en la edad avanzada, haciendo que el envejecimiento evolucione. Solo hay un pequeño problema. Una interpretación simplista de estas teorías predice que todas las especies deberían envejecer. Entonces, ¿cómo encajan en todo esto los animales con senescencia insignificante, como la tortuga gigante de las Galápagos? Estamos donde empezamos. Ahora que la evolución y el envejecimiento son compatibles, ¿cómo es que hay animales que no envejecen?

Las teorías que hemos visto son muy útiles, pero no podemos evitar que sean simplificaciones de lo que ocurre en la naturaleza. Si sus supuestos no se cumplen, o si entran en juego otros factores que ni siquiera nos hemos planteado, distintas estrategias evolutivas pueden dar como resultado cursos de envejecimiento inesperados.

Empecemos por los peces. Aunque tienen escamas y viven bajo el agua, no somos parientes tan lejanos, pues tienen columna vertebral, como nosotros. Pero, a diferencia de los ratones, las ballenas o los humanos, las hembras se vuelven más grandes, más fuertes y mucho más fértiles según envejecen. O sea, que como los peces más grandes están más a salvo de los depredadores que los más pequeños, su riesgo de mortalidad extrínseca no es constante, sino que se reduce con la edad. También pueden producir más o mejores huevos a medida que envejecen, a veces por factores increíbles, lo cual resulta en peces más viejos poniendo decenas de veces más huevos que los jóvenes. A estas matriarcas submarinas se las llama BOFFFF (de peces hembra grandes, viejas, gordas y fértiles en inglés) y, en muchas especies, son fundamentales para las poblaciones de peces. Las pesquerías a menudo se sustentan en un puñado de BOFFFF que producen crías a toda velocidad y no en jóvenes ejemplares que ponen unos pocos huevos.

Esta estrategia reproductiva cambia del todo las suposiciones que permitieron que el envejecimiento evolucionara en nuestros experimentos mentales: la combinación de mayor supervivencia y fertilidad en peces más viejos les da a las BOFFFF una oportunidad enorme de transmitir sus genes, y crea un incentivo evolutivo considerable para mantenerlas con vida. La fuerza de la selección natural llega mucho más lejos en la edad adulta. Quizás el frío cálculo de la evolución descubra que, después de todo, vale la pena ocuparse de los somas de los peces, y que las mutaciones acumuladas o los compromisos pleiotrópicos que fulminarían a una BOFFFF ya no valen. Por tanto, los peces cuyo riesgo general de muerte no aumenta con la edad podrían evolucionar; en otras palabras, alcanzar la inmortalidad biológica.

De hecho, algunas especies de peces parecen cuestionarlo. De entre ellas, el premio a la longevidad es para la gallineta de las Aleutianas, un habitante del fondo marino del Pacífico de color naranja rosado que puede alcanzar un metro de largo y llegar a pesar 6 kilos. Puede vivir hasta 205 años y sus posibilidades de morir no cambian después de la madurez, al menos de forma detectable.

Por desgracia para las BOFFFF, los trofeos de pesca comercial y recreativa premian la captura de ejemplares grandes. Eso significa que la sobreexplotación de los recursos marinos las afecta en especial, lo que podría tener varias consecuencias trágicas. En primer lugar, existe el riesgo de que las pesquerías se agoten y que se destruyan los complejos ecosistemas conectados a ellas. Pero también sería una tragedia si las especies se erradicaran antes de que podamos estudiarlas, sobre todo para comprender su inusual funcionamiento en el envejecimiento. E, incluso si detenemos la pesca antes de aniquilar a la especie, la captura preferencial de BOFFFF está causando una selección muy antinatural en estas poblaciones. Eliminar a las hembras reproductoras más viejas incentivará la reproducción de ejemplares más jóvenes, lo que podría conducir a cambios genéticos que introduzcan el envejecimiento en estas especies.

Ya vimos que algunas tortugas también son biológicamente inmortales. Las que se han estudiado mejor no son las de las Galápagos, sino las de Michigan. Los autores de un estudio de campo iniciado en la década de 1950 siguieron a dos tipos de tortugas conocidas, las Blanding y las pintadas. Se ha marcado y recapturado centenares de ellas durante decenios y no se ha observado ningún aumento en la tasa de mortalidad con el tiempo. Cuando el estudio se cerró en el 2007, las hembras fértiles más viejas eran un par de tortugas Blanding de más de 70 años, sin signos externos de fragilidad deteriorante. La razón esencial que explica la ausencia de envejecimiento de galápagos y tortugas probablemente sea similar a la de los peces. Las hembras están bastante a salvo de las amenazas externas —sobre todo gracias a sus caparazones— y son muy fértiles. Una vez más, la selección natural tiene todas las razones para mantenerlas con vida y el resultado es que, en apariencia, no envejecen.

También hay criaturas más extrañas, mucho más distintas de los humanos que los peces o las tortugas, que evitan la senescencia por otros medios. La hidra es un tipo de organismo de agua dulce de pequeño tamaño formado por un tubo de un centímetro de largo con un «pie» pegajoso en un extremo y una «boca» en el otro. Tiene tentáculos flotantes que agarran a sus diminutas presas acuáticas y las paralizan con espinas neurotóxicas. Inicialmente se las estudió por su extraordinaria capacidad regenerativa. Basta cortar cualquier parte de una hidra para que crezca una nueva a partir de ella. Solo después se observó que sobreviven un tiempo increíblemente largo en el laboratorio, hasta el punto de que, hasta ahora, han sobrevivido a los intentos de medir los límites de su longevidad. Tampoco parecen perder su fertilidad ni que aumente su riesgo de muerte, sin importar cuánto tiempo se las mantenga y, según las tasas de muerte observadas en hidras cultivadas en laboratorio, se estima que el 10% de ellas alcanzaría los 1000 años de edad.

Puede que la capacidad regenerativa y la esperanza de vida fuera de lo común de estas pequeñas criaturas no estén relacionadas. La hidra cuestiona la suposición central de la teoría del soma desechable. Dado que cualquier parte de su cuerpo puede producir una nueva hidra, no hay distinción entre células corporales y células reproductoras. En efecto, todas son células reproductoras, por lo que la evolución considera que ninguna de ellas es desechable. Este truco solo funciona con formas de vida muy simples. La vida compleja, desde los insectos a los humanos, tiene que pasar por una conversión unidireccional de células reproductivas en células corporales, lo que nos permite tener tejidos y órganos tan diversos, pero muestra que casi ninguna suposición es segura frente a la biología de la vida real. La naturaleza seguirá burlando nuestras teorías durante algún tiempo, y haciéndonos envejecer, si es necesario.

También existen presiones evolutivas que podrían seleccionar la longevidad casi directamente, no como efecto secundario de una alta capacidad reproductiva en la vejez o de difuminar las líneas de separación entre el soma y las células reproductoras. Te doy la bienvenida a lo que se cree que es la forma de vida multicelular más longeva de la Tierra: un pino erizo en un lugar secreto en las Montañas Blancas de California. Una muestra del núcleo tomada del tronco de este árbol a finales de la década de 1950 tenía casi 5000 anillos. El árbol aún sigue vivo, con una edad estimada de 4850 años. Esto significa que germinó a principios del tercer milenio antes de la era común, cuando Stonehenge era solo una zanja y unas pocas piedras pequeñas, y tampoco se habían empezado a construir las pirámides.

No se sabe con certeza cómo puede evolucionar un árbol para sobrevivir a civilizaciones enteras. Una teoría es la competencia por el espacio. Los pinos erizo viven en entornos áridos y expuestos donde todos los lugares habitables están ocupados por árboles adultos, es decir, que los árboles jóvenes tienen escasas oportunidades. En esencia, para que tus descendientes puedan establecerse necesitas que el árbol de al lado muera y deje libre un sitio. Por tanto, la única forma de transmitir tus genes es sobrevivir a tus vecinos, iniciando una carrera de armamentos evolutiva cuyo punto final es la longevidad extrema. Obviamente esta lógica no es aplicable a los animales. A ellos les basta con caminar a otro lugar si hay pocos recursos, pero es otro ejemplo de cómo una simple peculiaridad del entorno natural puede afectar significativamente a la evolución del envejecimiento.

Dependiendo de la fuerza relativa de todos estos factores y otros, la inmortalidad biológica no parece algo tan extraño. Cambia la probabilidad relativa de supervivencia y la importancia de la reproducción por organismos de diferentes edades, y la diseñará un curso de vida personalizado que se optimiza para eso, con una amplia variedad de resultados distintos, desde las efímeras que viven unos minutos a árboles que sobreviven durante miles de años.

Si un riesgo de muerte constante con la edad en algunos casos tiene sentido evolutivo, podríamos dar el siguiente paso lógico. ¿Existe la posibilidad de una senescencia negativa, o sea, de un riesgo de muerte que disminuye con la edad? Aunque no conocemos muchas formas de vida con tanta suerte, parece haber algunas. Los mejores datos que tenemos sobre la tortuga del desierto apuntan a una senescencia algo negativa a lo largo de su vida adulta. Probablemente la inmortalidad biológica no tenga nada de especial, y sería un poco extraño si hubiera un valor mínimo igual a cero para el cambio en el riesgo de muerte con la edad. Es probable que haya más criaturas con senescencia negativa esperando a que se hagan estudios demográficos minuciosos para descubrirlas, siempre que el consumo humano o la destrucción del medio ambiente no las elimine antes de que podamos hacerlo.

Por tanto, las teorías evolutivas del envejecimiento no solo explican por qué algunos animales envejecen, sino que también abren la puerta a ralentizar o incluso eliminar por completo la senescencia. Hay ejemplos de organismos reales que esquivan el envejecimiento, y existen teorías sólidas sobre las fuerzas que han dominado nuestra tendencia a degradarnos con el tiempo. Para cualquier persona interesada en cambiar el curso del envejecimiento humano, esta es una noticia fascinante: la inmortabilidad biológica (o incluso la senescencia negativa) no solo no incumple las leyes de la física, sino también las de la biología.

La naturaleza también muestra que la esperanza de vida varía en gran medida incluso entre especies muy relacionadas. La comparación de ratones con murciélagos y ratas topo desnudas es un ejemplo sorprendente de cómo los animales con tamaño similar y ancestros comunes más o menos recientes pueden envejecer de formas muy diferentes. La conclusión es que el envejecimiento no es un proceso inevitable e inmutable: estas variaciones entre animales demuestran que es posible aprender a esquivarlo. También nos inspiran. Comparar la biología de las especies con diferentes tasas de envejecimiento nos permitirá identificar los genes y los mecanismos que promueven la longevidad e intentar desarrollar fármacos o tratamientos para imitarlos.

Sin embargo, la idea más importante que nos proporciona una explicación evolutiva es qué es y qué no es el envejecimiento. Ahora sabemos que no todos tenemos un reloj interno programado para matar a los padres para dejar espacio para sus hijos. Sería más fácil si lo hiciéramos. Todo lo que se debe hacer para curar el envejecimiento es encontrar la bomba del tiempo en nuestros genes y desactivarla.

En cambio, el envejecimiento es un descuido evolutivo, el resultado de mutaciones acumuladas que la evolución no ha podido eliminar y que empeoran la aptitud física en la vejez, los genes pleiotrópicos antagónicos que maximizan el éxito reproductivo en la juventud —incluso si tienen consecuencias indeseadas y desafortunadas en la vida posterior— y mecanismos que priorizan tener hijos sobre mantener nuestros somas dese­chables. Por tanto, no hay razón para esperar que el envejecimiento tenga una sola causa. De hecho, es de suponer que esté compuesto por un conjunto de procesos sincronizados y solo algo relacionados. Nuestro trabajo es identificar estos procesos y tratarlos.

Sin embargo, solo ha podido defenderse esta actitud positiva en los últimos dos decenios. Las teorías evolutivas del envejecimiento se desarrollaron a mediados del siglo XX y, a pesar de que son avances importantes en el conocimiento, tuvieron un efecto secundario irónico y desafortunado. Los biólogos habían estado ignorando el envejecimiento durante mucho tiempo. Se veía como un fenómeno de deterioro gradual que no podía estudiarse. Estas teorías evolutivas subrayaron esta desesperanza, pues sugieren que es probable que muchos procesos contribuyan al envejecimiento, sin un límite obvio en el número de ellos. Podría haber cientos o incluso miles de factores diferentes interactuando de innumerables formas diferentes y conspirando para acabar con nosotros. La teoría evolutiva redobla la idea del envejecimiento como un proceso tan enredado y multifacético que es poco probable que lleguemos a entenderlo, y mucho menos a tratarlo.

Si vamos a confiar en poder comprender el envejecimiento y, en última instancia, en curarlo, debemos estar convencidos de que se puede abordar de formas distintas a escalas de tiempo evolutivas. Los descubrimientos que nos permiten imaginarnos haciéndolo son el tema del próximo capítulo.