CAPÍTULO 1

1:20 h, monasterio de Santa Maria de Bruguers

La priora Prisca se alejó medio metro de la pantalla con el ceño fruncido. Algo no cuadraba en aquel escrito, algún detalle absurdo. Releyó de nuevo.

—¡Jamás me atraparás vivo, Jack! —John miraba con los ojos fuera de las órbitas al traficante de personas al que había estado persiguiendo los últimos meses, sin poder creer que su gran amigo Steven le hubiera traicionado. ¿Cómo pudo decirle a Jack que era de la CIA? Y ahora, en el muelle de Baltimore, miraba desde el suelo a aquel desaprensivo que le apuntaba con su Walther P38…

«¿Walther P 38? Pero… ¡¿en qué estoy pensando?!» Enfadada consigo misma, se puso de pie y caminó descalza por la celda. Se detuvo y golpeó su frente, advirtiendo de pronto qué era lo que la estaba mareando desde hacía ya un buen rato. «Walther… ¿Qué pinta aquí una pistola alemana? Tiene que ser un Smith and Wesson del 38 especial, pero… —se frotó la barbilla— ¿no será un arma demasiado grande para un mafioso? ¡Ay, la Virgen Santísima!»

Se tapó la boca en el acto. Teniendo en cuenta que eran casi las dos de la mañana y que, en lugar de estar durmiendo como debería, estaba escribiendo de nuevo novelas de mafiosos, no le pareció muy pío pedir ayuda a Dios para que desbloqueara su inspiración, y menos en voz alta. Afortunadamente, pensó, nada se podía oír a través de aquellos gruesos portones de madera.

Desde que había sido nombrada priora del monasterio, por rigurosa votación democrática, tal y como mandan los cánones en el seno de las comunidades benedictinas, la joven Prisca se había visto desbordada de trabajo. En realidad, nunca lo pensó: la casa no era muy grande y tan solo servían en ella trece monjas. Sin embargo, si ya eran innumerables los trámites administrativos del día a día de la pequeña comunidad —cosa de la que se había encargado siempre en cualquier monasterio en que sirviera—, con sus nuevas obligaciones era todavía mayor el volumen de trabajo. A consecuencia de ello, apenas si le quedaba tiempo para escribir novelas policíacas, afición que formaba parte de su vocación de servicio, aunque para un seglar que hubiera sido casual espectador en esos momentos, la situación habría resultado poco menos que chocante.

De pie, nerviosa, dando vueltas una y otra vez por la pequeña celda, Prisca decidió de pronto salir al pasillo. Necesitaba espacio para pensar, para ordenar aquella trama que se le estaba atascando demasiado. Con mucho cuidado para no despertar a sus hermanas, abrió la pesada puerta y salió a la oscuridad del corredor.

La zona estaba desierta; en la quietud de la noche todo parecía tranquilo. Tan pronto como sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, comenzó a caminar despacio en dirección a la ventana de la pared frontal, a través de la cual entraban ligeros rayos de luna. Y, al fijar la vista en las filas de puertas que discurrían a ambos lados, algo llamó su atención. La puerta de una de las celdas estaba mal ajustada. «Hermana Cecilia…», murmuró para sí. Extrañada, se acercó a la puerta y comprobó que, tal y como le había parecido, no estaba cerrada. Con mucha precaución, terminó de abrirla. Atisbó hacia el interior y una oscuridad menos densa que la del pasillo, merced a la luz de la luna que entraba por el ventanuco de la celda, le permitió vislumbrar una extraña escena. Sobre la cama yacía un gran bulto inmóvil que no supo identificar. Al no comprender lo que estaba viendo, encendió la luz.

Le faltó el aliento ante la escena dantesca que sus ojos contemplaban.

El color rojo dominaba todo el cuarto. Paredes, suelos y ropas de cama se hallaban teñidas por grandes manchas de sangre, que salpicaba en todas direcciones desde el lecho, donde dos cuerpos aparecían desnudos uno sobre el otro. La hermana Cecilia yacía boca abajo sobre la hermana Ángela. Ambas tan blancas que refulgían bajo la cruda luz. Un largo palo de madera ensartaba ambos cuerpos desde el lado derecho de la espalda de la hermana Cecilia. El rojo negruzco de la sangre mancillaba las translúcidas pieles, a través de las cuales podían verse todas las venas y arterias de sus cuerpos a punto de estallar.

Desde su posición, la cara de la hermana Ángela quedaba oculta para Prisca, pero la de la hermana Cecilia tenía impresa una mueca de horror y sorpresa: la boca abierta, los ojos fuera de las órbitas. Sus manos tenían los dedos contraídos, como si fueran garras.

Cuando logró volver a respirar y que los sonidos regresaran a su garganta, sin darse cuenta, comenzó a gritar sin control.

—¡Madre! ¡Madre!

Ante sus gritos, todas las hermanas salieron casi a la vez de sus celdas. La madre abadesa se personó en el pasillo de dormitorios, alarmada ante la extraña situación que alteraba a aquellas horas la habitual paz del lugar.

—¿Qué pasa, priora? —preguntó con voz elevada al advertir a toda la congregación en camisa de dormir, inundando el corredor.

Prisca le señaló la puerta de la hermana Cecilia. La madre se asomó con el corazón en un puño. Se llevó las manos a la boca, los ojos como platos. Hizo ademán de entrar, pero la priora le cortó el paso.

—No, madre. Aquí no debe entrar nadie. Tenemos que llamar a la policía.

 

6:10 h, Barcelona

El inspector Valiente se frotó los párpados con los nudillos para ahuyentar el sueño. Llevaba ya unos minutos sentado en la cama, que, una vez más, parecía el escenario de una batalla campal.

—Hay que joderse —dijo en voz alta.

Una almohada en el suelo, la otra enroscada sobre sí misma, y la sábana de arriba le ataba una de las piernas al pie contrario. Se preguntó cómo era posible cosa semejante. Ni queriendo podría hacer nudos así, pero, sin saber por qué, cada noche se encontraba con algún miembro de su cuerpo atado con las sábanas. «Demasiado tiempo viviendo solo», pensó, mientras procedía a desenredarse de aquella maraña infame.

Puso a la vez ambos pies en el suelo del cuarto, cuyo esmerado orden contrastaba con el caos de su cama. Abrió la ventana y, en tres zancadas, se metió bajo la ducha. El agua que corría desde su cabeza hacia los pies le fue devolviendo a sus neuronas el funcionamiento óptimo. Poco a poco, Valiente comenzó a analizar con cuidado la llamada que acababa de recibir.

El comisario Pinilla le había telefoneado hacía unos diez minutos para decirle que debía personarse en el monasterio de Santa Maria de Bruguers, a las afueras de Sant Feliu de Llobregat. Valiente visualizó el lugar: debía de tratarse de aquella especie de tierra de nadie que se abría hacia los campos del norte. «Un crimen muy truculento», le había dicho el comisario. Era urgente que fuese, lo instó. Así que Valiente se dio el tiempo necesario para interiorizar aquella información mientras se acicalaba. Una ducha, un buen afeitado, la crema hidratante y el minucioso secado y peinado de su cabello rubio, de manera que pareciese casual. Acudió a su habitación de nuevo, hizo cuidadosamente la cama, cerró la ventana y abrió su ropero. Cualquiera hubiera dicho que se trataba del armario de un maníaco y aburrido cincuentón, y no de un hombre que apenas llegaba a los cuarenta. Trajes del mismo corte, de tan solo cuatro tonos diferentes. Camisas blancas, azul claro o grises; una veintena de corbatas de seda, todas del mismo grosor y discretos estampados. En el estante inferior, diez pares de zapatos: cinco marrón chocolate, cuatro negros, uno burdeos. Este último había sido la única locura que el inspector se había permitido en los últimos años.

Una aguja de corbata de bronce con una pequeña perla a juego con los gemelos, el abrigo largo y negro, guantes de piel de cabritilla. Una última mirada al apartamento para asegurarse de que todo estaba en impecable orden, otra al espejo para comprobar una vez más que su aspecto brillaba con luz propia y, satisfecho, salió a la calle, antes de que el sol hiciera apenas amago de despertarse.

La carretera hacia Sant Feliu de Llobregat no estaba demasiado concurrida a esa hora, aunque, como ya recordaba de las últimas veces que había acudido a aquella ciudad a visitar a algunos de sus amigos, no faltaban los camiones de Europa del Este y algunos coches madrugadores o demasiado noctámbulos. Aun así, el camino tranquilo, la música de jazz en la radio y el sol que apenas empezaba a salir fueron despertando los sentidos del inspector.

La voz del navegador, con su pronunciación imposible del catalán, lo condujo con dificultades a través de carreteras secundarias y caminos poco transitados donde, sin duda, en otro tiempo debieron de correr en libertad liebres y jabalíes. Ahora, siglos después de la construcción del monasterio sobre la loma, las casas de las urbanizaciones vecinas habían llegado a asentarse cerca de aquellas tierras otrora agrestes y de difícil acceso. Recordó que los monasterios benedictinos solían ser edificados en lugares apartados, ya fuera en lo alto de una montaña o bien en parajes recónditos. Aquello era importante para el buen desarrollo de la actividad monacal, el famoso ora et labora de los monjes y monjas, aplicados en sus tareas, en sus huertos, en la confección de libros o cualquier otro trabajo que fuese útil a la comunidad. Valiente era un hombre amante de la historia y sabía que ese espíritu no había cambiado apenas en siglos, aunque los monjes actuales, que conservaban sus huertos y jardines y continuaban ejerciendo labores culturales de restauración de obras de arte y demás, tuvieran también acceso a internet por cable y una mayor comunicación con el mundo exterior, en muchas ocasiones a su pesar.

Aparcó perfectamente alineado tras uno de los coches de policía que invadían la puerta del recinto. Al verlo, dos agentes jóvenes del cuerpo de los Mossos d’Esquadra acudieron a él, que los recibió con un saludo y les mostró sus credenciales.

—Buenos días, soy el inspector jefe Valiente. ¿Puedo ver al comisario Pinilla?

Los agentes le devolvieron el saludo.

—Sí, señor. Está dentro del monasterio. Podemos acompañarlo. Y, señor —añadió, mirando de reojo el viejo automóvil del inspector—, la Científica nos ha pedido que despejemos la puerta; si quiere, puedo aparcar su coche.

Valiente miró al joven mosso con reticencia. Ante la urgencia del caso y contra su voluntad, le entregó a regañadientes las llaves.

—Vaya con cuidado, es un BMW 502 del 76. Una joya —advirtió, dándoles la espalda para encaminarse al monasterio.

—Sí…, una joya de la tumba de Ramsés el Grande —le susurró el agente a su compañero. Este rio en silencio—. Vaya tío raro, ¿eh?

—Ya te digo. Un friqui es lo que es. Anda, aparca tú «la joya». —Sonrió, arrojando las llaves al otro agente, que las atrapó en el aire devolviéndole la sonrisa.

El inspector Valiente se detuvo a un par de metros de la puerta. «Benedictino…, siglo once o doce, a lo sumo», se dijo, mientras admiraba la hermosa entrada de la iglesia, cuyo cuerpo estaba unido al monasterio de Santa Maria de Bruguers. Las arquivoltas redondas de la entrada, la Virgen María en el frontón…; uno a uno, Valiente buscó cada elemento de la antigua construcción. El cuerpo principal, más sobrio, con su puerta cuadrada de piedra, los sólidos muros y los tejadillos ofrecían un aspecto acogedor y cálido, lo cual extrañó al policía, que tenía razones personales que avalaban sus prejuicios hacia la vida monacal y los cenobitas.

Continuó su inspección ocular hasta la torre cuadrada del campanario, abierta al entorno por arcos con parteluz cuyos ojos se encontraban separados por finas columnas, como si desde arriba observasen el ir y venir del mundo en una privilegiada posición de aquiescencia. Cuando se sintió satisfecho, subió los escalones del nártex y cruzó la puerta del edificio principal.

Al contrario de lo que pensaba, en el vestíbulo reinaba la quietud. Unos suaves cánticos en latín llegaban a sus oídos desde algún lugar al fondo del inmenso pasillo. El único desorden, advirtió, venía de parte de los policías científicos que peinaban la zona en busca de huellas o cualquier tipo de prueba. Una monja de unos sesenta años salió a su encuentro. A pesar de su semblante pálido y desencajado, parecía esforzarse por mantener el temple. Su actitud contenida agradó al inspector, así como el gesto amable que le dedicó.

—Buenos días, señor… —La mujer, complacida por su pulcro aspecto, le tendió una mano fría y blanca que el inspector tomó, quitándose el guante.

—Inspector jefe Daniel Valiente, para servirla. ¿Usted es…? —añadió, soltando la mano con delicadeza. La monja sonrió.

—Daniel… Hermoso nombre. ¿Sabe usted lo que significa? —El inspector negó con la cabeza—. «Dios es mi juez.» Eso me complace, inspector; de lo que haga usted aquí, no habrá otro juez sino Dios.

—Gracias, hermana —contestó Valiente—, pero le aseguro que, si no resuelvo esto lo antes posible, va a ser un juez de instrucción el que me juzgará, y seguramente no será muy benévolo conmigo. Todavía no sé su nombre —añadió, tratando de mantener su tono amable y exento de palabras malsonantes, sobre todo para ganarse el respeto de su interlocutora.

—Soy la madre Emilia, inspector. La abadesa de este monasterio. —Acompañó su afirmación haciendo con el brazo un arco que mostraba el lugar.

Valiente la escudriñó desde su elevada estatura. Parecía muy atribulada, lo cual era lógico, dadas las circunstancias. Las ojeras, los pocos cabellos desordenados que se vislumbraban bajo el velo benedictino y el continuo movimiento de las manos, buscando un pedazo de tela de su hábito al que aferrarse, hicieron que el inspector sintiera compasión por ella.

—Bien, estupendo. ¿Dónde se hallan las otras hermanas? —preguntó.

—En la capilla, rezando laudes. —Valiente frunció el ceño y negó con la cabeza.

—Madre Emilia, eso no es conveniente. No deberían moverse por el monasterio como si nada; por lo que sé, se trata del escenario de un crimen. De hecho, deberían permanecer en sus habitaciones, al menos hasta que la Científica se vaya y…

—Lo sabemos, inspector —interrumpió la abadesa—. La priora Prisca ha actuado igual que un perro policía desde que halló los cadáveres, sin dejarnos mover apenas hasta que ustedes llegaran. El desayuno se ha servido en las habitaciones y se están rezando laudes en nuestra capilla, en el piso superior, junto a los dormitorios, no en la iglesia. Yo misma he dado la orden a todas las hermanas para que no anduvieran por el monasterio, considerando que la priora tenía razón.

—¿La priora Prisca? —preguntó Valiente—. ¿Dice que descubrió los cadáveres?

La madre Emilia asintió con la cabeza.

—Sí, señor. Y no es sorprendente que así fuera: ella siempre suele enterarse de todo antes que nadie. Es una mujer muy activa e inquieta.

En ese momento irrumpió por el pasillo el comisario Pinilla como una exhalación. Su cuerpo bajo y regordete, envuelto en un abrigo a cuadros anudado a su ancha cintura, parecía rodar igual que un vendaval en dirección al inspector.

¡Valiente! —alzó la voz—, ¿va a seguir de conversación mucho rato? ¡Venga conmigo! —vociferó, dando la vuelta sobre sí mismo. Daniel Valiente miró a la madre Emilia con gesto resignado.

—Luego hablaré con usted, madre. Gracias. —Y se encaminó escaleras arriba, tras la estela del comisario.

En la puerta de la habitación de Cecilia había varias personas: el juez, el secretario judicial y el jefe forense, quien les daba explicaciones de lo que había podido deducir hasta el momento; poco más de lo que era obvio a simple vista. Harían falta análisis exhaustivos para la realización del informe, tal y como el juez sabía bien. Valiente saludó con parquedad y se asomó al interior de la celda.

El espectáculo era espeluznante. Una mujer sobre otra, ambas ensartadas con una lanza de madera. Sangre por las paredes, en el suelo. Valiente no quiso acercarse demasiado a la cama: la versión oficial sería no contaminar la escena del crimen; la personal, no manchar sus zapatos ni su valiosa ropa.

Echó un vistazo rápido, sin sacar las manos de los bolsillos. Retuvo cuanto pudo de la escena: las mujeres, el cuarto, la pequeña ventana, la mesa y la silla, las pocas baldosas del suelo que permanecían limpias. Se fijó en la posición de los cuerpos, en el lugar de entrada de la garrocha, en su inclinación hacia la izquierda. No tardó en avisar a los oficiales de la Policía Científica para que, ahora sí, entrasen en la escena a tomar pistas, a desmontar el rompecabezas de aquel horrendo asesinato sin que faltase una sola pieza, para poder reconstruirlo despacio y sin errar. Se dio la vuelta y Pinilla estaba junto a él examinando la macabra escena.

—No acaba uno de acostumbrarse, ¿eh?

—No —contestó Valiente con sencillez—. Voy abajo; tengo que hablar con alguien.

—¿Con quién, si puede saberse?

—Con la priora. Ella fue la que descubrió los cuerpos y, según la estadística, quien lo descubre se lo queda, ¿no?

—Bueno —contestó el comisario—. De todos modos, hay que obrar con mucha precaución en este caso. Es un monasterio, y son monjas, ya sabe a lo que me refiero.

—Descuide, comisario, lo tengo presente.

No es que la ley escrita fuese diferente para los miembros de la Iglesia, pero lo cierto era que, en la práctica, existían tratos muy distintos, tanto por parte de los jueces como de los fiscales y abogados. Las órdenes de registro, los interrogatorios y demás procedimientos ofrecían diferencias que el inspector conocía. En todo caso, no era su trabajo cambiar el mundo, sino hallar asesinos, y, desde luego, quien hubiera cometido aquel crimen era uno de los más despiadados. De modo que, para evitar que la rueda legal le pusiera incómodas trabas, comprendió que debía actuar sin dilación para resolver aquel caso lo más rápido posible.

 

8:00 h, monasterio de Santa Maria de Bruguers

La sala de visitas del monasterio, una pequeña habitación austera y pulcra, fue del agrado de Valiente. Enumeró los elementos: una ventana con un cristal que brillaba con el sol recién salido, un pequeño cuadro de la Inmaculada Concepción, una desnuda cruz de madera, una estantería con libros, una mesa mediana y cuatro sillas. Se sentó en una de ellas y curioseó un poco. Era un gran amante del arte y siempre había encontrado las mejores piezas en iglesias y monasterios. Y aquel era en verdad muy antiguo, como había podido apreciar en las puertas de entrada, y ahora, en el interior, quedaba patente que su distribución era la típica de un monasterio benedictino, ideada para cubrir las necesidades diarias de las monjas que lo habitasen.

Sentado, mirando cuanto lo rodeaba, apenas se percató de la silenciosa entrada de una monja menuda y vivaracha, de rostro juvenil, que parecía tener serias dificultades para permanecer quieta. Estaba de pie frente a la puerta, con las manos enlazadas a la espalda. A pesar del obvio nerviosismo, la monja parecía desprender un halo blanco que no le pasó desapercibido. Valiente se puso en pie y le tendió la mano.

¿Priora Prisca? —De pronto, la pequeña monja pareció cobrar vida. Le tendió su mano y lo observó con atención.

¡Oh! —exclamó—. ¡Heterocromo!

Valiente se mostró sorprendido. En efecto, tenía los ojos de distintos colores, uno azul y otro gris. Sonrió. Nadie era tan directo con él. Cuando la gente advertía su peculiaridad, solían hacer como que no se daban cuenta, lo cual él agradecía. La adorable sinceridad de la mujer lo enterneció.

—Sí. ¿Le desagrada?

—¡Para nada! —contestó la monja con el mismo entusiasmo—. Es muy original.

—Me alegro. Siéntese, por favor. —La religiosa retiró una silla en la que se sentó grácilmente. «No pesa nada», pensó él, y regresó al asiento que había ocupado sin poder apenas ocultar su sorpresa ante lo inesperado de encontrarse con una priora que no pasaría por mucho la barrera de los treinta—. Soy el inspector jefe Valiente y estoy a cargo de la investigación. Me ha dicho su abadesa que usted encontró a las víctimas. Me gustaría que me contase sin omitir detalle cómo fue su hallazgo.

Guardó silencio. La hermana Prisca parecía estar retratándolo. Valiente le permitió tomarse su tiempo.

—Pues verá, inspector. Yo estaba escribiendo en mi ordenador portátil, pero las ideas no parecían fluir, así que salí al pasillo a caminar un poco para despejarme. ―Valiente enarcó las cejas. ¿Escribiendo en su ordenador portátil? ¿Desde cuándo las monjas hacían cosas así? Decidió no decir nada para no interrumpirla—. Entonces, vi la puerta de la hermana Cecilia entornada. Eso es algo que destaca mucho, ¿sabe?, porque todas están siempre bien encajadas y de pronto una no lo está, así que me llamó la atención y me acerqué. Abrí un poco y atisbé el interior, pero no veía muy bien, a pesar de la luna. En las celdas, las ventanas son pequeñas, así que es más difícil distinguir nada que en el pasillo. Me asomé, encendí la lámpara y entonces encontré ese horrendo espectáculo: las dos mujeres ensartadas con una vara, como una brocheta turca. —Valiente dio un respingo. Prisca enrojeció—. Lo siento… Entienda, es horrible, pero es que, al verlas así, una ensartada con la otra, las dos desnudas… La verdad, me impresionó muchísimo, y claro, ya sabe usted cómo trabaja la cabeza: cuando menos te lo esperas, en los momentos más extremos, le vienen a una ideas del todo absurdas. Por eso pensé en la brocheta… Y la sangre, tan escandalosa. Bueno, de momento no me salía la voz. Intenté gritar un par de veces y al final llamé a la madre Emilia. Todas salieron de los dormitorios y al poco llegó ella. Las hermanas querían entrar en el cuarto, pero no dejé que nadie pasara hasta que ustedes llegaran.

»Les expliqué que era la escena de un crimen y que no podíamos contaminarla, así que me hicieron caso, incluso la madre Emilia. No pude evitar que vieran lo que había dentro de la celda de la hermana Cecilia. Estaban consternadas, no podían creerlo, igual que yo.

»La madre nos dijo que regresáramos a nuestras celdas, que ella llamaría a la policía. Todas lo hicimos y aun así me apuesto mi velo a que nadie pudo dormir. —Valiente se sorprendió de la curiosa expresión. Prisca mantenía la vista perdida sobre el hombro del inspector mientras hablaba, con el ceño fruncido, rememorando la escena. Al notarse observada, devolvió la atención al inspector—. A las seis y veinticinco sonó la campana de prima y salimos en el acto. Como le digo, nadie había dormido y estábamos preparadas para salir de nuestras celdas en busca de información sobre aquel horror. Unas murmuraban entre ellas; otras tenían un gesto de miedo e incredulidad, como cabía esperar.

—Y, tratándose de un crimen tan brutal, ¿cómo explica que nadie oyese nada, ni siquiera usted misma, que se hallaba despierta?

—Señor, nunca se oye nada. Si una hermana está enferma, la enfermera la va a visitar un par de veces durante la noche, o no la oiríamos. Las puertas son de roble muy denso y los muros, gruesos. Imagino que eso insonoriza las celdas.

—Parece extraño que usaran ese material, que construyeran un monasterio permitiendo la intimidad con ese tipo de puertas.

—El aislamiento —corrigió Prisca—. Se trataba de recogimiento espiritual, señor, no es tan raro que buscasen un material que permitiera a las monjas recogerse para poder orar, incluso infligirse castigos corporales. —Valiente puso una mueca de desagrado—. Era el siglo once, inspector. Muchas cosas han cambiado, pero las puertas siguen ahí.

¿No han hablado entre ustedes ni elucubrado nada? ¿Ningún comportamiento que le llamase la atención por parte de ninguna hermana?

—Qué va, inspector —dijo Prisca con fastidio—. Somos monjas de clausura, no solemos hablar si no es necesario. La madre nos habría reprendido. De otro modo, por supuesto habría hablado con todas, para ver si alguna sabía algo… Eso sí, con usted hablarán, tenemos órdenes de la madre abadesa de colaborar con la policía.

—Me alegro. —La afirmación de Prisca alivió al inspector, que había temido encontrarse ante un silencio recalcitrante que le habría dificultado muchísimo la investigación—. ¿Y qué pasó después?

—Pues, en el pasillo, la Policía Científica ya estaba trabajando, sin entrar todavía en la celda de Cecilia. Las hermanas sentían curiosidad, aunque, claro, ese es un gran defecto que no debemos permitirnos, de modo que todas se dirigieron a la escalera para bajar a la iglesia. Yo las detuve. Les dije que no era adecuado andar por ahí como si nada, que podríamos estropear alguna pista. Fui a buscar a uno de los agentes de la Científica y le expliqué que teníamos que ir a rezar laudes y me dijo que lo mejor sería ir a la capilla de arriba, sin bajar la escalera. De modo que así lo hicimos. Y de ahí me llamaron para hablar con usted, inspector Valiente.

La priora guardó silencio, adoptando un rictus serio. Valiente asintió con la cabeza.

—Desde luego, se sabe usted muy bien el procedimiento. Cualquiera diría que es policía. O, quizás, ¿espectadora de series policíacas? —Prisca se sintió avergonzada al ver descubierta una de sus debilidades.

—Solo aficionada. Me gusta escribir —contestó la pequeña monja con un hilo de voz. El inspector entornó los ojos.

—Cierto, me ha dicho que estaba escribiendo en un portátil cuando advirtió los hechos. ¿Escribe usted novelas policíacas? —preguntó, alzando un poco el tono. Prisca le pidió moderación con un gesto de las manos.

—Sí, inspector, aunque no es algo de dominio público —le contestó bajando la voz.

—Ajá… Entonces, ¿escribe a escondidas, priora? —preguntó girando la cabeza en un ademán de picardía. Prisca se irguió.

—Puede llamarme hermana, inspector. Y no, yo no haría eso. Soy una monja profesa y adoro mi trabajo y mi vocación. Soy obediente a la regla de san Benito y nunca haría nada sin el consentimiento de la madre abadesa. —Valiente la miró con extrañeza.

—¿La madre abadesa le permite escribir novelas policíacas? Caramba, no era ese el concepto que tenía de la clausura monástica… —Prisca reprimió una carcajada.

—Es probable que ese concepto del que me habla esté bastante distorsionado, no solo por parte de usted, sino de la sociedad moderna en general, que piensa que vivimos como en tiempos de la Inquisición. —Prisca serenó su semblante—. Yo escribo novelas policíacas por mi sobrina; es una larga historia que le aseguro que está bien justificada, y precisamente por eso tengo el permiso de la madre y un ordenador portátil en mi celda.

—Ya veo… ¿Y le envía a su sobrina sus novelas por correo electrónico?

—No, inspector. Las publico en Tusescritos.com. Soy el Ángel Blanco. —Valiente abrió tanto la boca que casi se le descolgó la mandíbula. A la vez, lo recorrió un escalofrío.

—¿Tusescritos.com…? ¿El Ángel Blanco? —balbuceó. La monja asintió divertida.

—Sí, pero nos estamos desviando del tema, ¿no cree? —El inspector carraspeó.

—Sí…, sí. Veamos, ¿quién es la otra fallecida? —preguntó Valiente, tratando de recobrar la compostura.

—La hermana Ángela. Llegó conmigo el año pasado. Bueno, llegamos siete ―añadió Prisca entornando los ojos.

—¿Siete a la vez?

—Sí, verá. El convento tenía media docena de monjas, estaba bajo mínimos. Todas tenían sesenta años o más, excepto Cecilia y Luz, que no pasaban de cuarenta. Con esa franja de edad, era difícil para ellas llevar solas todas las tareas. Nuestro monasterio tiene un oficio, ¿sabe? Nos dedicamos a la restauración de obras de arte de las iglesias de toda Catalunya. Nos envían esculturas de madera, cuadros e incluso libros a veces, para los que tenemos un pequeño taller en el archivo. Cecilia era restauradora —dijo con un dejo de tristeza en su voz—. Ángela estudiaba restauración, por lo que trabajaban mucho juntas. De hecho, creo que Ángela fue un balón de oxígeno para ella, ya que ambas eran razonablemente jóvenes y compartían inquietudes que las hermanas de más edad habían dejado atrás. ―La priora compuso un gesto melancólico—. Otras, bajo la supervisión de Cecilia, ayudaban con la fabricación de pinturas, la restauración de lienzos o el tratamiento de maderas de las esculturas románicas que recibimos a veces. —Alzó sus ojos hacia la bicromía de los de Valiente—. Este monasterio tiene buenos ingresos gracias a esos trabajos, con lo que se hizo imprescindible solicitar ayuda, más manos para poder continuar los proyectos y revivir el monasterio. Como a veces mandan religiosas de América central o del Sur, la madre Emilia esperaba los refuerzos de esas tierras. Sin embargo, en esta ocasión llegamos desde un monasterio de Ávila. Ahí éramos muchas, así que pidieron algunas voluntarias para venir a Barcelona y que, si era posible, fuesen jóvenes, para servir de mayor ayuda, insistiendo en que las más útiles serían las que tuvieran conocimientos en restauración de obras de arte, por las funciones de este monasterio. Nos presentamos siete y llegamos aquí hará unos seis meses.

—¿Tiene usted conocimientos en restauración?

—No, pero como soy administrativa e informática, quepo en todas partes —contestó la priora con un divertido mohín.

«Desde luego, más de lo que se imagina», bromeó el inspector para sí mismo.

—Entendido. Y la hermana Ángela vino con ustedes.

—Sí. Ella, Elvira y yo nos conocíamos desde hacía años, porque tomamos los votos juntas y llevábamos ya tiempo en aquel monasterio de Ávila. Poco después de ingresar en él, llegó Raimunda, que conocía a Ángela de antes, con lo que congeniaron enseguida. A las otras tres hermanas las conocía menos: Teresa, Catalina y Presentación. La cuestión es que, cuando nos lo solicitaron, a todas nos gustó la idea de trasladarnos a Barcelona y las actividades que se desarrollaban en Santa Maria de Bruguers, así que nos presentamos a nuestra abadesa como voluntarias, ya que todas éramos jóvenes. La mayor de todas, Catalina, tiene treinta y siete años. —Valiente hizo ademán de sorpresa—. Sí, era lo que hacía falta aquí: juventud y energía.

—Hermana —el inspector no sabía de qué forma ser delicado y se decantó por la vía directa—, ¿conocía usted la relación entre las hermanas Cecilia y Ángela? Parece evidente que tenían una, a juzgar por el modo en que halló usted los cadáveres. —Prisca quedó pensativa.

—La verdad es que no. Como le he dicho, Cecilia era la mentora de Ángela. Le estaba enseñando su trabajo para que pudiese ayudarla. Pasaban tiempo juntas. Cecilia era muy amable. Aun así, nunca habría dicho que estuvieran enamoradas.

Enamoradas. El inspector trató de no mostrar emoción alguna ante tal afirmación. La hermana Prisca podía escribir novelas policíacas y, sin embargo, lo primero que pensó al ver a dos mujeres desnudas, una sobre otra, fue que estaban enamoradas. Sonrió vagamente ante lo que interpretó como inocencia.

—¿No cree que podrían haberlas colocado así para confundirlos? —preguntó la monja, acariciándose la barbilla.

—Está dentro de lo posible, aunque es la Científica la que deberá determinarlo, ¿no cree? —cuestionó Valiente con picardía.

—Por supuesto… —murmuró Prisca, frunciendo el ceño pensativa.

—Priora —el inspector se levantó con determinación—, volveré a hablar con usted. Ahora necesito preguntar un par de cosas a mi comisario. Gracias por su declaración ―dijo alisando su abrigo.

—¡Descuide! Cuando quiera, aquí estaré para usted —contestó la monja con franca emoción.

«No lo dudo», pensó el inspector. Una monja curiosa, interesada en los crímenes y las pesquisas policiales, podía convertirse en una pesadilla para él, encontrando pistas falsas por todas partes y haciendo elucubraciones fantásticas que no llevarían sino a entorpecer su trabajo. No era la primera vez que se encontraba con vecinos, testigos o, simplemente, especuladores que veían demasiadas series de misterio y pretendían ayudar con las mejores intenciones, aunque tan solo lograban entorpecer la investigación. Tendría que mantenerla a raya.

«Un tipo interesante», pensó la priora. Llevaba años escribiendo sus novelitas, pero nunca se había encontrado con un caso real. Desde luego, habría preferido no verse en aquella situación. No obstante, quizás debido a los propios nervios y la excitación del macabro y triste hallazgo, sentía la necesidad de estar al corriente de todo lo que pasara. Y, metiendo las manos bajo su escapulario, salió de la cálida sala en dirección a la iglesia.

 

12:11 h, Comisaría General de Investigación Criminal

El comisario Pinilla no paraba de estirarse un mechón de pelo que apuntaba hacia el techo, tratando infructuosamente de domarlo. El inspector Valiente observaba las evoluciones de sus dedos con atención, sin hacer comentario alguno.

—Las cosas están más o menos como sigue: tenemos un crimen dentro de una celda de convento.

—Monasterio —apuntó Valiente. Pinilla rezongó con fastidio.

—No me joda, Daniel, es lo mismo.

—No, no lo es. Los monasterios no dependen del arzobispado, sino directamente del Vaticano. Solo rinden cuentas ante el papa. El abad o abadesa son la máxima autoridad ahí dentro. Hasta sus credos son distintos, sus reglas… En fin, todo.

Pinilla resopló. «No te daré el gusto de asombrarme, inspector sabelotodo», pensó. Y arrellanándose en su butaca prosiguió.

—Según nos comunican en un primer informe de la autopsia, el doble asesinato tuvo lugar dentro de la propia habitación. El palo que las mujeres tenían clavado —tomó de su mesa un par de fotos, que pasó al inspector— medía exactamente un metro y estaba afilado como una lanza medieval desde la mitad. Es decir, la punta medía medio metro, y se puede enhebrar una aguja con ella. —Valiente enarcó las cejas—. Sí, es un fino trabajo de carpintería. El golpe fue asestado desde arriba, o sea, lo propinó una persona que se hallaba de pie junto a la cama —continuó, cogiendo un papel que tenía junto a la mano y consultándolo—. Atravesó la espalda de la hermana Cecilia, su pulmón derecho y el corazón de la hermana Ángela. Fue un golpe limpio y certero, y las perforaciones en esos órganos vitales provocaron una muerte terrible. Rápida para Ángela, y más lenta para Cecilia. —Levantó la vista del papel y dirigió su atención a Valiente—. En la sangre de Ángela ha aparecido una dosis baja de narcótico que, por las horas que llevaba muerta cuando la forense llegó, debió de haberlo tomado entre dos y tres horas antes de fallecer. Es decir, durante la agresión debía de estar dormida. Sin embargo, dado que se encontraba desnuda y con la hermana Cecilia sobre ella, la forense piensa que, dada la baja dosis, Ángela pugnaba por permanecer despierta. Esto nos indica que no debió de tomar el somnífero por voluntad propia: si uno pretende tener relaciones sexuales, no se toma un narcótico antes.

—A no ser —apuntó Valiente— que se lo hagan tomar a uno contra su voluntad, para mantener relaciones que, en principio, no fueran consentidas.

—Exactamente. Pero, en ese caso, ¿habría acudido Ángela a la celda de Cecilia? ¿No sería, más bien, al revés?

—Parece lo más lógico, aunque no debemos descartar la posibilidad. La mayoría de las hermanas no tenían conocimiento de la relación, y eso es raro en una comunidad tan pequeña.

—También es posible que mientan más que hablan…

—Desde luego —admitió el inspector.

—Bueno, como le decía, Ángela estaba dormida o adormilada, y Cecilia, que estaba completamente consciente, sintió la estocada y tan solo pudo luchar por moverse o sujetarse a algo. Murió por ahogamiento en su propia sangre, debido a la perforación en el pulmón.

A Valiente le vino a la cabeza una vez más la dantesca escena en todo su mortal esplendor. Se preguntó de dónde sacaba las fuerzas para resistir visiones tan espantosas; de inmediato se respondió que esa era, sin duda, la razón de que su sueño fuera, a menudo, sobresaltado e irregular.

Acodado en la mesa del comisario y con las manos juntas, emulando a un orante, pensaba en todo ello sin mirar a su superior. Pronto rompió su silencio.

—¿Qué más tenemos?

—La puerta del archivo y la de la calle estaban abiertas, es decir, sin la llave echada, cosa completamente imposible, según nos han confirmado la hermana portera y la hermana archivera. Y un archivo documental de la orden, uno muy valioso, ha desaparecido. —Valiente se enderezó en su silla.

—¿Qué archivo documental? —preguntó.

—Unas cartas y un libro escritos por —el comisario tomó una nota de la mesa y se ajustó unas pequeñas gafas— santa Hildegard von Bingen.

Valiente soltó un silbido suave y prolongado. Pinilla levantó la vista hacia él, por encima de sus gafas.

—¿Qué pasa? ¿La conoce usted?

—Sí, señor. Fue una mística del siglo once, monja benedictina también. Escribió libros de ciencias naturales, tratados de medicina, piezas de música, pintó cuadros… Hasta realizó un estudio sobre el orgasmo femenino, el primero que se conoce.

Al comisario se le cayeron las gafas sobre la mesa y lo miró pasmado. Valiente ahogó una risa.

—¿Un tratado sobre el orgasmo femenino? ¿En el siglo once, por una monja? ¡¿Me está usted tomando el pelo?!

—Para nada —contestó Valiente sin perder la compostura—. Esa monja era una eminencia. Es doctora de la Iglesia, de hecho. Lo que no entiendo bien es cómo tenían documentos suyos en Santa Maria de Bruguers.

—La Policía Científica ha estado recorriendo el monasterio en busca de pistas, ya sabe. Y claro, al encontrar abierta la puerta del archivo, han llamado a la abadesa y les ha dicho que la monja archivera era la única que tenía acceso a esa sala. Casi le da un síncope al ver abierto su sanctasanctórum, más aún cuando la archivera y ella han constatado, con la policía, que faltaban esos documentos, que se encontraban en un mueble especial para guardar ese tipo de cosas, ya sabe, una especie de cava para pergaminos.

»Parece que esa monja, Hildegard, pasó una temporada en ese monasterio cuando acababan de fundarlo, para alentar a las monjas que se recluyeron ahí y ayudarlas en su formación. Por lo visto, ya entonces era una respetada gerifalte. Durante su estancia, dicen, escribió partituras, cartas y algunos tratados más sobre diferentes enfermedades, especialmente renales, y su tratamiento con brezo, ya que se daban bastantes problemas de infecciones de orina, arenilla y cosas así. Fue por esa recomendación de la madre Hildegard por lo que, dada la abundancia de brezo por los alrededores, se bautizó el lugar con el nombre de Santa Maria de Bruguers.1 Cuando se marchó, dejó todos esos escritos, estudios y tratados a la custodia del monasterio, a modo de regalo. Con el tiempo, se han convertido en el mayor de sus tesoros.

—No me extraña, el valor debe de ser incalculable; documentos manuscritos por una monja tan ilustre, posiblemente la más famosa e importante… —Valiente no salía de su asombro. Pinilla lo devolvió a este mundo.

—Bueno, pues eso, uno de esos libros en los que cada página empieza por una complicadísima letra churrigueresca.

—Churriguera es muy posterior, señor, y no creo que esos documentos empiecen con letras de esas…

—No me joda, Valiente —atajó Pinilla airado—. Ya me ha entendido. Uno de esos viejos libros, que seguro tiene un montón de valor para algún coleccionista de arte antiguo.

—En ese caso, podemos creer que alguien entró en el monasterio para robar ese libro y los documentos. Pero ¿por qué matar a las monjas?

—Ni idea. La puerta de la calle estaba sin la llave echada y la del archivo abierta, como le he dicho. Faltando además el valioso archivo documental, lo más probable es que robaran o copiaran las llaves. Aun así, no se han apreciado destrozos; parece que fueron directamente adonde guardaban esos tratados de la santa y se los llevaron. No han meneado nada más.

—Y la Científica, ¿ha encontrado huellas que no sean de las hermanas? Alguna cosa…

—No, de momento. Han peinado todo el vestíbulo y no había nada, ni una huella de zapato, ni un pelo, ni una sola gota de sangre, visible o limpiada; nada que indicase la presencia de un intruso. Solo huellas de las monjas, y eso es normal, ¿no? Y también lo es que no haya cabellos; ¿cómo iba a haberlos, con esas cofias que llevan? Ahora, la Científica está con el archivo.

—Entonces, ¿sospechamos de una de las hermanas? —preguntó, casi afirmando, el inspector.

—No lo sabemos. En todo caso, no tiene sentido que alguien que entrase a robar subiera al cuarto de dormitorios y asesinara de ese modo a dos monjas que estuvieran pasando la noche juntas. Uno no improvisa un arma así, la debe de tener preparada.

—No sé… Tampoco me sorprendería que algún loco homofóbico, o demasiado temeroso de Dios, como se decía antes, hubiera decidido matar a las monjas «pecadoras» y, de paso, cobrarse el botín. Para estar seguros de que no entró un intruso, habría que tener las huellas de todas las hermanas y actuar por descarte. Estoy pensando que los domingos se dice misa en la iglesia adyacente al monasterio. Eso abre un amplio abanico de posibles curiosos que se puedan colar en el vestíbulo con mil excusas. —Valiente resopló abatido—. Por otro lado, y por la misma regla de tres, ¿para qué robaría una monja los papeles del monasterio? —Ahora fue Pinilla quien resopló.

—Veamos primero lo que dicen los informes. —El comisario se acercó a Valiente por encima de la mesa, acortando la distancia—. De momento no tenemos nada, así que nos basaremos en lo que nos digan los expertos, y a comenzar a investigar. Todo, Valiente; dentro y fuera de ese monasterio. Es un lugar de culto, ¿me entiende? Hay mucha gente arriba bastante conservadora que no gusta de escándalos en lugares como ese; puede suponer que no tendremos mucha ayuda, y sí una gran cantidad de presión. Hay que ser discretos y rápidos, acabar con esto cuanto antes y dar a la prensa la menor información posible.

—Está bien, señor —dijo el inspector jefe, poniéndose de pie—. Voy a comer algo y regresaré a Santa Maria de Bruguers.

—No vaya muy tarde —apuntó el comisario—. Esas mujeres rezan a todas horas y se acuestan pronto. Y téngame al corriente de todo.

Valiente asintió con un gesto de cabeza y salió del despacho del comisario a la fría tarde de otoño.

 

14:50 h, monasterio de Santa Maria de Bruguers

La hermana Prisca llamó con precaución a la puerta del despacho. Le contestó la voz amable y suave de la abadesa.

—Adelante.

La priora entró en la sala y se acomodó en una modesta silla de madera.

—¿Quería verme, madre? —preguntó con humildad.

—Sí. —Prisca observó que las arrugas de su frente estaban más pronunciadas que de costumbre. Al punto se hizo cargo del inmenso dolor que su superior sentía en aquellos momentos amargos. La madre Emilia miró a la hermana Prisca directamente a los ojos―. ¿Qué opina usted?

Aquella pregunta pilló desprevenida a la monja, que sujetó ambos lados del asiento de su silla para no hacer aspavientos con las manos. Respiró hondo antes de contestar.

—¿Qué puedo opinar, madre? Que es horrible, que la persona que lo ha hecho es un monstruo…

—¿Sabía algo sobre la relación entre Cecilia y Ángela? —interrumpió Emilia. La priora le sostuvo la mirada para que no dudara de la veracidad de su respuesta.

—No, madre. No tenía ni idea. Sabía que eran amigas, que bromeaban a veces, se las veía felices. Siempre pensé que era porque ambas hacían el trabajo que les gustaba como restauradoras. Jamás me dieron motivos para pensar otra cosa —respondió con franqueza, sin intención alguna de exculparse.

—No se preocupe, hija. No la acuso de nada. Solo buscaba sus percepciones, es usted la más sagaz aquí, y suele darse cuenta de todo.

—Pues no, madre; como le digo, no llegué a pensar que entre ellas hubiera otra cosa que amistad y compañerismo.

Viendo el abatimiento de la priora, la abadesa endulzó su gesto.

—Hija, esto es muy duro para todos. Angustioso y horrible. Y la policía va a registrar cada centímetro de nuestra casa; ya lo están haciendo. No querría… Prisca… ―la madre tomó su mano sobre la mesa, y su voz sonó casi como un sollozo—, debemos rezar mucho para que la policía resuelva este terrible hecho cuanto antes.

Los ojos de la hermana Prisca brillaron por las lágrimas contenidas.

—Madre, pediremos al Señor por ello… Rezaremos para dar entre todos con la solución, sea la que sea —dijo con un cierto dejo de complicidad en su voz—. El inspector Valiente parece un hombre orgulloso, ¿verdad?

—Eso me parece, hija. Vanidoso y lleno de orgullo, pero también inteligente y capaz.

—Eso mismo pienso. —El rostro alicaído de la madre Emilia insufló en Prisca una resolución que la hizo sentir llena de energía por un instante—. Ya verá; con la ayuda de Dios, daré con la forma de llegar hasta él y ayudarle sin que ni siquiera se dé cuenta. Descuide. —Buscó los ojos de su superior y le sonrió—. Nos han puesto una dura prueba, madre, y precisamente por eso, tenemos la obligación de superarla con éxito.

La madre Emilia sintió una punzada de angustia ante la declaración de su priora.

—Prisca…, ¡ni se le ocurra! ¡Nada de ayudar!, ¿de acuerdo? Es la policía quien debe resolver esto, no vaya a meterse en líos y arriesgarse, no sabemos qué ha pasado…

La voz de la abadesa pareció desmayarse, al igual que ella misma, que palideció y se quedó inmóvil en su silla de cuero negro, mirando la nada. En el acto, la priora pudo leer en la mente de la abadesa lo que ambas temían: que una de sus hermanas en Cristo hubiera sido capaz de cometer una atrocidad como aquella. Y si era así, cualquier pesquisa por parte de la joven monja supondría un riesgo mortal que la abadesa quería evitar a toda costa. Prisca le apretó la mano.

—Descuide, madre. No me arriesgaré. —Trató de tranquilizarla—. No haré nada que me ponga en peligro.

Sin mirarla, la madre Emilia le devolvió apenas la presión de la mano.

—Vaya con Dios, hija.

—Eso siempre, madre —contestó, saliendo por la puerta del pequeño despacho. «Y se puede hacer mucho sin necesidad de ponerse en peligro, si el ingenio abunda», pensó mientras se alejaba del despacho por el claustro.

 

15:15 h, carretera de Sant Feliu de Llobregat

«Trece monjas.» El inspector Valiente conducía su viejo BMW por las carreteras secundarias plagadas de árboles que conducían a Santa Maria de Bruguers. Ante la soledad del camino y la ausencia de tráfico, su cabeza no cesaba de dar vueltas y más vueltas. «Cinco, mayores de sesenta; una, de unos cuarenta. El resto no pasa de treinta y siete. Aparte de las que tengan mala movilidad, a pocas voy a poder descartar como sospechosas. Necesito determinar móvil, beneficio y oportunidad.» La carretera zigzagueaba ante él, los árboles se sucedían. «Móvil, beneficio, oportunidad… Móvil, beneficio…» Un frenazo al cruzarse algo ante el coche detuvo en seco el curso de sus pensamientos, al igual que el vehículo, que quedó clavado en medio de la carretera. Con los ojos muy abiertos, Valiente miró a través de la luna del parabrisas. Un precioso zorro detenido ante él lo miraba fijamente a los ojos. Estupefacto, Valiente le devolvió la mirada cuando el animal, satisfecho de su escrutinio, dio dos saltos y se perdió en el interior del umbrío bosque. «Un zorro listo y ágil, rápido… Desde luego —pensó—, no puede ser una monja impedida o patosa, sino alguien joven…»

La entrada al monasterio continuaba vigilada. Valiente apenas saludó y se dirigía ya a la puerta cuando fue detenido por una monja muy anciana a la que todavía no había interrogado.

—¿Es usted policía, señor? —preguntó la mujer, analizándolo con detenimiento. Valiente le mostró su placa con elegancia.

—Sí, hermana. Estoy al cargo de esta investigación. —La monja tomó su mano; las de ella estaban heladas. Lo miró con fijeza, buscando el fondo de sus ojos.

—El mal ha entrado en esta casa, señor. Expúlselo. Pronto, antes de que lleguen más desgracias —suplicó la mujer.

—Claro, hermana. No se preocupe, no es el mal, solo una persona mala, y eso es fácil de expulsar.

«Místicas —pensó—. Ven proverbios por todas partes.»

Apenas hubo entrado, le salió al paso la madre Emilia con el mismo aspecto atribulado que ofreciera por la mañana. Se acercó a él a buen paso y lo saludó con cortesía.

—Buenas tardes, inspector. ¿Puedo ayudarlo en algo?

—Sí, madre. He venido a proseguir los interrogatorios. ¿Voy a la misma sala de esta mañana?

—Si así lo desea, como guste. Pero la tarde está buena, le aconsejo el patio. Yo mandaré llamar a las hermanas, ¿le parece bien?

—Me parece perfecto. Si es tan amable, comenzaré por interrogar a las que llegaron el año pasado, las más jóvenes.

—Muy bien, voy a avisar —dijo en tono suave, alejándose de él por el claustro.

El claustro del monasterio, al igual que todos los que conocía, le pareció a Valiente un remanso de paz. Una galería de arcos de medio punto lo recorría, con finas columnas que lo separaban del patio central, donde un gran ciprés se enseñoreaba del jardín bien cuidado y lleno de flores. Los capiteles tenían representaciones en relieve de figuras mitológicas extrañas: sirenas con dos colas, cíclopes y otros seres pertenecientes a un bestiario sin duda habitual en la época de la construcción de la mole de piedra.

El inspector se sentó en el muro bajo que separaba ambos espacios, mirando hacia el enorme árbol. «Una lanza», fue el pensamiento que le vino a la cabeza y, con él, el arma del crimen. Esa idea lo hizo dar un respingo al oír tras de sí una suave voz.

—¿Me ha mandado llamar?

Valiente se puso en pie y se halló ante una monja de su misma estatura, de mirada limpia y gris, piel joven y labios hermosos, que dibujaban un insinuante arco de cupido. Le llamó la atención que no usase gafas; todas las usaban, o al menos eso creía recordar. En todo caso, las largas pestañas y las cejas bien dibujadas resaltaban el hecho de que aquella monja no utilizase gafas.

—Buenas tardes. ¿Usted es…?

—La hermana Raimunda —contestó la joven. Valiente sintió asombro ante un nombre tan rotundo.

—Gracias, hermana. ¿Conocía usted bien a Cecilia y Ángela?

—Sí, inspector.

—¿Tenía amistad con alguna de ellas, o con ambas?

—Sí, inspector. —Valiente la miró con fastidio.

—Discúlpeme, pero esto puede eternizarse si tengo que estar sacándole las palabras con sacacorchos. Puede usted explicarse con todos los detalles que quiera, cualquier información puede ser útil, y me consta que la madre abadesa les ha dado permiso para colaborar conmigo. Colaborar significa, en este caso, contarme lo que sepa, así que no tema usted faltar a la regla de san Benito y explíquese, si es tan amable.

La joven hermana apretó los labios antes de responder.

—Lo siento, inspector. Es porque no solemos hablar demasiado. Contestamos a lo que se nos pregunta y poco más.

—Bien, pues le ruego que me explique cuándo conoció a la hermana Cecilia y a la hermana Ángela y cómo era su relación con ellas.

La hermana Raimunda se quedó pensativa un momento. Luego comenzó a hablar sin mudar el gesto.

—La hermana Ángela y yo estudiamos juntas desde secundaria. No éramos grandes amigas al principio. Después sí, al descubrir ambas nuestra vocación.

—¿La descubrieron a la vez? —preguntó Valiente asombrado.

—No, ella se interesó por todo esto en primer lugar. Quizás por nuestra amistad, despertó mi curiosidad también y me sentí atraída por esta vida. Al poco supe que era mi vocación. —Guardó silencio, esperando que fuera suficiente. Sin embargo, la mirada clara y expectante del inspector le dijo que debía continuar. De manera que se resignó y siguió hablando—. La hermana Ángela fue la primera en tomar el hábito. Tras el tiempo de postulantes y el noviciado, profesamos y servimos en el mismo monasterio, y cuando pidieron voluntarias para venir aquí, nos entusiasmamos con la idea y nos presentamos a la que entonces era nuestra abadesa.

»Ángela había estudiado restauración de obras de arte, así que le apetecía mucho servir en este monasterio, cuya fuente de ingresos viene precisamente de ese tipo de trabajos. A mí me llamaba la atención la biblioteca, que tiene manuscritos y libros muy antiguos, así como la restauración de tallas románicas. Llegamos aquí junto con otras cinco hermanas, hace ahora medio año.

»Cecilia y Ángela congeniaron bien desde el principio. La hermana Cecilia era una maravillosa restauradora, según me explicó Ángela, y pronto la convirtió en su ayudante. Más que eso, le dio autoridad para dirigir personalmente la restauración de algunas piezas muy importantes.

—Sin duda, eso las acercó mucho… —dijo el inspector con la esperanza de obtener alguna revelación.

—Sí. —La joven evitó su mirada—. Tanto que las dos cayeron en desgracia ―contestó con la voz claramente quebrada. Valiente acercó una mano a su cabeza para consolarla, pero no se atrevió a tocar a la monja. Ella levantó la vista y sus ojos aparecieron húmedos—. Es horrible, inspector. Horrible.

—¿Sabe usted de alguien que pudiera querer hacerles daño? —aventuró él. Ella lo miró, claramente escandalizada.

—¿Daño? Pero ¿cómo puede usted…? —respondió, con una mirada candente.

—Hermana —la calmó Valiente—, yo no puedo, ni creo, ni pienso. Solo sé que hay aquí dos mujeres que han muerto en unas circunstancias horribles y que es necesario averiguar esto. Lo único que puedo hacer para eso es preguntar. No juzgo a nadie, así que le ruego que no me juzgue a mí.

La monja respiró despacio, con los ojos cerrados, y se aprestó a seguir el hilo de las preguntas de Valiente.

—Yo tengo la impresión de que nadie las odiaba. Cecilia era la restauradora, Ángela era su pupila. Es cierto que, cuando nosotras llegamos, era la hermana Agustina quien más ayudaba a Cecilia, pero creo que para ella fue un alivio liberarse de esa carga en favor de una más joven y más preparada. Y Catalina estaba siempre muy próxima a Ángela, igual que un perrito faldero… Será porque no tiene mucho carácter y Ángela era toda alegría y temperamento. Somos monjas, señor —miró a Valiente fijamente a los ojos, cambiando de uno a otro, como todo el mundo hacía, para decidir cuál de los dos era su favorito—, pero eso no nos hace menos humanas. Aunque somos profesas y hemos renunciado a muchas cosas, nuestra naturaleza está ahí. Puede haber celos o rencillas sin llegar hasta ese extremo, inspector.

Valiente la observaba con fijeza. Hablaba despacio, obligándose a no apresurarse, a pensar, a reflexionar. Al igual que la hermana Prisca, Raimunda le dio la impresión de ser una mujer de nervio, cuya vocación la había maleado hasta el punto de contener sus emociones y respirar hondo antes de hablar. «¿Será sano tanto autocontrol?», se preguntó, recordando a los hooligans ingleses y sus reacciones atávicas por cosas tan absurdas como el resultado de un partido.

Con la hermana Presentación, Valiente tuvo una impresión bien distinta. Templada de modales y formas, incluso demasiado, entró despacio, con la cabeza gacha, y se quedó de pie junto a la silla, sin mirarlo a los ojos, cosa que no varió durante todo el interrogatorio. Esta hermana, pensó, sí usaba gafas. Y, desde luego, no comía demasiado; todas cuantas había conocido hasta el momento eran mujeres magras y ligeras.

—La pérdida de los manuscritos es terrible —dijo la monja en un susurro—. Venían investigadores de todo el mundo, incluso de universidades prestigiosas.

—¿Sí? ¿De cuáles? —preguntó el inspector tras un incómodo silencio.

—Eton, Princeton, Heidelberg —contestó la hermana con parquedad. Valiente respiró hondo.

—Y ¿alguna de esas personas pareció sospechosa, alguien mostró interés en que le prestaran los documentos? —Un nuevo silencio prolongado. Valiente conservó la calma con dificultad hasta que la monja decidió contestarle.

—Eso se lo tendría que preguntar usted a la hermana María José, la archivera. Ella se encarga —respondió sin levantar la vista y con el mismo hilo de voz que predominaba en la conversación. Valiente estuvo tentado de darle las gracias y despedirla, pero eso no era posible; necesitaba más datos. Decidió armarse de paciencia y continuar sacando con calma las palabras a la monja.

—Sobre las hermanas fallecidas, ¿observó si alguien estaba enemistado con ellas?

—No, señor. Las visitas vienen sobre todo a la iglesia, no creo que nadie prestara atención a las hermanas. —Valiente observó que Presentación descartaba las sospechas sobre las monjas de la congregación—. Aunque hay un grupo en el pueblo… —añadió, y guardó silencio nuevamente. El inspector ahogó un suspiro con dificultad.

—¿Qué grupo?

Skinheads. Unos chicos extremistas. La otra semana fuimos a la ciudad la hermana Catalina y yo a comprar zapatos para dos hermanas, y había una protesta. Parece que atacaron el local de unos chicos homosexuales y los vecinos acusaban a un grupo de radicales. Quizás alguien así atacara a nuestras hermanas.

Era difícil escuchar sus palabras, en tono tan bajo y, además, mirando al suelo. De todos modos, al inspector Valiente le costó creer que unos skinheads homófobos fueran a un monasterio a atacar a dos monjas y robaran un documento del siglo XI. Aunque, naturalmente, cosas más raras había visto. Tomó nota de ello.

—¿Qué piensa la congregación, hermana? Del crimen, de la relación de las hermanas… —preguntó, sabiendo que nadie sería menos adecuado que Presentación para contestar una pregunta como aquella.

—No lo sé, señor. No hemos hablado nada, estamos muy conmocionadas. Las jóvenes conocíamos más a Ángela y todo el mundo la amaba, así que es horrible lo que ha pasado. —Una campana sonó desde el interior: dos toques largos, dos cortos—. Señor, si no le es molestia, me están llamando.

—¿Para el rezo?

—No lo sé, señor. Me han llamado con la campana —contestó Presentación, poniéndose apenas de pie.

—Pero ¿la han llamado a usted en concreto? ¿Cómo lo sabe? —Esta vez fue la monja quien se armó de paciencia, cerrando los ojos, respirando hondo. Finalmente, logró serenarse.

—Cada una de nosotras tiene su propio toque de campana, señor. Es la mejor manera de comunicarnos en un espacio tan grande. —Valiente compuso un gesto de asombro.

—Oh…, vaya entonces, hermana, por supuesto —dijo aliviado—. No la entretengo más. Eso sí —añadió—, es posible que necesite hacerle más preguntas en estos días.

—Estaré aquí, inspector. —La hermana Presentación miró a los ojos a Daniel Valiente por primera vez, y una bella sonrisa adornó su expresión—. No voy a moverme. Si me necesita, simplemente mándeme llamar —afirmó, y salió por uno de los arcos en dirección al claustro.

La hermana Teresa le pareció mucho más directa que Presentación. Igualmente delgada y con gafas, pero con esa chispa que lucen las personas de agudeza mental, le agradó nada más verla. Ella se sentó a su lado sin remilgos y lo estudió despacio. Sin embargo, no le aportó mucho más de lo que ya sabía sobre Cecilia y Ángela, aparte de comunicarle que estaba ayudando con mayor asiduidad en el taller de restauración.

—La pintura me fascina y cada vez nos traen más lienzos, inspector. En el pasado hice pequeños cursos y me estoy planteando dedicarme. Me gusta todo el arte, en especial la música.

—¿Toca el órgano en la iglesia?

—Las campanas. Es muy divertido.

Valiente la miró encantado.

—¿Tocar las campanas es divertido?

—¡Pues claro que lo es! Cada una con su propio sonido, y esas pesadas maromas que te levantan los pies del suelo al subir —afirmó alegremente—. Aunque toco más instrumentos musicales, claro. De veras, adoro la música.

Valiente no salía de su asombro. Había esperado encontrar un grupo homogéneo de mujeres orantes, calladas y sin criterio propio; nada más lejos de la realidad de Santa Maria de Bruguers. Aquel era un grupo de lo más variopinto, con tantas individualidades como individuos y un montón de inquietudes de todo tipo.

La hermana Catalina era desgarbada y alta, algo menos delgada que la mayoría. Taciturna y con mucha más vida interior que social, le dio a Valiente la impresión de adolecer de gran timidez y palabra poco fluida. La monja le habló con especial cariño de la fallecida Ángela, a la que parecía ser bastante cercana.

—No es que hablemos mucho, pero es muy amable conmigo. Siempre es atenta y me sonríe, es muy alegre y me contagia su alegría —declaró, hablando de ella en tiempo presente, mientras su mirada se perdía por las cuatro esquinas del patio. Valiente pensó que, sin duda, aquella monja que caminaba algo encorvada pese a su juventud, una mujer de aspecto gris y anodino, debía de valorar mucho aquellas muestras de afecto que venían de alguien que, según todos los indicios, brillaba con luz propia.

—También conoció a la hermana Ángela en el monasterio de Ávila, ¿cierto?

—Sí, señor.

—¿Y a qué se dedicaban ahí?

—Bueno… Cantábamos.

—¿Cantaban? ¿Todo el día? —preguntó Valiente maravillado.

—Bueno, es la principal actividad de ese monasterio. Sacan álbumes y con ello ganan dinero para el mantenimiento del lugar y para cubrir las necesidades de las hermanas, ya sabe.

El inspector se sentía cada vez más maravillado. Había visto ya algunos álbumes de monjes, de los de Silos, si no recordaba mal, y algunos otros; coros hermosos cantando todo tipo de canciones. Le había parecido una idea bastante original que veía fuera de contexto en un ámbito religioso. Con la explicación de la hermana Catalina, el asunto cobraba sentido.

—Pero ¿todas tienen buena voz? —quiso saber.

—Esa es la cuestión, que algunas no somos muy buenas en eso. Por esa razón me apunté a venir aquí, pensé que quizás sería más útil, aunque allí me encomendaban otras tareas. La verdad —añadió arrugando la nariz—, casi todas las que vinimos cantamos bastante mal.

Valiente reprimió una carcajada, imaginando un disonante coro de monjas jóvenes.

—Y aquí, ¿qué hace usted? ¿En qué colabora?

—Soy la sacristana, ayudo al párroco en las misas —contestó con orgullo. El inspector pensó que aquella mujer, probablemente, se sentía mucho más útil realizando aquella labor que cuantas le encomendasen en el monasterio del que provenía.

La hermana Elvira tenía un bello rostro. No de esa belleza indómita que adornaba las facciones de Raimunda, con sus insinuantes pestañas y labios. Era más bien lánguida y suave, de cabello rubio claro y piel blanca. Sus ojos azules no parecían tener un fondo capaz de ocultar nada.

—Ángela era, ¿cómo le diría? Un sueño. —Valiente la miró alerta—. Sus atractivos hacían que todos quisieran complacerla. Amable, cariñosa, simpática y con buen humor. Aquí, ¿sabe?, no siempre es fácil el día a día. Pero una se sentía feliz solo de verla por la mañana. No me malinterprete, inspector —sentenció al ver la seriedad de Valiente—. Yo no estaba enamorada de Ángela ni nada por el estilo. Ella era una persona seductora. ¿Conoce a alguien así? Esas personas que solo te dan ganas de hacer lo que sea para que estén contentas, porque ni siquiera lo hacen aposta.

Valiente afirmó con la cabeza. Conocía a más de una persona que coincidía con esa descripción.

—Me he tomado la libertad de traerle una foto, señor. Aquí estamos las dos con Prisca…, con la priora. Es de la última fiesta de Santa Cecilia —le dijo, alargándole una pequeña instantánea en la que aparecían las tres mujeres. Y entonces comprendió cuanto había escuchado sobre Ángela hasta el momento. Tenía un rostro simétrico, hermoso, de facciones muy bien dibujadas y mirada profunda, hipnotizadora. Lo más notable era el aura limpia, la sonrisa sincera y la franqueza que su gesto revelaba.

La madre Emilia fue a su encuentro y se sentó a su vez junto a él.

—Ya ha interrogado a las jóvenes, las que llegaron el año pasado. ¿Quiere descansar? Esto es pesado, quizás desee seguir mañana.

—No se preocupe, madre. Se lo agradezco de corazón, pero el tiempo apremia. Interrogaré a las que llevan más tiempo aquí.

—Como guste, inspector. Si desea tomar algo, se lo haré traer por alguna hermana.

—Nada de eso, madre, no quiero molestar. Sigamos, por favor.

La siguiente en llegar fue la anciana que le había hablado en la entrada. Su cara severa y su ceño fruncido transmitieron al inspector una cierta zozobra.

—Soy Antonia, enfermera en funciones —dijo en tono bajo.

—Oh, disculpe, hermana…

—Antonia —repitió la mujer con sequedad, alzando la voz.

—Gracias. Creí que era usted la portera.

—Eso lo hacía antes, agente.

—¿Antes de cuándo, por favor? —preguntó Valiente, divertido al oírse llamar «agente».

—Antes de la llegada de esas jóvenes —contestó Antonia, con un cierto tono de desprecio que sorprendió al inspector jefe.

—Ya veo —se limitó a decir—. ¿Quién se encarga ahora de la portería?

—La hermana Luz. Al ser más joven, soporta mejor la intemperie.

—Y usted, ¿de qué se encarga?

—De la enfermería —dijo Antonia, haciendo un amago de sonrisa—. Parece que tiene usted la atención un poco dispersa, joven.

—Disculpe, estaba tomando notas —observó Valiente, algo fastidiado ante la justa afrenta que acababa de recibir—. Así que es usted enfermera.

—No, tan solo tengo algunos conocimientos de primeros auxilios, pero ya es algo si una tiene fiebre o se hace daño trabajando. La mayoría de las hermanas van al ambulatorio de la ciudad vecina… ¡Antes no hacía tanta falta salir de aquí a todas horas para cualquier cosa! —aseveró.

Valiente comprendió que se hallaba ante una monja no solo anciana, sino también a la vieja usanza, de manera que trató de no exasperarla más de lo que ya parecía estar.

—¿Qué sabía usted de Ángela y Cecilia?

El rostro de Antonia se contrajo en un gesto aún más severo y frunció con fuerza los arrugados labios.

—Que esa muchacha, Ángela, solo trajo el mal y el daño a nuestra casa, eso es lo que sé.

—¿Por qué? —Valiente se irguió en su silla—. ¿Acaso obligó a Cecilia a relacionarse con ella?

Sin quitarle la vista de encima, Antonia habló en un susurro.

—Claro que no, pero usó todas sus artes… Esa muchacha no era buena, señor.

—Pues tengo entendido lo contrario —contestó el inspector, tratando de no parecer airado—. Todas hablan maravillas de ella, dicen que era buena con todos.

—Malas artes… —musitó.

—Entonces —dijo Valiente, recuperando la compostura y tosiendo un par de veces—, ¿cree usted que alguien quería el mal de esas mujeres?

—Eso es evidente —respondió la vieja monja, con una sonrisa que erizó los vellos de la nuca del inspector—. Si no, ¿cómo explica lo que les ha pasado?

«Si no fueras una anciana menuda y encorvada, obviamente débil, ya tendríamos una clara sospechosa», pensó, sintiendo un intenso escalofrío a lo largo de la columna vertebral.

Continuó el interrogatorio con las hermanas restantes, tomando nota de cuanto le decían, observando el tono, los gestos. Cosas que podían ser útiles más tarde, cuando repasara toda aquella información.

Al finalizar, Valiente salió del patio y tomó la galería para dirigirse a la puerta. «Skinheads… No creo, desde luego. Además, con lo ruidosos que son… Bah, absurdo. Me inclino, más bien, porque haya sido alguna beata loca… O un coleccionista. Pero ¿el crimen? Eso lo descuadra todo… Aunque, por supuesto, habrá que hacer las comprobaciones oportunas. Todas esas mujeres parecen tener buena relación y una sincera admiración hacia las fallecidas… Todas, excepto Antonia, claro», pensó, sintiendo de nuevo el escalofrío de antes.

Embebido en sus pensamientos, Valiente chocó sin querer con una monja que se apresuraba por el pasillo.

—Oh, disculpe, hermana… ¡Prisca! ¿No debería usted estar rezando nonas? —La monja mostró franco asombro.

—¡Vaya! ¡Sí que está bien informado! Tengo tiempo, ahora voy. Solo quería verlo un momento.

—¿Y para qué, si puede saberse? —preguntó el inspector con desconfianza.

—Para decirle que la abadesa nos ha llamado a la sala capitular fuera de horario. Eso solo lo hace cuando pasa algo muy grave, y esto lo es. Será la ocasión perfecta para observar y leer entre líneas, escuchar…

—¡Genial! ¿Puedo ir? —A Prisca le dio risa su entusiasmo.

—Por supuesto que no. No se preocupe, yo estaré y escucharé, deduciré… —añadió con aire misterioso. Valiente se puso en guardia.

—Gracias, no es necesario que deduzca nada. Yo cobro por eso, ¿sabe? Lo que necesito de ustedes son testimonios y pruebas, no deducciones. Esto no es una novela, hermana, es la vida real. Déjeme hacer mi trabajo. —La hermana Prisca inclinó la cabeza como un pájaro y lo miró con curiosidad—. Me voy, volveré mañana —dijo el inspector, volviéndose hacia la puerta y deteniéndose de pronto—. Prisca, ¿usted también tiene su propio toque de campana? —La monja asintió con energía.

—Por supuesto, como todas —contestó.

—Es curioso, ¿no? Esa forma de llamarse… ¿No es más práctico poner un mensaje con el móvil? —Prisca elevó la vista al cielo y negó lentamente con la cabeza.

—Un mensaje con el móvil… ¡Madre mía, inspector, para ser usted un dandy, tiene muy poco sentido del glamour! —le soltó con un desparpajo que dejó a Valiente de una pieza. Su gesto de pasmo le arrancó una carcajada a la priora. Airado y dolido en su pundonor, Valiente se volvió de nuevo hacia la puerta, apretando el paso con cuanta dignidad pudo reunir. Prisca detuvo la risa—. Además, aquí no usamos teléfonos móviles, ¿sabe? ¡Esto es un monasterio de clausura, inspector!

—Hasta la próxima, priora Prisca —musitó él sobre su hombro.

—Vaya con Dios, inspector —se despidió ella, mientras Valiente se volvía y le dirigía una mirada gélida antes de abandonar el recinto.

«Duro de mollera, como mi padre…», concluyó Prisca mientras, sin abandonar su sonrisa, se dirigía a la iglesia a rezar nonas.

 

17:30 h, monasterio de Santa Maria de Bruguers

Con unos gruesos guantes de jardinería que protegían sus dedos regordetes, la hermana Agustina se esmeraba en el trasplante de una mata de crisantemos. Los años se notaban; tiempo atrás, no le costaba nada inclinarse en el jardín el tiempo que hiciera falta. Ahora, en cambio, pasados los cincuenta, la espalda no parecía dispuesta a permitirle esas veleidades. Pero Agustina adoraba aquellas flores; había leído en algún lugar que, para los japoneses, el crisantemo tenía un significado según su color, como pasa con tantas otras flores. Así, el crisantemo rojo transportaba amor; el blanco, verdad y lealtad. El amarillo, en cambio, amor desairado. Se preguntó, pues, quién habría llevado al jardín aquellos crisantemos amarillos. No sabía quién los había plantado, aunque estaba claro que era necesario trasplantarlos ya. «Lo más probable —pensó— es que quien los trajera ni siquiera conociese su significado.» Concentrada en esa idea, la distrajo una sombra que se situó junto a ella, tapando parcialmente la planta. Alzó la vista y vio a la archivera observando sus evoluciones.

—María José —se limitó a decir sin tono alguno, continuando con su trabajo.

—Bonitas flores, Agus —dijo su hermana a modo de respuesta, inclinándose sobre la mata con cierta agilidad y acercando la nariz—. ¿Llevas mucho rato ahí inclinada? ¡Después habrá que ayudarte para que te endereces!

—Ya lo puedes decir, hermana… ¡Los años no pasan en balde!

—¿Qué años? Tenemos los mismos, y yo tengo bien la espalda; di mejor los kilos —puntualizó María José guasona. Agustina levantó la vista hacia ella, usando la mano a modo de visera para que el sol de la tarde le permitiera mirar a su hermana a los ojos.

—¿Tan gorda me ves? —preguntó con terror. La archivera sonrió.

—No, mujer, si es broma… Un poco gordita, pero te sienta bien.

Satisfecha, Agustina siguió con su labor. María José se agachó a su lado.

—¿Te ha interrogado ya ese inspector jefe con pinta de David Bowie? —La restauradora sonrió.

—Sí, y no he podido decirle gran cosa. Solo que estaba durmiendo y que de pronto escuché gritar a la priora y salí.

—¿No te ha preguntado nada más? A mí me ha preguntado sobre la relación de Ángela y Cecilia.

—A mí también, pero no sabía nada.

—Tonterías. —La voz de Antonia se unió a la conversación, y las hermanas levantaron la cabeza y observaron como llegaba con paso lento, avanzando por el pequeño camino de piedra del jardín—. Era evidente, esa muchacha volvió loca a Cecilia.

—No digas eso —le contestó María José, frunciendo el ceño con tristeza—. Yo estoy segura de que no la obligó a nada.

—Pues claro que no —añadió Agustina—. Cecilia era mayorcita: si algo hizo, fue porque quiso.

—Vamos a ver —Antonia se paró de pie a su lado y las contempló alternativamente—, ¿acaso había mostrado Cecilia alguna inclinación así en todos estos años? Y ya no lo digo por mí, que soy vieja… Pero Luz, por ejemplo, es joven como ella…, ¡y siempre se comportaron las dos de manera recta!

Agustina puso los ojos en blanco.

—Poco pareces saber de relaciones humanas, hermana…

—¡Naturalmente! ¡Por algo soy monja de clausura!, ¿no? Si quisiera saber de ese tema estaría en el mundo, y no retirada en un monasterio. ¡Eso es lo que debieron hacer ellas!

—En eso te doy la razón —intervino María José—. Aun así, es cierto lo que dice Agustina: esas cosas no se buscan ni surgen con cualquiera, y a Cecilia, al parecer, le pasó con Ángela de una forma tan violenta que ni siquiera pudo evitarlo.

—Eso mismo —añadió Agustina, prestando de nuevo atención a sus crisantemos.

—Yo digo —continuó Antonia— que esas jóvenes tan solo nos han traído problemas. —Sus interlocutoras se volvieron a mirarla al unísono—. Tú, Agustina, estabas de ayudante en el taller de restauración y las cosas iban bien, ¿no es así? ¿O acaso tuvisteis alguna queja de vuestro trabajo?

—Pero era insostenible —contestó pacientemente Agustina, que continuaba agachada en el suelo junto a sus flores—. Cecilia y yo no dábamos abasto; gracias a Dios teníamos mucho que hacer y nadie podía ayudarnos. La llegada de las jóvenes fue una bendición, especialmente Ángela, con sus conocimientos de arte. ¡Nuestro trabajo ganó muchísimo en calidad gracias a ella!

—Sin mencionar —dijo María José— al resto de las recién llegadas. Teresa también sabe de restauración; Elvira, Presentación y Raimunda echan una mano siempre que es necesario, y al ser jóvenes, no se cansan, y hacen además otras cosas. Y nosotras podemos ocuparnos en quehaceres que teníamos descuidados.

—Sí, yo me encargo de la cilla, que estaba desordenadísima, y ahora encuentras cualquier cosa a la primera. Lo tengo todo clasificado y va genial: cualquiera que busque algo, da con ello fácilmente. Y sigo en el taller, pero puedo emplear más tiempo y los resultados son mejores.

—Yo ya no tengo que subir a tocar las campanas, Teresa se encarga casi siempre. Me daba pánico esa escalera empinada y esos arcos con caída libre. —La recorrió un escalofrío—. No sé como nadie se ha caído por ahí todavía.

—Y Prisca —dijo Agustina— ha sido determinante. Fue un acierto elegirla para ejercer de priora, es muy buena organizando todo. Yo no me aclaro con la informática y ella se encarga de los trámites administrativos, permisos, horas para el médico… Es un enorme descanso, Antonia, y deberías estar agradecida.

—Ya veo que estáis muy contentas… Yo no digo que no hayan traído vida a nuestra comunidad, pero estoy horrorizada. ¿Vosotras, no? ¡Nunca pensé que llegaríamos a vivir algo así!

María José puso una mano sobre el hombro de Antonia y la miró a los ojos, sonriendo con suavidad.

—Hermana, sería una tontería negar la conmoción de lo que ha pasado. En verdad es algo que nos supera a todas y que nadie comprende. De todas maneras, no caigamos en culparnos unas a otras; por mi parte, voy a rezar más que nunca y a confiar en la policía, que descubrirá qué ha pasado y por qué.

—Desde luego —añadió Agustina—. Al margen de lo bien o mal que pudiera estar esa relación entre ellas, el crimen perpetrado no tiene perdón de Dios. Es necesario que ese policía vea qué ha pasado y nos lo explique bien, para que nadie ande diciendo cosas que no son.

—Parece un buen policía —dijo María José.

—¿David Bowie? —preguntó Agustina divertida.

—Ese mismo —contestó la archivera.

Ambas miraron a Antonia, que abrió mucho los ojos y, meneando la cabeza con resignación, se alejó de sus hermanas, que no pudieron evitar una discreta risa.

 

21:00 h, monasterio de Santa Maria de Bruguers

Los cantos y las lecturas de la misa se desarrollaron con serenidad. Pero, a diferencia de otras veces, un cortante frío y una infinita tristeza parecían invadir el ambiente. Prisca apenas levantó la vista para mirar a las otras, aunque se percibía el duelo, las preguntas, la sorpresa, el miedo. Era como si la oración surgiera de los labios de las pías mujeres sin sentir, sin pensar, absortas cada una en los duros pensamientos que la escena de aquella madrugada les había causado. La priora estaba segura: cada una, al igual que ella misma, había extraído sus propias conclusiones, aunque sin duda era todavía demasiado pronto para digerir aquellos acontecimientos. La pequeña monja decidió mantener la cabeza baja y concentrarse en la oración; habría, sin duda, tiempo para todo.

Al concluir el rezo, las hermanas, precedidas por la madre abadesa, fueron en silencio a la sala capitular, en la planta baja del monasterio. Se dispusieron alrededor y, sin decir nada, la madre Emilia ocupó la zona central de la habitación.

—Hermanas —dijo con voz clara y limpia—, todas sabemos lo que ha sucedido esta mañana. Alguien ha llevado a cabo un espantoso crimen contra dos de nuestras hermanas en Cristo. Ellas mismas estaban cometiendo una falta. Nada habían dicho sobre sus sentimientos ni su relación y, que yo sepa, no habían pedido a Roma su renuncia como religiosas. Día tras día nos reunimos en esta sala para confesar nuestras faltas, pero jamás dijeron nada públicamente, ni en señal de arrepentimiento ni por el hecho de desear cambiar de vida.

»Bien es sabido por todas que nuestra Orden no hace el voto de castidad; también que este tipo de relaciones no pueden mantenerse entre estos muros. Nos debemos a la regla de san Benito. Debieron confesarlo o, quizás, pedir permiso para dejarnos. No lo hicieron, manteniendo, por lo que puede deducirse, una relación secreta, y contraviniendo de ese modo nuestra forma de vida. Dios me juzgará por la actitud de esas dos almas a mi cargo, y no tengo excusa: ante él pediré perdón humildemente y aceptaré el castigo que merezca. Pero hay algo más.

»Han ocurrido otros delitos. Además del doble asesinato, perpetrado sin duda por una persona desalmada que, por razones que desconocemos, decidió acabar con la vida de nuestras hermanas de manera horrible, también nos han sido sustraídos los manuscritos de nuestra honorable huésped, santa Hildegard von Bingen. —Miró despacio a su alrededor, hallando tan solo cabezas gachas y ojos cerrados, salvo los de la hermana Prisca, que, igual que ella, observaba a cada hermana con atención.

»La policía se pregunta si ambos delitos han sido cometidos por la misma persona y si tienen relación. Ese es su trabajo y debemos dejarlos investigar, sin inmiscuirnos en sus pesquisas. —La madre miró por el rabillo del ojo a la priora, que no levantó la cabeza—. Las conmino a todas ustedes a responder a cuanto les pregunten que pueda favorecer la investigación, según me consta que ya han hecho y les pido que continúen haciendo, así como colaborar con la policía en cuanto les sea menester. Y… —hizo una pequeña pausa, suavizó su voz y fijó la vista en las hermanas, una por una— si alguna tiene algo que decir, algo que le pese, ahora es el momento. Por supuesto, mi puerta está abierta para escuchar cualquier inquietud que las perturbe.

La madre Emilia salió del centro de la sala, se situó al lado de las hermanas y bajó la vista. Fue la hermana Teresa la primera en hablar.

—Yo sentí envidia —dijo—. La hermana Agustina me estaba enseñando su trabajo y yo tenía la esperanza de poder repintar la imagen de Nuestra Señora de Meritxell que nos mandaron desde Andorra. Pero no tenía titulación y la hermana Cecilia eligió a Ángela, que sí la tenía. Lo siento —dijo con la voz sollozante mientras volvía a guardar silencio.

—Yo sentí celos. —Raimunda alzó la voz—. Ángela era mi amiga y ahora pasaba casi todo el tiempo con Cecilia. Lo siento.

—Yo… sentí rabia. —María José, encargada del archivo, habló en voz baja—. Hace ya muchos años que me dedico a la conservación de los documentos de santa Hildegard, mucho antes de que ella fuera santa, cuando era venerada como doctora de la Iglesia. Los restauré uno por uno, les eliminé el moho y todas las manchas, restauré las letras borradas, usando tintas sintéticas que emulaban exactamente a las originales… Y cuando supe que los habían robado, me indigné. Se llevaron el fruto de mi trabajo de tantos años… Me enorgullecía del resultado de mi tarea, olvidando que la hice para mayor gloria de Dios. Pequé de rabia y orgullo, y lo siento —dijo en un susurro.

El silencio reinó en la sala los siguientes minutos, tras los cuales, la madre abadesa dio permiso a sus hijas en Cristo para retirarse y descansar, dispensándolas de su trabajo en aquel aciago día, hasta la hora de vísperas.

Prisca se dirigió directamente a su celda y sacó del pequeño armario el ordenador portátil que, como administradora y contable del monasterio, guardaba. Al menos, esa era la versión oficial ante sus hermanas, que no conocían sus actividades novelescas. Lo puso en marcha y abrió la página de Tusescritos.com, donde solía escribir. Una a una, las historias que había publicado en los últimos meses desfilaron ante sus ojos. Una sonrisa se pintó en su cara al descubrir el sobrenombre de su principal seguidora, Ruth, su querida sobrina. Todavía recordaba la contrariedad que causó en la chica que su tía Prisca, la que había cuidado de ella desde siempre, fuera a recluirse en un monasterio.

Su hermano se había casado con una mujer hermosa que trajo a este mundo a la preciosa Ruth, de grandes ojos azules que todo lo veían, tanto por fuera como por dentro. Niña amable y bondadosa, fue, sin embargo, descuidada por su madre cuando esta se divorció del hermano de Prisca y pasó a dedicar desde entonces su vida a sí misma. Su padre se fue a vivir con otra mujer y Ruth, a sus ocho años, quedó en tierra de nadie, teniendo una familia sin tenerla. Prisca, que por entonces era adolescente, se acercó a la pequeña y le dedicó todo el tiempo que sus estudios le permitieron. La llevaba a cines, exposiciones, al zoológico, al acuario, a cualquier lado que la hiciera feliz. Pero lo que más le gustaba a Ruth eran las historias que su tía inventaba. Los cuentos empezaron a saberle enseguida a poco a la inteligente niña, así que Prisca comenzó a idear historias de misterio y, más adelante, Ruth y Prisca comenzaron a escribir a cuatro manos novelas policíacas. Poco después, la joven sobrina le hizo saber que era posible publicar en internet esas historias y hacerlas llegar de forma gratuita a un gran público, de modo que publicaron algunas juntas. Fue entonces cuando la chiquilla tuvo la idea de firmar los escritos que publicaban con el sobrenombre del Ángel Blanco.

Tuvieron muy buena acogida y Ruth parecía entusiasmada con la idea. Continuó escribiendo y decidió ser novelista. Acababa de iniciar sus estudios de Filología cuando su querida tía le anunció que iba a entrar en un monasterio.

—¡No puedes estar hablando en serio! ¿Tú, monja? ¡Venga ya! ¡No me hagas reír! —exclamó, aunque su cara no parecía en absoluto presta a la risa.

—Ruth. —Prisca no supo contestarle enseguida—. Es mi camino, lo sé. Quiero hacerlo, siento esa pulsión.

¿Cómo explicarle? Su vida no había sido especialmente difícil, era cierto, y desde muy niña le gustó la teología y el estudio de las religiones. Siempre tuvo fe y no le importó decirlo sin tapujos ni practicarla, para incomprensión de la mayoría de sus amigos y familiares. Nada le daba mayor paz que entrar en una iglesia y, secretamente, siempre había mirado con cierta envidia a las monjas, unas mujeres que le parecían independientes y autosuficientes, distinguidas por su hábito de la podredumbre de un mundo que se venía abajo en caída libre por la falta de valores y, sobre todo, por una absoluta carencia de amor al prójimo. De manera que, finalmente, decidió dedicarse en cuerpo y alma al que había sido su sueño desde muy temprana edad, dijeran lo que dijesen sus familiares. Claro estaba que Ruth formaba parte de ese peculiar colectivo: su familia.

—¿Pulsión? —le gritó—. ¿Qué pulsión, la de que te manden todo, la de flagelarte, la de pasar el día culpándote de los males de este mundo encerrada en un convento? ¿Cosiendo sotanas y vistiendo santos? ¿Esa pulsión?

Prisca había guardado silencio un minuto. Después, probándose a sí misma, sacó temple y calma y le contestó.

—Eso no es así, Ruth. Voy a un monasterio, no a un convento. Y, desde luego, no nos flagelamos ni nada de eso. Y no voy a coser sotanas. Soy informática, y también administrativa. Puedo llevar las redes y la administración del monasterio. Haré un trabajo, Ruth. Claro que rezaré… Querida, nadie me va a estar pisando, esas cosas son antiguas. La vida en los monasterios ha cambiado, estamos en el siglo veintiuno. De hecho, en los benedictinos no ha sido nunca como crees. En realidad, el concepto de la gente es bastante novelesco por culpa de ese monje albino de Dan Brown y cosas por el estilo…

—¿Y nuestros escritos, nuestro Ángel Blanco?

—Ruth. —Prisca trató de abrazarla—. Sé que te hago daño, pero debo seguir mi camino, igual que tú debes seguir el tuyo. —Levantó la mano para acariciarle el pelo. La chica se desasió del gesto.

—¡Déjame! ¡Hazlo, sigue tu camino, como todos! ¡Olvídate de mí!

En los días posteriores, Ruth no había querido verla. Prisca tuvo un verdadero conflicto interior; se preguntó si estaba siendo egoísta o si obraba mal al seguir su destino. Rezó mucho, ya que parecía que la oración le daba respuestas. Finalmente, llegó a la conclusión de que debía seguir su senda, aunque dejándole claro a Ruth que siempre iba a estar ahí para ella. Sin embargo, la chica no había consentido en dirigirle la palabra. No contestaba sus llamadas, sus mensajes o sus correos.

Pasado algún tiempo, una vez en el monasterio, después de los meses de preparación y justo al comenzar el noviciado, la hermana Prisca supo por su hermano que Ruth había caído enferma de fibromialgia y permanecía en cama, convaleciente. Trató de contactar de nuevo con ella, sin éxito. Sin saber qué hacer, Prisca estuvo dándole vueltas durante días y, finalmente, acudió a la que entonces era su madre abadesa. Le habló de su inquietud para con su sobrina, de su miedo a que la chica se sintiera demasiado sola y abandonada y de la negativa de esta a comunicarse con ella, así como de su reciente y grave enfermedad. Le dijo que aquello era una herida abierta en su corazón que la anclaba demasiado, aunque sus convicciones eran cada vez mayores. Y le contó su experiencia de autora de novela policíaca y que tenía un seudónimo, aunque no le dijo cuál.

—Si está en cama, seguro que se conecta a internet. Si continúo escribiendo para ella con el mismo seudónimo que usábamos…, sin duda, leerá mis historias y se sentirá en compañía.

La abadesa dudó unos instantes. Prisca era demasiado joven y era posible que aquello la apartase de su vocación. Llegó a la conclusión de que, si así era, bien estaba; debía tener la oportunidad de saber cuál era su camino, cuáles sus deseos y necesidades, antes de profesar. De modo que le dio su permiso para escribir.

Pronto, el Ángel Blanco retomó sus escritos policíacos y, con gran alegría, empezó a ser seguido por el Pequeño Ángel Blanco; su sobrina ni siquiera disimuló el seudónimo. Conseguido su objetivo, Prisca no dejó nunca de escribir para su querida Ruth, aunque eran ya varios miles sus seguidores. No tardaron los comentarios del Pequeño Ángel Blanco, tímidos al principio, cada vez más personales después, aunque la inteligencia de Prisca le aconsejó no pasar nunca ciertas barreras; la línea era frágil y no quería romperla bajo ningún concepto.

Y así, al llegar a Santa Maria de Bruguers, comentó a la madre Emilia sus actividades en internet. Esta, al ver a una monja ya profesa, entregada, humilde y cumplidora, que sentía que era su deber mantener la relación con su amada sobrina enferma y sola de una forma tan peregrina, no puso inconveniente alguno en que la hermana Prisca continuara con sus escritos, «siempre y cuando no alteren otras obligaciones que usted tenga».

—Por supuesto, madre, descuide; soy de dormir poco —había contestado sonriente.

Al revisar los comentarios, en busca de alguno de Ruth, Prisca vio que tenía un nuevo seguidor. Nunca prestaba mucha atención; crecían como setas y ella daba gracias a Dios por permitirle llevar un poco de paz y distracción a atribuladas vidas que desconocía. Pero ese nuevo seguidor atrapó su mirada: el Príncipe Valiente. La monja se regocijó, gratamente sorprendida.

«Perfecto, inspector; pues vamos a ello.» No le pareció prudente transmitir al mundo el proyecto que se estaba formando en su cabeza, de modo que revisó la configuración de privacidad de su página para que tan solo el Pequeño Ángel Blanco y el Príncipe Valiente pudieran leer su nueva historia. Hecho esto, comenzó a escribir.

MISTERIO EN EL MONASTERIO

En aquella terrible noche, la lluvia chocaba contra los cristales formando un siniestro eco en el pasillo de celdas. Dos cuerpos sin vida, atravesados por una larga espada, yacían en el sencillo catre. Y la sagrada reliquia… ¡había desaparecido! ¿Quién pudo entrar aquella noche negra en el monasterio? Parecía difícil de creer… Los viejos goznes de la puerta hacían mucho ruido, muchísimo, además de que siempre se hallaba cerrada con llave de doble vuelta, una llave que la portera llevaba encima a todas horas. ¿No habría la comunidad escuchado ruido semejante en el silencio de la noche? Y el archivo donde se guardaba la reliquia, ¿no habría sido registrado hasta dar con ella, que no se hallaba expuesta al público? Y, sobre todo, ¿por qué habría querido el ladrón cometer un doble asesinato?

El maravilloso e inteligente policía al cargo de la investigación no podía saberlo, pero la noche siguiente, en la sala capitular, varias de las monjas mostraron cierta inquina hacia las fallecidas. La monja campanera habló de envidia, la monja sin gafas habló de celos, la monja archivera, de orgullo y rabia… Sin embargo, lo mejor fue lo que nadie dijo. Los silencios, los ojos que no aparecían hinchados por el llanto, las miradas de soslayo… Incluso la canción que la monja cillerera cantaba bajito mientras iba a la intendencia a inventariar… Y es que la idea de que hubiera entrado un intruso parecía del todo absurda. ¿Sabría un intruso dónde se guardaba la sagrada reliquia? ¿Se habría arriesgado un intruso a entrar de noche en un monasterio, un lugar lleno de monjas de sueño ligero, para robar unas viejas páginas? ¿Habría tenido un intruso tantas precauciones como para romper una cerradura sin ser oído, después de abrir con llave la puerta del monasterio, que no aparecía forzada? ¿Era posible hacer tal cosa sin un cómplice dentro? Y, sobre todo, ¿se arriesgaría un intruso aún más, subiendo al pasillo de celdas, abriendo únicamente la celda donde yacían las dos monjas amantes y asesinándolas de una forma tan ruda, a riesgo de ser descubierto, oído, incluso reducido? ¿Por qué?, ¿para qué?

Con una sonrisa, la hermana Prisca cerró el pequeño portátil. «Ahora, veamos qué pasa, querido Príncipe Valiente.»

 

23:50 h, Barcelona

El inspector Valiente daba vueltas por su pulcro apartamento de un solo ambiente.

—¡Maldita monja! —exclamó. El ruido del tráfico nocturno del centro de la ciudad apenas llegaba a través del doble acristalamiento de la ventana que daba a la avenida, poco concurrida a tan altas horas de la noche. El sonido amortiguado arrullaba su cerebro y le permitía trabajar sin distracciones—. ¿Qué sabe ella? Un intruso puede perfectamente entrar, es muy fácil hacerse con la llave de unas monjas confiadas… ¡Seguro! Y un buen ladrón puede forzar cualquier cerradura… ¡Anda que no lo he visto veces! —decía en voz alta para ordenar mejor sus pensamientos—. Lo malo es que no hay huellas. Ni en el palo, ni en el suelo… Hay que esperar a la Científica, que terminen de pasar el informe. Porque si no, ¿una de ellas? Eso sería… bizarro cuando menos.

Se dirigió deprisa a la cocina y sacó de la nevera una botella de zumo de naranja. Se sirvió un vaso y lo bebió de un trago.

—Endemoniado caso. Mañana vuelvo… ¡Mañana les saco todo lo que no me están contando!

Y, enfadado, se metió en la cama y tomó de su mesita de noche un libro, Vida y visiones de Hildegard von Bingen, con la esperanza de que lo ayudase a dormir.