TAN HERMOSA EN SU ATAÚD

1

—Murió Lucina —dijo mamá con voz trémula y con el peso de la derrota sobre sus hombros.

Sus palabras me cayeron encima como un balde de agua helada que me empapó de tristeza hasta los huesos. No supe qué hacer en ese momento, si abrazarla o decir algo que mostrara mi aflicción también. Finalmente me quedé tieso, con los brazos colgando e incapaz de articular alguna frase de consuelo.

Ella entendió mi estado de conmoción y abrió los brazos, no para consolarme porque (maldita sea) no corrieron las lágrimas por mis mejillas en ese momento tan oportuno, sino para manifestarme su dolor. Me estrechó con fuerza como si al hacerlo le impidiera a la muerte que se llevara a otro hijo; y sus lágrimas mojaron mis mejillas mientras soltaba sollozos que le hinchaban el pecho. Luego me miró, vio una o dos lágrimas humedeciendo mis mejillas y exclamó:

—No llores, mi niño. No llores. Tu hermana al fin ya descansó.

Me limpié con el dorso de la mano derecha y di dos pasos atrás, a la vez que mamá y su comadre Juanita se fundían en un abrazo que se prolongó durante un minuto, intercambiando frases de consuelo y de aliento. Me encontraba afuera de la habitación y pronto más personas se arremolinaron frente a la puerta al enterarse del deceso. El padre Antuna le había brindado la extremaunción. Boris pasó, desinteresado, moviendo alegremente la cola, y yo le deslicé una caricia en el lomo. Fui hasta mi cama y me senté en la orilla, pensando en aquella sentencia:

—Tu hermana ya descansó.

Sobre mi cabeza empezaron a dar vueltas palomas mensajeras que dejaban caer sus recados y enmarañaban mis pensamientos: ¿morirse es entrar en un relajamiento tan profundo que verdaderamente se descansa? ¿Vivir cansa? ¿Dormir es descansar a medias? ¿Entonces los vivos nunca descansan plenamente? ¿A alguien se le antoja descansar muriendo? ¿Lucina no podía descansar viva? ¿Tenía que morir para hacerlo bien? ¿Mamá no exagera al decir que “al fin ya descansó”? ¿No era ésa una burla involuntaria?

Yo no tenía el menor ánimo de descansar. Lucina, la hermana mayor, la consentida de mis padres, la estrella fulgurante de la familia, había muerto, y yo no entendía cabalmente lo que eso significaba. Porque a los otros muertos de la casa no los conocí bien. Era demasiado pequeño para tener la conciencia necesaria. Al único que había visto morir era al Oso, un perro que se enfermó de rabia y que encerraron en el patio chico, al que yo veía a través de una ventana larga y al que acariciaba deslizando mi mano sobre la superficie del cristal. El pobre perro, que alcanzaba a identificar mi voz, se arrastraba para responder a mi gesto. Le salía espuma del hocico y —a diferencia de lo que decían los adultos— no parecía nada amenazante. Por convivir con esa mascota, sobre la que cabalgábamos o que jugaba beisbol con nosotros en el pasillo principal, pagamos un precio muy alto y doloroso: veinte inyecciones antirrábicas o antitetánicas en la barriga que generaron un terror compartido con mis hermanos Mino y Nacho. Todos los días, al volver de la escuela, arrojaba la mochila sobre la cama y me iba directamente a la jardinera para verlo. Hasta que una tarde el perro desapareció.

—Lo llevaron a un hospital —aseguró mamá, esperando dar por cerrado el capítulo de su enfermedad.

El caso es que nunca supimos más del Oso. Yo tendría quizás cuatro o cinco años. Y le creí. Pero no sospeché que el perro había muerto. Fue Tavo —quien nos administraba ciertas dosis de crueldad para “educarnos” — el que sostuvo que el perro había muerto, que le habían inyectado una sustancia para “dormirlo” y después quemarlo porque había tenido rabia.

Ahí supe por vez primera lo que era la muerte.

Pero en esta familia a la que pertenezco se aprende pronto a ver morir a la gente que te rodea: la abuela, el tío, la prima, la hermana… La muerte es una señora que se pasea oronda por los largos corredores de la casa, arrastrando sus pasos lentamente y husmeando en las habitaciones a ver quién se le antoja.

2

La muerte fue el punto final de un largo proceso de sufrimiento que afectó a mi hermana Lucina, y que arrastró a mamá hasta el precipicio. La habían traído a casa dos semanas atrás en un estado crítico, con una infección renal tan grave que la puso al borde del fin, y los doctores de cabecera tuvieron que atenderla de tiempo completo para evitar que sucumbiera. La ciencia médica se puso a su servicio día y noche, y cuando mamá se dio cuenta de que no mejoraba notablemente su salud, decidió recurrir a otros métodos no convencionales para darle alivio. No dejaban entrar a nadie a la habitación, pero yo pude verla en un descuido. Estaba envuelta en una sábana blanca y llevaba una venda enredada alrededor de la cabeza. Parecía una virgen martirizada y sudorosa a la que le costaba mucho esfuerzo mantener los parpados abiertos.

Alguien le susurró al oído un método diferente, y ella, desesperada por la situación, acudió a las artes esotéricas para mantener a Lucina con vida. Vino a verla Ramón, un hombre de piel forjada por el sol del estero de Juan José Ríos. De huaraches y ropa sencillos, ojos de ratonzuelo y voz chillona, le dio a Lucina su diagnóstico:

—Le hicieron mal de ojo.

Mamá no entendió muy bien lo que le quería expresar, y él se lo explicó con mayor detalle.

—Alguien le hizo un entuerto a esta joven. Alguien la quiso perjudicar porque le tiene envidia y coraje, mucho coraje, tanto que la quiere ver difunta. ¿Me entiende?

—¡Ave María Purísima! —dijo Juanita, que siempre se hallaba a un lado de mamá, y se persignó tres veces.

A partir de ese momento, al suministro de sueros, inyecciones y cápsulas se agregaron limpias con albahaca y ruda, sahúmo con incienso por todos los rincones, humedecimiento con agua bendita y hasta invocaciones de espíritus a través del cuerpo y de la voz de Ramón, el médium que también le disputaría a la muerte la salud de mi hermana.

Durante una semana ocurrieron hechos extraños que casi desquiciaron a mamá y a las personas que estuvieron más cerca de Lucina: fuertes golpes a la puerta, pero al abrir, nadie; timbrazos a media noche, y al descolgar sólo la respiración de algo o alguien del otro lado de la línea; lechuzas negras en el interior de los roperos; voces detrás de las paredes; muebles que se movían solos de un extremo al otro de las habitaciones solitarias. Ramón responsabilizaba a una fuerza oscura de todo aquello. Pintó cruces de ceniza roja en las puertas.

—Una fuerza muy pero muy poderosa quiere entrar en esta casa —sentenció con los párpados cerrados, en medio de un trance.

Sin embargo, el esfuerzo de los doctores y del propio médium fue en vano. El 1 de enero de 1970, agotada por el esfuerzo y harta del dolor que padecía, decidió rendirse y, por fin, cerró los ojos para nunca más abrirlos. Mamá casi moría con ella. Vertió su llanto sobre el rostro enjuto de su hija, impotente al percatarse de que su amor no fue suficiente para alejarla de la muerte. Entonces, aprovechando la súbita orfandad de mi madre, Ramón la hizo aferrarse a un deseo: establecer contacto con ella atravesando la frontera entre la vida y la muerte. Y Ramón sería el puente para borrar esa frontera infranqueable.

—Usted no se preocupe, señora mía, pronto va a poder comunicarse con su hija, hablar con ella. ¿Me entiende?

Ante aquella posibilidad, mamá cayó rendida.

Entró el padre Antuna y dio los santos óleos. Se reunieron los adultos y decidieron despedir a Lucina en la propia sala de la casa. Alguien se puso en contacto con una funeraria y organizaron la ceremonia con rapidez.

Lola, mano derecha de mamá, nos reunió en nuestro cuarto y nos dio instrucciones después de un breve sermón:

—Ahora que Lucina se ha ido, les quiero pedir algo: quiero que se porten bien, que no anden chiroteando de acá para allá. Se van a bañar, se van a poner guapos, aquí les pongo estos trajes; luego se van a peinar para que estén listos a la hora en que traigan a Lucina de la funeraria.

—¿De la funeraria? —preguntó Nacho.

—Sí, porque la van a arreglar.

—¿Arreglar?

—La van a poner bonita.

En ese momento descubrí que hasta a las mujeres muertas les imponen la tarea de mantenerse bellas.

—Se va a hacer el velorio aquí, así que quiero que hagan caso. No quiero que anden corriendo por los pasillos, van a respetar a Lucina. Vamos a despedirla bonito.

—Nacho, Mino y yo nos miramos y establecimos un pacto de complicidad con la mirada. No sospechábamos lo que pasaría a partir de aquel aciago día en casa, pero exigirnos que nos pusiéramos trajes no vaticinaba nada bueno. Creo que ni cuando hicimos la primera comunión nos vistieron con tanta formalidad. Un alud de reglas nos cayeron encima: prohibido jugar al fut, prohibido correr por los pasillos, prohibido gritar, prohibido reír, prohibido hacer ruido, prohibido ver televisión (al menos el aparato ni siquiera recibía la señal), prohibido sacar los juguetes, prohibido jugar a las escondidas en el almacén, prohibido ir al cine, prohibido portarse mal. Con el deceso de nuestra hermana se instaló el Reino de lo Prohibido. En pocas palabras, en un chasquido teníamos que convertirnos en otras personas.

Esa misma tarde varios hombres, vestidos con pantalones negros y camisas blancas, trajeron una caja que me pareció un sarcófago egipcio por sus ribetes dorados y la suavidad de su madera, y lo montaron en medio de la sala, justo frente al retrato de Lucina que engalana la pared principal. Se hizo un alboroto silencioso y se reacomodaron los sillones, los floreros y la mesa de centro. Yo ignoraba que adentro de esa caja se encontraba confinada Lucina. Era la primera vez que veía un ataúd y la palabra se me hacía demasiado bella para hospedar a un muerto. Nos pidieron a los niños que los dejáramos trabajar y nos alejáramos de ahí.

—No estén de curiosos. Váyanse a su cuarto —ordenó Lola, que asumía el papel que le correspondía a mamá.

Nos bañamos, nos cambiamos, Nacho boleó sus zapatos y a mí me tuvieron que comprar un par porque los que tenía estaban muy raspados. Chabela, que entonces se hallaba cruzando el puente entre la adolescencia y la primera juventud examinó nuestras orejas, nos obligó a sonreír para mostrarle los dientes y nos ajustó el peinado.

3

Horas después la sala empezó a llenarse de gente, algunos los reconocimos a golpe de vista: su comadre Juanita y su esposo Chuy Andrade, Doña Marce, Mary Leyva, Chayo de Pano, Chicho, Ema, Don Rigoberto Beltrán, La Prieta, el señor Plata y su esposa Cuti, y otras personas que residían en la ciudad. Pero también empezaron a llegar personas de lugares foráneos, lo mismo de Culiacán, Mazatlán, Tecuala, Huajicori, Guadalajara o México. Así se hicieron presentes la tía María, de Tuxpan; Juan, el hermano de papá; Melchor; Margarito, el padre, así como doña Cande, Rosa, la tía Chita, el tío Miguel, María Cázares, Chema y la tía Pina. Todos venían a sumar su llanto al nuestro. Y con ellos, llegó una comitiva de primos a los que no habíamos visto en meses o años. El rostro se nos iluminó de alegría.

Primero llegaron Pepe, Leticia y Natalia Sotelo. Luego Julio y José Luis Castillo. También otros que conocimos ahí mismo: los hijos de Teresa. La edad que tenían oscilaba entre los ocho y los trece años. Y se unieron a los primos locales: Pepe, Cuate, Martín y Rubén. Nosotros lucíamos la elegancia incómoda de nuestros trajes, cabellos domesticados por la brillantina y zapatos que apretaban los dedos. Pero sobre todo, nos sentíamos lurios porque éramos protagonistas del evento: nuestra hermana era la muerta, y lo presumíamos con un gesto triste.

La sala no fue suficiente para albergar a tantas personas que asistían al velorio doméstico y ayudamos a colocar sillas en el pasillo más grande (donde solíamos jugar fut o beis) para que ellos se pudieran sentar. Con ello, sacrificamos el espacio ideal para jugar. Tomamos la azotea e invitamos a algunos primos a jugar en ella, sin importarnos que allí se encontrara la granja de papá. Subieron por la escalera de caracol, tomaron posiciones, recorrieron la amplia terraza y vieron a los animales.

—¿Tienen gallinas? —preguntó Julio con rictus asqueado.

Nacho y yo nos miramos, y en ese instante nos dimos cuenta de que había algo extraño en tener gallinas en casa.

—Sí. Y ponen huevos —agregué para justificar su presencia.

—Bueno, huevos hay donde quiera. Hasta en los supermercados.

—¿Súper qué? —preguntó inocentemente Nacho, sin saber que les tiraba una pelota para que la batearan a gusto.

—Supermercado. Es una tienda enorme que ofrece todos los productos que te puedas imaginar, y además, tiene aire acondicionado. ¿Aquí no hay, verdad?

—Todavía no, pero van a poner uno —dijo Nacho apresuradamente pero nadie le creyó.

—¿Y qué? ¿Jugamos a la roña? —intervine para salvar la situación.

—Órale.

Durante unos veinte minutos corrimos de acá para allá persiguiéndonos y riendo. Poniendo las manos en jarras y burlando al perseguidor hasta que Chabe subió hasta la azotea para llamarnos la atención.

—¡Hey, niños, no anden correteando! Se oye un alboroto en la sala y la cocina. ¡Pónganse en paz, porque si no, doña Chole se va a enojar!

Empezábamos a sudar y el saco aumentaba la temperatura del cuerpo, por lo tanto, Nacho y yo nos lo quitamos. Chabe nos miró e hizo una reprimenda:

—Se van a empuercar la ropa. Y tu mamá va a poner el grito en el cielo. ¡Pórtense bien! ¿Qué les cuesta? Si no lo hacen, los voy a acusar.

—Está bien. Ya nos vamos a calmar —le aseguré.

Ya estábamos reunidos ocho primos e hicimos un círculo para platicar y presumir nuestras cándidas hazañas:

—Oigan, ¿ya vieron Butch Cassidy and the Sundace Kid?

—¿Buch qué?

—No Buch, Butch. Butch Cassidy and the Sundace Kid. ¡No saben pronunciar ustedes las palabras en inglés! No me digan que aquí en Mochis todavía no dan clases de inglés en las escuelas. Porque desde hace un chorro de años que las dan en Jalisco.

Me empezó a caer muy gordo Julio con sus alardes.

—Pues yo vi El planeta de los simios.

—Ciencia ficción —asintió Pepe Sotelo.

Nacho y yo (y creo que tampoco Pepe, Rubén o Cuate) no sabíamos qué demonios era ciencia ficción.

—Me gustó el final, cuando el astronauta sale del fondo de la tierra y descubre en una playa una estatua gigantesca.

—¡La Estatua de la Libertad! —se apuró a nombrarla Julio.

—Sí, ésa.

—Es uno de los mejores finales que he visto, aunque esa película la dieron hace dos años en Guadalajara, en el cine Metropolitan. ¡Es del año del caldo!

Otra vez nos propinó una bofetada. Al parecer llevábamos la de perder frente a los primos de Guadalajara y no podíamos ganar una.

4

Abajo, la ceremonia de despedida estaba en su apogeo. Las mujeres se aglomeraban en la sala para rezar el rosario, dirigidas por Mary Leyva, que era muy devota. La sala era un campo minado de flores. Un Cristo crucificado contemplaba afligido a la multitud que se acercaba a mirar por última vez a la difunta, y en señal de duelo, vertían algunas lágrimas y musitaban alguna frase inaudible, para expresar sus condolencias. Mamá, vestida de riguroso luto, con una mantellina negra, recibía los abrazos de los visitantes, que repetían las mismas exclamaciones:

—¡Ay, Lucina, tan bonita que era!

—¡Estaba tan joven!

—¡Dios la llamó porque necesita otro ángel!

—¡Al fin está descansando!

—¡Mi más sentido pésame!

—¡Dios la tenga en su gloria!

Juanita, Virginia o tía Pina se esforzaban en mitigar su dolor, ofreciéndole té de manzanilla, un caldo de pollo con cebolla, cilantro y mucho limón, o recomendándole que se marchara a su habitación a dormir. Sin embargo, ella se resistía a hacerlo por una sencilla razón: no iba a desperdiciar en una siesta las horas que le restaban a su hija sobre la tierra. Prefería, en definitiva, estar a su lado, aunque tuviera que estar enjugando sus lágrimas a cada momento. Quería que Lucina percibiera su presencia, aunque navegara en las aguas profundas del río que arrastra las vidas hacia el abismo final.

Cerca del ataúd una señora lloraba más que mamá. Y se esforzaba en mostrarse más dolida que la propia familia. Nadie la conocía pero se agradecía su gesto. Hasta que el tío Chuy le pidió que tomara un café y se comiera un pan de los que mandó doña Marce, para calmarse. No muy convencida, aceptó. También ahí se encontraba sentado en un rincón el Pocaluz, un cargador del mercado municipal que una mañana apareció frente a mamá y le hizo una tentadora propuesta a la que ella no se pudo resistir:

—¡Yo le doy un riñón a Lucina! Al fin que tengo dos: me sobra uno.

Ella se conmovió y a partir de ese día casi fue incorporado a la familia. Platicaba mucho con él, lo invitaba a sentarse a la mesa, lo pasaba a la sala a beber café o tomarse una limonada. Aquel joven tenía un ojo muerto y ello le había hecho acreedor de un mote espantoso: el Pocaluz, endilgado por los compañeros de labores que hacían ostentación de su sangre fría para endilgar apodos. No sé bien si su sacrificio obedecía a una convicción cristiana, si era un gesto de franca generosidad, si quería integrarse a la familia o si estaba enamorado de mi hermana. Nunca lo supe. Pero el día que Lucina murió, murió ese futuro prometedor al que él aspiraba. Tal vez era una de las personas más tristes que asistieron al velorio. Aunque su tristeza tenía otras razones. Algunas personas se acercaron a la sala con el pretexto de despedir a la joven difunta pero era la elemental curiosidad o el morbo verdaderamente quienes las atrajeron como moscas hacia la bella mujer cuya carne empezaba a corromperse.

En el pasillo jugamos al teléfono descompuesto en voz baja, pero al reírnos, nos llamaron la atención de nuevo exigiéndonos silencio y no nos quedó otra más que refugiarnos en la recámara. Hasta allá fuimos Cuate, Nacho, Julio, José Luis y Pepe Sotelo, y al entrar me dio mucha vergüenza que vieran un poster de el Santo, porque no quería que pensaran que yo era un bobo admirador que se tragaba sus aventuras

—¿Te gusta el Santo?

—Me gustaba —dije, atrapado en el callejón sin salida.

—Es que ya a nadie le gusta el Santo en Guadalajara. Ya pasó de moda.

—Pues la revista sigue saliendo.

—Pero no es él. Él ya está muy viejo. Yo vi una foto donde sale sin máscara —dijo desenfadadamente Sergio.

—No lo creo. Eso es mentira —intervino Nacho.

Sin inmutarse, y con la seguridad que daba el tener información privilegiada sólo declaró:

—Es un señor pelón, así como el tío Chicho. No tiene chiste. Es un viejito.

No conforme con exhibir nuestras carencias, desenmascaraba a nuestros héroes legendarios.

—Yo vi Santo contra la invasión de los marcianos —dijo Cuate.

—Son películas para niños. A mí ya no me gustan ésas
—repuso José Luis.

—Con esta alegata ya me dio hambre. ¿A qué hora nos darán de comer?

—No sé. ¿Qué hora es?

—Las seis y media.

—Aquí oscurece más tarde.

—Se me antoja una pizza —comentó Julio.

Nos miramos Cuate, Nacho y yo.

—¿Una qué?

—Una pizza.

—Una pisa.

—No, pizza. Pizza. Con zeta.

—¿No conocen las pizzas?

—Todavía no —respondí—, pero no tardaremos en conocerlas.

—Pues ojalá, porque están riquísimas. Se me antoja una de pepperoni —intervino José Luis.

—¿Pepe qué? —preguntó ingenuamente Cuate.

—Pepperoni. ¡Ay, no, de veras ustedes están en el siglo pasado!

Tuve la certeza de que esos primos nos miraban con los ojos de Colón al encontrarse por vez primera con los nativos de América. Me sentí un bicho. Nos hablaron del zoológico enorme que era una versión en miniatura de África, donde vivían al aire libre lo mismo hipopótamos, gorilas o búfalos; de una montaña rusa que te arrancaba el alma; de un circo de tres pistas o de un campo especial para jugar minigolf. Nosotros lo escuchamos con envidia provinciana. Impotentes para competir con semejantes ofertas de diversión y entretenimiento. En lo personal, detesté a mis primos en ese instante. ¿Para eso habían venido?

Luego nos llamaron a cenar y nos sentamos, de cinco en cinco, en la mesa de la cocina donde comimos menudo. Mientras la tía Luisa se acercaba a Julio y José Luis o la tía Chita a Pepe para preguntarles cómo estaban, yo urdía la manera de sacarme la espina. O mejor dicho, las espinas que me habían clavado hasta el fondo. La luz solar se fue fugando por las altas paredes de la casa y se instaló la noche con una luna mofletuda que nos miraba desde el cielo. Cuate y Pepe acudieron al llamado de su papá, el tío Chuy, y Leticia y Natalia conversaban con Alicia, en su habitación. Nos enteramos por Lola que los primos se quedarían a dormir en casa, así que debíamos darles lugar en nuestro cuarto. Sonreí al cerciorarme de que la oscuridad cubría el cielo y los rincones. Llegaba la hora de ajustar cuentas.

—Oigan ¿sabían que en el almacén del fondo se escuchan sonidos de monedas?

—¿Sonidos de monedas? – inquirió, intrigado José Luis.

—Sí, alguien cuenta monedas sobre una mesa y se oye clarito.

Levantaron los hombros, sorprendidos.

—Es el Chino. El fantasma del Chino que aparece en el almacén como a estas horas. Dicen que su cuerpo todavía flota en el aljibe.

—¿De veras?

—Si no me creen, vamos, y lo comprueban con sus propios ojos.

Noté que por fin empezaba a ganar una batalla.

—Mejor vamos al tapanco donde están los maniquíes. Nos metemos, apagamos la luz, y después de un rato van a sentir que los toca una mano tiesa; es la de un maniquí llamado Juliancito —añadió Nacho.

—Ustedes nos quieren asustar. ¡Se pasan!

—Si no eres gallina, vamos —lo desafié, envalentonado.

—O síganme. Les voy a enseñar algo que ustedes nunca han visto. —Los llevé al cuarto de la azotea donde guardaban los cachivaches. Ahí les mostré un murciélago muerto, ya en estado de deshidratación.

—¿Es un murciélago?

—Tiéntalo.

—¡No, hombre, asco!

—¡Tenías que ser de Guadalajara! Para eso me gustabas
—sentencié triunfante.

—Mejor jugamos a otra cosa.

—Oigan, ¿por qué no jugamos al monstruo? —les propuse.

—¿Al monstruo? ¿Qué es eso?

—Es una versión de “las escondidas”, pero siniestra. Ya que todos se esconden, el que busca se convierte en un monstruo y después de contar hasta cien empieza la cacería. Siempre jugamos en el almacén donde se aparece el Chino.

José Luis y Julio cruzaron miradas y respondieron juntos:

—No, gracias, al monstruo no.

Luego nos asomamos por la barda y escupimos hacia abajo. No quisieron subir hasta el sitio donde se halla el tinaco y montarnos en él como jinetes. Les dio miedo. Jugamos a las vencidas y a golpearnos el dorso de las manos con las palmas, después de frotarlas una y otra vez. El ambiente se relajó un poco. Durante un rato, reímos y nos olvidamos de nuestros rencores.

—¿Cuántas personas se han muerto en tu familia? —pregunté, aún retador.

Julio, José Luis y Pepe Sotelo alzaron los hombros y contestaron:

—Ninguna.

—Pues a mí se me han muerto cuatro. Hasta te puedo dar los nombres.

Puse una cara de tristeza victoriosa.

5

En ese preciso momento Martín, mi hermano mayor, me llamó para bajar unas cajas con pan que mandaban de La Guadalupana, y a Nacho le pidieron que metiera a Boris en la jardinera porque andaba ladrando. Bajé por la escalera y alcancé a observar a papá con su hermano Cheché y otros amigos riendo a carcajadas. Me sorprendí. ¿No se suponía que la risa estaba prohibida durante el velorio? Les llevé una bolsa de pan para que acompañaran el café y pude escuchar un chiste que contó mi tío. Lo festejaron con ruidosas carcajadas que desafiaban el ambiente sombrío que reinaba. Sin embargo, nadie los metió en cintura, como a nosotros. De repente, una mano me sacó de aquella isla de adultos; era la mano de Lola, que me advirtió:

—Este no es lugar para ti. Además, ya van a rezar el rosario otra vez.

—Está bien.

—¿Ya viste que bonita quedo tu hermana? ¡Hasta parece que va a salir a una fiesta! —exclamó con falso entusiasmo.

—Será a un baile en el cementerio. —Abrí mi bocota.

—¡Qué falta de respeto es ésa, jovencito! Si no estuviera tan triste, le diría a doña Chole. Ve y discúlpate con Lucina. Ahí está.

Entré a la sala que no se hallaba atiborrada de gente porque varios habían salido a cenar o salían al balcón a tomar un poco de aire fresco. Miré el ataúd de color café con la tapa abierta para mostrar su rostro. A medida que caminaba hacia él, en cada paso que daba iba dejando atrás mi ligereza y el entusiasmo que me embargaba por estar reunido con mis primos locales y forasteros. Me detuve frente al extremo de la caja y me asomé temerosamente al interior. Entonces la vi.

Un escalofrío caminó sobre mi piel como una tarántula de patas peludas. Detrás de un delgado cristal encontré el rostro de Lucina, su rostro extremadamente delgado que ni el maquillaje pudo robustecer. Pero ni la enfermedad (o el mal de ojo, según Ramón, el curandero) pudo arrebatarle por completo la belleza. Se veía tan hermosa en su ataúd. Yacía profundamente sumergida en un sueño innombrable, en un sueño que no era de este mundo. En ese momento se acercó Julio a susurrarme:

—Vente. Vamos a jugar a “las escondidas”. Ya están todos listos.

Lo miré y sus ojos se amedrentaron. Lo tomé del brazo y lo llevé hasta el ataúd para que viera a Lucina. Con una mezcla de temor y timidez se asomó y su cara se puso pálida. Se le cayó la sonrisa al suelo. Lo solté y se alejó de la sala. Miré aquellos párpados que no se abrirían más, su delgada boca que no volvería a pronunciar mi nombre. Observé la extraña paz que les brinda la muerte a sus elegidos. Y en ese justo instante mi mente se iluminó y cobré cabal conciencia de lo que estaba sucediendo a mi alrededor. Temblé de pies a cabeza hasta casi perder el equilibrio. Adentro de aquel ataúd se encontraba cautiva mi hermana, quien había muerto por la enfermedad renal o por el influjo de alguna brujería. Un estremecimiento y una revelación me embargaron. La muerte te despoja de la mirada, de los parpadeos, de los latidos, de las palabras. Y Lucina, la hermana mayor, la preferida de mamá (quien se hundiría en una orfandad abrumadora) estaba muerta, encerrada en aquel confortable y bello ataúd, que no era otra cosa que una caja que enterrarían para que su cuerpo no fuera víctima, inmediata, del hambre voraz de los gusanos.

Fui hasta el cuarto de los juguetes, que funcionaba como desván, y ahí, oculto, al margen de las miradas de todos, sentí correr por mis mejillas algunas lágrimas. Y el hecho de que yo supiera (y presumiera) que morir era una costumbre muy arraigada en nuestra familia no restó peso a mi aflicción. Cada dos años cumplíamos con un rito en esa casa: el sacrificio de un miembro para honrar un mandato divino. Juan Alfredo murió de neumonía, Juan había muerto de cáncer, la abuela Gueya de tristeza, y ahora Lucina, que era buena como el pan o como el sol. ¿Quién seguía en esa lista dictada por el azar o Dios?

Corrí en busca de mis primos que iban a jugar a “las escondidas”, con Nacho y Mino, mis hermanos. Y me apresuré a refugiarme en el lugar más distante y remoto de la casa, para esconderme de la muerte.