He matado a mi hijo.
Aveline percibió cómo Kilian le retiraba la mano de la coronilla con un estremecimiento, y ella levantó la mirada hacia él.
Estaba arrodillada en las losas de piedra de la sencilla capilla perteneciente a un pequeño convento cercano a la ciudad de Melk. El convento de religiosas se había establecido a la sombra de la abadía benedictina del lugar, a orillas del Danubio, y se dedicaba a atender y aprovisionar a peregrinos y viajeros. Cuando las monjas se enteraron de que Aveline pensaba hacer sus votos para el peregrinaje a Tierra Santa, le confiaron un sencillo vestido de lino de su vestiarium. Esa sobria túnica gris estaba remendada en varios lugares y los dobladillos de las mangas se encontraban deshilachados, pero estaba limpia y se ajustaba a su cuerpo delgado como hecha a medida. Un tocado simple de lino cubría su cabello pulcramente trenzado.
Se había retirado con Kilian al frescor de la capilla para confesarse. Solo los pecados confesados podían alcanzar el perdón a través de la peregrinación. Solo exculpada podía realizar el voto solemne del peregrino durante la misa de la víspera.
El monje se la quedó mirando boquiabierto.
—Has… ¿qué?
Aveline vio el desconcierto en sus ojos y apartó la mirada. Se puso a observar las motas de polvo que danzaban en los rayos luminosos del sol entrante. En contra de sus esperanzas, la confesión no borró un ápice de la pesada carga de su alma. Las náuseas le ascendieron por la garganta y carraspeó.
—Entregué a mi hijo a la muerte —repitió ella—. Tras el parto dejé al niño a su suerte en el bosque.
Le resultó extraña la calma, la indiferencia casi con la que salió de sus labios esa terrible verdad. ¿Era una persona tan monstruosa? Una semana antes de encontrarse con Kilian, Bennet y los demás, había dado a luz a solas y desamparada. Tuvo la sensación de que la criatura se abría paso en el mundo con cuchillos.
Levantó la vista hacia Kilian y de pronto sintió la necesidad perentoria de justificar su monstruoso acto.
—Era un hijo del pecado —dijo a borbotones—. Un caballero… me violó y me lo implantó por la fuerza. Yo…
«Fui incapaz de mirar aquel día esa cara que también era la de él, fui incapaz de tener que pensar cada día en las circunstancias en las que fue concebida esa criatura».
Cuando su cuerpo se redondeó, su madre la insultó llamándola «puta licenciosa» y la echó de casa. Durante un tiempo entró al servicio como lechera en una granja cerca de Nomeny, pero tampoco la quisieron allí cuando era inminente ya el alumbramiento. Lo había perdido todo, su hogar, su medio de vida, su honor… y finalmente también la salvación de su alma.
—¿Sabes que al hacer eso has entregado a la condenación el alma de ese niño no bautizado?
La voz de Kilian sonó cascada y frágil. Aveline no supo deducir a quién iba dirigida su pena, pero estaba convencida de que no cabía para ella ninguna compasión. Ninguna, después de su acto horrible.
Dos almas perdidas porque ella no había sido capaz de aceptar su destino.
Entrecerró los ojos, se apartó las lágrimas y asintió con la cabeza.
—Lo sé. ¡Que Dios me asista!
Kilian volvió a ponerle la mano en la coronilla.
—Lo hará —dijo con dulzura—. El Padre celestial no rechaza a nadie que se presente ante él con arrepentimiento. «Porque el Señor, vuestro Dios, es clemente y compasivo, y no apartará Su rostro de vosotros si os volvéis a Él», está dicho en las Sagradas Escrituras. Tú has decidido peregrinar a Tierra Santa en Su nombre y aportar tu contribución a la causa de Cristo. A cambio, Él te ofrece la absolución de todos tus pecados. Sin embargo, para tu… acto inaudito se requiere de una penitencia adicional.
—¿Qué puedo hacer?
¿Existía realmente una posibilidad de reparar lo sucedido, de liberarla a ella de esa culpa? Aveline no se atrevía siquiera a tener la esperanza de tal cosa.
—Rezarás por la salvación de tu alma y la de tu hijo inocente junto a la tumba de nuestro Salvador Jesucristo que murió por todos nuestros pecados. En Jerusalén.
—Pero… si Jerusalén está en manos de los paganos —replicó Aveline con un hilo de voz.
Percibió cómo crecía en ella la desesperación y eso le dificultaba la respiración. ¿Cómo iba a poder cumplir semejante voto?
—Y todos nosotros y media cristiandad nos hemos puesto en marcha para volver a arrebatar a los sarracenos la ciudad santa —señaló el monje con calma—. No dudo de que lo conseguiremos con la ayuda de Dios. Y tú vas a contribuir con todo lo que esté en tu poder.
Aveline guardó silencio un buen rato; a continuación asintió con la cabeza.
—Cueste lo que cueste.
—Amén —dijo Kilian y Aveline notó la mano de él posarse cálida en su cabeza.
—Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.
El canto prístino de las hermanas resonaba en las paredes de la pequeña casa de Dios. Aveline se arrodilló frente al altar con la cabeza gacha y las manos juntas en actitud orante. Le dolían las rodillas, pero ese dolor le resultaba agradable pues aguzaba sus sentidos. Quería asimilar ese instante por completo y no olvidarlo jamás, el olor a miel de las velas de cera, la piedra fría bajo su piel, el canto que parecía envolverla y llevarla lejos mezclándose con el ritmo de los intensos latidos de su corazón. Quería recordar ese día, del que ella esperaba que lo cambiara todo a mejor.
En los escalones frente al altar había un morral de fieltro, un bastón de caminante y una capa sencilla. La pequeña Maude de la comunidad de peregrinos había confeccionado la capa a partir de una de las mantas de Bennet y la había provisto en la zona de los hombros de la cruz blanca de Jerusalén. El arquero le había tallado el bastón. Aveline resistió el impulso de volverse a mirarlos. Bennet, Maude y el monje joven se habían empleado a fondo para que pudiera unirse a su comunidad, y por ello sentía una profunda gratitud.
Los cánticos enmudecieron. Kilian, que ya había recibido las órdenes sacerdotales y ofrecía la misa, se adelantó y pronunció una bendición sobre los objetos colocados frente al altar. A continuación agarró el morral y se dirigió hacia Aveline. Se inclinó ante ella y le colgó la correa.
—Aveline, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, toma este morral como señal de tu peregrinaje para que llegues purificada y dispensada hasta la tumba de nuestro Señor, hacia la que vas a encaminar tus pasos.
Kilian alzó el bastón y se lo tendió. La madera se sentía caliente y viva en la palma de su mano.
—Toma, pues, este bastón como apoyo y para defenderte de tus enemigos y en los peligros, para que llegues segura a la tumba de nuestro Salvador.
Por último agarró la capa, la desplegó y se la colocó a Aveline por encima de los hombros.
—Y toma esta capa que debe envolverte como la bondad de nuestro Padre todopoderoso y el amor de la madre de Dios. Te protegerá del viento y del frío, para que llegues sana y salva a la tumba de Jesucristo y puedas regresar desde allí. La cruz blanca te recordará tu voto y mostrará a todo el mundo en nombre de quién estás de camino. —Levantó ambas manos sobre la cabeza de Aveline para bendecir—. Que el todopoderoso Dios que reina desde la eternidad hasta la eternidad te lo conceda. Amén.
Juntos rezaron el padrenuestro y el credo y Aveline sintió cómo crecía su confianza con cada palabra que pronunciaba. Por último, él la agarró por los hombros y la levantó.
—¡Aveline, yérguete como peregrina en el nombre de nuestro Señor Jesucristo!
Ella respiró hondo. Por primera vez en mucho tiempo sintió algo similar a la seguridad y la confianza en sí misma. Dios no la había abandonado, le había mostrado la senda que la llevaba de vuelta a Su casa, una senda larga repleta de penas y de peligros, pero una senda al fin y al cabo.
En la pradera frente a la casa de los huéspedes, Aveline y los demás compartieron una sencilla cena de la cocina del convento: pan negro, cebollas y un queso de cabra que producían las mismas monjas. El sol se fundía sobre el horizonte como hierro incandescente y dotaba a las caras de los hombres y las mujeres de un brillo casi sobrenatural, como si estuvieran prendidos por un fuego interior.
«Igual que en Pentecostés, cuando Dios llenó a los discípulos con Su espíritu», pensó Aveline. Y, de hecho, después de hacer sus votos, ella se sentía renovada y animada por un espíritu bueno. Volvía a tener una meta por delante, una misión y una perspectiva de salvación.
En lugar de agua, Bennet pasó esa noche una jarra de vino para que circulara entre todos. Había que celebrar la alianza inquebrantable de Aveline con Dios, igual que la que habían establecido los demás miembros de la comunidad. El anglosajón vertió con generosidad el vino en las copas que le tendían, mientras una sonrisa se enredaba juguetona en sus labios. Casi siempre sonreía, de forma serena y confiada. Había en él una seguridad en sí mismo que carecía de toda arrogancia. Su pelo castaño le llegaba justo a los hombros, tenía las mejillas bien rasuradas, su cuerpo era delgado y musculoso, y apenas superaba en altura a Aveline.
Después de servir a todos los presentes, alzó su copa.
—¡Bebamos por Ava y por todos los peregrinos para que lleguen a su destino y regresen sanos y salvos!
—Amén.
Todos bebieron un trago de vino.
—Yo… os doy las gracias —tomó Ava la palabra— por haberme acogido entre vosotros. Y por todo lo demás. No sé qué habría hecho sin vosotros.
Con timidez fue mirando a todos y cada uno de ellos. Contemplaba caras amistosas; únicamente el hermano Gilbert giró la cabeza a un lado con expresión huraña. Seguía sin perdonarla.
—No pasa nada, muchacha —gruñó Jean haciendo un gesto de negación con la mano.
El hermano de la bajita Maude era un gigantón de buen carácter que tenía siempre una palabra amable para todo el mundo y cuidaba del burro con completa entrega. A Aveline le gustaban esos dos hermanos de Saint-Nabor, que habían iniciado el viaje de peregrinación en lugar de su padre enfermo, para quien esperaban la sanación.
Además de ellos, también pertenecían a la comunidad Frédéric y Lucille, un matrimonio joven de las cercanías de Nancy. El vientre de Lucille comenzaba a redondearse por un embarazo. Le había confiado a Aveline que sus dos últimos hijos habían nacido muertos y que ahora esperaba y anhelaba que la peregrinación le procurara por fin un vástago sano. Desde entonces, a Aveline le resultaba difícil mirar a los ojos a aquella delicada mujer. Su propio hijo había vivido tras el parto, y ella lo había entregado a la muerte. Solo por ese motivo estaba allí.
En cambio, los dos monjes y Bennet se habían puesto en marcha con la intención de aportar su granito de arena en la recuperación de Tierra Santa, sobre todo de Jerusalén, como combatientes, padres espirituales o cualquier otra misión que Dios tuviera pensada para ellos.
Todos perseguían el mismo objetivo, pero sus motivaciones no habrían podido ser más diferentes.
—En cinco o seis días cruzaremos la frontera con Hungría —anunció Kilian.
—¿Hay mucho peligro por allá? —preguntó Lucille llevándose una mano protectora al vientre.
—No es más peligroso que en el Sacro Imperio Romano Germánico. Se dice que Federico I Barbarroja ha llegado a un acuerdo con el rey húngaro Bela, que concede a los peregrinos paso libre y avituallamiento. También ha mantenido contactos y establecido medidas para las tierras bizantinas. ¡Este emperador es un hombre sabio y previsor!
Bennet asintió con la cabeza.
—Espero que pronto consigamos unirnos a su ejército.
—Por el momento parece que Barbarroja y sus hombres han tomado rumbo hacia Alba Graeca, la capital de Serbia. Pero un ejército tan imponente se ve obligado a seguir los caminos militares, y eso lo hace avanzar con lentitud. Nosotros, en cambio, podemos elegir otras sendas y tomar atajos. Seguramente los alcanzaremos pronto —lo tranquilizó Kilian—. He oído que nunca antes un príncipe había reunido tantos hombres para una peregrinación armada como Barbarroja. Una docena de obispos y más de dos docenas de condes se han unido a él con sus vasallos, así como unos cuatro mil caballeros y varios miles de soldados de a pie, por no hablar de sus partidarios. Media cristiandad está de camino hacia Jerusalén.
—¡Junto con los franceses e ingleses vamos a propinarles una tremenda patada a esos paganos! —vociferó Jean alegremente y vació su copa de un solo trago para corroborar sus palabras.
Kilian suspiró.
—Siempre y cuando puedan por fin ponerse de acuerdo los dos jefes del ejército. Ahora que el viejo rey inglés ha muerto, parecen haber terminado los días de armonía entre su sucesor Ricardo y Felipe de Francia. Según se dice, los dos se acechan mutuamente como dos perros, cada uno con el miedo a que el otro pueda arrebatarle un hueso.
—Pero Ricardo parece ir en serio con la causa —comentó Bennet—. Ya antes de mi partida, los constructores navales de Dartmouth estaban ocupados en construir una flota para el ejército inglés. Dicen que en cuanto Ricardo tenga la corona sobre su cabeza y los barcos estén construidos, se embarcará con sus hombres desde Marsella hacia Palestina.
—¿Por qué hacer el viaje en barco? ¿Por qué no toma la ruta terrestre igual que el emperador Federico? —quiso saber Jean—. Ricardo se arriesga de esa manera a que su ejército se disperse en muchas secciones. Además, nadie puede decir con certeza si a su llegada encontrará un solo puerto seguro donde desembarcar.
—Bueno, después de todo, el viaje por mar es más corto, solo unos pocos meses en lugar de todo un año. Quiere que sus guerreros lleguen frescos y descansados a Tierra Santa. Además, tener una flota propia puede apoyarlo in situ durante los combates y asegurar el abastecimiento.
—Suena a una diversión cara —vociferó Frédéric.
—Por Dios, claro que sí —admitió el anglosajón—. Igual que ya hizo su padre, Ricardo está intentando recaudar dinero para esta empresa por las vías más diversas. Sería capaz de vender incluso Londres si encontrara un comprador, dicen por ahí. Además, desde el año pasado rige un nuevo impuesto en Inglaterra para cubrir los costes.
—Igual que en Francia —observó Kilian—. Llaman a ese impuesto el «diezmo de Saladino».
Saladino, el príncipe de los sarracenos. Incluso Aveline había oído ese nombre. Se susurraba con terror, se escupía con repugnancia, a veces se pronunciaba con reacia veneración. Saladino, el hombre que estaba a punto de poner de rodillas al reino de Jerusalén, el hombre que había robado la Vera Cruz. No sabía muchas cosas acerca de él, pero sí sabía que se interponía entre ella y la salvación de su alma.